NEOLIBERALISMO Y DEMOCRACIA EN LA ARGENTINA:
CONTINUIDAD ECONÓMICA EN UN NUEVO ORDEN POLÍTICO.
Graciela Inda y Celia Duek*
RESUMEN
A partir del golpe de estado de 1976 se impone en la Argentina, sobre las ruinas del proceso de industrialización, una nueva forma de acumulación del capital que subsiste hasta hoy: el modelo “aperturista”, “neoliberal” o “rentístico-financiero”.
Contra la idea de la desaparición del poder del Estado en favor del poder económico, este artículo analiza el importante papel del Estado democrático en la consolidación de esa forma de acumulación iniciada con el Estado de excepción dictatorial. Estudia su rol en la reproducción del capital monopolista así como las transformaciones que las políticas estatales, fundamentalmente económicas, producen en la estructura social, tanto en los sectores dominantes como en los dominados, para el período 1.983-1.999.
Abstract
Starting from the 1976 coup d'état it is imposed in Argentina, on the ruins of the industrialization process, a new form of capital accumulation that subsists until these days: the “open”, “neo-liberal” or “renting-financial” pattern.
In opposition to the idea of the disappearance of the State’s power made out to the benefit of the economic power, this article analyzes the important role of the democratic State in the consolidation of the new pattern started with the dictated State. It also studies its role in the reproduction of monopolist capital, as well as the transformations that the State’s politics, fundamentally economic ones, take place in the social structure, so much in the dominant sectors as in those dominated, for the 1983-1999 period.
Tres patrones de acumulación del capital caracterizan la historia de la Argentina moderna. El primero de ellos, de “crecimiento hacia fuera” es el que domina el período que se inicia con la definitiva organización nacional en 1.880 y finaliza hacia 1.930. Su rasgo distintivo es la incorporación asimétrica de la Argentina al mercado mundial capitalista como exportadora de materias primas agropecuarias. Pero esta economía basada casi exclusivamente en la explotación extensiva de las tierras de la Pampa Húmeda y cuyo dinamismo está dado por la demanda internacional comienza a mostrar sus limitaciones y su extrema vulnerabilidad externa ante la crisis del treinta. Empieza a consolidarse entonces una modalidad diferente de acumulación capitalista que tiene como eje el proceso de sustitución de importaciones vía industrialización. En este régimen, que se desarrolla hasta 1.976, la industria se orienta al mercado interno y por eso se lo conoce como modelo de “crecimiento hacia adentro”. A partir del golpe militar de aquel año se impone en la Argentina una nueva forma de acumulación que subsiste hasta hoy: la rentístico-financiera.
Es decir que la Argentina actual comenzó a gestarse en 1.976. Los cambios políticos de la década siguiente (advenimiento de la democracia a partir de 1.983) aún cuando fueron avances significativos, no implicaron una reorientación de la estrategia económica impuesta por la fuerza bajo la dictadura militar. La forma de acumulación que se construye entonces sobre las ruinas del proceso de industrialización, sustancialmente diferente a las experimentadas en el pasado, mantiene hoy toda su vigencia. “Modelo aperturista”, “modelo neoliberal”, “modelo rentístico-financiero” son algunas de las denominaciones que ha ido adquiriendo este régimen económico imperante en los últimos 25 años. Pero, ¿qué es lo que lo define íntimamente?:
“La esencia del modelo económico de 1.976 -con su actualización desde 1.991- es el paso del capitalismo productivo basado en la dupla beneficio / salario, al capitalismo de renta con eje en la especulación financiera, los superbeneficios de servicios públicos monopolizados y los ingresos extraordinarios de los recursos naturales (en particular el petróleo)” (Calcagno y Calcagno, 2.001: 6).
La preocupación de este artículo es por el rol que ha tenido el Estado democrático en la consolidación de esa forma de acumulación iniciada con el Estado de excepción dictatorial, y por las transformaciones que las políticas estatales y los cambios en el régimen económico producen en la estructura social.
Clarificar el papel del Estado es crucial puesto que habitualmente se afirma una suerte de desaparición del poder del Estado en favor del poder económico. Sin embargo, es para nosotros imposible entender la expansión del capital monopólico y de la renta financiera sin la constante intervención del Estado.
Es un lugar común pensar, aún en relación a los países centrales, que en la fase actual del capitalismo de internacionalización del capital y conformación de grandes multinacionales, el poder económico absorbe el poder del Estado, como si se tratara de un juego de suma cero. Desde esta posición, cuanto más aumenta y se concentra la potencia económica, menos poder tiene el Estado.
Sostener eso significa, desde nuestra perspectiva teórica, desconocer por lo menos dos cosas. Primero, que el Estado no posee poder propio sino que es la condensación material de una relación de fuerza entre las clases presentes en una formación social. Segundo, que interviene decisivamente en la concentración económica. Es más, y como pretendemos demostrar a lo largo de este artículo, en la Argentina de las últimas décadas el Estado tiene un papel dominante en la reproducción del capital monopolista.
Esa última afirmación puede parecer contradictoria con el proceso de desguace del Estado y pérdida de su poder regulatorio. Pero no lo es. Hay que pensar seriamente, por el contrario, que las transformaciones operadas en el Estado en los últimos tiempos son perfectamente compatibles con su papel principal en la reproducción del capital.
Por lo tanto, si bien es innegable que, por un lado, el Estado se ha “achicado” en el sentido de que ha renunciado a buena parte de sus compromisos con los intereses de las clases populares y con ciertos segmentos de la producción; por el otro, también es cierto que intensifica su actuación en favor de la centralización y la concentración económicas.
En concreto, analizaremos cuáles son las formas en que el Estado intervino, a qué cambios en la relación de fuerzas entre los distintos sectores se asociaron éstas y cuáles fueron sus consecuencias económico-sociales.
