ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA
E HISTORIA |
Pinturas espirituales.
Identidad y agencia en el paisaje relacional de los cazadores, recolectores y pescadores del centro-oeste de Sonora
TESIS
QUE PARA OPTAR POR EL GRADO DE
DOCTORA EN
ARQUEOLOGÍA
PRESENTA
SILVINA ANDREA VIGLIANI
DIRECTOR DE TESIS: DR. STANISLAW IWANISZEWSKI
MEXICO, D.F. |
2011 |
V. FUNDAMENTOS TEÓRICOS Y METODOLÓGICOS
1. Identidad
La identidad es hoy en día un tema “de moda” dentro de las ciencias sociales y las humanidades, aún a pesar de que, o bien debido a que, no exista una definición clara de lo que es la identidad. Lo que sí existe es el reconocimiento de la complejidad del término y de sus implicaciones. En otras palabras, reconocer la complejidad del tema es clave para comenzar un estudio sobre las identidades. Esta complejidad refiere no solo a la definición y categorización de las identidades, sino también a la manera en que concebimos sus múltiples interrelaciones [Insoll, 2007: 14].
¿Por qué la identidad es hoy un tema de moda? Por lo general, las cuestiones sobre identidad aparecen en tiempos de cambio social y político. La destrucción de los patrones socioculturales existentes y los cambios en las relaciones de poder llevan a la reevaluación y a la representación de identidades en la medida en que surgen nuevas comunidades [Jones y Graves-Brown, 1996]. Tales procesos son evidentes en el contexto de los cambios sociales y políticos que tuvieron lugar en Europa hacia finales del siglo xx: la caída del bloque comunista, la reunificación de Alemania, el fin de la guerra fría, el resurgimiento de movimientos étnicos y nacionalistas, los procesos de integración en Europa, etc.
Los especialistas sostienen que el llamado proceso de globalización -o mundialización del capital- no provocó la homogeneidad sociocultural que se creía. Por el contrario, el proceso de globalización estuvo acompañado de un notable renacimiento de las identidades en todo el mundo, proceso que, a menudo, se manifestó y se sigue manifestando bajo la forma de luchas culturales -nacionales, religiosas, étnicas, regionales, económicas, etc- con intensidad y a escala variables [Díaz-Polanco, 2002]. En otras palabras, el discurso emancipador y uniformizador de la modernidad dejó de ser hegemónico ya que la institución que lo garantizaba, el estado-nación, está sufriendo un serio declive como estructura de legitimación social [Martínez Montoya, 2005: 285]. Las identidades modernas se resquebrajaron dando lugar a procesos de des-diferenciación, fragmentación, hibridación y mercantilización, procesos que hicieron surgir nuevas identidades, polimorfas y descentradas. Entonces ocurrió que “en el último tramo del siglo xx, la perplejidad desencadenó lo que fue percibido como una ‘explosión teórica’ en torno a la noción de identidad […] hasta tal punto que la identidad se ha convertido ahora en un prisma a través del cual se descubren, comprenden y examinan todos los demás aspectos de interés de la vida contemporánea” [Díaz-Polanco, 2002: 97-98]. Este proceso se ve acompañado por la intensificación en la búsqueda de una identidad individualizada.
Los periodos de cambios sociales y políticos han sido a menudo contextos de “invención de tradiciones” [Hobsbawm y Ranger 1983, en Jones y Graves-Brown, 1996: 1], en donde las viejas historias son re-evaluadas y re-escritas. Las etno-historias permiten autentificar y legitimar los reclamos de autodeterminación y/o sucesión de los grupos culturales [ibid.], por lo que el discurso acerca del pasado se vuelve central en la construcción de las identidades. En este sentido, las disciplinas que tratan con el pasado, incluyendo la arqueología, son también productores de tales discursos o al menos ofrecen la materia prima para su probable manipulación identitaria. Es por ello necesario considerar no solo la representación arqueológica del pasado y su apropiación por parte de grupos de identidad, sino también los procesos implicados en la construcción de la identidad cultural y su conceptualización en las ciencias humanas con el fin de dirigir de manera crítica y auto-crítica las construcciones arqueológicas de las identidades del pasado.
Para la arqueología, por ejemplo, la atribución de una identidad cultural a los restos materiales del pasado ha sido uno de los elementos más influyentes en la historia de la disciplina. Este interés en las culturas arqueológicas y su identificación cultural comienza a surgir desde el nacionalismo romántico del siglo xix en Europa y manifiesta un intento por mostrar la larga historia de los pueblos y los estado-nación que entonces estaban emergiendo como importantes entidades políticas [Shennan, 1994; Jones, 1997; Meskell, 2002]. Autores como Morgan, Kossinna y Childe, incentivados por la reformulación de las fronteras nacionales, los movimientos de la diáspora y las tensiones étnicas en el siglo xx europeo fueron sus principales exponentes [Shennan, 1994; Jones, 1997; Meskell, 2002]. En este contexto, los grupos étnicos y nacionales eran considerados como entidades internamente homogéneas, con una historia continua que se distinguían entre sí por sus rasgos culturales, lingüísticos y raciales. Bajo esta premisa, la arqueología asumía la responsabilidad de correlacionar culturas arqueológicas con pueblos prehistóricos, y con ello aportaba la base para la construcción de un pasado formado por entidades estáticas y de límites definidos, es decir,el reflejo de los pueblos y naciones contemporáneos. Desde esta aproximación (histórico-cultural), los arqueólogos fueron trazando los orígenes, los movimientos y las historias de muchos pueblos.
En algunos casos, este tipo de procedimientos llevó a la construcción de genealogías enraizadas en el pasado de grupos étnicos y nacionales contemporáneos, reforzando su conciencia de identidad y por supuesto legitimándolos políticamente como grupo [Jones y Graves-Brown, 1996]. De más está decir que las implicaciones políticas de estos procedimientos han sido notables. Es caso conocido el de la Alemania Nazi. Hacia finales del siglo xix, el Reich Alemán debía establecer su legitimidad histórica como un estado-nación unificado dentro de los territorios de habla alemán que habían sido reunidos recientemente -en 1871. Fue en este contexto que el alemán Gustaf Kossinna desarrolló un conjunto de métodos y principios interpretativos con el objetivo de documentar la antigüedad de la “raza aria” en el nuevo estado de Alemania. El método incluía la definición de provincias culturales arqueológicas, mientras que los principios interpretativos postulaban la relación entre tales provincias culturales y los territorios de los pueblos prehistóricos con lo que se legitimaba la presencia aria en los mismos. Si bien la arqueología Nazi asociada con Kossinna no marcó el punto de partida de una antropología ultra nacionalista, 9 es probable que las ideas de Kossinna y de Wilser, concernientes a la relación entre la superioridad cultural y la pureza racial de las tribus germánicas que habían permanecido en el área báltica por milenios, contribuyeran a la formación de la cosmovisión Nazi [Thomas, 2004: 110]. Finalmente, se hace necesario reconocer que la arqueología es ‘irreductiblemente política’, y que el discurso nacionalista permea la práctica de la disciplina, incluso a nivel metodológico. De acuerdo a Thomas, esto se debe a que el surgimiento de la arqueología esta fuertemente implicado en el desarrollo de la modernidad y del estado-nación [ibid.: 111].
Las interpretaciones arqueológicas del pasado desde una visión “moderna” del mundo, esto es de un mundo dividido en pueblos concebidos como entidades monolíticas, estáticas, de límites territoriales definidos, con una lengua y una cultura en común, deben ser cuestionadas. Seguramente, muchos arqueólogos consideren a éste un tema ya superado, especialmente a partir de los presupuestos teóricos y metodológicos propuestos por la arqueología procesual. Sin embargo, es evidente que las construcciones “modernas” –e incluso “posmodernas”- del pasado siguen permeando la práctica arqueológica.
Los marcos conceptuales a través de los cuales se ordena el mundo sufren constantes transformaciones; no obstante, en cada tiempo-espacio dado, tienden a moldear la manera en que lo comprendemos. Lo mismo ocurre con la forma de entender la relación entre la cultura material y la identidad. En este sentido, debemos tener presente que la ideología nacionalista y la formación de los estados-nación del siglo xix, junto con el surgimiento de las ciencias sociales han dado forma a nuestros conceptos de identidad.
Es necesario, y la arqueología de la identidad se encarga de ello, ser concientes de la naturaleza dinámica, contextual e históricamente contingente de los conceptos que utilizamos, en este caso ‘identidad’, así como de la interdependencia de los procesos académicos, sociales y políticos que están implicados en la conceptualización de los mismos.
Rastreando la identidad
La palabra identidad viene de la raíz latina idem, que significa “lo mismo”, y evoca un principio de duración y continuidad, por lo general, en términos esencialistas [Rowland, 2007: 61]. Sin embargo, más allá de la raíz, el término “identidad” es relativamente reciente, 10 lo que ha llevado a situar el concepto dentro del contexto de la modernidad y especialmente asociado a la idea de individualidad [Insoll, 2007: 3]. La forma de organización política característica de la modernidad ha sido el estado-nación, es decir, una población con una identidad nacional, un territorio delimitado y una administración estatal.
Fue recién hacia finales del sigo xvi cuando la soberanía empezó a estar asociada con el gobierno -como aquello que se encarga de la administración de la gente y de los recursos. El gobernante ya no personificaba el poder soberano característico de la Edad Media quien ejercía el poder sobre la vida y la muerte de los sujetos, sino más bien representaba a una nación. Este proceso implicó una relación más estrecha entre el gobernante y la población, lo que estuvo asociado con la sensación de que la voluntad del pueblo era un elemento significativo en un gobierno [Thomas, 2004: 97]. Como parte de un estado-nación el sujeto se volvía ciudadano, lo que significaba comportarse ya no de acuerdo a los dictados de un soberano sino a un código instituido de leyes. Este tipo de ciudadanía está estrechamente relacionado a la noción occidental de individualidad, para la cual el ciudadano es un agente político autónomo [ibid.: 98].
Los estados-nación, que comenzaron a desarrollarse en el siglo xvi y xvii, combinaron una comunidad nacional limitada territorialmente con una aparato del estado que incluía instituciones y agencias dedicadas principalmente al mantenimiento del orden social. Ahora bien, de acuerdo a Thomas [2004], los estados-nación más tempranos como Inglaterra, Francia, Suiza y Holanda se dieron antes de que existiera cualquier sentimiento o conjunto de creencias que pudieran definirse como “nacionalismo”. Para este autor, los estados-nación europeos fueron el crisol del nacionalismo más que su producto 11 [Thomas, 2004: 98]. Además, sostiene, estos estados-nación más tempranos se desarrollaron a partir de dominios monárquicos previos, por lo que deben distinguirse de los estados étnicos que surgieron en el siglo xix, ya que por lo general éstos fueron creados a partir de luchas independentistas iniciadas por los grupos que estaban bajo el poder de los imperios mayores. Sea como sea, la formación de los estados-nación trajo consigo, por un lado una mayor importancia otorgada a los individuos, pero por otro una mayor consolidación de la autoridad centralizada en el gobierno estatal que estaba cada vez más implicada en el mantenimiento de la estabilidad y el orden.
La inestabilidad política en la Europa de los siglos xvi y xvii coincidió con la revolución científica. Esta coincidencia resultó en la convicción de que la sociedad podía ser transformada por la acción humana a partir de líneas más racionales: si la naturaleza podía ser reducida a sus elementos constituyentes, lo que posibilitaba ser entendida y controlada, entonces el estado podía ser rediseñado y reconstruido [Thomas, 2004:99]. La aplicación de la ciencia a las relaciones humanas resultaba en una visión de la sociedad como compuesta por elementos distintivos por lo que podía ser entendida en una forma relativamente abstracta y generalizada. En otras palabras, ésta podía ser descompuesta en una serie de instituciones separadas, y sobre todo, el sujeto humano individual empezaba a verse como la unidad más básica de análisis social. La emergencia de este tipo de “física social” está particularmente asociada a Thomas Hobbes (1588-1679) y a John Locke (1632-1704).
Un aspecto importante relativo a esta aproximación analítica a la sociedad fue el reconocimiento de la voluntad colectiva de la gente como principio de legitimidad política. Mientras los monarcas medievales justificaban su posición a través del derecho divino y de la herencia, un orden social que era entendido como un sistema de elementos implicaba algún tipo de relación recíproca entre el gobernante y los gobernados, lo que resultaba en relaciones más estrechas entre los sujetos de un estado-nación que el tipo de vínculo que se daba en el reino feudal.
Para los siglos xvii y xviii, los seres humanos individuales eran vistos como átomos indivisibles a partir de los cuales se creaba la esfera social, de modo que las relaciones sociales eran secundarias a la existencia individual de los sujetos humanos. En otras palabras, los seres humanos podían existir independientemente [lo que se asociaba a su vez con el humanismo filosófico de entonces], antes de entrar en relaciones sociales con otros individuos. Esto se combinaba a veces con la posibilidad de tener una identidad esencial (racial, étnica o nacional) que precedía su articulación política. Esta idea de individuos independientes y autónomos fue la base para la creación del estado como un contrato social, es decir, como un tipo de acuerdo contractual llevado a cabo por individuos libres y autónomos.
Una de las versiones más influyentes sobre la teoría del contrato social fue la elaborada por Thomas Hobbes en 1651. Hobbes decía que la sumisión a la regla del rey debía ser el criterio para pertenecer a una sociedad, con lo que buscaba la unificación del cuerpo político. Solo el soberano estaba en la posición de tomar decisiones las cuales representaban la voluntad general de la población. El soberano creado por el contrato no es más que el representante de la multitud [Latour, 2007]. En este caso, más que una ‘multitud’, los participantes del contrato eran un ‘pueblo’ con una sola voluntad. Por su parte, Rousseau coincidía con Hobbes en ver al estado como una construcción artificial que se derivaba del uso voluntario de la razón humana, pero difería en el hecho de que la libertad del individuo fuera entregada al soberano. Para Rousseau cada ciudadano retenía su libertad individual, por lo que el contrato tomaba la forma de un acuerdo entre sujetos autónomos que reconocían el derecho a la libertad de cada uno. En este caso, en el que el individuo es parte de un todo, la voluntad general guiaba a la acción individual ya que “no se puede ofender a uno de sus miembros sin atacar a la colectividad y menos aún ofender al cuerpo sin que sus miembros se resientan” [Rousseau, en Valenzuela Arce, 2004: 22].
