Especial NAyA 2001 (version en linea del cdrom)

PRACTICAS POPULARES Y CIENTÍFICAS. EL "EMPACHO" EN LA MEDICINA ARGENTINA (1850-1900)

María Silvia Di Liscia [1]

Este artículo analiza a partir de diversas fuentes la manera que determinadas prácticas y remedios propios de la medicina popular, sobre todo, los relacionados con el "empacho", fueron estudiados científicamente por especialistas médicos con el objetivo, entre otros, de suplantar a curanderos en la medicalización de la población infantil. En la Argentina de la segunda mitad del siglo, se estimuló dicho examen, reutilizando a favor de la medicina científica tanto la nomenclatura como la medicación de otros contextos socioculturales, sin dejar de considerar en muchos casos la falta de lógica y la ridiculez de tales prácticas.   

"Mientras el criterio terapéutico no sea reducido a reglas infalibles de ciencia y el arte de curar se vuelva una lógica aplicación de la fisiología de la vida, conviene aceptar en nuestro museo farmacológico todas las sustancias que se nos presentan como aliadas a la obra, pero libres de rechazarlas después cuando las hayamos comprobado impotentes o traidoras" (Mantegazza, 1949, II: 325). Paolo Mantegazza, médico-antropólogo italiano, expresaba claramente su pragmatismo curativo al sentar como principio la duda y a la vez la posibilidad de investigar otras posibilidades y sistemas médicos, para lograr tanto un avance científico como el retroceso de las prácticas "irracionales".

El planteo general de los facultativos, escudados en una ideología defensora del saber científico positivista, fue que los practicantes del curanderismo eran farsantes, con un grado variable de peligrosidad. Desenmascarar totalmente a los "charlatanes" constituyó sin embargo una tarea hercúlea, frente a una sociedad y a diversas instituciones gubernamentales que los apoyaba o toleraba. Para ello, los médicos debieron intentar desarticular los sistemas y prácticas "enemigos", utilizando por un lado la retórica del desprestigio y por otro lado una aproximación científica a los mismos, apropiándose de aquellos elementos que pudieran resultar útiles a la medicina académica.

Los objetivos de este artículo son el análisis del discurso médico de la segunda mitad del siglo XIX en Argentina, respecto al curanderismo en general y a la nosología y terapias médicas populares del empacho específicamente. A partir de fuentes históricas de diverso tipo --periodísticas y científico-médicas esencialmente-, se intenta un estudio más profundo de la visión científica acerca de las prácticas populares. Se trata de una cuestión ignorada por la historiografía tradicional dada la visión de la medicina como un saber progresivo, desarrollado independientemente de los saberes populares (Cantón, 1928; Garzón Maceda, 1916) y que comienza a tener importancia en los nuevos estudios sobre sociología médica e historia social en la Argentina (Lobato, 1996; Armus, 1998, González Leandri, 1999).

Este estudio se ha organizado de la siguiente manera: en primer lugar, se analizan diversas opiniones médicas acerca del curanderismo en el país; en segundo lugar, se establecen las formas que asume el empacho como dolencia o enfermedad dentro de los estudios médicos, considerando la influencia de los curanderos para tratarlo y sus consecuencias en la población infantil. En tercer lugar, se estudian las posturas científicas acerca de la medicación popular y su aplicación.               

LA LUCHA CONTRA EL CURANDERO, "ENEMIGO" SOCIAL

Desde el siglo XVI, la Corona española había intentado regular la profesión médica en la península Ibérica y en las colonias. La creación del Protomedicato, que en el Río de la Plata se produjo a finales del siglo XVIII, surgió con ese propósito. Sus atribuciones incluían especialmente la eliminación de curanderos, parteras, yerberos y boticarios sin autorización, aunque en estas cuestiones las leyes eran interpretadas en forma laxa. De hecho, se permitía el ejercicio a personas que no refrendasen su título ante el tribunal por una cuestión de necesidad, sobre todo ante la escasez crónica de médicos y cirujanos autorizados (Lanning 1997: 268-269; Furlong, 1947: 51; Molinari, 1968: 39-42). Los gobiernos independientes de las primeras tres décadas, sobre todo en la etapa rivadaviana, modificaron la legislación y crearon nuevas instituciones sanitarias, como el Tribunal de Medicina (De Angelis, 1836: 28, 320-321 y 770). En general, la situación política y las dificultades económicas no permitieron una aplicación total de las medidas legislativas, que en teoría eran cohercitivas a todos aquellos que practicaran la medicina en forma ilegal.

A partir de 1852, se produjeron en Argentina una serie de modificaciones caracterizadas como el inicio de la "organización nacional" (Gorostegui de Torres, 1984; Ozslak, 1982). En relación con esas transformaciones, se llevó a cabo la conformación de la medicina científica como saber hegemónico, en un proceso complejo y plagado de cuestionamientos desde diferentes sectores sociales y políticos, y culminado con cierto éxito a finales del siglo XIX, a partir fundamentalmente del desarrollo de la microbiología y del control epidémico (White, 1991). Una visión histórica debiera precisar, sin embargo, las dificultades inherentes a la imposición de los poderes-saberes médicos, considerando que no se trató de un avance lineal, sino que tuvo retrocesos importantes, incluyendo como parte esencial la negociación entre los diversos sectores, ya fuesen éstos miembros de las mismas instituciones médicas, autoridades de la administración, la Iglesia, prensa y público en general (Léonard, 1981; Di Liscia, 2000).

Como reflejo de esta situación, puede citarse el reglamento del Consejo de Higiene Pública del gobierno porteño, posteriormente generalizado al resto del país, que especificaba tajantemente "…Nadie puede ejercer el arte de curar sin diploma o título dado por el ex Tribunal o la actual Facultad de Medicina", señalando que el Consejo haría público un listado de médicos reconocidos, así como cirujanos, parteras, farmacéuticos, dentistas y flebotomistas de la ciudad y la campaña para ser utilizado por la policía, el Ministerio de gobierno y las boticas. El artículo 6 imponía multas a todos aquellos que ejercieran sin título, pero en una nota final, firmada posteriormente por el gobernador de Buenos Aires, Valentín Alsina, se aclaraba que la aprobación del reglamento se realizaba entendiendo que las multas eran imponibles a los que ejercieran sin título sólo cuando hiciesen de ello una profesión (Plan de Organización Nacional, 1852: 6-15) [2] .

La nota de Alsina no es más que un ejemplo de las contradicciones que debían sortear los facultativos, poco organizados además, frente a una sociedad y un conjunto de funcionarios defensores de cierto liberalismo curativo, que debatían sobre los derechos de los médicos a imponerse autoritariamente, sin concederles entre los años ’50 y ’70 total credibilidad (González Leandri, 1999). Frente a esta compleja situación, diversos facultativos intentaron generar un espacio propio, fundado en la oposición al contrario, el curandero, la comadre, el yerbatero o huesero, a quien se señaló como enemigo en una contienda singular, que afirmaba dentro de la legitimidad a los médicos y desplazaba discursivamente a sus oponentes. 