Durante el régimen militar iniciado en 1.976, como ya se dijo, logró imponerse en la Argentina un nuevo proyecto dominante, exitoso en su intento por refundar estructuralmente el modelo de acumulación. El control sobre el aparato del Estado permitió desarticular la estructura económico-social consolidada por varias décadas de industrialización sustitutiva. Se buscaba remover las propias bases económicas y sociales del modelo industrialista en cualquiera de sus variantes y a eso se orientaron las políticas. El efecto indudable fue una redistribución del ingreso desde los sectores asalariados hacia los no asalariados por la caída del salario real, el redimensionamiento del mercado laboral, el cambio sectorial de la ocupación y el empeoramiento de las condiciones de trabajo. Y también una crisis que afectó de manera desigual a las distintas fracciones de la clase dominante: aumentaron su poder económico (y su capacidad de imponer sus intereses en el terreno estatal) los segmentos más concentrados de la burguesía nacional y los capitales extranjeros que estaban integrados y / o diversificados mediante la propiedad de múltiples empresas, mientras que perdieron importancia los capitales que controlaban unas pocas empresas y mercados.
El proyecto impulsado por la dictadura fue entonces un proyecto antipopular, excluyente y regresivo, que apuntó a lograr un disciplinamiento social generalizado mediante una profunda reestructuración productiva y un cambio drástico de la antigua estructura de relaciones económicas y políticas. Esto último a través de dos elementos esenciales: la liberalización generalizada de los mercados y la apertura económica al exterior.
La reforma financiera de 1.977 afectó en forma negativa las actividades productivas (estancamiento del PBI per cápita) al tiempo que alentaba la valorización especulativa, dada la creciente rentabilidad de las colocaciones financieras. A partir de esa iniciativa, el capital industrial adoptó una lógica de corto plazo, en la que los aspectos financieros pasaron a primar por sobre los productivos, influyendo las decisiones en materia de inversión en bienes de capital y de creación e incorporación de tecnología.
Si en los años pasados el sistema financiero se orientaba a subsidiar a la producción industrial por medio de tasas de interés reales negativas, a partir de entonces, las tasas para el sector se tornaron positivas, provocando una redistribución de ingresos desde la industria hacia las actividades financieras, y determinando que el costo financiero pasara a ser un componente importante de los costos de las actividades productivas. Además, al ser la tasa de interés más elevada que la tasa internacional, se abría una diferenciación en la financiación de proyectos de inversión según el tipo de empresa: las grandes firmas podían acceder a créditos externos, obteniendo tasas mucho más bajas que las que obtenían las pequeñas y medianas empresas en el ámbito local.
Las altas tasas de interés ofrecidas en el país daban lugar a un flujo masivo de capitales extranjeros, pero de signo especulativo, es decir, orientados al mercado financiero. Esto se traducía después en una salida de divisas al exterior o “fuga de capitales”, que se iban multiplicados “sin haber generado una sola inversión productiva”.
En el plano industrial, entonces, el efecto de la política económica de los militares se puede resumir acertadamente en dos expresiones: “desindustrialización” y “regresividad en la distribución del ingreso manufacturero”.
Hacia 1.982, por la política económica llevada a cabo, las continuas violaciones a los derechos humanos (detenciones, torturas, asesinatos) y la derrota en la Guerra de Malvinas, el gobierno militar había perdido consenso. Las dificultades para consolidar el deteriorado frente interno obligaron a los militares a anunciar el objetivo de “institucionalizar la nación” por medio de la apertura política y la salida electoral. Con las elecciones de octubre de 1.983 y el triunfo del candidato radical Raúl Alfonsín el país retornaba a la democracia.
El año 1.983 marcó entonces un punto de inflexión en el plano político. Sin embargo, el modelo económico instaurado a partir de 1.976 continuó vigente tanto en el período del gobierno radical (1.983-1.989) como en el del justicialista (1.989-1.999). Los grupos dominantes no cambiaron, e incluso el poder económico fortalecido durante el “Proceso” consolidó sus posiciones en esta etapa.
Las políticas implementadas en este lapso no fueron más que paliativos o bien intentos de consolidación del patrón de acumulación iniciado con las profundas transformaciones de 1.976. Y es que la expansión del capital concentrado, la pérdida de autonomía del Estado respecto de esa fracción y la desarticulación de las fuerzas sociales que podían oponérsele o equilibrarlo parcialmente, condicionaban de manera decisiva la senda económica de los nuevos gobiernos electos.
El gobierno de Alfonsín heredaba las graves secuelas de la represión y una catastrófica situación económica: desequilibrio fiscal, inflación, abultada deuda externa, desocupación creciente, recesión absoluta, etc. El panorama internacional, por su parte, tampoco resultaba nada alentador, si se tienen en cuenta el descenso de los precios agrícolas, la difusión de prácticas proteccionistas, la suba de las tasas de interés internacionales y la escasez de nuevos créditos para los países periféricos (a excepción de los pactados para refinanciamiento).
Con los objetivos básicos de aumentar el salario real e incrementar el nivel de actividad económica, se diseñó inicialmente una política de rasgos “keynesianos”, que planteaba como instrumentos la subordinación del pago de la deuda, una mayor progresividad del gasto público, un ajuste fiscal fundado sobre una mayor recaudación tributaria, un incremento de la inversión pública, la aplicación de controles de precios y el uso de políticas monetarias y crediticias expansivas.
Pero esta planificación ignoraba la dimensión de los cambios estructurales introducidos en el escenario de fuerzas económicas a partir del régimen militar. Por eso hay quienes caracterizaron a la primera gestión económica de este gobierno como teñida por un “voluntarismo ingenuo”. Al poco tiempo se constató que lo proyectado sería inviable dada la resistencia del capital concentrado y de los acreedores externos, y la débil posición en que habían quedado las clases populares tras la vivencia dictatorial.
La actividad y el salario no se recuperaron, mientras que la especulación financiera alcanzó un nuevo impulso. La recaudación no aumentó, y cuando el déficit fiscal se redujo fue por otros factores: la reducción de los salarios y de la inversión del sector público. La inflación creció, y la posición de “fuerza” adoptada ante los acreedores derivó en fracasos y retrocesos.
Quedaba claro que el núcleo de los grandes grupos económicos de capital nacional y transnacional, consolidados durante el Proceso y con patrones de comportamiento muy distintos a los de la fase de industrialización sustitutiva, estaba en condiciones de no tolerar políticas que confrontaran -aunque sea moderadamente- con sus intereses (políticas por ejemplo de fortalecimiento del Estado, de distribución más progresiva del ingreso o de descentralización económica).