El contrato social daba legitimación intelectual al estado al reconocerlo como una comunidad política. Sin embargo, los estados-nación tempranos debieron hacer uso de una serie de recursos que les garantizara una identidad propia. En estos casos, el pasado jugó un papel crucial en la construcción de la identidad y de su legitimación política. Los estados-nación se reconocían entonces como un pueblo con un territorio, una cultura compartida y una tradición histórica o mítica que relataba sus orígenes. Si bien esos mitos e identificaciones podían ser de dudosa autenticidad –por lo general seguían una lógica común: la de un relato histórico, lineal, con un mito de origen y una edad de oro- la formación del estado generalmente producía su reificación 12 [Jones y Graves-Brown, 1996; Thomas, 2004]. Hacia finales del siglo xviii esas identidades nacionales tenían un carácter fundacional, es decir, eran reconocidas como la esencia del estado y por lo tanto legitimaban su independencia. Esta identidad nacional fue la precondición del surgimiento del nacionalismo como una perspectiva política coherente.
El desarrollo del nacionalismo dependió, en cierta medida, de la elaboración filosófica de ciertas ideas acerca del status de nación que tuvieron lugar hacia finales del siglo xviii, y estuvieron particularmente identificadas con el trabajo de Johann Gottfried von Herder. Este autor rechazaba los intentos del Iluminismo de aplicar las ciencias naturales a la sociedad y de reducir la diversidad humana a un conjunto de leyes universales. Por el contrario, en Herder se precisa el nexo entre lenguaje, razón y humanidad, por lo que defendía la existencia de una multiplicidad de culturas y rechazaba la reducción a una sola sociedad, ideal y racional, y a un conjunto uniforme de valores [Ferraris, 2005: 98-99; Thomas, 2004: 106]. En otras palabras, defendía el folklorismo y resaltaba la existencia de unidades culturales homogéneas y discretas, ligadas a un territorio [Fernández de Rota, 2005]. Por otra parte, las circunstancias históricas, económicas y sociopolíticas, tales como la industrialización [Gellner, 1983, en ibid.: 57] y el desarrollo de la imprenta en el seno del capitalismo [Anderson, 1983, en ibid.:58], dieron el contexto para el desarrollo del nacionalismo y para la homogeneización cultural.
Naciones en búsqueda de su pasado
El rasgo más definitorio del nacionalismo es su esencialismo. El nacionalismo cree en la existencia de un reservorio latente de autenticidad nacional al que aspira recuperar. El concepto de nación no se puede sostener sin un pasado adecuado y sin un futuro creíble, lo que requiere que la comunidad se anuncie posesora de una historia y un destino [Díaz-Andreu, 1998]. Es por ello que busca retornar a una “edad de oro” de uniformidad étnica y lingüística, por lo que tiende a promover la cultura popular de aquellos que supuestamente están conectados con el pasado por encima de la hibridación cosmopolita. En este sentido, el nacionalismo se presenta a sí mismo como tradicional y anti-moderno, cuando en realidad es un fenómeno profundamente moderno 13 [Thomas, 2004: 109].
Mientras las concepciones nacionalistas consideraban que la existencia de una antigua cultura compartida por un grupo justificaba la constitución contemporánea de una nación, lo que realmente ocurría era que las estrategias nacionalistas y de los estados-nación buscaban reificar y homogeneizar la cultura para que sea compartido –o al menos lo parezca- aquello que no era compartido. Esto implica una inversión en la manera de entender la relación entre cultura y nación. Es decir, “la heterogeneidad es un aspecto de toda sociedad humana, la manera en cómo la heterogeneidad se homogeneiza en la construcción de los estándares de civilización plantea problemas para todo sistema simbólico. La homogeneización [en cambio] es siempre un proceso político” [Fernández de Rota, 2005: 58]. La cuestión se centra entonces en la manera en cómo los estados-nación y los nacionalismos hacen cultura (y no al revés), y en la intensidad y en los medios por los cuales los Estados o ciertos movimientos nacionalistas persiguen la homogeneización, homogeneización que influyó también en la concepción y formación de subdivisiones étnicas compactas [ibid. 2005: 59]. De este modo, será necesario revisar la manera en que los estados-nación han hecho su pasado.
En la era medieval la legitimidad política estaba dada por la descendencia dinástica del monarca por lo que el único pasado significativo para las monarquías europeas era la genealogía, es decir la línea hereditaria que iba edificando el linaje del gobernante. Pero una vez que la soberanía tomó la forma de gobierno, y que el orden político empezó a estar fundado en la voluntad del pueblo, lo que tenía que legitimarse era la autenticidad de las comunidades. Tan pronto se identificó al estado-nación como una entidad política natural, el pasado de cada nación comenzó a ser reconocido como la fuente de esa autenticidad.
Antes del surgimiento de un nacionalismo popular explícito, la actividad de los anticuarios había sido promovida justamente por aquellos gobernantes que deseaban reconstruir su autoridad, ya no como el portador de la sangre real sino como la personificación de una nación. El pasado nacional comenzaba a cobrar mayor importancia con el desarrollo de una monarquía institucional, burocrática y administrativa [Thomas, 2004: 107]. Así por ejemplo, en Dinamarca el físico y anticuario Ole Worm (1588-1652) fue financiado por el rey Christian iv para reclutar miembros del clero que se encargaran de realizar un registro sistemático de todas las antigüedades de las iglesias. De acuerdo a Randsborg [2000], la arqueología en Dinamarca estuvo fuertemente marcada por dos aspectos: uno emocional y otro financiero, ambos fuertemente arraigados en el sentimiento de nación. En este caso, como en otros, la arqueología se había vuelto parte de la ambición nacional por escribir su propia historia. Este interés en el origen nacional se hace evidente en la creación de los museos nacionales desde el comienzo del siglo xix. Este fue el contexto en el que Christian Thomsen aplicó por primera vez el sistema de las tres edades [Edad de Piedra, Edad de Bronce y Edad de Hierro] a los artefactos prehistóricos.
Para Díaz-Andreu, la profesión arqueológica no existiría si el nacionalismo no hubiera triunfado como ideología política [1998: 117]. Rowlands sostiene que la arqueología se formó bajo la premisa de un “sentimiento de pérdida” por lo que su meta era recuperar la tradición y el sentimiento de comunidad [2007: 62]. De acuerdo a Thomas, el surgimiento del nacionalismo en Europa coincidió, en términos generales, con la transformación del anticuarismo en arqueología [2004: 109].
La arqueología no fue la única disciplina que toma fuerza con los nacionalismos. En este contexto, con el mundo convertido en un mosaico de naciones, distintas disciplinas sociales e históricas cobraron un fuerte impulso. La filología alcanzará un papel prioritario al tener que dilucidar ramas y familias lingüísticas que justifiquen la elaboración de un mapa cuyos países se correspondan con unidades de lenguaje. La historia, además de la arqueología, brindará secuencias e interpretaciones que seleccionan y explican los elementos más idóneos para mostrar la autenticidad de la nación, y la etnografía se encargará de describir las costumbres rurales ancestrales, expresiones del alma de un pueblo. La antropología física brindará más tarde nuevas posibilidades con el concepto de raza vinculado al de lengua y cultura, otorgando así un componente definitorio de mayor radicalidad categórica. Todas estas disciplinas eran entendidas bajo el prisma de una concepción historicista, en donde la tradición era capaz de mantener incólume una forma de vida humana, convirtiéndola en perenne [Fernández de Rota, 2005: 8].
Estas consideraciones, producidas en los círculos de las elites y los eruditos, se comenzaron a plasmar gráficamente en museos, monumentos y objetos del patrimonio nacional, lo que las hacía visibles y tangibles. La cartografía pasó a imprimir y difundir la imagen gráfica de la “realidad” nacional. La novela, la prensa y, posteriormente, los modernos medios de difusión, permitieron comunicar esa “manera de entender la nación” al pueblo no letrado. No obstante fue la escuela la que dejó la impronta más profunda. La educación, otorgada cada vez más por el estado, era mucho más universal en sus contenidos que el tipo de aprendizaje tradicional, la cual solo preparaba a las personas para una profesión específica [Thomas, 2004: 106]. En las escuelas se comienza a estudiar la lengua y las artes nacionales, la geografía y la historia nacional como disciplinas separadas frente a las correspondientes extranjeras [Fernández de Rota, 2005: 9]. De manera similar, las matemáticas y la geometría anulan los conceptos topológicos (locales, experimentados) para reemplazarlos por un solo espacio euclidiano y universal [v. Hallpike, 1979].
Finalmente, los planes nacionalistas resultan en la construcción de mitos de homogeneidad cultural, los cuales, permanentes a lo largo del tiempo, constituyen la base del tipo de identidad que ha sido potenciado por el nacimiento de los estados-nación. Esta idea de cultura, homogénea y continua, ha estado absolutamente implicada en los discursos nacionalistas, en tanto que es la cultura lo que distingue a las naciones ya que constituye el contenido mismo de la identidad nacional.
Cultura, Etnia y Nación
En la concepción dominante del siglo xix, “la cultura” era entendida en singular como la manifestación de una manera de vivir típica de la especie humana en contraposición con el comportamiento animal. Se trataba de estudiar la humanidad como un todo a partir de la definición de rasgos que caracterizaban a los grandes periodos de la evolución cultural, rasgos que agrupaban fenómenos en categorías válidas universalmente. 14 En contraste, los etnógrafos tradicionales preferían hablar de una pluralidad de culturas, con el fin de definir la cultura de un pueblo, fundamento y justificación de una nación, a partir de un conjunto de rasgos propios. Método comparativo y universalismo antropológico frente al localismo regional o nacional [Fernández de Rota, 2005].
Ambas concepciones estaban influidas en muchos aspectos por la arqueología y la museología de entonces. La descripción de objetos y de costumbres, y su ubicación espacial y temporal reflejaban una manera de clasificar “entidades” definidas en sus características formales pero carentes de contenido. El interés hacia la interioridad será uno de los ejes que presidirá la transformación del concepto de cultura, lo que en antropología cultural vendrá de la mano de Boas en Norteamérica, y de Malinowski en Gran Bretaña.
Frente al universalismo imperante de finales del siglo xix, Boas propone el estudio de las culturas particulares. Insiste en que los artefactos sean agrupados no por la categoría del momento histórico de invención, sino por unidad sociocultural bajo el supuesto de que el arte y el estilo de vida de un pueblo solo pueden ser comprendidos mediante el análisis de sus producciones consideradas en su conjunto. Cada cultura es, para Boas, “un universo separado de ideas y costumbres compartidas”. Por su parte, Malinowski protagonizará el desarrollo del funcionalismo que se expande a partir de la Antropología Social británica. La cultura es considerada como un universo limitado de ideas y costumbres compartidas, y la sociedad es entendida como un universo limitado de estructuras sociales que se auto-reproducen. La sociedad y la cultura ligada a ella aparecen como una unidad supraorgánica. Esta propuesta estará enmarcada por una noción radical de la diversidad cultural. Para Malinowski las relaciones entre los elementos es la clave de su explicación, lo que implica que cada una de las instituciones sociales y sus características definitorias pueden ser entendidas por la funcionalidad que llevan a cabo en el conjunto. Esto significa que dentro de cada cultura habrá una coherencia interna. Para llegar a ella, sin embargo, será necesario un largo trabajo de campo; es decir, el antropólogo deberá “encerrarse” en la cultura que estudiará y éstas deberán estar lo más aisladas posibles. En síntesis, la comprensión de la diversidad cultural en que se centra la antropología en los inicios del siglo xx estará basada en la presentación de culturas entendidas como compartimentos aislados, con características compartidas por sus miembros [Fernández de Rota, 2005], en el marco de una noción estática.
La arqueología, al igual que la antropología, tendía a tratar con “totalidades” lo que se veía reflejado en la necesidad de identificar pueblos y culturas en el registro material. Para Montelius, quien había refinado el sistema de clasificación y de tipología de artefactos desarrollada en el siglo xix, la variación de la cultura material a través del tiempo permitía establecer una serie de periodos. Kossinna en cambio, enfatizaba la distribución geográfica de los tipos de artefactos. La fusión de estas dos escuelas de pensamiento derivó en el paradigma histórico-cultural, que posibilitaba que las entidades conocidas como culturas fueran definidas sobre la base de la organización de conjuntos artefactuales [Thomas, 2004: 111]. Esto implicaba que los patrones de variación espacial y temporal de los restos materiales correspondían a diferentes modos de vida, lo que resultaba en entidades llamadas “culturas” arqueológicas. Estas culturas arqueológicas eran equivalentes a pueblos específicos, grupos étnicos, tribus y/o razas.
Esta aproximación partía de una conceptualización normativa de la cultura –fuertemente influenciada por el trabajo de Boas-, la cual implica que dentro de un grupo dado las creencias y las prácticas culturales tienden a conformar normas conceptuales o reglas de conducta prescriptas. En este sentido, se presentaba a la cultura como formada por un conjunto de ideas y creencias que eran mantenidas dentro del grupo gracias a la interacción regular de sus miembros. Asimismo, la transmisión de las normas culturales a las generaciones siguientes se daba a través de procesos de socialización lo cual resultaba en una tradición cultural continua. Dentro de este marco, cualquier cambio en la distribución de la cultura material se interpretaba en función del grado de interacción entre individuos o grupos: a mayor homogeneidad, contactos más regulares; a mayor discontinuidad, mayor distancia social y/o física. Los cambios graduales en la cultura material respondían a cambios internos en las normas culturales prescritas; mientras que los cambios rápidos eran explicados a partir de influencias externas tales como difusión, migración o conquista [Jones, 2007: 45].
Ahora bien, al organizar los materiales en tiempo y espacio e identificarlos como culturas, se estaban empleando un conjunto de supuestos modernos. En primer lugar, el sistema de clasificación descansaba en la noción de que los seres humanos elaboraban y perfeccionaban su tecnología a lo largo del tiempo por medio del intelecto. En otras palabras, el desarrollo de la cultura material a través del tiempo reflejaba el surgimiento gradual de la racionalidad humana, y por lo tanto respondía al mismo proceso por el cual Hobbes y Locke habían imaginado a la sociedad civil emergiendo del estado de naturaleza [Thomas, 2004: 111]. Pero también la cultura material expresaba el carácter esencial de un pueblo, es decir, sus ideas, creencias y normas compartidas permitían identificar a un pueblo. La relación uniforme entre identidad étnica, fronteras políticas y expresión cultural, que se había dado con los estados-nación europeos, estaba siendo impuesta al pasado.