En varias oportunidades, el grupo de profesionales nucleados en la Revista Médico Quirúrgica (en adelante, RMQ) [3] , observó no sólo que las leyes eran insuficientes, sino que las que había no se aplicaban por negligencia absoluta de las autoridades. El Consejo cumplía los objetivos de perseguir el curanderismo, pero a la vez era inoperante sin el apoyo de otras instituciones públicas que tenían el deber de ir en su auxilio, pero que por el contrario le restaban autoridad (RMQ, año 1, nº 1, 1864). También se señalaba la responsabilidad institucional, al expresar que "…La Bruja Doña Mercedes, el negro Ramos, ciertos famosos boticarios y toda una falange de curanderos que pupulan por esta ciudad, merced a la indolencia de las autoridades, vienen cometiendo día a día tal número de atentados médicos y quirúrgicos que las víctimas de la ignorancia acuden a menudo a los médicos para que corrijan los entuertos producidos por estos atrevidos charlatanes" (RMQ, año 16, 1879). Por su parte, la Revista Farmacéutica, fundada en 1858, denunciaba que las autoridades sanitarias, concretamente el Consejo de Higiene, no se disponían a cortar los abusos de "brujos y magos negros" por falta de pruebas y les permitía subsistir tanto vendiendo remedios, lo cual estaba formalmente prohibido a los médicos, como curando indiscriminadamente (año 3, T. 2, 1861).

En una nota aparecida en 1865 en la RMQ, se expresaba que muchos "hombres públicos" se negaban a suprimir de lleno el curanderismo, con el argumento de que en diferentes países liberales como Gran Bretaña y Estados Unidos había un nivel de permisión muy alto para prácticas irregulares. Para la revista médica, ésto era posible sólo en sociedades maduras y no entre los argentinos, cuya vida social transcurre aún en la niñez y por lo tanto será necesario un siglo hasta tanto se pueda alcanzar ese nivel de civilización y cultura (RMQ, año 2, nº 2, 1865).

Al paternalismo político correspondía entonces el paternalismo médico, y los ejemplos en favor de una práctica médica libre eran eliminados en virtud de un juego discursivo generacional. Si bien ésta existía en los países anglosajones, no era posible aplicarla en el medio nativo, en una sociedad joven aún para decidir de acuerdo el bienestar social y que debía entonces delegar circunstancialmente su libertad en los médicos, sus miembros selectos. Un artículo aparecido en la RMQ de 1866 especificaba más claramente estos argumentos, al señalar que "..la parte ignorante de la población, la gente supersticiosa necesita de la dirección de los hombres ilustrados, de lo contrario, de extravío en extravío llega el colmo del error". Por lo tanto, según esta publicación, en los países republicanos, los gobiernos tenían que hacer triunfar la causa de la civilización frente al curanderismo, el más temible enemigo de la especie humana.

Existen numerosas menciones, sobre todo en los relatos de viajeros (Beck Bernard 1935: 142-143; Caldecleugh 1942: 35) a la extensión de este "flagelo" en toda la población, ya fuese del interior argentino o de las ciudades del litoral, donde el número de curanderos era todavía notorio hacia 1895, cuando se consideraba como tales a 246 personas, frente a un total de 1.648 médicos (Segundo Censo, 1898: CXCIII). Se trata sin embargo de una aproximación por debajo de lo real, ya que debe considerarse que gran parte de los censados podía conocer la legislación y no declararse como curandero, categoría por otra parte que desaparece simbólicamente en el Tercer Censo de 1914.

Entre los años ’50 y ’70, diversos profesionales se ocuparon del curanderismo, como parte de una tarea pedagógica destinada al esclarecimiento de la población, resaltanto los defectos y errores de las prácticas populares, pero a la vez, descubriendo a su pesar los aciertos, que no siempre podían explicarse racionalmente. Parte importante de la obra de Paolo Mantegazza [4] estaba destinada específicamente a eliminar discursivamente las prácticas populares y a sus ejecutores, los curanderos. Mantegazza expresaba que su experiencia como médico en Nogoyá lo llevó a reflexionar que "…el médico que no se dejase seducir por el estudio de la medicina popular, considerada en sí misma, deberá necesariamente estudiarla toda vez que resuelva ejercer su arte en estos países, porque no se puede combatir a un enemigo sin conocerlo, y a los enemigos, como ha dicho Maquiavelo, es necesario acariciarlos o extinguirlos". Mantegazza señalaba que había intentado las dos vías y después de varias derrotas se persuadió en "…deponer las armas y volverse aliado más bien que enemigo de aquel poder incontrastable y del cual sólo podrá apoderarse el tiempo, que todo lo hace suyo" (Mantegazza, 1949, I: 66-67).

Las metáforas bélicas no son casuales, sino que expresan las representaciones cultas sobre la medicina popular. El enemigo embozado o que aparecía audazmente a la luz del día, dependía del atraso y la superstición para existir y frente a él la estrategia médica debía ser, en primer lugar, aceptarlo como un poder sin duda peligroso y real para luego examinarlo científicamente. Así se podrían "…destruir los prejuicios, borrar los errores, nivelar, en una palabra, las ruinas de las viejar armazones para edificar nuevos y cómodos edificios".

Para el médico italiano, el curanderismo era el mayor adversario de la medicina; lo visualizaba "formidable" como los enemigos traidores; del cual ni las clases más educadas podían librarse, cayendo presas como las más ignorantes de su influencia (Mantegazza, 1949, I: 65-66). Al ahondar sobre estas cuestiones, Mantegazza configuraba un sistema opuesto, otorgando al curanderismo una coherencia difícilmente observable. La medicina popular del siglo XIX era para él heredera de prácticas indígenas, árabes y españolas, "…conformándose en poco tiempo un sistema completo de doctrinas", con una estructuración orgánica singular. Su perspicacia le permitía observar que en todos los hombres existía la necesidad de encontrar la razón de las cosas, por lo que en América también se utilizó como método "…la causa como efecto y la analogía de las semejanzas externas, que harían creer en la utilidad de las plantas parecidas a otras ya conocidas en Europa por sus diversos usos médicos"(Mantegazza, 1949, I: 66).

La medicina popular se declaraba un sistema de errores, pero como del error era posible también obtener la verdad, el antropólogo Mantegazza, junto con el Mantegazza médico, se disponía a probarla para verificar las fallas, dedicando importantes secciones de la obra a definir de forma más completa la otra parte, distinguiéndola completamente de la medicina científica. Así, se expresaba que la medicina popular era guiada por dos principios, el frío y el calor y que los remedios utilizados intentaban lograr un equilibrio entre uno y otro.