Después de esto y ante la presión de la banca acreedora el gobierno radical adoptó medidas de saneamiento y ajuste (limitación de incrementos salariales, suba de tarifas públicas y de las tasas de interés), particularmente en el manejo de la política monetaria y fiscal. Pero las cuentas públicas no mejoraron: los egresos por los altos intereses de la deuda complicaban mucho el equilibrio de la cuentas y no se contaba con suficientes divisas para cancelar los compromisos con el exterior, por lo que el monto de la deuda se iba incrementando.
Las políticas de ajuste fueron moneda corriente y el deterioro de la situación económica adquirió cada vez mayores dimensiones. Se sucedieron diversos planes para reducir el gasto público y frenar la inflación, en los que se decidía el congelamiento de vacantes en el sector público, aumentos de tarifas y de precios de combustibles y transportes, paralización de inversiones del Estado, congelamiento de precios y de salarios, de jubilaciones y pensiones, nuevos créditos externos, etc.
El “Plan Austral” de 1.985 fue el más importante dentro del programa económico de este gobierno. A partir de él, la gestión gubernamental intentó “pactar” en lugar de “confrontar” con el gran capital. Se buscó, por un lado, conquistar la confianza del “establishment” internacional presentando posibilidades de satisfacer sus demandas, y por otro lado, apoyarse en los grandes agentes económicos locales que tenían capacidad para incrementar la inversión y las exportaciones, objetivos estratégicos de mediano y largo plazo (Azpiazu y Nochteff, 1.998: 153).
Este Plan implicó una caída de las remuneraciones reales en casi todos los sectores de la economía. Por otro lado, en 1.986 pareció favorecer el crecimiento económico (en base a una redistribución regresiva del ingreso e incremento del consumo de los sectores de mayores recursos). Pero seguía habiendo déficit fiscal, crecía la ofensiva sindical por mayores salarios y contra la racionalización de la administración pública, y la banca internacional presionaba por el pago de los servicios de la deuda.
En 1.989 crecieron las expectativas inflacionarias, se incrementó la incertidumbre y se produjo una corrida especulativa contra el austral. Finalmente el gobierno reorganizó el mercado cambiario efectuando una especie de devaluación encubierta. Se inició entonces una fuerte fuga de capitales calificada como “golpe de mercado” o “golpe de estado económico”. El dólar se disparó, se reforzó la corrida cambiaria y los precios comenzaron a acompañar la evolución del dólar: el famoso proceso de la hiperinflación. Como en otras ocasiones, los precios, y fundamentalmente las tarifas de gas, teléfono y electricidad subieron más que los salarios, lo que determinó una transferencia de recursos importante: la participación de los asalariados en el ingreso cayó en un año del 27 al 20%. Todo esto determinó la crisis generalizada que obligó al traspaso anticipado del poder al candidato opositor electo, Carlos Menem.
En síntesis, el gobierno de Alfonsín no logró revertir la situación crítica dejada por la dictadura militar (y agudizada por una coyuntura internacional muy desfavorable), y la década del 80 se caracterizó por un escenario en el que se combinaban inflación, recesión e inestabilidad. La profunda transformación de las estructuras económicas de la Argentina, iniciadas con la política liberal de Martínez de Hoz, que había implicado el fin del modelo de sustitución de importaciones, no tuvo vuelta atrás con el retorno de la democracia.
El primer gobierno de la etapa democrática no produjo modificaciones sustanciales ni en el nuevo balance de poder entre los diferentes sectores económicos, ni en la orientación general del proceso económico. El equilibrio de fuerzas de décadas anteriores ya no se recompondría: la brutal represión del régimen militar tenía sus frutos. El “nuevo poder económico”, que se consolidó con las políticas liberales del Proceso, se afianzaba ahora en un contexto democrático.
“En definitiva, las políticas económicas y el comportamiento de la economía nacional durante el primer gobierno democrático muestran la enorme dificultad de implementar acciones que puedan afectar mínimamente los intereses del poder económico dominante dentro de las relaciones de fuerza fundadas por la dictadura militar y -fundamentalmente- de alterar los costos y beneficios sociales y privados que de ella se derivan. Al respecto, el manejo del desequilibrio fiscal es paradigmático, especialmente en lo que respecta a la incapacidad de modificar las transferencias de ingresos hacia el capital concentrado y los acreedores, que en este período tuvieron una influencia decisiva en dicho desequilibrio” (Azpiazu y Nochteff, 1.998: 156-157).
La “continuidad económica” desde 1.976, anunciada en el subtítulo de este apartado, significa entonces que el patrón de acumulación que comenzó a perfilarse durante la dictadura se prolongó durante la etapa de Alfonsín, para consolidarse por completo durante la posterior experiencia menemista.
El gobierno justicialista que sucede al de Alfonsín intentó responder a la situación de bancarrota, hiperinflación y recesión con una serie de medidas que desembocaron en el Plan de Convertibilidad. Analicemos entonces la política económica de los dos gobiernos de Menem.
Pese a las promesas pre-electorales de “salariazo” y “revolución productiva”, el nuevo gobierno llegó con un programa económico claramente neoliberal, que se adecuaba a los intereses de los acreedores externos, de la gran banca nacional y de los grandes conglomerados empresariales locales y extranjeros. La prédica neoliberal imperante alentaba el retiro del Estado de una serie de funciones, que deberían quedar libradas a los “mecanismos del mercado”.
En un primer momento, mientras se iban diseñando las reformas estructurales que caracterizarían toda la etapa menemista, se enfrentó la crisis con políticas ortodoxas de corto plazo, entre las que se destaca la reducción de los aranceles en más de un 60%, las altas tasas de interés y la contracción monetaria. Los objetivos eran estabilizar el sistema de precios y reducir los desequilibrios del sector externo y fiscal, pero las consecuencias inmediatas de este esquema regresivo fueron la caída del producto, del salario real y de la inversión.