A pesar de que la arqueología siguió rumbos distintos en diferentes regiones y países, esta aproximación histórico-cultural –que reconoce a Gordon Childe como uno de sus máximos exponentes- ha sido el marco dominante en todo el mundo durante el siglo xx. Si bien ha sido eclipsada por otras propuestas teóricas -concretamente, la Arqueología Procesual y Postprocesual-, aún retiene mucho de su influencia, ya que éstas siguen dependiendo de la evidencia material, misma que es descripta y clasificada sobre la base de una epistemología esencialmente histórico-cultural. 15
En los años sesenta y setenta se produce un cambio fundamental en los planteamientos antropológicos. En primer lugar, queda claro que las culturas no forman unidades aisladas: la interacción de los grupos humanos, en mayor o menor escala, se manifiesta en todas partes. De este modo, parece haber un giro en las preocupaciones que van desde la cuestión propiamente cultural hacia la interacción y la organización social. Edmund Leach sostiene que toda sociedad real es un proceso en el tiempo. Por lo tanto, lo que es perenne e inevitable es el cambio interno, pero además, la realidad social nunca forma un todo coherente, sino que es por naturaleza fragmentaria e inconsistente. En su obra Sistemas políticos de Alta Birmania, de 1954, observa que las nociones culturales compartidas no tienen un significado único en los dos sistemas políticos que enmarcan el continuo cambio de los sistemas de identidad grupal. Para Leach, la organización social es más fundamental que la cultural en el campo de la identidad colectiva [Fernández de Rota, 2005: 46-47]. De este modo, la unidad identitaria, que a partir de los años sesenta empieza a ser reemplazada por el término “etnicidad”, no se apoya en la existencia de una cultura compartida.
Este tipo de planteamientos se condensarán en la obra Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de la diferencia cultural de Fredrik Barth, publicada en 1969. La propuesta de Barth implica mirar la identidad étnica como una característica de la acción social más que como una expresión de la cultura. Desde esta perspectiva, “el foco de la investigación es el límite étnico que define al grupo y no el contenido cultural que encierra” [Barth, 1976 (1969): 17]. Poner la atención en los límites implica reconocer que los grupos étnicos no existen en aislamiento sino que se producen y reproducen a través de la interacción social y dentro de circunstancias históricas concretas, lo que indica que las identidades son más situacionales que esenciales.
De acuerdo a Barth, los grupos étnicos son categorías de adscripción e identificación utilizadas por los actores mismos [ibid.: 10-11]. Tales categorías están involucradas en la construcción de fronteras y en la interrelación entre grupos, y por lo tanto son absolutamente dinámicas y contextuales. En este sentido, no podemos suponer una relación uno a uno entre unidades étnicas y similitudes-diferencias culturales. Los rasgos característicos no son un conjunto de diferencias objetivas sino solamente “aquellos que los actores mismos consideran significativas […] algunos rasgos culturales son utilizados por los actores como señales y emblemas de diferencia, otros son pasados por alto, y en algunas relaciones, diferencias radicales son desdeñadas y negadas” [ibid.: 15]. El acento en el carácter subjetivo de la identidad étnica implica que ésta no puede ser definida sobre la base de similitudes y diferencias señaladas por el investigador sino desde las categorías de adscripción e identificación de los actores mismos. Esta propuesta contrasta con el concepto tradicional de cultura como entidad discreta e internamente homogénea. En otras palabras, la etnicidad, entendida como la auto-identificación de un grupo, es una cuestión analíticamente distinta a la idea, uso y abuso de las ‘culturas’ arqueológicas.
El giro de los años sesenta en el estudio de la identidad supuso desplazar la atención del polo cultural al polo de las dinámicas sociales que organizaban la cultura. De este modo, la visión esencialista o primordialista que consideraba que la identidad étnica era el resultado de la búsqueda de sus raíces, lo que a su vez era manifestado a través de los rasgos culturales, fue reemplazada por una visión instrumentalista siendo ésta la aproximación dominante en los años setenta y ochenta. De acuerdo a esta postura, los grupos étnicos resultaban de la búsqueda de intereses comunes, por lo que se enfatizaban las dimensiones políticas y económicas de la etnicidad. En este sentido, se dio un quiebre entre cultura y etnicidad, de modo que los estudios se comenzaron a centrar en los aspectos organizacionales de la segunda, mientras que se daban por sentado las diferencias culturales sobre las cuales aquella se basaba. Así, mientras la identidad era considerada como una herramienta que permitía generar sentimientos de adhesión que fortalecieran al grupo, la cultura era reducida a un conjunto de símbolos manipulados en virtud de los intereses del grupo.
En arqueología, la década del sesenta significó también un giro teórico importante, el cual partía, principalmente, del rechazo al enfoque normativo y particularista de la escuela histórico-cultural. Sin embargo, este cambio, representado por la Arqueología Procesual, no siguió el camino de la antropología sino que buscó el apoyo de los enfoques materialistas como la ecología cultural, el marxismo o la teoría de sistemas. Preocupada por las relaciones socio-económicas –estrategias de subsistencia, patrón de asentamiento, etc.-, la arqueología procesual considera a la sociedad como un sistema dinámico compuesto por subsistemas funcionalmente integrados, y entiende a la cultura como un sistema extrasomático de adaptación al medio. Para este enfoque, la gente queda relegada a un segundo plano bajo el supuesto de que siempre ha sido igual; en otras palabras, la gente del pasado sentía, vivía y experimentaba el mundo de la misma manera en que lo hacemos nosotros. 16 Hacia finales de los años ochenta las corrientes posprocesuales comenzaron a marcar la diferencia.
En la antropología actual se busca entender a la cultura no tanto en términos de lo que es compartido sino en términos de organización de la diversidad. En este sentido, se enfatizan las frecuentes oposiciones, contestación, tensiones, resistencias, estrategias de poder, etc. que forman parte intrínseca de la vida cultural. Así reformulada, la cultura cobra un papel de co-protagonista en la organización de la identidad [Fernández de Rota, 2005]. Es así que numerosos antropólogos han asumido como tema de investigación la construcción de las identidades nacionales y el rol del estado en la creación y sostenimiento de las identidades étnicas. De igual modo, ha habido un creciente interés en los efectos culturales del proceso de nation-building, y en su empeño de construcción de mitos históricos y culturales de continuidad y homogeneidad. En este sentido, se analiza la manera en que los sentimientos de pertenencia compartidos canalizan una visión del mundo que aparece como legitimadora de la experiencia y de la memoria colectiva. Se trata entonces de una concepción constructivista de la identidad, la cual ha ido paulatinamente dominando el panorama sobre estos temas.
Es especialmente desde esta perspectiva que se sostiene que la etnicidad es producto de la construcción de la nación y no su precursor [Verdery, 1993 en Fernández de Rota, 2005: 59]. La formación estatal aparece así como el contexto más destacado dentro del cual se produce la etnicidad, al ser la arena en la que varios grupos establecen y luchan sobre convenciones sociales, defienden su legitimidad y fijan relaciones intergrupales. Los nacionalismos y la etnicidad son, desde esta perspectiva, el resultado de programas de construcción de mitos de homogeneidad que paradójicamente parecen estar fuera de la realidad de heterogeneidad que caracteriza a toda nación [ibid.]. En este contexto, el papel de la arqueología ha sido clave.
Algunos autores ubican los primeros rasgos de etnicidad concretamente durante el periodo colonial al clasificar como separadas a las poblaciones colonizadas [v. MacEachern, 1998; de Heusch, 2000; Jones, 1996; entre otros]. Otros en cambio, sostienen que podría hablarse de etnicidad en el contexto de las primeras sociedades estatales. En esta línea, Shennan señala que los procesos de creación de la identidad étnica toman fuerza en situaciones en que formas pre-existentes de identidad –por ejemplo, el parentesco- fueron destruidas; y este hecho, según el autor, es visto generalmente como un factor clave en el origen de los estados. Fuera de las sociedades estatales y de sus esferas de influencia la formulación de intereses colectivos es un fenómeno mucho más situacional [v. Shennan, 1994: 14-17]. MacEachern tiene sus dudas acerca de que la etnicidad sea un mecanismo válido para las sociedades premodernas. Sostiene que la construcción de unidades étnicas no es un acto intrínseco de la cultura humana sino que es una creación ideológica concientemente armada, cuyo origen se encuentra en las relaciones de dominación de unos pueblos por otros más poderosos, y eso ocurre durante el colonialismo europeo [MacEachern 1998: 9]. Para Gellner, la etnicidad es un fenómeno que comienza a darse recién con el comienzo de las sociedades industrializadas [Gellner, 1988].
Ciertamente, fuera de la era de los nacionalismos, es posible hablar de formas muy diferentes de identificación colectiva; no obstante la etnicidad representa, para muchos instrumentalistas y constructivistas, un capítulo aparte. La etnicidad supone la afirmación de una homogeneidad de rasgos compartidos por un colectivo, sean éstos raciales, lingüísticos o culturales. Y esta exigencia de homogeneidad a lo largo del tiempo es el tipo de identidad que ha sido potenciado por los estados-nación [Fernández de Rota, 2005: 60].
El hecho es que si, como afirman muchos especialistas, la arqueología nace como disciplina a la par y a raíz de los nacionalismos, y si éstos abogaban por la existencia de unidades culturales discretas e internamente homogéneas enraizadas –y legitimadas- en una edad de oro pretérita, es lógico suponer (o incluso admitir) que el fundamento y meta de la arqueología haya sido justamente el des-cubrimiento de tales entidades. En efecto, la identificación étnica ha sido, explícita o implícitamente, la tendencia de la arqueología en su búsqueda por conocer a los grupos cuyos restos materiales estudia. Tal tendencia ha estado basada en el criterio de “totalidades”, es decir, en la existencia de entidades o categorías discretas de gente, lo que iba en consonancia con la búsqueda de homogeneización y de la “formación de subdivisiones étnicas compactas” de los estados-nación.
Sin embargo, desde los años sesenta en adelante las posiciones han sido más críticas, lo que puede verse claramente en el desarrollo de los enfoques instrumentalista y constructivista. A partir de ello vemos que, lejos de ser algo estático, continuo y homogéneo, la etnicidad es un fenómeno mucho más complejo, dinámico y contestado, que debe ser analizado en su propio contexto histórico. De acuerdo a Meskell [2002], los trabajos arqueológicos más convincentes sobre etnicidad vienen justamente de contextos históricos y etnohistóricos. El riesgo que acarrean los estudios sobre identidad étnica en arqueología es la extrapolación al pasado de los problemas actuales sobre origen, legitimidad, propiedad y derechos, especialmente si están vinculados con territorialidad. Este enredo, dice Meskell, ha señalado a la etnicidad como “un vector peligroso de diferencia” [Meskell, 2002: 287]. En los últimos años, algunos investigadores se han desplazado desde el tema de la etnicidad hacia la arqueología de las comunidades [Canuto y Yaeger, 2000], como una perspectiva más localizada de identidad. De igual modo, se ha enfatizado el estudio de otras categorías identitarias como la edad y el género.
En síntesis, queda claro que en arqueología no podemos trasladar nuestra percepción de la realidad, nuestras categorías para ordenarla y entenderla hacia un pasado remoto y distinto (a menos que trabajemos en arqueología industrial o histórica). Las reconstrucciones del pasado, lejos de ser objetivas, neutrales y desprovistas de valor, son construcciones cargadas con ideologías y emociones. Por esa razón la arqueología se vio en la necesidad de convertirse en una disciplina autorreflexiva, lo que ha llevado a la deconstrucción de sus enunciados fundamentales con el fin de evaluar en qué consiste y qué pautas rigen la construcción de las identidades. De este modo se podrá establecer un marco adecuado para poder interpretar las poblaciones humanas que nos precedieron. El estudio de las identidades requiere entonces tomar una visión mucho más compleja del fenómeno.
Arqueología de las identidades
La identidad refiere a las formas en que los individuos y los grupos se distinguen de otros individuos y grupos sobre la base de la percepción de las diferencias y similitudes –físicas, sociales, psicológicas, etc. En este sentido, la identidad opera a partir de dos mecanismos, lo que nos asemeja y lo que nos diferencia, y esto se da en el contexto de la interacción social y en un plano discursivo [Hernando, 2002]. Las identidades se construyen de manera múltiple ya que giran alrededor de múltiples prácticas las cuales están siempre en proceso. Hoy se admite que cada uno de nosotros tenemos diversas identidades sociales que están en constante negociación y que organizan nuestras relaciones con otros individuos y grupos dentro de nuestro mundo social. Meskell [2001] sostiene que la formación de la identidad opera en dos niveles. El nivel social, en el cual las identidades son definidas por asociaciones formales; y al nivel individual, donde una persona experimenta muchos aspectos de la identidad dentro de una sola subjetividad a lo largo de su trayectoria de vida. El nivel individual es más contingente e inmediato y opera a frecuencias mayores, mientras que las categorías sociales toman más tiempo en reformularse. Tanto el nivel individual como el social operan de una manera recursiva.
Ahora bien, debemos considerar que las identidades no siempre ni en todo contexto pueden ser escogidas –como en la secular democracia occidental- sino que suelen más bien ser adscriptas y por tanto relacionales. Así, es posible que las mismas categorías identitarias que reconocemos en sociedades actuales hayan existido en el pasado, tal es el caso por ejemplo, del género, la edad, o el parentesco. Sin embargo, la manera en que éstas se manifestaron, reprodujeron o resignificaron pudieron variar enormemente, siendo encubiertas o resaltadas, bienvenidas o rechazadas, reproducidas o transformadas. Es por ello que los estudios sobre identidad se interesan por las múltiples dimensiones de lo identitario y particularmente por los mecanismos sociales mediante los cuales los individuos y los grupos producen, reproducen y transforman sus identidades.