En una pormenorizada descripción, Mantegazza expresaba las sustancias cordiales utilizadas para calentar el cuerpo, como el aguardiente, el vino dulce y también las grasas de iguana, vizcacha y comadreja. Las frescas eran el sebo, la grasa de gallina, vaca, carnero y cerdo, las bebidas mucilagosas, las verduras y la cerveza, explicando al mismo tiempo que nunca se olvidaban de calentar el cuerpo antes de administrar un emético o un purgante o sea, se provocaba abundantemente el sudor con sudoríficos o con fricciones secas (Mantegazza, 1949, I: 72). En este compendio de falsedades, especie de "bestiario" de la medicina popular, el médico rescataba también prácticas mágicas, como colgar dientes de yacaré al cuello o bien una bolsa de recortes de uña y sal contra el dolor de muelas, la señal de la cruz en el vientre de las paridas, la aplicación de un cuerno quemado o un gato descuartizado en una picadura de víbora y la de la mano de un niño muerto para curar forúnculos (Mantegazza, 1949, I: 73).

De esta serie de conceptos errados y ridículos eran culpables en general los curanderos y las personas del común, aunque también existían, según Mantegazza, otros que curaban y que no eran ni lo uno ni lo otro. En una escala jerárquica, se ubicaba primero a los facultativos o doctores en medicina, de los cuales había marcada escasez en el interior, luego a los médicos, flebótomos y farmacéuticos, seres "anfibios", entre facultativos y curanderos, que despreciaban a unos y otros y que si eran inteligentes y hablaban bien, podían hacer verdaderas fortunas. Por último, a los curanderos que montaban a caballo, siempre seguros y sonrientes, que "…han perdido la sensibilidad necesaria para leer en el libro de la naturaleza, no arruga jamás la frente (…) vende la vida, predice la muerte (…) mintiendo con descaro, sin llevar anotaciones, convence a pocos y cura a poquísimos pero aturde a todos y tiene siempre razón" (Mantegazza, 1949, I: 75).

Lo que diferenciaba a un curandero de un médico era, según esta postura, no sólo la posesión de un saber legal, anclado en el diploma, sino también la capacidad de la duda, que para Mantegazza era esencial en un científico. Los curanderos no dudaban, diagnosticaban con firmeza y con firmeza seguían un tratamiento a veces completamente sin sentido. Esta cuestión debía ser llamativa para el médico italiano, sobre todo porque él mismo dudaba -y mucho- de su propia ciencia, avalada por autoridades académicas y por la legislación sanitaria.

Al mismo tiempo que se desgranaban epítetos contra los curanderos y el saber popular, el texto descubría casi a pesar de su autor las vacilaciones respecto de la medicina científica y también a determinados aciertos de las prácticas ilegales. En primer lugar, la medicina se presentaba como un conocimiento viciado por doctrinas falsas, experimentación errada y conclusiones poco fiables. Mantegazza refería que la patología general no era un cuerpo homogéneo de doctrinas sino "…un montón de hechos, teorías y clasificaciones, es una verdadera olla podrida" (Mantegazza, 1949, I: 101), que esperaba la interpretación adecuada de una ciencia madura. Con respecto a la terapéutica, se manifestaba partidario por igual de la crítica y de la razón con lo cual no estaba más que dudando del propio saber científico, a la vez que experimentaba con otros sistemas a los que consideraba errados totalmente (Mantegazza, 1949, II: 365) [5] .

Estas especulaciones le llevaban a aseverar la dificultad de otorgar a la medicina su status científico, porque la impaciencia humana por querer explicarlo todo había generado "médicos poetas" y sistemas endebles, sostenidos por inducciones tan frágiles como exageradas. Por ello, proponía volver a la "…pura y simple observación", sin generar escuelas ni doctrinas (Mantegazza, 1949, II: 379) y en esa observación entraban otros sistemas médicos; los cuales descartaba por principio pero a los que también volvía a estudiar por la perplejidad que la ciencia médica desarrollaba en él.

La contradicción de Mantegazza se presenta también en otras publicaciones, en la medida en que la medicina no colmaba absolutamente las espectativas sociales y tampoco las esperanzas y anhelos de ciertos médicos, para los cuales existían todavía en la segunda mitad del siglo XIX demasiadas cuestiones a las que la ciencia no encontraba respuesta. La ideología cientificista y materialista impulsada por el positivismo intentó cubrir las lagunas del conocimiento médico a partir fundamentalmente de la experimentación. Pero en este proceso simultáneo de destrucción de teorías erradas y construcción de nuevas, muchos médicos debieron sentirse confusos, sin poder aceptar plenamente un saber edificado sobre bases diferentes sobre las que habían sido educados profesionalmente.

Un artículo de la RMQ titulado "La práctica y la teoría", buscaba acordar entre ambos extremos, sobre todo en relación con la terapéutica médica. Ésta incorporaba agentes curativos, pero desconocía las razones por las que curaban por lo que la medicina (teórica) era la única ciencia que debía encontrar una explicación válida. La revista médica alertaba a los médicos para que no se convirtieran en "…prácticos rutineros que para nada necesitasen las luces de la ciencia", condenando también la teoría forjada a priori, sin hechos demostrables (RMQ, año 5, nº 7, 1868).

Años después, otra publicación científica resolvía la paradoja médica entre objeto y sujeto con la concepción de la disciplina como "ciencia y como arte". Para los Anales Científicos Argentinos (año 1, nº 3, 1874), era ciencia en la medida que presentaba hechos y desenvolvía principios y era arte porque consiste en reglas para la práctica. Quienes deseaban aprender ambas cosas debían por lo tanto acercarse a las escuelas establecidas y a sus profesores, donde se enseñaba la ciencia legítima.

Pero si los médicos utilizaban mecánicamente diversas terapéuticas sin lograr determinar las causas por las que actuaban, se transformaban en empíricos y de allí a los charlatanes y curanderos había sólo un paso. De ese peligro era consciente Mantegazza, ya que en la lucha contra el curanderismo también debía combatir contra los mismos médicos, atados a teorías erradas o bien a prácticas que no comprendían. Para la medicina decimonónica, el delicado equilibrio entre teoría y práctica no era más que un deseo filosófico, difícilmente realizable en la práctica. A pesar de las palabras optimistas de Montes de Oca quien decía que "…No hay más autoridad en la ciencia que la verdad bien experimentada y bien observada" (Montes de Oca, 1928: 58), las dificultades técnicas no dejaban de influir tanto en los médicos dedicados a la clínica como a la cirugía, presentándose a menudo ambigüedades que no podían resolver con la metodología científica, denotando un pesimismo llamativo [6] .