Las medidas del gabinete “Bunge y Born” implicaban una política basada en la compresión de los ingresos de los sectores populares y el privilegio de los grandes grupos económicos internos. El “problema” residía en que procuraban mantener las transferencias hacia el capital concentrado local “en una medida inaceptable para los acreedores externos”. Como la reducción del gasto público retrasó los pagos a los acreedores externos y obligó a suspender subsidios de promoción, el programa de esta primera etapa no logró el apoyo de la banca acreedora ni de algunos sectores exportadores.
Pero ya a partir de 1.990-1.991, con Erman González al frente del Ministerio, se tendió a conciliar los intereses de las distintas fracciones del nuevo bloque hegemónico: los grandes grupos económicos locales, las empresas transnacionales, los acreedores y la cúpula de la burguesía agropecuaria. A los acreedores se les garantizó que las transferencias al capital concentrado local no seguirían trabando los pagos externos. Al gran capital nacional se le aseguró una amplia participación en la futura distribución del excedente. El ingreso al Plan Brady, la desregulación, las privatizaciones, la apertura financiera y comercial y la redefinición del papel del sector público serían los medios con los que se alcanzaría dicho fin. Esta conciliación de las demandas de las distintas fracciones dominantes iba a ser posible, claro está, a costa del sacrificio de otros amplios sectores.
Los sucesivos planes de Erman González se fundaban en liberar el mercado cambiario y los precios, congelando los salarios, y en una reforma de la estructura del sector público (incluyendo el inicio de las privatizaciones) y de la economía en su conjunto. Esto dio paso, además de a la recesión, a un superávit en las cuentas públicas y en la balanza comercial, lo cual permitió en un primer momento la transferencia de fondos a la banca acreedora. Pero luego, al persistir la recesión, no fue posible seguir incrementando los ingresos fiscales y mantener el superávit necesario para el pago de intereses. A comienzos del 91 asumió el ministerio Domingo Cavallo.
El año 1.991 marca un hito en la política del gobierno de Menem:
“Durante los años 1.989-1.990, el nuevo gobierno justicialista ensayó diversos lineamientos de políticas públicas, pero fue recién en abril de 1.991, con el Plan de Convertibilidad, que se afianza una estrategia de desarrollo nítida en sus objetivos y en sus medios de implementación, la que, en el plano económico, retoma -exacerbándolo- el modelo aperturista del gobierno militar, pero ahora con un éxito notable en el control de la inflación y en el crecimiento del producto bruto nacional” (Torrado, 1.998: 56).
Pero, ¿en qué consistió esta estrategia con la que se alcanzó la estabilización y se impulsó un “boom” del consumo?
El nuevo programa neoliberal tenía objetivos mucho más amplios y radicales que los planes previos. No sólo se pretendía frenar la inflación sino activar un conjunto de medidas que profundizaran o inauguraran, según el caso, una “reforma estructural”. Esta reforma comprendía: privatización de empresas públicas, descentralización de las funciones del Estado, equilibrio de las cuentas fiscales, flexibilización laboral, desregulación y liberalización de la economía y apertura comercial y financiera.
El programa trajo aparejada una estabilidad política y económica sin precedentes que dio el marco propicio para llevar adelante la “gran transformación” y legitimó electoralmente al gobierno.
La Ley de Convertibilidad, la apertura comercial y la reforma del Estado (especialmente las privatizaciones) fueron los tres pilares del llamado “Plan de Convertibilidad”. Pero antes de detallarlos veamos cómo la estabilidad se usó como “anzuelo” para “hacer pasar” todo un conjunto de acciones:
“Debido a que el esquema monetario-cambiario que se adoptó entonces se articuló con un ‘shock institucional’ neoliberal, o sea con un plan orientado al cambio drástico y casi instantáneo de las instituciones económicas y sociales, es necesario separar analíticamente el esquema monetario-cambiario de estabilización del resto de las políticas que conformaron el ‘shock institucional’ neoliberal. Desde un punto de vista estrictamente técnico, se podría haber aplicado el mismo esquema de estabilización y recuperación de la moneda como unidad de cuenta sin realizar las demás transformaciones en forma de ‘shock’ y con los sesgos que las caracterizaron. La asimilación del esquema monetario-cambiario con el resto de las transformaciones bajo el término engañoso de ‘modelo’ o ‘Plan de Convertibilidad’ fue, sobre todo, una forma de legitimación de las transformaciones estructurales que correspondían a las demandas de las distintas fracciones del bloque hegemónico” (Azpiazu y Nochteff, 1.998: 160-161).
La Ley de Convertibilidad establece que el Banco Central está obligado a comprar y vender sin restricciones los dólares que se ofrezcan y demanden, a una tasa de cambio de 1 peso por 1 dólar, fijada por ley y congelada. Además, hay un compromiso de no emisión de dinero más allá del equivalente a las reservas en dólares. Teóricamente, este régimen cambiario y monetario implica que la inflación no superará la de Estados Unidos, ya que si los bienes transables (importables y exportables) aumentan sus precios más que los de E.E.U.U. serán desplazados en el mercado interno por las importaciones y en el externo por las exportaciones de otros países.
La Convertibilidad, que tuvo como objetivo primario el control de la persistente inflación y en este sentido pudo ser una herramienta monetaria de emergencia, terminó convirtiéndose en el núcleo del modelo neoliberal de este subperíodo. Con ella el gobierno perdió instrumentos sustanciales de política económica.
Por ejemplo, esta normativa impide que el Banco Central decida sobre la magnitud de la base monetaria, la cual pasa a ser determinada por el comportamiento del mercado; el BCRA emite o absorbe moneda en función de las variaciones de las reservas de divisas (a mayor ingreso de divisas, más circulante, y viceversa).
En tanto la inestabilidad del pasado era atribuida en gran parte a las modificaciones periódicas y repentinas de las reglas del juego, con la Convertibilidad se buscó recuperar la confianza, cambiando drásticamente la modalidad típica de actuación estatal. Este régimen significó la renuncia por parte del Estado a la política cambiaria, monetaria y financiera, de ahí su trascendencia. En efecto, las nuevas condiciones requeridas por la reproducción del capital quedaban aseguradas por esta especie de acción por omisión por parte del Estado.