Esta claro que en cuestiones de identidad la norma es la variedad más que la uniformidad, lo que nos lleva a la necesidad de deconstruir las rígidas taxonomías occidentales dentro de las cuales tendemos a ubicar a la gente del pasado. Solo a través de la revisión de aquellos dominios que vemos como naturales o prediscursivos podremos aproximarnos a una arqueología de la diferencia [Meskell, 2001]. Las categorías identitarias son parte de sistemas simbólicos y solo pueden ser entendidos en relación a las prácticas y contextos culturales específicos. En este sentido, hay una dimensión ética que debemos tener en cuenta cuando exploramos la arqueología de las identidades. La solución está lejos de ser universal. Más bien, la arqueología de las identidades debe trabajar caso por caso, a partir de una deconstrucción y reconstrucción ontológica y dentro de un marco hermenéutico [Insoll, 2007]. Esto no quiere decir, por ejemplo, que nuestros cuerpos solo estén constituidos socialmente, también la materia, la fisicalidad del cuerpo juega un papel importante, ya que es a partir del mismo que nos movemos en el espacio y nos relacionamos, nos identificamos y nos diferenciamos en nuestro mundo-de-la-vida.
La conceptualización del cuerpo ha probado ser un nexo importante para reconciliar tópicos como los imperativos biológicos, marcadores culturales, personificación y experiencia, diversidad diacrónica y diferencia social. Muchos de los primeros estudios partieron de las nociones foucaltianas acerca de la inscripción corporal, es decir, la marcación literal de la sociedad sobre el cuerpo del individuo. De este modo, los pares básicos izquierdo/derecho, adelante/atrás, arriba/abajo, etc, sirven como conceptos que permiten ordenar el mundo social. Posteriormente, las filosofías corporales y feministas llevaron a una lectura más contextual de la personificación, tanto individual como cultural. Actualmente se considera que la identidad y la experiencia están profundamente implicadas y fundamentadas en la materialidad del cuerpo [Meskell, 2001]. En este sentido, la identidad es irreducible, es decir, no puede ser explicada fuera de la experiencia corporal, de la agencia y del discurso político. Esto significa a su vez que la experiencia compartida en el mundo físico concreto, en el entorno en que se vive, forma parte también del proceso de construcción identitaria, tema al que volveré en el apartado sobre arqueología del paisaje.
Si bien hay maleabilidad social en la construcción de la identidad corporal, también hay una fijación material que enmarca al individuo y que lo identifica [Meskell, 2001: 192-193]. La materialización del cuerpo toma entonces la forma de una reiteración de normas culturales, sociales o identitarias, que mediante el discurso y el poder facilitan o restringen la manera en que el cuerpo se nos revela [Fowler, 2004; Thomas, 2007]. En este sentido, los cuerpos son producidos por lo individuos a través de prácticas sociales que implican patrones de acción e interacción, y son asimismo monitoreados públicamente mediante la apariencia física como el tatuaje, la escarificación, la pintura, el ayuno, o los patrones diarios de trabajo. La forma en que se conceptualiza el cuerpo está profundamente relacionada a la noción de persona y a la agencia, temas que trataré en el apartado respectivo.
En términos de identidad, el cuerpo se expresa y se fija de acuerdo a la manera de concebir la sexualidad y el género, la edad y los ciclos de vida, el parentesco y la genealogía, entre otras muchas formas de identificarse. Los valores relativos a la sexualidad son, al igual que aquellos asignados a la materialidad del cuerpo y a las distintas etapas durante el ciclo de vida, una construcción histórica y social. El sexo reúne una multitud de posibilidades biológicas y físicas diferentes, tales como identidad de género, diferencias corporales, capacidades reproductivas, necesidades, deseos y fantasías. Estas categorías no necesariamente están juntas. El género no es un fenómeno natural o biológico y mucho menos universal. Por el contrario, los individuos construyen género a través de las prácticas discursivas diarias, es decir, el género es un proceso de hacerse, más que de ser y por lo tanto es relevante debido a sus ramificaciones sociales, políticas y económicas [Meskell, 2001: 196]. Por su parte, los estudios de edad han estado referidos por mucho tiempo a la niñez o a la ancianidad, aunque están siendo reemplazados por una lectura más matizada de los ciclos de vida. El análisis de los ciclos de vida permite aproximarse más a las realidades de la experiencia social de los grupos en cuestión y evita caer en las categorizaciones teleológicas del mundo occidental. En los ciclos de vida está implicada la conformación de grupos de identidad y de prácticas sociales de vital importancia como son los grupos de iniciación, las sociedades secretas, etc.
De manera similar, la cuestión del parentesco no puede ser reducida simplemente al aspecto biológico ya que la dimensión cultural en la que se dan los términos y las prácticas varían ampliamente de sociedad en sociedad. En el antiguo Egipto, por ejemplo, el sistema de parentesco incorporaba a grupos de la nobleza que no tenían relaciones de sangre [Meskell, 2001: 202]. Entre los actuales pápago que habitan el norte de México, en cambio, es tan importante reconstruir su genealogía como establecer vínculos con sus antepasados al reinventar constantemente sus tradiciones 17 [Salas Quintanal, 2004]. Incluso nuestras propias nociones de parentesco están siendo desafiadas por dos poderosos dominios: las nuevas tecnologías de reproducción y los cambios en las relaciones de género y sexualidad.
Finalmente, vemos que el desplazamiento de la etnicidad a las identidades como tema de estudio implicó un cambio de escala.
Cuestión de escala
El tipo de identidad que se buscaba o que se creía necesario recuperar, era aquella que representara al conjunto compartido de normas y valores, y a partir del cual el individuo podía identificarse, esto es, la identidad de un pueblo, la identidad étnica. Dentro de esta unidad, la ‘sociedad’ aparecía como esencial para la humanidad ya que era la existencia del grupo social la que determinaba la conducta de sus miembros. La sociedad parecía tener así, una existencia que no solo se extendía más allá de la vida de los agentes individuales, sino que existía fuera del agente que actuaba sobre ella. Desde esta perspectiva la cultura estaba socialmente determinada. A partir de la década del sesenta comenzó a haber una crítica activa respecto a la visión de la sociedad como un sistema cerrado, resistente al cambio y estructurado por una jerarquía arraigada en el poder, y empezó a prevalecer la idea de que las poblaciones humanas, más que una totalidad cohesiva, eran una multiplicidad de grupos, organizaciones y colectividades entrelazadas. Después de los años setenta, la discusión de estos tópicos derivó en el debate estructura-agencia.
En arqueología las cosas tomaron un poco más de tiempo. Aquí también se cuestionó que la sociedad fuera considerada como una entidad estática y se criticó la tendencia de tratar la variabilidad cultural como representativa de las normas conductuales las cuales, se decía, estaban socialmente determinadas. Sin embargo, no se cuestionó a la sociedad como categoría de análisis. Así, la Nueva Arqueología, que surge en la década del sesenta, lo que hizo fue distinguir al estilo, como una forma de hacer las cosas, de la función, como aquello para lo cual la cosa está hecha, dando prioridad explicativa a la segunda. Con ello la sociedad era considerada como un sistema dinámico compuesto por subsistemas funcionalmente integrados. De este modo, el sistema social en un medioambiente particular y con sus propios mecanismos internos, seguía siendo la principal unidad de análisis [Barrett 2001: 146]. Años más tarde, precisamente en 1982, Ian Hodder publica Symbolic and Structural Archaeology en cuya introducción critica duramente al funcionalismo ecológico de la Nueva Arqueología. Entre sus críticas cuestiona la separación que se había introducido entre función y cultura, y con ello la falta de énfasis en la creatividad individual y la intencionalidad 18 [Thomas, 2007: 215]. A partir de ello se comienza a abogar por la introducción del individuo dentro de la teoría social.
Ciertamente, las reflexiones acerca de los límites y posibilidades que tienen los individuos dentro de la sociedad han estado a la vanguardia del pensamiento filosófico durante siglos. Sin embargo, no es sino hasta la última parte del siglo xx cuando empieza a darse en las ciencias sociales un giro en la unidad de análisis. A partir de entonces el interés por la relación entre estructura y agencia, sociedad e individuo, ha pasado a ocupar una posición central en muchas de las investigaciones llevadas a cabo en las ciencias sociales [Dornan, 2002].
2. Agencia
El nacimiento de las teorías de agencia ha reflejado el deseo de contrarrestar los modelos deterministas o sobre-socializados de la acción humana al reconocer que la gente actúa y altera el mundo externo a través de sus acciones. El argumento básico de las teorías de agencia es que las personas no son autómatas que reaccionan simplemente a los cambios del mundo externo, sino por el contrario, las personas desempeñan un papel en la formación de las realidades sociales en las cuales ellos mismos participan. De este modo, las teorías de agencia se centran tanto en el impacto del sistema sobre la práctica como en el impacto de la práctica sobre el sistema [Dornan, 2002], y mueven el foco del cambio social desde los macro-procesos del sistema hacia las acciones de los agentes.
La historia de la agencia y la agencia de la historia
Cuestiones acerca de la persona, la voluntad, la auto-determinación y la naturaleza de la conciencia y del razonamiento pueden trazarse desde la filosofía griega. Tambien fueron temas centrales durante el siglo xviii a través de los escritos de John Locke, David Hume, Jacques Rousseau, Adam Smith, y durante el siglo xix en escritos como los de John Stuart Mill quien tuvo a bien articular las teorías centradas en el individuo y en la idea de la libre voluntad, la opción y la intencionalidad [Dobres y Robb, 2000]. Desde comienzos del siglo xx, fueron las teorías normativistas y funcionalistas, definidas especialmente por Durkheim y Parson respectivamente, las que dominaron las discusiones sociológicas acerca de la agencia durante la mayor parte del siglo pasado [Ibid.]. No fue sino hasta los años ochenta que los antropólogos comenzaron a repensar estos conceptos, y lo hicieron fundamentalmente a partir de la lectura de dos investigadores sociales: Bourdieu y la Teoría de la Práctica por un lado, y Giddens y la Teoría de la Estructuración por otro. Ambos delinean la relación dialéctica entre el agente -individuo limitado pero no determinado que puede alterar las estructuras a través de la práctica-, y la estructura -escenarios y condiciones más extensas y perdurables que resultan de las relaciones entre individuos [Dornan, 2002: 305].
El concepto central de Bourdieu es el habitus, un esquema de disposiciones inconscientemente internalizadas. Estas disposiciones determinan cómo percibimos y actuamos en el mundo, y son estructuradas y estructurantes con relación a los sistemas externos [1991 (1980)]. En otras palabras, el habitus implica un proceso de socialización en el que las nuevas experiencias son estructuradas de acuerdo a estructuras creadas de experiencias más tempranas. El habitus está, de acuerdo a Bourdieu, enteramente determinado por las experiencias, es decir, por las diferentes condiciones sociales que le toca experimentar a un individuo a lo largo de su vida. Al decir esto parecería dejar de lado la intencionalidad consciente del agente para modificar el status quo [Dornan, 2002]. En cambio, define el habitus como un sistema socialmente constituido de estructuras cognitivas y motivacionales en el que se definen, de manera inconsciente e involuntaria, los intereses de los agentes. En la medida que éstas son asimiladas por el sujeto, el habitus es cambiante y no estático. La naturaleza real de las desigualdades estructurales existentes está, según el autor, fuera del alcance de la conciencia, y por lo tanto no pueden ser tocadas por un acto voluntario y deliberado [ibid.]. Esta subestimación de la intencionalidad consciente del agente ha sido criticada por numerosos investigadores, no obstante la Teoría de la Práctica y el concepto de habitus han sido un parteaguas en las ciencias sociales por su enorme contribución y sigue siendo aplicada en numerosas investigaciones dentro de las disciplinas sociales.
Del mismo modo, muchos investigadores han sido atraídos por la Teoría de Estructuración de Giddens [1995 (1984)]. Esta teoría emplea el continuum tiempo-espacio como un marco dentro del cual pueden observarse las acciones estructuradas de los agentes humanos reproduciendo las formas institucionalizadas del sistema social. Según este enfoque, toda acción humana es llevada a cabo por agentes concientes que construyen el mundo social a través de su acción y al mismo tiempo tales acciones están condicionadas o restringidas por el mundo social creado por ellos. Giddens, a diferencia de Bourdieu, no ve a la acción individual como determinada por estructuras inconscientemente internalizadas. En cambio, sostiene que las prácticas sociales son mutables y que en cada instancia de la práctica hay lugar para la creatividad y la innovación. Asimismo, cree que cada individuo sabe cómo actuar dado que tiene “conciencia práctica”, es decir que tiene un conocimiento no-discursivo, pero conciente, de las instituciones sociales que le permite monitorear reflexivamente su conducta. Con esto, difiere de Bourdieu quien equipara el hábito con la acción inconsciente. Más que decir que las prácticas son producidas por el habitus que esta determinado por las experiencias previas, Giddens sostiene que las estructuras solo existen a partir de la conducta reproducida de los actores con intenciones e intereses definidos. En otras palabras, los individuos son potencialmente activos en la estructuración del mundo dentro del cual ellos funcionan. Sin embargo, si bien considera la intencionalidad de la práctica, esto es, la capacidad de los agentes para hacer y modificar las cosas, no incluye los aspectos desordenados y emotivos de la intencionalidad humana. A pesar de ello, la Teoría de la Estructuración ha actuado como la base fundacional de las teorías de agencia más recientes [Dornan, 2002].
En la arqueología contemporánea, la cuestión de la agencia ha pasado a ser uno de los temas que más resuenan desde los diversos enfoques teóricos. De hecho, se ha cuestionado el interés del mismo al plantear que “la agencia es crucial en el pasado porque es significativa en el presente” [Moore, 2000: 261], algo a lo que la arqueología feminista ha contribuido considerablemente [v. Gero, 2000]. Ciertamente, uno de los primeros planteamientos relativos a la importancia de la agencia se dio a través de los estudios de género, en la década del setenta. Por aquella época, la Nueva Arqueología, que proclamaba que la disciplina debía estar basada explícitamente en la teoría antropológica –señalado por Binford en su articulo Archaeology as Anthropology publicado en 1962-, había relegado al agente a una especie de caja negra o a una carencia de importancia explicativa [Dobres y Robb, 2000]. Por teoría antropológica parecían entender al evolucionismo social combinado con conceptos de la adaptación ecológica, sobreestimando al sistema en detrimento del agente. Así, mientras la cultura era conceptualizada como un sistema auto-regulado e internamente integrado, los individuos eran considerados como las partes constitutivas más pequeñas de sistemas mayores los cuales tenían su propia dinámica y seguían su propia lógica, y a lo que los individuos no podían influenciar [Knapp y van Dommelen, 2008]. Aquellos arqueólogos que se interesaron por los roles sociales de los individuos tendían a asumir la existencia de actores políticos motivados por una ambición común de poder, la idea del actor racional (ver más adelante).
