RESTAURAR VERSUS REHABILITAR
Elena Puiggròs Román
Resumen
Breve reflexión sobre la problemática de la restauración, de tornar nuevo lo antiguo y de la no aceptación del paso del tiempo.
Tras la publicación de la polémica sobre las restauraciones realizadas por el Museo del Prado, ha saltado una alarma social al respecto. Desde estas líneas no pretendemos ni defender ni atacar unas u otras posturas, entre otras cuestiones porque consideramos imprescindible conocer cada caso en concreto para emitir un juicio digno y riguroso. Lo que pretendemos ahora es plantear algunos interrogantes al respecto de la restauración.
Restaurar es devolver a su estado original una obra. El problema radica en que la realidad original de una pintura, por ejemplo, en muchas ocasiones dista mucho de la imagen que tenemos de ella. Las tonalidades de los colores, el fulgor de las luces, los brillos de los barnices, las definiciones de los contornos... Quizás devolver una obra a su estado original sea traicionar la imagen que tenemos de ella. Desde siempre (nuestro siempre) hemos visto los barnices oxidados, con matices opalinos, ambarinos, o verdosos o azulados. Ha llegado a nosotros no sólo la pintura. Ha llegado a nosotros ella y el paso del tiempo. Esa pátina compuesta de retoques realizados antaño, incluso de mutilaciones de la obra (¿cuántas obras se han recortado para ubicarlas en un marco, o en un lugar?), de una cierta oscuridad, de una transformación de su presencia. Verlas de nuevo con un colorido distinto, brillante unos mates otros, azules que se tornan verdosos, sienas que se tornan tierras... nos extraña, y, ya se sabe, los humanos no suelen responder demasiado bien a lo distinto, eso hace que unos exclamen, otros entren en cólera, otros hagan correr ríos de tinta... Pero, reflexionemos.
Si observamos la arquitectura de Barcelona ha pasado lo mismo, sólo que a la inversa. Recuerdo que el primer edificio restaurado que vi en mi ciudad fue el Palau Macaya, ¡Dios! ¡Qué impresión! El blanco refurgente de las paredes hacía brillar los ocres esgrafiados, veía partes que nunca había visto, pero aquello no era blanco, era níveo. Es como un pastel de nata, pensé. Sí, como aquellos pasteles de nata y merengue, con un montón de formas gracias al juego de la manga pastelera, cumbres coronadas por rosas de azúcar. Debo explicar, para que se entienda mi símil, que a mi la nata, no solamente no me gusta, sino que además se me indigesta. Fue pasando el tiempo, se fueron limpiando y restaurando un sin fin de edificios, farmacias, iglesias, viviendas... hasta tal punto se acostumbraron mis ojos que, al poco tiempo, cuando paseaba mis ojos por las calles y veía una casa no repintada flanqueada por dos edificios impolutos tendía a pensar ¿Cuándo la van a limpiar?. Y en poco tiempo las casas antes brillantes, se volvían a tornar grises. Para mantenerlas impecables es preciso retocarlas constantemente, un año, quizás dos.
Hace unos meses en El Periódico Joan Barril en una artículo titulado en El tiempo en las cosas(1), comentaba a raíz de un ensayo del escritor japonés Junichiro Tanizaki sobre el distinto valor que los occidentales y los orientales damos a los objetos que envejecen. El desasosiego occidental por limpiar, pulir, abrillantar, dar esplendor... negando el paso del tiempo. El tiempo transforma las cosas, al tiempo que nos transforma a nosotros mismos, no sólo físicamente sino emocional e intelectualmente. Yo no soy la misma, veo cosas que antes no veía, siento, huelo, valoro de forma distinta. El tiempo forma parte de la vida, es indisoluble. Nuestra numantina lucha contra el tiempo, contra el paso del tiempo nos ha llevado a una sin razón. Ni las casas, ni nosotros mismos debemos mostrar la huella del tiempo. Repintamos, restauramos, hacemos dieta, liftings, acudimos locamente a gimnasios. Para mantenernos, mantenernos en forma, se excusan algunos, pero es mantener, conservar una realidad que fue y ya no es. Al paroxismo se llega en algunas sociedades como la californiana. Quizás unos más, otros algo menos. Estamos inventando (o hemos inventado) un mundo una realidad, de la apariencia, hay que ser joven, has de ser delgado, debes esculpir tu cuerpo. Al igual que los edificios, o restaurar las antigüedades, que sean como nuevas (genial incongruencia la nuestra, hacer nuevo lo antiguo).
En cambio nos ofende esta novedad en una pintura. Quizás por que la pintura no es actual, es del pasado, es historia, y allí en un museo está, fuera de la realidad vivencial. Es historia, y lógicamente en al historia es normal que se vea el tiempo.
Los edificios que conviven con nosotros no deben mostrar esa pátina, en cambio los del pasado, un castillo, por ejemplo, lo vemos más hermoso cuando sus muros están mordidos por el tiempo, cuando entre los muros desmoronados crece una tímida hierba. Nos gustan así no sólo por ser historia, sino que además nos permite imaginarnos a los caballeros en el patio de armas auxiliados por sus escuderos, en un rincón el herrero forjando las armas, y desde lo alto volando el velo de la princesa...
Pero nos ofende el tiempo en nuestro mundo, en nuestra realidad cotidiana, en nuestras calles y en nuestros espejos. Y batallamos encolerizadamente, y restauramos una idea de lo que pensamos que es nuestra realidad.
Quisiera sentarme en una banco, a la sombra, y dejar resbalar el tiempo, y que éste me transforme, a mi y a lo que me rodea. E ir cambiando mi forma de ver y de oler y de sentir. Me gusta ver como se encana mi cabello y esas encantadoras arrugas en torno de mis ojos, que hablan de todo lo que he visto. Y tranquilamente yo, y las cosas, vivir el tiempo, y suavemente morir.
NOTAS
1. Barril, Joan. 1999 El tiempo en las cosas. En El Periódico 5-06-1999. Barcelona: grupo Zeta
Elena Puiggròs Román, Universitat de Girona, Escuela Universitaria de Turismo Mediterrani, Departamento de Humanidades. Edificio Mediterrani. Rocafort, 104 08015 Barcelona
puiggros@inves.es, mediterrani@jet.es
Buscar en esta seccion :