Veamos ahora cuáles fueron los efectos de la aplicación de esta ley. Con el congelamiento del tipo de cambio y la apertura a la importación, el aumento de la competencia interna a través de las desregulaciones, la eliminación de la indexación en todo tipo de contratos y otras herramientas clásicas, se logró una drástica disminución de la inflación. En los primeros cuatro años, esta estabilidad de precios fue acompañada además por altas tasas de crecimiento económico (aumento de la producción por expansión del consumo interno).
En este primer período (1.991 a 1.995) el consumo y el crecimiento económico fueron financiados y sostenidos por el crédito externo, es decir que la evolución del plan se vio favorecida por la coyuntura internacional: descenso de las tasas de interés, incremento de la oferta de fondos líquidos, escenario más laxo para renegociar la deuda, etc. Pero en 1.995 los efectos de la crisis mexicana revierten esta situación “auspiciosa”.
Por el retraso cambiario, el comercio exterior se tornó estructuralmente deficitario, agravado por los saldos negativos en los servicios financieros (intereses de la deuda externa). La devaluación de clientes y competidores acentuó el retraso del tipo de cambio y dificultó más las exportaciones.
Además, la Convertibilidad implicó pagar una serie de costos. En primer lugar, hace depender la estabilidad de precios del ingreso de importaciones baratas y el nivel de actividad económica de la entrada de capitales. Por otro lado, en tanto frena la emisión de dinero, no permite financiar los desequilibrios fiscales más que con deuda o privatizaciones.
Pero en un determinado momento los recursos provenientes de las privatizaciones comenzaron a acabarse y el Estado ya casi no tuvo activos para vender. Lo mismo pasó con la inversión extranjera directa. Entonces, el equilibrio fiscal comenzó a peligrar. Empezó a crecer la parte del endeudamiento externo en el financiamiento de la convertibilidad, por un lado, y se recurrió al recorte de sueldos, gastos operativos y ajuste de la inversión pública, por otro. En efecto, con la “camisa de fuerza” de la convertibilidad, las alternativas se reducen a: endeudamiento sin límite o ajuste.
Como el saldo de mercancías, servicios y rentas de la inversión genera déficit, y no pueden usarse los instrumentos de política cambiaria para contrarrestarlo, no hay más salida para mantener el modelo que la entrada permanente de capitales (endeudamiento externo cada vez mayor), con el fuerte impacto que esto supone para el presupuesto nacional (el porcentaje destinado al pago de intereses es cada vez más alto) y para la decisión política (por los condicionamientos impuestos por el FMI en todo un conjunto de ámbitos). Dicho de otro modo, la economía ingresó en un círculo vicioso, ya que el déficit impulsa la toma de nuevos créditos, que implican mayores intereses y por consiguiente, déficit más abultados. Por su parte, los sucesivos ajustes fiscales, al fundarse en impuestos recesivos y reducción de salarios y gastos, profundizan la recesión, lo que a su tiempo disminuye los ingresos fiscales aún más.
En cuanto al segundo de los pilares del plan, la apertura comercial, ésta se profundizó, especialmente del lado de las importaciones. Se rebajaron los aranceles y se eliminaron protecciones no arancelarias (cupos, licencias, prohibiciones de importación), claro que nuevamente esto no se hizo en forma pareja sino manteniendo la protección de algunos sectores (industria automotriz). También se eliminaron retenciones a las exportación. El impacto de esta apertura -combinada con el retraso cambiario- en la estructura de precios fue un descenso de los precios de los bienes industriales frente a los de los servicios y alimentos.
Como los bienes no transables no tenían el techo de la competencia externa, sus precios aumentaron, afectando la competitividad de los bienes industriales no protegidos, cuyos precios se mantuvieron relativamente estables. Esto produjo una fuerte transferencia de ingresos y de rentabilidades de éste sector a aquél (sostenido por el aumento de precios y tarifas de las empresas privatizadas), al tiempo que explica la reducción relativa de la participación de la producción de bienes industriales en la estructura del PBI.
La apertura financiera constituyó otro capítulo importante. En concreto implicó total libertad de ingreso y egreso de capitales y una transformación del sistema financiero en el sentido de una concentración de los depósitos bancarios en unos pocos grandes bancos, una fuerte disminución de la cantidad total de bancos, y un menor porcentaje de entidades públicas, en favor de las privadas de origen extranjero.
La reforma del Estado, tercer eje de esta estrategia económica, perseguía la reducción del déficit fiscal y la modificación del rol del Estado en la economía, en el sentido de una reducción de su peso en el empleo, en la producción de bienes y servicios y en el número de empresas, y de la disminución de su capacidad y voluntad de regulación.
A fines de los 80 la hiperinflación había marcado el punto culminante de una “crisis del sector público” y había generado un clima favorable de consenso hacia una reforma del Estado. Durante el gobierno de Menem, entonces, se asistió a lo que algunos definen como el pasaje del modelo de “Estado de bienestar” al Estado neoliberal: achicamiento del Estado empresario o productor, debilitamiento del Estado en el sentido de “disminución de las capacidades técnicas y jurídicas” y reducción de los servicios sociales en cuanto a cantidad y calidad. Ello no impidió, sin embargo, que se acrecentaran sus funciones a favor de la concentración del capital.
La descentralización fue otro de los tópicos de esta reforma. Ella tuvo como consecuencia una fragmentación del campo de las políticas públicas, que se manifestó como pérdida del papel esencial del Estado central como agente de políticas sociales, y expansión de los espacios sub y supraestatales de poder. Además, como lo indica Emilio Tenti, el “desdoblamiento” de la “patronal”, producto del traspaso de ciertos servicios a los Estados provinciales, dividió las negociaciones hacia cada una de las circunscripciones; “[...] una fragmentación de las condiciones de trabajo y de salarios como nunca se había conocido antes” (Tenti Fanfani, 1.993: 248).
Si bien el empleo en las provincias y municipios se expandió en detrimento del de la Administración Central, en términos generales hay que decir que el “achicamiento del Estado” implicó el desprendimiento de gran cantidad de empleados, decreciendo así la participación del empleo público en el empleo global. Conjuntamente se reflejó una importante caída del salario real y declinación de las condiciones de empleo en el sector público.