En los años 80, comenzó a tomar forma un interés explícito en el tema de la agencia desde diversos enfoques teóricos (entre ellos, marxistas, estructuralistas, arqueólogos simbólicos y feministas). De acuerdo a Dobres y Robb [2000], entre los años 80 y 90, el interés por la agencia se centró en cuatro líneas. La primera refería al género, especialmente a las dinámicas en las que se constituía el género en la antigüedad, así como a aquellos aspectos relativos a la naturaleza, generalmente androcéntrica, de la práctica arqueológica. Una segunda línea de debate concernía a la variación de la cultura material, en particular, a la cuestión del estilo. Así, lo que había sido por décadas explicado desde argumentos relativos a la forma-función, comenzó a girar hacia aspectos que tenían que ver con el contexto de la práctica. En otras palabras, la variabilidad en la cultura material podía responder no solo al contexto sino también a la “persona” social. En tercer lugar, hubo arqueólogos que comenzaron a conectar la agencia y la cultura material mediante otros puentes teóricos, especialmente a través de la fenomenología y de la teoría de estructuración de Giddens. Estos enfoques permitían centrarse en la construcción social de las subjetividades del actor dentro de un ambiente construido. Finalmente, otra línea se orientó hacia los estudios de la desigualdad social centrándose en las estrategias de poder y prestigio que llevarían al cambio social a gran escala. Un ejemplo clásico ha sido el del forrajero quien, compitiendo por un status personal, había adoptado las prácticas agrícolas [v. Ibid. 2000: 8].
En términos generales, las teorías de agencia proponen que ni los individuos sociales ni la totalidad social pueden ser explicados sin analizar los vínculos entre ellos. Es decir, hay una relación recursiva y dinámica entre estructura y agencia en donde la acción humana crea y reproduce la estructura. Sin embargo, uno de los principales problemas en la aplicación de las teorías de agencia a la arqueología ha sido la falta de consistencia en la definición tanto de estructura como de agencia. En muchos casos se asume que agencia refiere a la acción del agente, lo que lleva a ubicar la unidad de análisis al plano del individuo, mientras que estructura se lo asocia con sociedad. En estos términos, se asume que estructura y agencia son entidades diferentes y opuestas, pero sobre todo entidades absolutas y con límites definidos 19 [Gillespie, 2001; Thomas, 2007]. De este modo, se traslada al pasado el dualismo entre individuos y sociedad, y con ello la noción humanista de un sujeto personificado que existe antes de su incorporación al campo social [Thomas, 2007].
Para Dobres y Robb, habría un acuerdo general al decir que la agencia, más que la acción misma, es una “cualidad socialmente significativa de acción”. Esta afirmación, si bien útil, es lo suficientemente amplia como para interpretar a la agencia en términos muy generales –lo que termina por no aportar nada- o bien de manera demasiado ecléctica [Dobres y Robb, 2000]. Ciertamente, la noción de agencia ha sido definida de muy diversas formas al punto de que a veces se contradicen unas con otras. En esos casos es difícil escoger qué aspecto de la agencia es más relevante. De acuerdo a Dobres y Robb, entre los años 80 y 90, se ha tratado a la agencia como: la replicación de las estructuras cognitivas inconscientes; la reproducción social de las relaciones de poder a través de las acciones culturales; la resistencia o desafío de las estructuras de poder a través de la acción directa o indirecta, colectiva o individual; la constitución de la subjetividad individual a través de relaciones de poder difusas; la constitución del individuo como una entidad psicológica; la experiencia de la acción individual en la creación de su historia de vida; la imposición de forma sobre la cultura material vía la actividad creativa socialmente situada; un proceso de compromiso intersubjetivo con el mundo material y social; la creación de distinciones formales y sociales a través de la actividad expresiva; el desarrollo exitoso del conocimiento y las habilidades tecnológicas tanto discursivas como no discursivas; la estrategia llevada a cabo para lograr las metas propuestas de un actor racional; la estrategia llevada a cabo para lograr una meta de acuerdo con una idea culturalmente construida de personhood [Dobres y Robb, 2000: 9].
Siguiendo a estos autores, tendríamos dos opciones para tratar el problema de la agencia. Por un lado, seguir una “estrategia ecléctica”, lo que implicaría reconocer que la agencia opera de diferentes maneras y que, en una situación dada, la contradicción entre sus diferentes dimensiones es mucho más propia e interesante que la concordancia. Si bien es una postura que evita reducir el uso del término a unos pocos atributos, también es una estrategia que tiende a sobre generalizar su uso al punto de volverse poco explicativo y prácticamente inútil. Además por supuesto, de que puede resultar más una evasión del problema que una resolución del mismo. Otra alternativa sería, de acuerdo a los autores mencionados, hacer una definición más restringida de agencia que pudiera ser relevante a la cuestión particular bajo estudio. En este caso, si bien daría mayor utilidad explicativa al término, se corre el riesgo de reducir la noción de agencia a unas pocas cualidades pudiendo dejar de lado aquello que la hace útil, interesante y relevante para entender situaciones sociales reales [Dobres y Robb, 2000]. No hay, para los autores, una respuesta sencilla a cual de las opciones deberíamos seguir.
En términos generales podríamos decir que la agencia remite a la capacidad de actuar pero también a algún tipo de cambio o transformación como resultado de la acción. Es posiblemente en este sentido que se dice que la agencia es una “cualidad socialmente significativa de acción más que una mera acción” [Dobres y Robb, 2000: 8; Moore, 2000: 260]. El problema es que puede haber muchos agentes con capacidad de actuar cuyas acciones, en un contexto dado, no tengan ningún resultado significativo para el grupo. En otras palabras, la capacidad de actuar o la acción misma no siempre es “socialmente significativa” sino tan solo una mera acción. ¿Estamos entonces frente a un actor que no produce agencia? La respuesta dependerá de cómo entendamos el concepto de agencia. Y esto, más que definirlo por una lista de atributos es necesario revisarlo en el marco de la teoría. En este sentido, creo que el problema sigue siendo pensar a la agencia en términos opuestos a la estructura, es decir, hay agencia cuando hay alguna transformación en la estructura. 20 Pero además, la vinculación de agencia con agente tiende a producir actores sociales que siempre están eligiendo o actuando activamente cuando se enfrentan a nuevas situaciones, siendo así actores “perennemente sobre-activos o hiper-activos” [Moore, 2000: 260]. En realidad, la misma etiqueta “Teoría de la Agencia” lleva implícita la dicotomía frente a la estructura (de hecho, no podemos disolver una dicotomía si seguimos utilizando uno de los dos términos). En este sentido, el concepto de habitus ha sido muy útil. Aquí, el cambio es inmanente al habitus en la medida que experiencias nuevas se integran a experiencias anteriores produciendo siempre estructuras estructurantes y estructuradas de la experiencia; esto nos lleva a entender al habitus como un continuo hacerse.
En tal caso, es necesario considerar que la agencia se forma dentro de condiciones materiales e históricamente especificas por lo que no podemos pretender una definición trascendental y universal del concepto [Barrett, 2000]. De este modo, posiblemente la respuesta no pase por expresar todas las cualidades de la agencia o por elegir solo algunas de ellas, sino por entender la “acción” dentro de contextos ontológicos específicos. La acción, más que ser algo que se realiza bajo el pleno control de la conciencia, debe considerarse “como un nodo, un nudo y un conglomerado de muchos conjuntos sorprendentes de agencias” [Latour, 2008: 70]. Es por ello que uno de los principales cuestionamientos que se comenzaron a hacer en los estudios de agencia en la arqueología de los últimos años fue no tanto qué es la agencia, sino qué o quién es agente. 21
Esta preocupación surge cuando se empezó a observar que la mayor parte de los estudios de agencia en arqueología tendían a hablar en términos de las intenciones de los actores, lo que parecería asumir que la racionalidad pragmática era la motivación dominante y universal para la acción [Gillespie, 2001]. Esta noción no solo contradice a las teorías más recientes de agencia las cuales ven a los actores ya no como personas omniscientes, prácticas y con libre voluntad, sino como gente imperfecta y a menudo imprácticas; sino que descarta a la literatura etnográfica que demuestra la enorme variación que existe en conceptos tales como persona, si-mismo o motivación [ibid.]. Aquellas aplicaciones –la del actor racional y práctico- parten de un supuesto no cuestionado acerca del agente y, por extensión, de la agencia. En otras palabras, dan por sentado que existe una sola forma de ser humano: la nuestra, esto es, la de un individuo consciente de sí mismo, auto-contenido en el cuerpo y moralmente autónomo, capaz de actuar de manera pragmática y racional. No obstante, resulta anacrónico y etnocéntrico que esta concepción, característica de la sociedad occidental y moderna, sea aplicada al pasado distante. Más que darlo por sentado debemos reconocer que esta concepción, basada en la idea de una naturaleza fija y universal del ser humano, se origina en el humanismo filosófico, y está ligada a la noción de ser humano como “animal racional”, es decir, como una criatura “natural” a la que se le agregó algo más: la Razón. Bajo este razonamiento, si la humanidad es “dual”, y la naturaleza es universal y fija, lo que debe hacer la antropología entonces es indagar en las diversas manifestaciones culturales. El problema es que esta noción de individuo, más que una categoría analítica universal, es un tipo cultural y particular de persona que surge como parte del desarrollo de la modernidad. En efecto, un rasgo prominente de la tradición intelectual occidental ha sido mantener a humanos y no-humanos separados al construir un conjunto interrelacionado de dicotomías, cada una de las cuales corre a lo largo de diferentes ejes de oposición dualista. De este modo, la dicotomía entre humanidad y animalidad se dio a la par de otras tales como sujeto y objeto, persona y cosa, mente y cuerpo, intencionalidad e instinto, y sobre todo, cultura y naturaleza [Ingold, 2000: 41]. Estos dualismos jerárquicamente ordenados y surgidos de la metafísica cartesiana hace más de tres siglos, han tenido un potente impacto en la manera en que pensamos acerca de nosotros mismos en relación a animales, plantas, lugares y cosas no humanas. Para evitar tales dicotomías, abordaré el tema de la agencia desde un marco mucho más inclusivo y fundamentalmente como un elemento introductorio a la temática del paisaje, a tratar en el próximo apartado.
Entonces, para entender la agencia en sociedades tradicionales no occidentales o premodernas debemos suponer primero que ésta se basa en formas de ser –y de relacionarse- que difieren de la nuestra. Por lo tanto, para deslegitimar y desnaturalizar la individualidad como una forma universal de ser persona y a través de la cual se produce la agencia, creemos relevante indagar primero en la historia del pensamiento occidental con el fin de develar la manera en que se fue forjando la noción de persona y de humanidad.
La “persona” en Occidente
Durante el periodo medieval el termino “individuo” refería a la persona como un ser indivisible del mundo de Dios, lo que implicaba que podía ser permeada por las propiedades sagradas de los lugares; así, el contacto con ciertos rasgos invisibles del mundo, como los espíritus, podían afectar la mente o el alma de la persona. Ahora bien, mientras la filosofía clásica afirmaba que había aspectos oscuros y profundos del universo que debían ser develados, éstos, por lo general, no los ubicaba en el interior de la persona. En este sentido, la amplia adopción del Cristianismo en Europa marcó un cambio significativo. Si bien los griegos pensaban que era posible desviarse del camino de la sensatez y del auto-control, esta posibilidad no se basaba en una división entre el Bien y el Mal. Esta oposición es introducida por el Cristianismo, el cual a su vez enfatizaba la necesidad de recurrir a la voluntad para lograr el bien y la bondad. De acuerdo a la doctrina cristiana, los mortales estaban constantemente sujetos a la tentación por lo que era necesario ser examinados. Así, a través de la institución de la confesión, la cristiandad alentaba la objetivación y la verbalización de la trasgresión y el deseo: lo que estaba oculto dentro de la persona debía ser sacado a la luz y hacerse explícito 22 [Thomas, 2004:127].
Por su parte, la doctrina cristiana relativa a la “encarnación del Verbo”, afirmaba que la Sabiduría eterna había penetrado dentro del mundo y de la historia tornándose ser humano, es decir humanizándose, lo que daría un giro antropológico al pensamiento filosófico. Esta nueva dignidad del ser humano encontraría su expresión en la noción de persona, y al mismo tiempo acentuaba la importancia de la relación tanto externa o inter-humana, como interna o de intimidad [Garagalza, 2006:197]. Esta interioridad fue explícitamente teorizada por San Agustín, quien mantenía que los seres humanos viven en un mundo físico pero comparten con Dios la cualidad inmaterial, trascendental y eterna del alma. De este modo, los seres humanos tienen una existencia dual: el “hombre exterior”, caracterizado por tener un cuerpo, tal como los animales; y el “hombre interior”, relativo a la posesión de un alma y al que se puede acceder a través de la introspección [Thomas, 2004:128].
La interioridad agustiniana y la preocupación cristiana sobre la renuncia voluntaria al pecado contribuyeron a la identificación de los seres humanos como agentes morales. Esto fue elaborado al comienzo de la modernidad por dos movimientos opuestos: el Renacimiento y la Reforma Protestante. Esta última rechazaba al clero como el intermediario entre la persona laica y Dios. El principio sostenido por Lutero era que solo la escritura de la Biblia, y no la Iglesia, era la depositaria de las verdades de la fe. Por su parte, el movimiento renacentista se construía alrededor de la libre voluntad y la razón, por lo que otro aspecto de individualidad comenzaba a ser celebrado: la particularidad y la distintividad de la identidad personal [Thomas, 2004]. En este contexto, el impulso racionalista que animaba la secularización del texto sagrado partía del prejuicio dominante de la Ilustración, según la cual “los modernos son superiores a los antiguos y la razón es tanto más eficaz cuanto más autónoma, por lo que la tradición pierde, en fin, su valor” [Ferraris, 2005: 57].