También la medicina popular tenía aciertos y eso, junto con la falta de posibilidad de explicación científica, provocaba una molestia adicional. Los médicos en consecuencia utilizaban a veces estas prácticas aunque desconocían su funcionamiento. Por ejemplo, Mantegazza explicaba que en Bolivia un facultativo hizo expeler una placenta refractaria dando de beber a la mujer el agua donde se habían lavado sus medias y él mismo era testigo de "curaciones por inspiración" de ciertas personas, como la "China Tacuaré". Esta mujer, descendiente de indios charrúas, se vestía y adornaba estrafalariamente, por lo que el médico se preguntaba no sin ironía, "…cómo entre tanta riqueza de maragatos y de joyas, hubiese quedado un lugarcito para el cerebro". Sin embargo la china "…hacía prodigios (…), y curaba todas las enfermedades con la piedra bezar (bezoar), el aceite calmante y el agua de espíritu. Escribía, según el caso, una u otra de estas recetas sobre un pedazo de papel, y el boticario interpretaba a su voluntad las prescripciones, seguro de que la Tacuaré quedaría siempre satisfecha"(Mantegazza, 1949, I: 78).

Mantegazza no expresa concretamente cuáles eran los "prodigios" realizados, pero enfatizaba su carácter milagroso por considerar diferencias notables entre su ciencia y el saber de la curandera. Sin embargo, el punto interesante era que determinados remedios y prácticas podían sanar, al margen de la ciencia y hasta contraponiendose con sus principios. Justamente, uno de los basamentos de la medicina, difícil de aplicar en todos los casos, era la experimentación, la prueba y el error, que permitían, al menos idealmente, desterrar viejos conocimientos, recuperar otros en desuso y descubrir nuevos. Los saberes populares, por lo tanto, podían ser un fértil campo científico donde cosechar éxitos inesperados.

Por otra parte, paradójicamente, la competencia de los curanderos y comadres en el medio rural y urbano argentino de la segunda mitad del XIX, así como la falta de decisión política de ciertos liberales por establecer un férreo control, dando un total predominio a la medicina científica, obligó a determinados especialistas a fortalecer discursivamente un discurso opositor a las prácticas populares y connotadas como extrañas, ilógicas y amenazadoras del futuro de toda la sociedad y de su parte más debil: la infancia.

EL EMPACHO EN LA NOSOLOGÍA MÉDICA

Desde el siglo XVIII, tanto los poderes públicos como los especialistas médicos de distintos estados occidentales habían demostrado interés por la supervivencia de la población infantil, cuando el incremento de la base poblacional asumió una importancia cada vez mayor (Rodríguez Ocaña 1992). En el Río de la Plata, las autoridades coloniales habían considerado esta cuestión vinculándola con la educación maternal y también impulsando el uso remedios específicos, como el bálsamo de copaíba en la denominada "enfermedad de los siete días" [7] . Durante las primeras etapas del gobierno independiente, la preocupación por la población infantil llevó a prohibir el bautismo con agua fría, el cual se suponía causa de la mortandad en los recién nacidos (De Angelis, 1836: 71).

El conjunto de argumentos a favor de la medicalización comenzó a tener más efectividad cuando se tomó como base para señalar a los culpables directos de la disminución o falta de desarrollo demográfico, en la medida en que se los consideraba responsables de la muerte de bebés y niños. En 1804, el Semanario de Agricultura responsabilizaba a las madres de la salud de sus hijos, condenando aquéllas que no los amamantaban contrariando "…la naturaleza, la religión y su propia sangre (…) pues es el modo de conservar su fruto y de asegurar al estado y a la sociedad un gran número de ciudadanos. Las que se rehúsan a cumplir un deber tan esencial, no merecen el dulce nombre de madres" [8] . La construcción de la maternidad fue entonces un proceso en el cual la autoridad médica proporcionó los argumentos científicos, mientras que el Estado estimulaba a las madres a comportarse como reproductoras y cuidadoras sociales. Al responsabilizar a las mujeres de su prole, a la vez, se hacía hincapié progresivamente en la necesidad de eliminar a comadres y curanderos, que tanto en el momento del parto como en los primeros años de vida del niño, se encontraban a su lado y pervertían su futuro como ciudadano saludable.

Así, el discurso médico comenzó a vincular al curanderismo directamente con la muerte tanto de la madre, en ocasión del alumbramiento, como de los bebés y niños pequeños, confiados por sus padres a la inescrupulosidad de los charlatanes. A mediados del XIX, Manuel Montes de Oca, posteriormente destacado miembro de la élite médica y política del país, explicaba que se trataba de personas "…que sin nociones de ninguno de los ramos de la noble ciencia y arte de curar se atreven a jugar con la vida del hombre, y entre ellas, las más nocivas son las comadres, las médicas de nuestra campaña". Ellas eran quienes sabían captarse la voluntad de los ignorantes y hacer suyo su espíritu débil (Montes de Oca, 1854: 52). En su examen sobre las enfermedades, Montes de Oca volvía a fijarse en el tétanos de los recién nacidos como la causa de la mayor mortandad en Buenos Aires, reclamando un método racional de tratamiento y no su abandono a la "ciega dirección del empirismo" (Montes de Oca, 1854: 80).

También para la RMQ el curanderismo era mucho más nefasto en la infancia, ya que los pequeños no podían manifestar sus sufrimientos y los empíricos aprovechaban a ejercer sobre ellos todo tipo de medicamentos y drásticos peligrosos, escudándose en el "…dicho vulgar de que los médicos no conocen las afecciones de los niños" [9] . Lo cierto, según esta publicación, era que en las enfermedades de la infancia los médicos necesitaban de un juicio recto, de atenta observación y estudio y si muchas veces podían andar descaminados, mucho más lo estaban los curanderos que penetraban en las tinieblas de un terreno desconocido.

Asimismo, Paolo Mantegazza expresaba sus más rotundas críticas a las comadres, quienes debían figurar en un círculo del infierno dantesco ya que "…Jamás dejan parir naturalmente a mujer alguna, y sacudiéndolas como a bolsas que se quiere vaciar, producen hemorragias, prolapsos y mil otros daños" (Mantegazza, 1949, I: 78-79). Por lo tanto, era preciso ejercer un máximo de atención sobre la madre y los niños, ya que en la asistencia a la reproducción y a la niñez estaba el futuro de la nación. Además, de esa manera se eliminaba un sector importante de pacientes para los curanderos, quienes reclutaban la mayoría de su clientela durante el embarazo, parto y los primeros años de vida del niño

Diferentes afecciones de la primera infancia comenzaron a estudiarse con detenimiento, de manera de discernir una terapéutica eficaz, dada la altísima mortalidad infantil [10] . El empacho, enfermedad gástrica, recibió una atención preferente en la investigación médica. Según la RMQ, tanto los padres como el curandero que se llamaba en primer lugar cuando se iniciaba el malestar "..sea cual fuere la enfermedad del niño, desde luego la clasificación de empacho, para hacerle arrojar ese empacho, administrar brebajes variados y aplicar grandes emplastos", condenándolo a una muerte segura (RMQ, año 2, nº 2, 1865).