La reducción de personal tuvo lugar en el contexto de medidas de racionalización como el congelamiento de vacantes, jubilaciones anticipadas, retiros “voluntarios”, eliminación de organismos “superfluos”, y de una ley previa que permitió el licenciamiento de los trabajadores del Estado. Además de la reducción y redefinición del aparato administrativo, otros aspectos que cobraron importancia en la reforma del Estado fueron el programa de privatizaciones y la transformación del sistema de seguridad social.
El proceso de privatizaciones se realizó a un ritmo sumamente acelerado. Sus objetivos explícitos eran acabar con las distorsiones e ineficiencias de las empresas públicas que actuaban en mercados protegidos, recomponer la previsibilidad y principalmente equilibrar el presupuesto. Como se decía que las empresas eran deficitarias, su venta suponía una reducción del gasto, a la vez que generaría una cantidad considerable de ingresos transitorios.
Con la compra de las empresas públicas (Aerolíneas, Entel, Caja de Ahorro y Seguro, SOMISA, YPF, correos, ferrocarriles, peajes, agua corriente, etc.), los grandes grupos económicos de propiedad nacional y las transnacionales se aseguraron el control de un conjunto de mercados oligopólicos, a la vez que los acreedores externos recuperaron en forma de activos parte de la deuda. En definitiva, se profundizó el proceso de concentración y centralización del capital, al tiempo que el Estado perdió capacidad de regulación.
Además, pasado el tiempo, pese a las extraordinarias ganancias obtenidas por los nuevos dueños, no se constató la esperada mejora en la calidad de los bienes o servicios ofrecidos. En cambio, los usuarios sufrieron los aumentos de tarifas que fueron autorizados antes de la entrega de los activos a los compradores. Con esto, la estructura de precios y rentabilidades relativas de la economía se modificó a favor de un núcleo muy acotado de conglomerados.
La reforma de la seguridad social, por su parte, consistió en reemplazar un sistema público de reparto intergeneracional por uno de capitalización a cargo de entidades privadas: las AFJP (Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones). Con esta reforma, el Estado dejó de percibir los aportes de la población activa, pero debió y debe seguir pagando todavía por muchos años las jubilaciones de la población pasiva del régimen de reparto.
Otras políticas del gobierno de Menem fueron la desregulación de muchos mercados -en realidad, nuevas regulaciones- y las modificaciones del sistema tributario, con una evolución de su estructura muy regresiva. Entre estas modificaciones se destacaron el aumento de las alícuotas del IVA y su generalización hacia toda una serie de productos y servicios antes exentos, el incremento de la presión del impuesto a las ganancias sobre los contribuyentes chicos y medianos y su disminución para los grandes, la fuerte reducción de los aportes patronales y la eliminación de los gravámenes a los débitos bancarios y a las exportaciones.
En el plano laboral, lo más destacado fueron los proyectos de “flexibilización del mercado de trabajo”, alentados por algunos grupos empresarios y resistidos por sectores del trabajo.
La necesidad de una reforma estructural de las relaciones laborales fue planteada por el gobierno como respuesta al proceso creciente de desempleo, el cual era atribuido entre otras cosas a la “rigidez” de la antigua legislación laboral (a la que se la culpa del “alto costo argentino”). Los impulsores de esta reestructuración decían tener como objetivos: contribuir a la creación de nuevos puestos de trabajo, elevar la productividad de la economía y disminuir el costo laboral.
El proyecto se plasmó en una reforma progresiva de la legislación laboral que involucraba la eliminación de conquistas laborales y la precarización del empleo. Algunas de las medidas concretas fueron: reducción de las cargas sociales (a partir de no considerar con “carácter remuneratorio” los beneficios que las empresas dan a sus empleados, como gastos de comida, automóviles, ropa de trabajo, etc., de tal modo que estas prestaciones no queden sujetas a los aportes y contribuciones de la Seguridad Social y no sean computables a los fines del cálculo de aguinaldo, vacaciones, licencias pagas, etc.), descentralización de la negociación salarial (el acuerdo se puede hacer en unidades menores, es decir, a nivel de empresa, lo cual cambia sustancialmente lo que ha sido la práctica habitual en la convenciones colectivas), permiso para modificar mediante convención colectiva aspectos de las normas laborales (con respecto a las vacaciones, los convenios pueden modificar en cualquier sentido los requisitos, aviso y oportunidad de goce de las mismas; en lo referido al aguinaldo, las convenciones pueden establecer el fraccionamiento del mismo; es posible también establecer cambios en el régimen de extinción del contrato de trabajo y reasignar los puestos de trabajo en la empresa), modificación del régimen de contrato de trabajo (introducción del período de prueba, del contrato de trabajo a tiempo parcial, exención de contribuciones para ciertas modalidades de fomento del empleo), régimen de preaviso de despido más favorable al empresario, reducción de indemnizaciones por despido y por accidentes de trabajo, y otros cambios en lo relativo a la jornada de trabajo, suspensiones, etc.
Podemos decir que las nuevas leyes laborales son una expresión material del cambio en la correlación de fuerzas entre los sectores vinculados al capital y los vinculados al trabajo (posición adversa en que se encuentra la clase trabajadora desde el inicio de la forma de acumulación basada en la apertura, en 1.976).
A pesar de las tasas positivas de crecimiento económico y del crecimiento del ingreso por habitante, y contradiciendo los supuestos de la “teoría del derrame”, los niveles de empleo y con ellos los salarios, lejos de mejorar, descendieron. Como resultado de los despidos en el Estado, de la contracción del empleo industrial por la quiebra y reconversión de empresas ante la apertura externa, y de la modernización de firmas que reemplazan mano de obra por maquinarias, el desempleo y el subempleo aumentaron y se observó, como consecuencia, un deterioro de los salarios reales. Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC), entre octubre de 1.989 y octubre de 1.999, las tasas de desocupación y subocupación casi se duplicaron: subieron, respectivamente, del 7,1 al 13,8% y del 8,6 al 14,3%.