Este reemplazo progresivo de la Fe y de Dios por la Razón y el Hombre puede situarse como la base del humanismo filosófico [Thomas, 2007; 2004]. En otras palabras, el surgimiento del individuo moderno estuvo profundamente conectado con el humanismo filosófico. Ser un individuo equivale a ser distinto y estar separado de otros individuos, pero al mismo tiempo significa que todos los individuos son diferentes de la misma manera. Así, la diferencia se construye sobre la similaridad, siendo esta distintividad universal. Esto implica que el humanismo es metafísico en tanto que parte del supuesto de que ciertas características de la humanidad son invariantes y trascendentales, por lo que sirven de base para cualquier discusión acerca de los seres humanos [Thomas, 2004].
Si bien el pensamiento humanista existía desde tiempos clásicos, fue dominando el pensamiento occidental a partir de la modernidad debido, en parte, al lugar primordial en que se colocó la humanidad dentro del modelo prevaleciente del universo. Los humanos dejaron de ser una criatura más entre la que habitaban el mundo y se convirtieron en el soporte sobre el cual se basa el orden del mundo. El orden teleológico del cosmos pasó a ser un orden racional y objetivo creado por la mente humana. De este modo, si el mundo estaba a disposición de la humanidad, y por lo tanto se convertía en “objeto”, la humanidad aparecía ahora como “sujeto” de una manera en la que nunca lo había sido 23 [Thomas, 2004; Latour, 2007]. Así considerada, la humanidad no solo se ubicaba en el centro del orden y del conocimiento, sino que enfatizaba su naturaleza fija y universal, lo que creó el imperativo de ser ella misma objeto de estudio. Este conjunto de ideas filosóficas, que tomaron forma en los comienzos de la modernidad, fueron claramente articuladas por René Descartes (1596-1650) quien se hizo a la tarea de interrogarse por el sí mismo.
Descartes veía que para llegar a la certeza del conocimiento había que dudar de todo incluyendo de su cuerpo y de su propia existencia en el mundo. Esto lo lleva a la conclusión de que él era una mente, una cosa pensante [res cogitas] porque su capacidad de pensar era lo único de lo cual no podía dudar, y porque dudar es ya una forma de pensar. Por lo tanto, al interrogante de si podía dudar de su cuerpo y de su existencia en el mundo, concluye que él podía existir sin ellos: “Yo soy una sustancia cuya esencia o naturaleza es solamente pensar, lo cual no requiere de ningún lugar, ni depende de ninguna cosa material para existir… el alma por lo que yo soy lo que soy –es enteramente distinta del cuerpo” [Descartes, 1988 en Willerslev, 2007: 14]. Descartes proponía entonces que la mente separaba a los seres humanos del resto del mundo natural. Esto implicaba que cada persona estaba compuesta de una parte física, caracterizada por su extensión espacial, y una parte incorpórea o metafísica, caracterizada por el pensamiento. La mente era donde se asentaba la razón, mientras que el cuerpo era el lugar físico en donde estaba la mente y el alma, la cual guardaba cierto valor espiritual. 24 El alma es puro pensamiento, una mente pensante que se rige por leyes lógicas que están impresas en la mente desde el nacimiento. La mente entonces, posee cualidades que los seres humanos comparten con Dios: libertad, voluntad, conciencia [Bordo, 1987 en Fowler, 2004: 12]. Ahora bien, para incrementar el conocimiento el individuo no solo debía estar dotado de razón sino que además debía poder usarla libremente; así, la libertad de elección iba a identificarse con la autonomía del individuo, y tanto la libre voluntad como la autonomía se convertirían en uno de los temas centrales de la filosofía moderna.
Esta noción de autonomía y de libertad tendría implicaciones epistemológicas en tanto que, desde Descartes en adelante, el problema del conocimiento comenzó a ser visto como la relación entre el sujeto y el objeto, es decir, entre el ser humano y la cosa material que ellos aprehenden. La separación radical que instituye Descartes entre mente y cuerpo se basa en el supuesto de que si el cuerpo es solamente una máquina biológica, ésta no puede pensar, y por lo tanto la cosa que piensa debe trascender el cuerpo. En otras palabras, nuestra experiencia del mundo se genera a través del aparato sensorial del cuerpo, pero la mente debe existir fuera del mundo físico y debe estar completamente formada antes de tener cualquier experiencia mundana [Olafson, 1995 en Thomas, 2004: 131]. Las impresiones sensoriales acumuladas en el mundo físico deben transferirse a un espacio separado de la mente; lo que implica, según esta lógica, que nuestras experiencias son transformadas en representaciones con el fin de hacerlas comprensibles. Si los datos sensoriales son acumulados, transformados y hechos comprensibles dentro de la mente, entonces las ideas aparecerían como contenidos de la mente [Ibid.]. De acuerdo a estas consideraciones, “la identidad individual de la persona estaba encapsulada en la mente más que en el cuerpo, e incluso la mente podía existir sin el cuerpo” [Thomas, 2004:131]. Así, la esencia de la humanidad está en la mente y no en el cuerpo, éste es simplemente un contenedor o un aparato ejecutante para la mente.
La noción elemental del cuerpo como contenedor de la mente y el alma, fue empalmada con la concepción mecánica del cuerpo y de sus propiedades internas propuesta por Thomas Hobbes -lo que iba a la par de la “física social” con la que explicaba a la sociedad. Este filósofo veía al cuerpo como una máquina completamente determinada por su estructura, es decir, por su composición física, su anatomía y su química. El determinismo mecánico de Hobbes reducía el carácter de la persona a algo biológicamente innato, gobernado por la materia y la forma del cuerpo. Con ello hacía tabla rasa de cualquier llamado a entidades sobrenaturales superiores a la autoridad civil [Latour, 2007: 40, la cursiva es mía]. Los atributos de la personalidad, que en el mundo medieval estaban estrechamente asociados a eventos o lugares impregnados de poderes espirituales, aparecían ahora, al igual que el ser, contenidos en el cuerpo, y dictados por un conjunto de necesidades que eran transmitidas a través del material genético. En otras palabras, las capacidades comenzaron a ser acreditadas solamente a la agencia humana. Así, en la medida que la persona se alienaba del mundo natural, de los eventos asociados a los lugares, y de afecciones o condiciones espirituales, se convertía en un ser cada vez más indivisible [Fowler, 2004]. El individuo era ahora concebido como una entidad separada del mundo: los sentidos, el cuerpo y el alma ya no dependían de eventos cosmológicos, sino que estaban sujetos a la voluntad del individuo. 25 Así, durante la Revolución Industrial, mientras la máquina como tecnología social parecía ser primordial para entender a la sociedad, ésta se daba a la par del desarrollo de la concepción mecánica del cuerpo. Finalmente, la teoría evolutiva de Darwin, publicada en 1859, llevó a una interpretación revolucionaria de los organismos dando pie al desarrollo de ideas sobre genética [Fowler, 2004: 105].
Ahora bien, si tomamos en cuenta que ser un individuo es un modo de existencia humana que ha prevalecido en Occidente durante los últimos quinientos o seiscientos años, también debemos considerar que individualismo refiere a un discurso que celebra y valora al individuo y como tal es un fenómeno mucho más reciente [Thomas, 2004]. Si bien la palabra fue utilizada por primera vez en Francia en el periodo inmediatamente posterior a la Revolución de 1789, el desarrollo del individualismo se dio a comienzos del siglo xix y estuvo conectado con el Romanticismo Alemán. A partir de entonces, la forma de individualidad celebrada por el individualismo ha cambiado a lo largo del tiempo, mientras que la tendencia de ver a la persona como una entidad indivisible y limitada en su cuerpo físico se ha ido equiparando con la idea de individualidad [Fowler, 2004:16]. Con el individualismo, entonces, se ha dado por sentado que todas las personas –entendidas como entidades únicas e indivisibles- son individuos –entendidos como seres libres y autónomos- que actúan por motivaciones propias, y por lo tanto que la persona como individuo es el motor para la agencia. Es por ello que en arqueología, bajo el argumento de que la individualidad era un rasgo universal de la condición humana, las primeras aplicaciones de la agencia derivaron en propuestas como la del “ bigman aggrandizer ”.
En síntesis, si la modernidad está caracterizada sobre todo por procesos generalizados de alienación, éstos están fundados en una noción particular de humanidad: la del ser en sí mismo, es decir, de un ser que empieza y acaba en la persona, tanto física como conceptualmente. De este modo, al asumir que el individuo autónomo existe antes de las relaciones de socialización y del lenguaje -con los cuales entablará una relación de sujeto/objeto-, tendemos a creer que nuestra capacidad de agencia es absoluta y libre, como si estuviéramos operando fuera de cualquier tipo de relaciones de poder. Sin embargo, veremos que ese “individuo autónomo” es una imagen ideal, una ficción cultural de la modernidad, que si bien puede dominar nuestra idea del cómo somos, no es algo estrictamente real. De igual modo, tampoco podemos negar la individualidad de la gente del pasado como si no tuvieran conciencia de sí mismos ni agencia reflexiva. Más bien debemos reconocer que estas cualidades no requieren que la persona sea indivisible o auto-contenida en un cuerpo para que estén presentes [Fowler, 2004]. En este sentido, la “conciencia del sí mismo” puede ser universal, pero el “concepto social de individuo” no lo es [Insoll, 2007].
Ser o No ser humanista: la modernidad cuestionada
Nadie es realmente un individuo.
Nadie tiene realmente una identidad consciente que precede su
corporalidad física, su lugar en el mundo, su existencia junto
a otros seres humanos, y la adquisición de un lenguaje y de
conceptos con los cuales piensa. En su crítica a la
modernidad, Latour sostiene que a menudo se define a ésta por
el humanismo, ya sea para saludar el nacimiento del hombre o para
anunciar su muerte. Sin embargo, dice Latour, esta misma definición
es moderna –y asimétrica- ya que olvida el nacimiento
conjunto de la “no humanidad”, el de las cosas, de los
objetos, de los animales, de los lugares, de los discursos y de los
dioses. La modernidad viene de la creación conjunta de esos
dominios, luego del ocultamiento de ese nacimiento conjunto y del
tratamiento por separado de los mismos [Latour, 2007: 33]. Es debido
a este “tratamiento por separado” al que estamos
acostumbrados, que el cuerpo humano es presentado, en primer lugar,
desde su naturaleza apriorística, es decir, universal y
compartida por toda la humanidad, mientras que “la cultura es
luego estampada en su superficie como un rasgo secundario”
[Thomas, 2007: 214]. De acuerdo a Thomas, el humanismo sigue
dominando nuestra comprensión del cuerpo humano al presentarlo
como compuesto por dominios ontológicos diferentes. Un claro
ejemplo de ello es la distinción hecha en la década del
60 y 70 por el movimiento feminista entre “sexo” y
“género”. Mientras el primero es la verdad
biológica acerca de la diferencia corporal, el segundo es
considerado como su interpretación cultural, y por lo tanto el
único que puede variar culturalmente. El problema es que
mientras la antropología siga universalizando la idea de que
la naturaleza del cuerpo esta fija en la biología, y de que el
carácter de su materialidad es incuestionable, seguirá
trasladando el dualismo mente/cuerpo a pueblos con formas diferentes
de entender el mundo [ Ibid. ].
En alusión a la versión cartesiana, Ingold comenta que
en sociedades cazadoras recolectoras es desde su condición de
personas enteras y no desde unas mentes sin cuerpo que los seres
humanos se comprometen unos con otros e incluso con seres no humanos.
Esto lo hacen desde su condición de seres en el mundo y no como mentes que, excluidas de una realidad dada,
encuentran un predicamento común acerca del sentido de aquella
[Ingold, 2000:47].
Tampoco se trata de ver al cuerpo como una construcción puramente social o puramente discursiva –nadie podrá decir que el cuerpo humano es inmaterial antes de ser nombrado, o inexistente antes de entrar en una relación social. Estos supuestos seguirían manteniendo la dicotomía ontológica que separa la materia del significado. Contrario a ello, Heidegger sostiene que no existe ser trascendental ya que n o podemos hablar del ser sin el mundo, ni del mundo sin el ser [ Heidegger, 1953:62]. Ser es en sí mismo habitar y habitamos en la medida que somos. 26 Este sujeto como Ser-ahí, como ente inmerso en el mundo, implica que la objetividad y, por lo tanto, la separación entre sujeto y objeto ha sido una ilusión desde el principio [Latour, 2007]. Vivimos en un mundo físico pero no accedemos a él en su pura materialidad a través de entradas sensoriales; más bien la “materialización es el proceso por el cual el mundo se nos revela de manera inteligible” por lo que lenguaje, cultura y sociedad son integrales a este proceso [Thomas, 2007; 2004]. Latour sostiene que nada es totalmente natural, ni totalmente social ni totalmente discursivo. El problema es que, para la modernidad, “la epistemología, las ciencias sociales, las ciencias del texto, cada una tiene su propia casa, pero a condición de ser distintas”, por lo que, según el autor, “es evidente que nuestra vida intelectual está muy mal hecha” [Latour, 2007: 20].
Desde fines del siglo xix y a lo largo del siglo xx ha habido una fuerte tendencia filosófica contraria al humanismo y que estuvo en concordancia con las críticas hacia la modernidad. Pensadores como Nietzsche, Heidegger, Lacan, Foucault, Derrida, entre otros, han sido parte, de una u otra manera, de esta tendencia. Desde los diversos enfoques, se rechaza la idea de que el pensamiento y el lenguaje estuvieran fuera del mundo material, y se plantea que no existe un espacio metafísico separado del mundo en donde aquellos fenómenos se dan: el pensamiento no está encerrado en un reino mental separado, ni el lenguaje se ocupa meramente de describir cosas [Thomas, 2007]. El punto es que no podemos conocer a la cosa en sí misma, sino solo a través del acto de la interpretación. Es decir, el lenguaje “‘interpreta’ la realidad, en la medida en que dice ‘algo de algo’. […] la enunciación es una captura de lo real por medio de expresiones significantes, y no un extracto de supuestas impresiones provenientes de las cosas mismas” [Ricoeur, 2008:10]. El mundo material esta articulado por el pensamiento y el lenguaje. Esto implica que no nos enfrentamos con la cosa material desnuda para luego vestirla con significado, sino que ella se nos revela en una manera inteligible. De este modo, cosa y significado son los mismo, constituyen una sola identidad [Henare et.al., 2007].