El empacho fue el objeto de estudio de dos tesis de la Facultad de Medicina, la de Telémaco Susini en 1879 y la de Ramón Ibarra en 1888, y de un artículo escrito en 1884 por Silveiro Domínguez en los Anales del Círculo Médico Argentino, una revista especializada en investigación médica. Lo que resulta interesante es la forma en que se asume la denominación misma de la enfermedad ya que "empacho" es un término utilizado por la medicina popular [11] , por lo que los médicos necesitaban primeramente justificar su uso en un contexto científico.

Susini no dedicaba más que una frase al tema, expresando que esa palabra no significaba nada y se la aceptaba hasta tanto una patogenia mejor fundada de las alteraciones gástricas indicase el lugar que le correspondía en la sistematización nosológica general. Así, no quería dar un nombre griego o latino a una enfermedad cuya sintomatología se conocía mal y puesto que el nombre vulgar la comprendía perfectamente, proponía su uso (Susini, 1879: 66). La tesis de Susini, a diferencia del trabajo de Domínguez y de la tesis posterior de Ibarra, era un verdadero análisis de la complejidad de la dolencia, indicando la confusión que acarreaba su diagnóstico, ya que tanto se lo consideraba gastritis, gastro-enteritis o gastro-encefalitis como colitis, colitis ulcerosa entre otras (Susini 1879: 78-79). El empacho aparecía como tal en las estadística de mortalidad hasta 1872, cuando se suprimió, incorporándose en consecuencia multitud de otras definiciones que oscurecían el panorama médico.

Ramón Ibarra en su tesis de 1888 también expresaba la necesidad de unificar una nomenclatura defectuosa, y al igual que Susini, intuía que para aclarar científicamente esta patología era preciso referir al empacho como tal, ya que el término era útil si expresaba lo que se deseaba, es decir una detención permanente de alimentos no digeridos u otras substancias que tragaban los niños pequeños en la mucosa gastro-entérica (Ibarra, 1888: 17). La connotación popular de la palabra no importaba tampoco para Silveiro Domínguez, quien iniciaba la publicación de su artículo previendo "sonrisas burlonas" ante el empacho, que los médicos consideraban "..cosa de curanderas y de comadres, vocablo indigno para un médico, expresión que rebaja la autoridad científica de todo Hipócrates que en algo se estime y quiera pasar por sabio" (Domínguez, 1884: 245).

Pero aunque no importaba usar su nombre vulgar, debía estudiarse esta enfermedad científicamente por su presencia frecuente entre los niños (Domínguez expresaba que un 80 % de los enfermitos la sufrían). Además, las madres la reconocían en sus niños, lo cual informaban al médico inmediatamente. Según Ibarra, si los médicos descreían de ese examen popular y daban otro nombre a la dolencia del pequeño, "…la madre en su sencilla ignorancia creerá que nuestro diagnóstico no es justo y no confiará a nuestro cuidado la vida preciosa de su hijo, preferirá (como he visto más de una vez) ponerlo en manos extrañas, resultando así un aumento de la mortalidad infantil" (Ibarra, 1888: 16). Por lo tanto, el estudio pormenorizado del empacho servía para incorporar a las mujeres-madres a la medicina científica, legitimando la autoridad médica. Al unificar el vocabulario nosológico, los tres médicos proponían hacer más sencilla y rápida la identificación de la enfermedad, obteniendo para sí los pacientes que antes confiaban en el curanderismo.

Ahora bien, distintos practicantes de la medicina popular tenían conocimientos ignorados por los médicos y aunque podía tratarse de "pésima gente", los instrumentos que utilizaban para sanar bien podrían servir en otras luchas, sobre todo para asegurar la victoria de la medicina académica. En este sentido, puede observarse una inversión discursiva: las "armas" de los curanderos, sus propios emplastos y untos, sus hierbas y raíces, se utilizarían en la guerra contra los mismos curanderos, en la medida que se los calificaba como objetos errados y ajenos a la ciencia. En consecuencia, impregnados de "razón" científica, los elementos y prácticas usados por el vulgo se resignificaron, pasando a ser instrumentos bélicos para otra contienda, la de la vida contra la muerte. 

UN ARSENAL PARA LA VICTORIA. REMEDIOS POPULARES E INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA

¿El polvo del buche de avestruz podría curar el empacho? ¿era legítimo utilizar los emplastos de cebolla, sin saber exactamente sus efectos fisiológicos? Éstas y otras preguntas fueron planteadas originalmente a raíz de diferentes trabajos, que examinaban distintas enfermedades y que al rastrear una terapéutica eficaz, se enfrentaban con los usos y prácticas populares, tanto ejercidos por curanderos como los que formaban parte de la medicina casera y se desarrollaban en el ámbito familiar.

Muchos profesionales los descartaron sin más, imbuídos en la concepción de la medicina como una ciencia, es decir, como un saber que para desarrollarse progresivamente debía aplicar en todos los casos el método científico; al que se visualizaba en oposición irresoluble con la formación y transmisión de saberes mágicos o empíricos. Sin embargo, unos pocos tomaron en consideración que la terapéutica popular podía ser útil allí donde la ciencia no lo era, por lo que era preciso investigarla y de ser posible, aplicarla a nuevos casos.

Los remedios populares utilizados contra el empacho, enfermedad que en ocasiones tenía un grave pronóstico y terminaba en la muerte de los pacientes, permite ejemplificar dicha situación. Diferentes estudios especializados se dirigieron a establecer a esta dolencia dentro de la nosología médica y los mismos médicos propusieron ante sus pares la inclusión de medicamentos y prácticas usadas corrientemente, aún sin saber exactamente su funcionamiento.

Otros especialistas, por el contrario, decían conocerlos pero se negaban a aplicarlos. Para Telémaco Susini, el tratamiento médico recomendado debía ser purgantes y bismuto, vino con amoníaco y baños calientes con mostaza. Asimismo, se alimentaría a los niños con carne cruda y pepsina (Susini, 1879: 127). Esta medicación, escandalosa para la pediatría actual, se consideraba mejor que cualquier tratamiento vulgar, basado en emplastos revulsivos compuestos de cebolla (Alliun cepa L.) asada, levadura, vino y unto sin sal. También "…se usa lo que se llama quebrar el empacho y las sacudidas o golpes. La primera operación consiste en tomar dos pliegues del enfermo y dar un fuerte pellizco". Susini expresaba que González Catán, médico reconocido, había observado una "acción maravillosa" en la aplicación popular de albayalde (carbonato de plomo) (Susini, 1879: 134), mientras que otros médicos, como Montes de Oca, lo desaconsejaban vivamente.