Estos cambios fueron acompañados de modificaciones sustanciales en las formas de inserción laboral de los ocupados plenos, no menos graves desde el punto de vista de su impacto en los niveles de bienestar. Se difundieron modalidades de empleo precarias como el trabajo en negro y el empleo marginal, que se traduce en la inexistencia de contrato laboral (o contratos de corto plazo), la falta de aportes a la seguridad social y de aguinaldo, vacaciones, asignaciones familiares, etc., para una porción considerable de la población activa. Conjuntamente, se aceleró la desalarización de la fuerza de trabajo, con el correlato de un aumento del cuentapropismo.
Los fenómenos de la desocupación y subocupación sumados a la caída salarial, a la pérdida de derechos de los trabajadores, al quiebre de los servicios sociales y a la regresividad del sistema impositivo, determinaron que la distribución del ingreso y la pobreza mantengan las tendencias iniciadas en el año 76, profundizándose las desigualdades y empeorando aún más las condiciones de vida.
En relación al comportamiento del sector industrial se observa una gran disparidad en el crecimiento de sus distintas ramas: crecimiento en un reducido conjunto de sectores (automotriz) y profunda desarticulación de la estructura industrial de otros (virtual desaparición de la producción de bienes de capital, que acrecentó la vulnerabilidad y dependencia de la economía argentina). Mientras ramas enteras se desmantelaban debido a la apertura, la actividad productiva se concentró en sectores en los que el país tenía ventajas comparativas.
Pero vayamos arribando a algunas conclusiones sobre la economía de los años 90. El desplazamiento (aún mayor) de los grandes conglomerados económicos desde la industria hacia mercados mono u oligopólicos de no transables, o hacia actividades extractivas, con privilegios que les permitieron y les permiten obtener ganancias extraordinarias, es uno de los rasgos que exhibió la economía argentina después de este “shock institucional” neoliberal. Otro es el crecimiento del producto (en una primera etapa), dinámico pero de dudoso sustento. Otro, la fragilidad en la evolución de las cuentas fiscales:
“[...] En primer lugar, porque el aumento de la recaudación está ligado fundamentalmente al mantenimiento del nivel alcanzado por la estabilización y el primer “boom” del consumo; en segundo lugar porque el grueso de la recaudación descansa en impuestos procíclicos; en tercer lugar porque los ingresos por privatizaciones -que desde 1.991 fueron los que compensaron el déficit primario- fueron de carácter extraordinario (‘de una sola vez’) y el grueso de los mismos ya se realizó; y por último porque el endeudamiento público y -consecuentemente- los servicios del mismo crecen aceleradamente” (Azpiazu y Nochteff, 1.998: 165-166).
En síntesis, este análisis de la política económica durante la fase aperturista nos permite percibir el cambio profundo de las relaciones de fuerzas sociales - y el consiguiente ‘desempate’- que tuvo lugar en la Argentina en el último cuarto de siglo (en favor fundamentalmente del capital concentrado local y de los acreedores externos). En cuanto al período democrático de esta fase o modelo, el siguiente párrafo enumera lo esencial:
“En términos agregados, y a partir de las condiciones iniciales de la reinstitucionalización democrática, se han alcanzado importantes logros económicos como, por ejemplo, la estabilidad de los índices de precios, una mejora sustantiva -aunque insuficiente y frágil- de la situación fiscal, y una recuperación -moderada- del PBI. Sin embargo, ello se ve opacado frente a la consolidación o profundización de tendencias que, en la generalidad de los casos, se remontan a la gestión de la dictadura militar: creciente regresividad de la distribución del ingreso, incremento de la desocupación y de las distintas formas de subocupación y de trabajo precario, transferencias masivas de ingresos desde el trabajo al capital y, dentro de este, desde las PYMES hacia las grandes firmas y el capital concentrado, crecimiento acelerado del endeudamiento externo, desplazamiento e involución estructural de la industria, y una estructura tributaria cada vez más regresiva” (Azpiazu y Nochteff, 1.998: 168-169).
Vale decir que si la democracia política se ha afianzado desde 1.983 (elecciones libres, libertades políticas y civiles, etc.), comprobándose en este terreno una verdadera ruptura con el período 76-83, en el plano de la política económica se prolongan los lineamientos estratégicos de la última dictadura, sobre todo a partir de 1.991.
Ciertamente, y como ya hemos mencionado, el Plan de Convertibilidad conlleva una profundización de las tendencias desatadas a mediados de la década del setenta de centralización del capital y concentración de la producción y el ingreso. La disputa, expresada en la crisis hiperinflacionaria de 1.989, entre el capital concentrado interno y los acreedores externos se resuelve a costa del desguace del Estado y la retracción del salario. “Las piezas claves son la regresividad en la distribución del ingreso y el programa de privatizaciones de empresas públicas, porque allí coinciden los intereses de los acreedores externos y el capital concentrado interno, mientras que en el proceso de desregulación de la economía se despliegan los mayores conflictos entre ellos” (Basualdo, 2.001: 17).
La venta de las empresas estatales da lugar a la conformación de una “comunidad de negocios” o “asociación” entre diversos tipos de capitales extranjeros recién llegados al país, los grandes grupos económicos locales y los conglomerados extranjeros más relevantes desde la década anterior. Entre 1.991 y 1.995, asegura Basualdo, son los grupos económicos de fuerte inserción industrial, principalmente en las ramas agroindustriales e intermedias, los que mejor se posicionan al interior de la alianza dominante. Hegemonía ésta sustentada en la recuperación de una buena porción de los recursos transferidos al exterior desde fines de los setenta y en el endeudamiento externo.
En 1.995 se produce una nueva vuelta de tuerca en las relaciones internas del bloque en el poder. A partir de una serie de transferencias de propiedad, las empresas transnacionales y los conglomerados extranjeros pasan a jugar un rol preponderante a expensas de los grupos económicos consolidados en los años anteriores. Esta revitalizada extranjerización de la producción es acompañada por una acelerada salida de capital local al exterior y por la creciente importancia de los activos financieros radicados en el exterior.