La condena de Heidegger es tajante: “todo humanismo sigue siendo metafísico” [Heidegger, 1947: 84 en Ferraris, 2005: 27]. El pensamiento no es algo que ocurre en un espacio interior, sino que es parte de nuestra inmersión corporal en el mundo [Heidegger, 1994 (1954):137-138]. Así, las determinaciones del ser deben ser vistas y comprendidas sobre la base de la constitución del ser que denomina estar-en-el-mundo [Heidegger, 1953:62]. Desde esta postura, no hay ser trascendental sino solo Ser-ahí. El Yo no puede mirar trascendentalmente ni con plena independencia de presupuestos histórico-existenciales el mundo de los fenómenos. Más bien, son los prejuicios y los presupuestos los que construyen al sujeto como Ser-ahí [Ferraris, 2005: 185]. Esto requiere considerar una aproximación mucho más relacional.
Lo que niega la noción de individuo es justamente esa relacionalidad. Es decir, no podemos ser completamente humanos sin otros humanos, no podemos articular el mundo sin un lenguaje, o darle sentido a éste sin una cultura. La agencia no se da porque sí, actuamos en relación a otros, y actuamos desde una posición que está constituida socialmente. A su vez, conocemos e identificamos el mundo en el que vivimos a partir de nuestra inmersión corporal y sensorial, esto es, a través de las rutinas y de las prácticas habituales, del movimiento del cuerpo en el espacio, de la comunicación y la memoria, es decir, conocemos a partir de un acervo de experiencias previas, propias y ajenas, y definimos el mundo a través de la interacción social y no solamente a través de una visión objetivada de la realidad externa. Por todo ello, imponer nuestro concepto de individuo a un pasado distante puede ser “peligroso y potencialmente narcisista” [Thomas, 2004: 147-148].
Si reconocemos que no hay formas de identidad o de personificación que sean absolutamente universales, podremos apreciar mucho mejor la diversidad potencial del pasado tanto como del presente. Al poner a un lado la imagen del individuo autónomo se abre un mundo de posibilidades respecto a las formas de ser humano. El respeto a “los otros” no implica imponerles nuestra propia imagen, sino permitirles que sean ellos mismos. Si la noción de persona es relacional, tendremos que explorar las relaciones que fueron forjando a cada humanidad –si cabe ese término-, más que presumir que el individuo trascendental estuvo siempre en el centro de todo. En este sentido, la etnografía ofrece numerosa evidencia de comunidades para quienes la Individualidad, tal como nosotros la concebimos, es absolutamente incomprensible. Más adelante veremos que en sociedades tradicionales no occidentales o premodernas, la noción de persona se construye y se fija a partir de las relaciones. Aquí, lo relacional tiene una prioridad conceptual mucho mayor que la integridad del sujeto o del cuerpo. 27 Así, más que un ente autónomo que actúa por motivaciones propias, la cualidad emergente del sujeto humano se hace evidente en la interacción social, la gente actúa en su capacidad de persona internalizando la estructura en la medida en que se compromete en acciones para reproducirla y transformarla [Gillespie, 2001. 75]. La agencia entonces, debe ser entendida en términos relacionales: uno siempre actúa en relación al otro, y aquellos intereses [más que los propios] son vistos como la causa de nuestras acciones [Strathern, 1988 en Thomas, 2007:215].
Finalmente, si en sociedades no occidentales la noción de persona y las formas de identificarse difieren de nuestra idea de individuo autónomo y auto-contenido, entonces categorías identitarias básicas como parentesco, género o edad así como la forma de representarlas también diferirán en tanto que parten de ontologías diferentes a la nuestra. Para resolver este dilema algunos investigadores han adoptado el modelo antropológico de personhood [v. Gillespie, 2001; Jones, 2005; Thomas, 2004, Fowler, 2004; Ingold, 2000; Willerslev, 2007; entre otros].
Personhood y la ontología relacional
El concepto de personhood propone que la gente se constituye a partir de la totalidad de sus relaciones, es decir que lo que la gente es y lo que hace es generado a través de la interacción entre las personas, la cultura material y la muerte [Jones, 2005: 194-195]. De este modo, la tensión se centra no tanto en la gente y en los objetos como constituyentes del mundo, sino en las relaciones entre ellos. El principal componente del modelo de personhood deriva entonces de la representación de las relaciones dentro de una sociedad a través de la práctica social y de la experiencia cotidiana. Estas relaciones refieren a las que se dan tanto entre diferentes personas, entre personas y grupos, y entre diferentes grupos, como las que se dan entre la vida y la muerte, entre personas y objetos [Gillespie, 2001; Jones, 2005], entre personas humanas y entidades no humanos del ambiente –animales, plantas, vientos- [Ingold, 2000; Gillespie, 2001], y entre humanos, animales, cosas y lugares [Fowler, 2004]. Se trata entonces, de una ontología que postula un carácter social en las relaciones entre los diferentes elementos del cosmos [Viveiros de Castro, 1996], a diferencia de la nuestra en la que solo entendemos el vínculo social entre los humanos.
En términos generales se define al concepto de personhood como la condición o estado de ser persona. Las personas son constituidas, deconstituidas, mantenidas y alteradas en el transcurso de las prácticas sociales, a lo largo de la vida y después de la muerte. En este sentido, los estudios de personhood se centran en las motivaciones culturales que guían a la gente, en las estrategias que se utilizan para negociar esas motivaciones, y en las identidades producidas por esa interacción social [Fowler, 2004]. Así, dentro de cualquier contexto en el que se desarrollan prácticas sociales existen tendencias específicas creadas y reproducidas por las personas involucradas en tales prácticas. Estas tendencias generan diferentes modos de ser persona. En nuestra sociedad, el modo de ser persona más representativo es, como se dijo, la individualidad y la indivisibilidad. En sociedades tradicionales no modernas suele destacarse otro modo de ser persona, definido por Marilyn Strathern como dividual.
La dividualidad implica un estado de ser en el cual la persona es reconocida como compuesta y definida de manera múltiple –a diferencia de la individualidad basada en una naturaleza fija y universal. Esto implica que las personas se conforman a partir de las relaciones sociales que entablan con otras personas con quienes intercambian partes de ellos mismos, ya sea objetivadas en elementos o a manera de sustancias. Así, algunos de los rasgos que componen a la persona dividual pueden estar en la materia del cuerpo, o pueden fluir a través de la persona. De este modo, todos los elementos del cosmos pueden pasar por la persona dividual afectando o modificando la constitución de la misma. La composición de la persona depende de las relaciones con otras personas o elementos del cosmos, y dado que las relaciones están condensadas en sustancias físicas 28 o en objetos que pueden ser intercambiados, una persona dividual contiene dentro suyo componentes de toda la comunidad [Fowler, 2004].
Cabe destacar aquí que no se trata de reificar lo dividual, ni de oponerlo a lo individual como dos formas de ser opuestas y contradictorias, ya que elementos dividuales e individuales existen en todas las personas. Más bien, es necesario considerar, primero, que estamos tratando con formas de relacionarse, y en este sentido, tales conceptos pueden servir como herramientas interpretativas útiles a la hora de estudiar sistemas de relaciones. Si consideramos el concepto de relacionalidad más ampliamente podremos discernir una multiplicidad de formas diferentes de relaciones.
Al respecto, Fowler [2004] distingue dos formas de dividualidad: la partibilidad y la permeabilidad. En la primera, la persona es reconfigurada en la medida en que una parte de su ser -objetivadas en partes del cuerpo, objetos, animales, sustancias, etc.- es extraída y dada a otra persona en ciertas prácticas específicas. Estas partes, además de estar objetivadas pueden estar personificadas. En los intercambios ceremoniales de Nueva Guinea, por ejemplo, los objetos regalados son extraídos de la persona de la cual formaban parte, para entregarla a otra persona y conformar así una relación. Los cerdos, al ser considerados como entidades dividuales y compuestas de manera múltiple, suelen ser este tipo de regalos. Así, el cerdo que esta ‘sintetizado’ por el hombre, es extraído del grupo doméstico para entregarlo al otro, quien estará recibiendo una parte de esa persona y de su familia.
Por su parte, la permeabilidad, refiere a la persona dividual que es permeada por sustancias cuyas cualidades influyen la composición interna de la persona. Pero, a diferencia de la anterior, no hay partes que sean realmente separables de la persona, es decir, las sustancias no son objetivadas como partes específicas de la persona y por lo tanto cambiantes, sino que son fijas. En este sentido, el cuerpo es considerado como un todo integral pero sus bordes son permeables y las sustancias y la energía fluye a través y entre ellos. En India, por ejemplo, cada sustancia tiene un género, un significado y un efecto que son fijos: tratar con sustancias calientes acentúa la masculinidad, mientras que tratar con sustancias frías acentúa la feminidad. De este modo, es en la transacción y manipulación de las sustancias donde se genera la identidad personal [Busby, 1997]. En la medida en que estas formas de dividualidad, en tanto mecanismos sociales, se van reproduciendo a través de las prácticas cotidianas, también se van perpetuando o negociando determinadas tendencias de ser persona.
De acuerdo a Fowler, en la Edad Media la persona era concebida como dividual y permeable. El cuerpo, además de contener al alma y la mente, era una vasija que contenía varios humores. Tales humores fluían alrededor del cuerpo y se manifestaban en la flema, en la bilis o en la sangre. Cada humor afectaba el carácter de la persona de manera diferente: la gente sanguínea, por ejemplo, tenía un exceso de sangre lo que la hacía más alegre que melancólica o malhumorada. Estas características podían modificarse al verter o extraer las sustancias del cuerpo. Así por ejemplo, la gente se sangraba o inducía el vómito con el fin de alterar el balance de las sustancias en su cuerpo y modificar su humor o personalidad. Los cambios en las condiciones externas, incluyendo los astrológicos, podían igualmente afectar al cuerpo. Entre éstas estaban también las influencias malignas. La brujería podía afectar ciertos aspectos no visibles de la persona como la fertilidad o el alma misma a través del contacto con sustancias corporales o permeando mágicamente a la persona. De este modo, las tácticas medievales para evitar la brujería incluían el entierro o tapiado de las prendas íntimas del cuerpo, o bien de partes extraíbles del cuerpo como pelo, uñas, piel, sudor, moco, orina, heces y fluidos sexuales [Fowler, 2004: 104]. Como vimos más arriba, con la Revolución Científica todas estas nociones son disueltas en una concepción mecánica del cuerpo y de sus propiedades internas. Por un lado, Descartes separa al cuerpo en dos reinos ontológicos: el cuerpo y la mente; por el otro, Hobbes concibe al cuerpo como una máquina discreta completamente determinada por su estructura, con lo que termina reduciendo el carácter de la persona a algo biológicamente innato. Finalmente, con Darwin se enfatiza la continuidad biológica de los humanos con el resto de las entidades que pueblan el mundo, con lo que se remarca la separación de aquellos en cuanto a que solo los humanos poseen conciencia, subjetividad y lenguaje. 29
En la noción dividual de persona las sustancias con cualidades generativas circulan no solo entre los cuerpos humanos sino también pueden encontrarse en lugares, objetos, plantas y animales. Las relaciones dividuales entonces no solo ligan a los seres humanos entre sí sino que reúnen a todos los elementos del cosmos dentro de la persona. De este modo, el sentido de comunidad puede incluir tanto a seres humanos como a entidades no humanas con las que habitualmente se vinculan en un mismo colectivo social [Ingold, 2000]. Dichas entidades pueden tener conciencia, subjetividad y lenguaje y por tanto la capacidad de influir en los acontecimientos lo que los hace agentes potenciales de la práctica social. A continuación veremos la manera en que la antropología ha definido a estas formas ontológicas de ver y entender el mundo.
La humanidad compartida
Decía más arriba que, de acuerdo a la conceptualización moderna, el ser humano es visto como una criatura biológica a la que le fue adherida una mente, un alma, y una comprensión de sí mismo como ser único. Según este supuesto, la mente es donde esta la razón, el alma el aspecto perdurable de la persona con cierto valor espiritual, y el cuerpo el lugar físico en donde se ubican la mente y el alma. Al atribuir todas las capacidades a la agencia humana alienándose cada vez más del mundo externo el ser humano se hizo cada vez más indivisible. Así, aunque humanos y animales sean físicamente lo mismo, esto es, máquinas, ambos son completamente diferentes respecto a la mente. A los animales les falta la cosa que hace a los humanos distintos de ser meras máquinas, esto es la mente, y dado que mente y alma son absolutamente inseparables, entonces tampoco tienen alma [Descartes, 1984 en Willerslev, 2007: 14]. De este modo, vemos que en la conceptualización moderna existe una continuidad biológica con el resto del mundo natural y una discontinuidad espiritual con el mismo, es decir, la esencia racional y espiritual fue “agregada” solo a los humanos y esto los hace únicos y diferentes de los demás.
A esta forma de entender el mundo Descola la denomina Naturalismo. El Naturalismo implica la existencia de una única naturaleza, sobre la cual se generan una multiplicidad de culturas -el proyecto del Genoma Humano es un claro ejemplo de una ontología naturalista. Es decir, los humanos compartimos con el resto de las entidades no humanas la materialidad, la cual entra en el reino de la naturaleza, y nos distinguimos de aquellos en tanto que no cuentan con el aspecto espiritual o racional (alma, conciencia, subjetividad o lenguaje). Ahora bien, entre nosotros, entre los humanos, nos distinguimos por la cultura, esa especie de disposición interna colectiva que por mucho tiempo se denominó “espíritu del pueblo” [Descola, 2004: 46-48]. 30 El Naturalismo, es decir, esta coexistencia entre una naturaleza única y una multiplicidad de culturas, es definida como la ontología dominante de Occidente [ibid. 2003; 2004].
Por su parte, Viveiros de Castro sugiere el término Multiculturalismo para describir, en términos similares, a la ontología moderna. Esta se basa en la implicación mutua entre la unicidad de la naturaleza y la multiplicidad de las culturas, la primera garantizada por la universalidad objetiva de los cuerpos y de la sustancia, la segunda por la particularidad subjetiva de los espíritus y del significado. Asimismo, propone el término Multinaturalismo para señalar unos de los rasgos que diferencian al pensamiento amerindio de las ontologías modernas. Este, a diferencia del anterior, supone una unicidad del espíritu y una diversidad de los cuerpos. En este sentido, el espíritu, y por tanto la cultura o el sujeto, serían universales –animales, plantas y otras entidades no humanas, además de los seres humanos están dotadas de espiritualidad- mientras que la naturaleza o el objeto expresarían lo particular [Viveiros de Castro, 2004: 38].