En la tesis de Ramón Ibarra se señalaba que la frecuencia con que el empacho aparecía en la campaña, ya fuese por la falta de asistencia y medicamentos,"…han enseñado al vulgo a valerse de ciertas prácticas y medicaciones que, a pesar de ser hijas de la ignorancia, manejadas por manos que jamás han abierto un libro, dan sin embargo buenos resultados, aun en casos en que la ciencia se ha declarado impotente, vencida" (Ibarra, 1888: 65). Ibarra explicaba además que todos los médicos conocían casos similares y que éstos se manifestaban aún entre "nosotros", en alusión a las familias acomodadas de ciertos recursos, tanto culturales como económicos

La referencia al uso de medicinas de los "otros" era para este médico lamentable,"triste y poco honroso", pero a la vez, como se trataba de una experiencia compartida por todos los facultativos, la marca de la vulgaridad y de la ignominia se diluía. Con lo cual, es preciso reflexionar sobre el alcance de la medicina popular en los sectores cultos y aún entre los médicos, ya que si bien existía un discurso fuertemente opositor y deslegitimador, ciertas prácticas se utilizaban en la vida privada, sobre todo para curar a los niños.

Ibarra, por otra parte, deploraba que no fuera posible conocer adecuadamente las fórmulas empleadas en las titulaciones de los remedios populares, aunque describía algunos de los ingredientes coincidentes con los de Susini, como polvos de buche de avestruz (pepsina nostra), incienso, albayalde y otros productos "menos racionales". Si se compara la tesis de Ibarra con la de Susini de diez años antes, surgen evidentes diferencias, no sólo de cantidad sino de calidad: la de éste último resulta una investigación mucho más completa que la de Ibarra. Pero Ibarra enfatizaba la necesidad de revisar las prácticas vulgares, si podían devolver la salud a los enfermos: "Hay que tener en cuenta un hecho real, palpable, y es que el resultado de todas las manifestaciones y remedios, por absurdos e irracionales que parezcan, es la curación de una enfermedad que (…) a veces se muestra rebelde a la ciencia misma. Esto nos invita a que reflexionemos sobre el valor que la práctica ciega y rutinaria puede tener en el tratamiento de un proceso morboso" (Ibarra, 1888: 66). La llamada a la medicina científica se realizaba en virtud de la "realidad", de lo que los hechos demostraban como cierto. A pesar de darle argumentos al "enemigo", Ibarra fundaba su pedido en que los remedios populares podían ser eficaces.

Silveiro Domínguez, el tercer médico que se ocupó del empacho en los años ’80, expresaba con mayor seguridad que Ibarra su apoyo a determinadas prácticas populares: "Siendo consecuente con mis ideas, que tienden a investigar la medicina vulgar, porque algo bueno he encontrado en ella, he puesto toda mi buena fe y decidido empeño en seguir la medicación popular en esta dolencia, y como siempre he obtenido un resultado feliz, estoy autorizado en vista de los casos tratados de llamar la atención de mis colegas sobre este punto". Para Domínguez, el tratamiento vulgar era "excelente", el "más heroico y eficaz" que conocía y por más que se tratase a los médicos como empíricos, "…nuestra misión es curar y arrebatar de la muerte a las víctimas" (Domínguez, 1884: 245).

El médico expresaba que para curar el empacho, debía producirse en el organismo una revulsión que desalojara el cuerpo extraño alojado en la mucosa intestinal que impedía la absorción de alimentos, lo cual efectivamente se realizaba con los emplastos de cebolla a medio asar, unto sin sal y vino, así como mezclando a la sopa o leche polvo de buche de aveztruz y aceite de castor. Domínguez expresaba las reservas de los académicos, al admitir que entre el vulgo el empacho era casi una "manía" y por lo tanto la mayoría de las enfermedades infantiles se consideraban de esa manera. Pero así y todo, en vista de la verdadera "resurrección" que provocaba la terapéutica popular, "…el médico clínico puede aprovecharse debidamente de la medicación con los casos bien constatados" (Domínguez, 1884: 247). 

En el imaginario médico, existía una línea divisoria entre la medicina académica, basada en la experimentación científica y el curanderismo, eminentemente empírico, pero sin ninguna prueba o explicación lógica. Experimentación y empirismo no son exactamente sinónimos, pero algunos facultativos proponían una inmersión en las prácticas de los otros sin conocer exactamente su funcionamiento, en nombre del bienestar de la humanidad, fin último de la medicina y eje del juramento hipocrático.

El riesgo era perder el honor y prestigio profesional, construído por oposición al curandero y a la medicina supuestamente no racional, de lo cual eran conscientes estos tres médicos y mucho más Domínguez, quien expresaba que emplear la medicación vulgar no significaba "…descender en el concepto profesional", sino utilizar pragmáticamente los conocimientos de los otros "…sin oponer fútiles escrúpulos", aunque los métodos carezcan de "pulcritud y elegancia" (Domínguez, 1884: 250).

Pero de hecho, todo su artículo está escrito para vencer la resistencia de la mayoría de sus pares, para quienes usar emplastos y polvos de avestruz constituía una evidente desatención a las reglas de funcionamiento profesional. Estos no admitían, al menos en una publicación científica, la defensa de la medicina popular, aunque podrían producirse casos en los cuales los médicos confiaran la curación de sus pacientes a terapéuticas "irracionales".

La atención puesta en la medicación contra el empacho asumió una importancia mayor en revistas médicas como la RMQ. Una serie de artículos editados entre 1872 y 1873 sobre la pepsina obtenida del buche de aveztruz (Rhea americana y Pterocnemia pennata), en comparación con las pepsinas que llegaban del extranjero, tenía como objetivo determinar cuál de las dos era más efectiva en enfermedades gástricas. En 1863, apareció en La Tribuna, uno de los diarios más importantes en el ámbito porteño, la publicidad del "Elixir digestivo de Pepsina" de Grimaut y Cía, medicamento importado de París, por lo que su irrupción en las boticas llamó la atención de investigadores químicos, dispuestos a probar cuál era el producto que mejor convenía a los pacientes.

Para el farmacéutico Rodolfo Wolff, la pepsina "nuestra" era un remedio indígena, obtenido de una sustancia desprendida fácilmente de la membrana del buche del avestruz y que desde tiempos remotos se había usado contra la dispepsia. De los indios pasó a los paisanos y de allí a la medicina casera en la ciudad, "…empleado en la enfermedad que el vulgo llama empacho" (RMQ, año 9, nº 1, 1872).

El uso indígena es probable, ya que el avestruz era un recurso precioso para los indígenas, del que obtenían grasa, plumas y por supuesto carne [12] , así como la enumeración de usuarios que llevaron el polvo del buche desde las llanuras de la Pampa a las áreas urbanas [13] . Pero aparentemente, se trataba de un medicamento poco considerado por los facultativos, que lo relegaron al conjunto de remedios fantásticos del vulgo, hasta que la pepsina comenzó a tener importancia en Europa en el tratamiento de enfermedades gástricas y por lo tanto su uso popular se supuso "racional" es decir, basado en características curativas reales y no imaginarias.