Sobre esas bases, Basualdo entiende que a fines de los noventa comienza a gestarse una nueva relación de fuerzas dentro del bloque de poder. La coincidencia de intereses entre acreedores externos y capital concentrado interno, forjada al calor de las privatizaciones y la flexibilización laboral, se desdibuja. Las nuevas disparidades pronto se traducen en diferentes propuestas para reemplazar la convertibilidad cambiaria. Mientras que los grupos económicos locales (orientados a la producción exportable y poseedores, tras la venta a valores opulentos de parte de sus empresas y acciones en los servicios públicos, de una considerable masa financiera en el exterior) apoyan la devaluación, el capital extranjero (al controlar los activos fijos resultantes del proceso de transferencia de empresas) impulsa la dolarización. Existe, no obstante, un compromiso de base: los costos de una u otra alternativa deben ser soportados mayormente por las clases populares.
Una vez más queda de manifiesto que la clase dominante, a pesar de ciertos acuerdos elementales, no constituye una reunión de iguales sino que está constantemente atravesada por múltiples contradicciones y fraccionamientos, y que éstas tienen mucho que ver con las modalidades precisas de intervención del Estado en el espacio de acumulación del capital.
Conclusión
Podemos ahora retomar nuestra tesis central. En oposición a toda una serie de enfoques que sostiene, en pocas palabras, que el acoplamiento entre Estado nacional y capitalismo estaría en vías de desaparición y que la mundialización habría condenado al Estado a la caducidad y a lo político a la esterilidad, en este trabajo mostramos que el Estado, terreno privilegiado de las luchas por el poder político, no sólo no se ha disuelto sino que ha sido un actor clave de las agudas transformaciones sociales de las últimas décadas.
En el conjunto de sus aparatos, ramas e instituciones y a través de múltiples intervenciones, el Estado ha cumplido un papel principal en la organización política del nuevo bloque en el poder y, como contracara, en la desarticulación política del campo popular. Desde la represión legal y organizada hasta la captación de los intelectuales orgánicos de las organizaciones populares, desde la construcción de un discurso legitimador de las prácticas tendientes a la aniquilación de históricas conquistas de las clases subalternas hasta la puesta en marcha de mecanismos concretos de desplazamiento de unas fracciones del capital en favor de otras, el Estado, insistimos, ha ocupado el centro de la escena.
En lo que hace al rol de las modalidades de actuación estatal que nos han interesado en este trabajo, esto es, las inscriptas en lo que tradicionalmente se ha denominado la política económica, podemos decir, a modo de síntesis, lo siguiente: la consolidación de un patrón de acumulación del capital centrado en la obtención de rentas financieras no se realiza por encima del Estado o por fuera de él, por el contrario, se erige sobre las políticas de apertura comercial y financiera al exterior, las reformas de las leyes laborales, las modificaciones de la estructura impositiva, las múltiples medidas de ajuste, las estatizaciones de deudas privadas, las privatizaciones de empresas públicas, la desregulación de los mercados, la reforma de la seguridad social, etc.
Ahora bien, al mismo tiempo que interviene tan decisivamente en la reproducción de las fracciones hegemónicas del capital, el Estado sufre modificaciones profundas en su propia armazón. Las formas de injerencia estatal en el espacio económico cambian radicalmente. Al dejar de intervenir directamente en la producción de bienes y servicios - y por tanto, en la creación de empleo- abre un nuevo espacio, un nuevo mercado, para la valorización capitalista. Al renunciar a buena parte de su potestad regulatoria colabora, por ejemplo, en el proceso de concentración económica, esto es, de eliminación tendencial de los pequeños y medianos capitales de importantes áreas de la economía. Al desprenderse del sistema de seguridad social abre nuevas perspectivas a la valorización financiera de corto plazo. Etc.
Por lo tanto, así como a fines
del siglo XIX las políticas estatales de implementación de la libre circulación
de bienes y capitales, de expansión de la red de transportes orientada al
puerto de Buenos Aires, de puesta en producción de las nuevas tierras de la
frontera, de promoción de la inmigración extranjera necesaria a la obtención
de fuerza de trabajo y de organización de un sistema jurídico monetario fueron
imprescindibles al desarrollo de la Argentina agroexportadora, del mismo modo
a fines del siglo XX el Estado ha creado, incluso bajo su forma democrática,
las condiciones necesarias para una renovada inserción de la Argentina en
la economía mundial capitalista, ya no como una economía industrial dependiente
sino como una economía rentístico-financiera dependiente.
BIBLIOGRAFÍA
· Azpiazu, Daniel; Basualdo, Eduardo y Khavisse, Miguel (1.989). El nuevo poder económico en la Argentina de los años 80, Buenos Aires, Legasa.
· Azpiazu, Daniel y Nochteff, Hugo (1.998). “La democracia condicionada. Quince años de economía” en Lejtman, Román (Comp.). Quince años de democracia. Ensayos sobre la nueva república, Buenos Aires, Grupo editorial Norma.
· Basualdo, Eduardo (2.000). Concentración y centralización del capital en la Argentina durante la década del noventa, Buenos Aires, UNQuilmes- FLACSO-IDEP.
· Calcagno, Alfredo Eric y Calcagno, Eric (2.001). “Un gran país devenido un casino. Continuidad económica desde 1.976” en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, N° 21.
· INDEC. Cuadro “Tasas de actividad, empleo, desocupación y subocupación. Total de Aglomerados Urbanos. Años 1.974/2.000”. En http//www.indec.mecon.gov.ar.
· Rapoport, Mario y colaboradores (Madrid, Eduardo; Musacchio, Andrés y Vicente, Ricardo) (2.000). Historia económica, política y social de la Argentina (1.880-2.000), Buenos Aires, Macchi.
· Tenti Fanfani, Emilio (1.993). “Cuestiones de exclusión social y política” en Minujin, A. (Editor). Desigualdad y exclusión. Desafíos para la política social en la Argentina de fin de siglo, Buenos Aires, UNICEF / Losada.
· Torrado, Susana (1.998). “La cuestión social” en Lejtman, Román (Comp.). Quince años de democracia. Ensayos sobre la nueva república, Buenos Aires, Grupo editorial Norma.
NOTAS
* Universidad Nacional de Cuyo (UNCuyo) – Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
Comisión Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
kikaremba@hotmail.com – gracielainda@hotmail.com.
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