Según el farmacéutico, se llamaba pepsina a un fermento que operaba la digestión de los alimentos en el estómago. La que venía de Europa se obtenía de los estómagos de los corderos y terneros, utilizándose el mismo sistema que para conseguir pepsina del buche del avestruz. En consecuencia, Wolff decidió probar químicamente ambas, llegando a la conclusión que la denominada "pepsina nuestra" era superior a la importada, ya que en combinación con el ácido láctico producía una disolución más rápida de la fibrina, ayudando de esa manera a la digestión. Era además más estable y podía guardarse sin alterarse, por lo que los médicos podían confiar en un medicamento seguro de sus efectos (RMQ, año 9, nº 1, 1872). En el tratamiento popular, Domínguez e Ibarra expresaban que los polvos de buche de avestruz se administraban en la leche, lo cual aparentemente facilitaba su efecto en el empacho.

Un artículo aparecido posteriormente cuestionaba la defensa de la pepsina "nuestra", señalando a su vez una preferencia por la de Brucke, importada de Europa. El autor no daba indicios de prueba química alguna y a la vez explicaba que la medicina popular había prestado atención antes que los médicos a la pepsina por su capacidad de observación: "El poder digestivo de los estómagos de los animales, antes que los fisiólogos, había sido observado por la gente del pueblo, la cual había sacado provecho de esta propiedad administrándola en las enfermedades de dicha víscera"(RMQ, año 10, nº 8, 1873).

La discusión sobre la utilidad de la pepsina llevó entonces a incluirla en las dietas de recuperación de bebés y niños pequeños en forma normal, aunque no se puede establecer qué tipo de pepsina (si la del buche de avestruz o la de otros animales, importada) se utilizó. La falta de elaboración de medicamentos en el país, sin embargo, lleva a especular sobre la importación de la misma, tal como multitud de tónicos, vinos reconstituyentes, jarabes y píldoras consumidos desde mitad del XIX [14] . En 1893, un artículo aparecido en los Anales del Patronato de la Infancia expresaba la necesidad de recetar "leche peptonizada" (Levinstong, 1893: 338) tal como proponía Ibarra, sin hacer ninguna mención a prácticas populares sino trayendo a colación la bibliografía sobre alimentación láctea en Francia citada por este médico [15] .

El autor de la nota proponía, tal como sus antecesores, el término "empacho" como una concesión vulgar para ser mejor comprendido por sus lectores, pero sin referir en absoluto la medicación popular contra esta dolencia. Es más, volvía la mirada hacia las principales culpables de la enfermedad, las madres, expresando que eran verdaderas "verdugos" de sus hijos al alimentarlos en exceso y con comidas difíciles de digerir para los pequeños, "seres pasivos", especies de parásitos con funciones vegetativas, totalmente dependientes de sus progenitoras (Levinstong, 1893: 339).

El empacho, en consecuencia, fue estudiado como enfermedad popular y recuperado para la diagnosis médica. La medicación utilizada, sobre todo los polvos extraídos del buche de avestruz, se consideraron como un remedio factible de ser aplicado por la medicina académica. En este sentido, es posible observar un doble juego entre los investigadores y científicos nativos, capaces de examinar las posibilidades de la medicina popular, pero con una tímida valoración de la ciencia nacional y una dependencia farmacológica externa demasiado alta, lo cual les impidió incorporar en todos los casos los medicamentos "americanos" frente a los importados [16] .

Pero a pesar de la existencia de "leches peptonizadas" francesas recetadas a los pequeños pacientes, muchos médicos siguieron prefiriendo el uso de métodos populares, que ellos aplicaban directamente o bien recomendaban a sus alumnos y presumiblemente también a los padres de sus enfermos. En 1905, un artículo aparecido en el Archivo de Psiquiatría y criminología escrito por Pedro Barbieri, profesor de la cátedra de medicina legal de la Facultad de Medicina, criticaba horrorizado la costumbre de "un profesor de Clínica Médica" de la misma institución, quien sin guardar ninguna apariencia, decía a sus estudiantes y discípulos en clase y públicamente que enviaba a los niños empachados a una curandera, Teresita, para que los curase (Barbieri, 1905: 715). Otros profesionales de renombre, como el mismo Domínguez y González Catán (uno de los dos puede también tratarse del citado en el artículo anterior) estaban de acuerdo en utilizar las prácticas populares y apoyaban en general a aquellos curadores que lo hacían.

REFLEXIONES FINALES

Para terminar, una recapitulación permitiría observar un llamativo pragmatismo de determinados médicos, aún aquellos vinculados a la enseñanza y miembros destacados de la profesión, que podían acordar con prácticas descartadas científicamente, amparados en la necesidad de investigar lo desconocido y dejando de lado cierto dogmatismo sobre medicinas y practicantes ajenos a su tradición cultural. En este proceso, es notable la presencia de ciertos términos propios de la medicina popular que no podían ubicarse correctamente en la nosología académica y que terminaron por incorporarse durante un tiempo, no sin resistencia, al conjunto de enfermedades pediátricas consideradas peligrosas.

Un doble juego ideológico se desenvuelve en el examen de las prácticas médicas populares, que implica tanto la experimentación de la "realidad", es decir, de las enfermedades y terapias populares tal como se le aparecen al investigador y que éste debe descubrir y revelar, aceptando en ocasiones las ventajas de terapias "irracionales", como la misma formación científica del médico, que lo lleva a negar y desplazar aquellos conocimientos que no se han obtenido en virtud de una metodología científica y de la ortodoxia médica.

Esta cuestión singular, es decir, la apertura hacia los "otros" y su medicina, se produce en un momento histórico en que todavía no está presente entre los especialistas la idea de la medicina popular como un saber valioso en sí mismo, sino que todo acercamiento, ya desde la medicina, ya desde la antropología médica, es simplemente una observación crítica sobre conocimientos en vía de desaparición y a la vez, antecesores de la "verdadera" ciencia médica; la medicina occidental (Martínez Hernáez y Comelles, 1994).

Por lo tanto, la percepción de cierta interacción entre ambos conjuntos, que de hecho está presente y se produce permanentemente, es interpretada como aberrante e imposible, ya que supone la aceptación de quienes llevan a la práctica los saberes populares, lo cual está alejado totalmente de su configuración como farsantes peligrosos, eje del discurso médico decimonónico argentino. Además, es preciso recordar también que este proceso se sucede en competencia por un núcleo de pacientes restringido y difícilmente capturado en forma permanente por la medicina científica, por lo que la apropiación de la medicación y la nomenclatura popular, retraduciéndola a parámetros experimentales, permitió también incorporar parte de la población al proceso de medicalización occidental.

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NOTAS

[1] Universidad de La Pampa, Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia, C/Gil 353, Santa Rosa, 6300, LP, Argentina. E-Mail: instmujer@hotmail.com./ Instituto U. Ortega y Gasset, Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense, C/Fortuny 53, 28010, Madrid, España.

[2] . El reglamento se sancionó en 1855. El Consejo de Higiene fue en su origen una institución sanitaria destinada principalmente a la vigilancia de la práctica oficial de las profesiones médicas y por otro lado al control higiénico (limpieza y aseo urbano, alimentos y bebidas, medicina portuaria, vacunación, etc) con lo que unía funciones judiciales y académicas con otras de contralor profesional e higiénico. Posteriormente la Facultad de Medicina fue la encargada de los aspectos académicos, aunque el Consejo mantuvo las otras tareas. A partir de 1880 fue reemplazado por el Departamento Nacional de Higiene, organismo sanitario central.

[3] Esta publicación quincenal fue fundada en 1864 por los médicos Angel Gallardo y Pedro Mallo. Se publicó hasta 1888, siendo durante mucho tiempo una de las únicas revistas sobre estudios médicos. A partir de 1879 fue dirigida por el eminente higienista Emilio Coni.

[4] Mantegazza, uno de los primeros estudiosos de la antropología médica en Italia, publicó entre 1858 y 1860 sus Cartas Médicas, fruto de recopilaciones durante su estadía entre los años 1854-1857 en el norte y este Argentina, donde trabajó como médico. La obra fue editada originalmente en italiano y publicada periódicamente en la "Gazzetta Médica Lombarda" de Milán, donde publicó numerosas obras. Sobre la obra y biografía del autor, ver J. Dalma (1968) y Comelles (1997).

[5] El autor refiere a una epidemia de neumonía en Salta en la cual no sabía qué hacer para limitar la mortalidad por lo que probó todo tipo de remedios (opio, calomelano, sangrías, vesicantes y sudoríficos) sin saber porqué algunos pacientes morían y otros se recuperaban.

[6] En el relato de un caso médico, Eduardo Wilde (1914: 225) expresaba que había utilizado sin éxito todo tipo de medicamentos para curar al paciente, una niña de dos años y por lo tanto consideraba que existían enfermedades que la ciencia no podría nunca curar y frente a las cuales hay una ley inexorable que no puede transformarse: "El médico no alcanzará jamás a curar los tubérculos de los pulmones, ni el reblandecimiento del cerebro, ni la desorganización de los riñones, porque curarlos sería hacer que no hubieran existido, y nadie, ni Dios mismo, puede deshacer los hechos consumados".

[7] Se ha citado este remedio en la medicina popular de Cuba. En 1805, las autoridades coloniales solicitaron un informe sobre este producto, que aparentemente se manifestó muy útil para la lucha contra el tétanos (Lanning, 1997: 480). Para Montes de Oca sin embargo el bálsamo constituía un remedio de las comadres, verdaderamente peligroso para los niños y aunque había médicos que lo usaban, él prefería el aceite de almendras (1854: 19).

[8] Semanario de Agricultura, 4-3-1804. Posiblemente estas indicaciones fueron escritas por el Protomédico O’Gorman.

[9] RMQ, año 2, nº 2, 1865.

[10] Se trata de una cuestión generalizada en diferentes países occidentales, donde la infancia se valoriza económicamente y el cuerpo del niño asume un interés científico como nuevo campo de práctica médica. Los médicos consideraron que la mortalidad infantil era en general un problema difícil pero evitable de acuerdo a las condiciones científicas de la época (Ballester y Balaguer, 1995: 182-185). En la ciudad de Buenos Aires, que tenía los índices más altos de calidad de vida de Argentina, la mortalidad infantil era en 1887 de 202, 7 por mil en los varones y de 179,7 por mil entre las mujeres de o a 1 año de vida (Recchini de Lattes, 1971: 81). A principios del siglo XX, en Francia y Gran Bretaña 145 niños cada mil morían antes del primer año de vida y esa cifra era mucho mayor entre los sectores más pobres, ya que en ciertas ciudades inglesas llegaba a 247 por mil. En Chile, la mortalidad infantil era de 264 cada mil (Cipolla, 1983: 102-108 y Wrigley, 1985: 173).

[11] Sobre el empacho existe una abundante literatura, sobre todo de la antropología médica, ya que se trata de una afección que hoy en día sigue siendo tratada por la medicina popular, en virtud sobre todo del descreimiento médico (Campos Navarro, 1992; Pérez de Nucci 1971: 113-114; Prece y Di Liscia, 1996: 58).

[12] Fitz Fernández (1992: 300) señala que el buche de avestruz, incluso desecado, era usado entre entre los mapuche (etnias indígenas de la Región Pampeana en Argentina y del sur de Chile) en las afecciones gastro-intestinales. Además de las funciones terapéuticas, se ha señalado al avestruz en relación con toda una serie de influencias mágicas, ya fueran benéficas o tabúes. En su recorrido por la Patagonia en 1865, acompañado por un grupo de tehuelches, Claraz expresaba que los niños indígenas deben comer líquido de los ojos del avestruz para que tengan vista aguda y pechuga de la misma ave para atraerlos durante la caza pero no caracú o cola porque de esa manera se les escaparían (1988: 26).

[13] El médico francés Armaignac, quien ejerció la medicina a finales del XIX en Argentina, explicaba que en Santa Cruz del Moro, las "brujas" (shamanes y curanderas indígenas) curaban a los "pobres gauchos" con grasa de todo tipo, especialmente de avestruz y que para sus emplastos también usaban estómagos de ese animal (1974: 94-95).

[14] Ver como ejemplo los avisos aparecidos en La Tribuna (1864), sobre la "yerba de los Alpes", las "píldoras del Doctor Brandeth", el "cepillo electro-magnético del Doctor Drumont de París" y la "Hesperidina".

[15] A principios del siglo XX, Emilio Coni, famoso higienista, expresaba que sobre todo en el interior argentino, la alarmante mortalidad infantil causada por transtornos digestivos podía descender si se lograse informar a las madres sobre la alimentación correcta de bebés y niños, así como distribuir leche esterilizada o maternizada. La obra de divulgación de Gregorio Araoz Alfaro (El libro de las madres) era recomendada por Coni (1901: 96-97) para informar a madres y otros especialistas del cuidado infantil.

[16] Se ha señalado en general para toda América Latina que el período de consolidación de los Estados-nación no tuvo como contrapartida una "nacionalización" de la ciencia. La mayoría de los científicos llegados de Europa no formaron discípulos y se dedicaron a enriquecer las tradiciones de sus países de origen y no de los americanos. Por otra parte, existía en los sectores dirigentes latinoamericanos un "deslumbramiento" por los avances europeos que impidió valorar los locales (Weinberg, 1998: 37-39). Esta cuestión merece sin duda profundizarse más, pero se trata de un tema poco estudiado en Argentina.


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