En efecto, en muchas sociedades no occidentales o premodernas, las personas toman una variedad de formas de las cuales el ser humano es solo una de ellas. Entre los Ojibwa, por ejemplo, la noción de “persona” es una categoría global dentro de la cual la persona-humana, la persona-animal, la persona-viento, etc, aparecen como subcategorías [Bird-David, 1999]. En casos similares, la persona suele aparecer en la forma de ríos, plantas, almas, espíritus, astros, rocas, etc., y como personas, están dotados de cualidades intelectuales, emocionales y subjetivas. El término tradicional para este conjunto de creencias es Animismo. El término animismo fue introducido por Taylor en 1871 como una forma de caracterizar a las formas más simples de creencias religiosas: la “creencia en seres espirituales”. Esta visión, propuesta a la luz del evolucionismo del siglo xix, argumentaba que debido al desarrollo inadecuado de un razonamiento científico, la gente “primitiva” intentaba explicar el mundo al adscribir personalidad y vida no solo al hombre y a las bestias sino también a las cosas [Willerslev, 2007: 15]. De manera similar, se asociaba el animismo a los estadios infantiles del ser humano. De acuerdo a Willerslev, la expresión “adscribir” reduce las ideas indígenas acerca de las personas no-humanas a la categoría de “error”, y este supuesto error implantado en el discurso indígena ha sido la cruz del término. Ciertamente, animismo es un término que hasta el día de hoy muchos antropólogos usan con precaución. La razón de ello, sugiere Descola, es porque recuerda los antiguos debates de la antropología sobre la cuestión del origen de las religiones y las supuestas diferencias entre el pensamiento primitivo y el pensamiento científico [Descola, 2004: 31], pero también se debe al temor implícito a prestar atención a un aspecto aparentemente irracional de la vida de las sociedades arcaicas. En otras palabras, los antropólogos han tendido a dar poca credibilidad a relatos que difieren radicalmente de lo que nosotros podemos considerar como “normal”. Al comienzo de la disciplina, tales relatos eran considerados o bien como la muestra de una racionalidad primitiva, o bien como fantasías o engaños. En años más recientes, el tema del animismo se ha visto revitalizado aunque desde una perspectiva más cercana a la visión indígena y con una mayor aceptación de sus propios discursos. Esta revitalización estuvo asociada a una reformulación de sus parámetros básicos en donde el foco original, sustentado en el aspecto religioso, se fue moviendo hacia el aspecto relacional con el mundo no humano, mismo que tampoco ha estado exento de debate [v. Bird-David, 1999]. Una de las consecuencias de este vuelco ha sido la cuestión concerniente a la persona, es decir, qué es una persona, y por tanto al debate acerca de la oposición entre personas y cosas [Alberti y Bray, 2009].
A partir de entonces se ha definido al animismo como una ontología que postula el carácter social de las relaciones entre humanos y no-humanos [Descola, 2001; 2003; 2004], como una “epistemología relacional” en donde el conocimiento del mundo se centra principalmente en las relaciones que se entablan con el entorno [Bird-David, 1999]; como una ontología del habitar, en donde existe un compromiso activo, práctico y perceptual entre las diversas entidades que lo habitan [Ingold, 2000]; o como la capacidad de comunicación a partir de la existencia de relaciones ecosemióticas entre humanos y no-humanos [Hornborg, 2001a; 2001b; 2006].
De acuerdo a Descola, los sistemas animistas son aquellos que utilizan categorías sociales para organizar, en términos conceptuales, las relaciones entre los humanos y las entidades no humanas [Descola, 2001: 107-108]. Así, en el animismo suele concebirse a los animales y las plantas, los astros y las rocas como personas dotadas de cierta entidad anímica que les permite comunicarse con los humanos, y es en razón de esta esencia interna común que se dice que los no-humanos llevan una existencia social idéntica a la de los humanos [Descola, 2003: 40]. Así por ejemplo, para los Ashuar de las selvas orientales del sur de Ecuador y norte de Perú, la mayor parte de las plantas, de los animales, de los astros y de los truenos son personas [aents] dotados de un alma o esencia propia (wakan) y de una vida autónoma con afectos y emociones humanas por lo que poseen una personalidad singular y la posibilidad de comunicarse con los humanos. Sin embargo, solo los humanos son “personas completas” ya que su apariencia está plenamente conforme con su esencia. Para estos grupos, la distinción entre la caza y la horticultura implica dos modos de “socialización” diferentes. Por un lado, las mujeres cuidan las plantas cultivadas como a parientes consanguíneos, y por otro, los hombres encantan a las presas como a parientes afines. En este sentido, destaca el autor, la referencia que comparten la mayoría de los seres animados es aquí la humanidad como condición, y no el hombre como especie [Ibid.: 40]. Esta postura tiende a definir una continuidad de tipo sociocéntrica entre naturaleza y cultura basada en la atribución de disposiciones humanas y características sociales a los seres naturales.
Para Bird-David [1999], una “epistemología relacional” implica considerar el modelo de personhood y la noción dividual de persona. La dividualidad refiere a la persona que se constituye a partir de las relaciones, por lo que “dividuar” implica vivir en un entorno social a partir de relaciones de compromiso y de involucramiento con el otro, y esto se lleva a cabo mediante el acto de “compartir”. La idea y la práctica de compartir constituyen un habitus dentro del cual tiene lugar la negociación y manipulación de la agencia, y con ello el conocimiento del/ de lo otro. De este modo, la experiencia de compartir espacio, cosas y acciones contextualizan el conocimiento del mundo y de los miembros humanos y no-humanos de la comunidad. Así, por ejemplo, los Nayaka se conocen unos a otros no como personas en sí mismos sino como la manera en que interrelacionan con otros. La persona, entonces, es considerada como “aquella con la que compartimos”, y ello no solo ocurre con otros humanos sino también con entidades no humanas del entorno [Bird-David, 1999: 73]. La referencia al acto de compartir –ya sea entre humanos como entre humanos y no humanos- lleva implícito el uso de términos de parentesco. Así, devaru (especie de entidad espiritual del bosque) es objetivada especialmente como “abuela” o “abuelo” y ocasionalmente como “gran madre” o “gran padre” [Ibid.]. Una de las observaciones que se le han hecho a esta propuesta refiere justamente al uso del término “epistemología”, que no es más que la quintaesencia del pensamiento moderno. El problema radica en la noción de “conocimiento” y con ello en la tendencia a creer que para explicar una ontología no occidental debemos reducirla a una epistemología [v. Viveiros de Castro, 1999; Hornborg, 2006].
Para Ingold [2000], la ontología relacional o animista implica un proceso relacional de incorporación continua en donde sujeto y objeto están fusionados en la experiencia compartida del habitar. En sistemas animistas, la vida no es una propiedad interna de las personas y las cosas, sino que es inmanente a las relaciones entre ellas. En otras palabras, la vida o fuerza vital no está contenida dentro de la “persona” como en occidente, sino que fluye libremente, y es de su circulación ininterrumpida de lo que depende la supervivencia del mundo [Ibid.: 112]. El mundo animista, dice Ingold, es hogar de innumerables seres cuya presencia se puede manifestar de una forma u otra, cada una comprometida en forjar su vida de acuerdo a la peculiaridad de su clase. No obstante, para poder vivir cada ser debe recurrir constantemente a la vitalidad de los otros. Así, a través del cosmos se extiende una compleja red de interdependencia recíproca, basada en el intercambio de sustancia, cuidado y fuerza vital vinculando humanos, animales y otras formas de vida [Ibid.: 113]. La energía entonces, es transmitida y generada a través de las relaciones que se entablan entre los humanos y entre todas las entidades que pueblan el cosmos. La relación entre todas estas entidades es dialógica, y por lo tanto el status del ser es negociable, lo que implica que ninguna forma es permanente. En otras palabras, el diálogo entre humanos y no humanos involucra la adopción del punto de vista del otro convirtiéndose temporalmente en el ‘otro’ con relación a su propio grupo. Es en los sistemas animistas, entonces, donde los chamanes aparecen como los mediadores necesarios entre las distintas interfases [ibid.: 114].
Por su parte, Hornborg [2001a; 2001b; 2006] sigue la línea de la ecosemiotica, la que es retomada de la teoría ecológica del significado propuesta por Jacob von Uexküll en la primera mitad del siglo xx. Uexküll sostiene que el medioambiente es un mundo subjetivo al que denomina Umwelt. De acuerdo a esta teoría, los organismos vivos [incluyendo las células] responden como sujetos, es decir, responden a signos. Cada organismo en su ecosistema vive en su propio mundo subjetivo, o Umwelt, el cual es definido a partir de la interacción práctica con su entorno. Debido a las diferencias entre los organismos, esto es, a sus diferentes necesidades, capacidades y perspectivas, habrá tantas clases de Umwelt como especies u organismos haya, lo que implica que cada organismo crea activamente su “mundo alrededor” por medio de interacciones repetidas con su entorno. El factor central de esta teoría es que la interacción de los organismos con sus ecosistemas presupone un intercambio e interpretación de signos, por lo que cada Umwelt, es un mundo de naturaleza semiótica. De acuerdo a Uexküll, la cuestión del significado es fundamental para todos los seres vivientes. En este sentido, dice Hornborg, las relaciones ecológicas se basan en el significado; son semióticas, y la interacción ecológica presupone precisamente esa pluralidad de mundos subjetivos. En síntesis, en la teoría del Umwelt cada especie de organismo crea su propio “mundo alrededor” en virtud de su interacción práctica y del intercambio de signos con los demás componentes de su entorno, lo que lo hace ser un mundo subjetivo. Por lo mismo, cada organismo es tratado como sujeto con capacidad de agencia. En este sentido, sostiene Hornborg, decir que la tendencia humana a animar las cosas se genera en las “capacidades cognitivas basadas socialmente” es restringir el campo de visión. Más bien, habría que pensar que el desarrollo de las capacidades cognitivas para interactuar con interlocutores no predecibles puede haberse generado también porque las relaciones ecológicas son fundamentalmente comunicativas [1999]. En otras palabras, más que decir que el animismo es la proyección de las relaciones sociales humanas sobre la naturaleza, habría que ver si no son las relaciones semióticas entre los organismos las que están en la base de todo. Más adelante retomaré este punto.
Un aspecto importante en la antropología contemporánea es la noción de metáfora. A medida que los antropólogos comenzaron a reconocer a los relatos indígenas ya no como sinsentidos sino como metáforas, éstas se volvieron centrales como herramienta explicativa de aquellos. Las metáforas evocan aspectos familiares de la vida social y por lo tanto sirven como modelos para la interacción entre humanos y no humanos [Hornborg, 2001a: 71-72]. Así, cuando el cazador dice que el animal es una persona no está delirando sino que esta hablando en metáfora, esto es, construyendo paralelos figurativos a partir de lo conocido, de su propia experiencia, que es social. Las comprensiones metafóricas han sido ampliamente documentadas en la literatura antropológica. Al respecto, Bird David [1993 en Hornborg, 2001b] observa que los estudios sobre cazadores recolectores suelen mencionar que estos grupos representan “la relación entre los humanos y la naturaleza […] en términos de relaciones personales, en un marco sujeto a sujeto y no sujeto a objeto”. La aplicación de metáforas sociales a prácticas de subsistencia no está limitada a los cazadores recolectores sino que parece ser un aspecto omnipresente en la subsistencia de sociedades premodernas [Hornborg, 2001b: 72] en donde el ciclo de vida humano es equiparado al crecimiento de plantas y árboles. 31 De este modo, las ideas de regeneración y renacimiento o de existencia cíclica conectan las sustancias humanas con la regeneración social y la fertilidad de la tierra a partir de un esquema metafórico [Fowler, 2004: 106-109].
Sin embargo, el calificativo de metáfora ha sido puesto entre paréntesis por algunos investigadores ya que la noción de “metáfora” o de “modelación social de la naturaleza” escapa al reduccionismo evolucionista solo para caer en el dualismo cultura-naturaleza [Ingold, 2000]. Esto es porque la noción de metáfora supone una distinción previa entre un dominio en el que las relaciones sociales son constitutivas y literales (el mundo social de los humanos) y otro en el que aquellas son representacionales y metafóricas (el mundo natural de plantas y animales) [Willerslev, 2007: 2]. En otras palabras, la idea de que humanos y animales están relacionados por una socialidad común depende contradictoriamente de una discontinuidad ontológica anterior [Viveiros de Castro, 2004: 48]. En efecto, en muchos casos los paralelos que podrían observarse entre los ciclos de vida de la gente y de las cosas no son en sí mismas metáforas. Más bien, plantas, animales y otras entidades no humanas pueden ser conceptualizados como integrados a un sistema holístico que hace que la composición del cuerpo sea inteligible a través de sus interrelaciones con objetos o sustancias externas por medio del intercambio y del consumo [Fowler, 2004: 109-110]. En este sentido, todos los elementos del cosmos pueden estar conectados por el mismo patrón de transformaciones que liga cuerpos humanos, sustancias, objetos, lugares, animales y plantas. Se trata más bien de una misma lógica aplicada a las relaciones en todas las escalas y a través de todas las entidades.
Más allá de esto, el renovado interés en la noción de animismo y su redefinición hacia la esfera de la relacionalidad ha llevado a la necesidad de expandir las nociones nativas de “socialidad” más allá de las relaciones humanas para incluir plantas, animales, objetos, astros o espíritus. Tales relaciones, a su vez, pueden tener “cualidades perspectivas”, es decir, cualidades en las que cada categoría de ser considera a sus propios miembros como humanos mientras ve a las otras clases de seres como no humanos.
Relaciones en perspectiva
La noción de “cualidad perspectiva” fue propuesta inicialmente por Kaj Århem para los Makuna del noroeste amazónico, noción que posteriormente retoma y redefine Eduardo Viveiros de Castro para denominarlo Perspectivismo [Viveiros de Castro, 1996]. Esta propuesta fue motivada por las abundantes referencias en la etnografía amazónica a una concepción indígena según la cual el modo en que los seres humanos ven a los animales y a otras subjetividades que pueblan el universo, esto es, dioses, espíritus, muertos, plantas, fenómenos meteorológicos, accidentes geográficos, objetos e instrumentos, es radicalmente distinto al modo en que esos seres ven a los humanos y se ven a sí mismos. Así, por ejemplo, los animales depredadores y los espíritus ven a los humanos como animales de presa, mientras que los animales de presa ven a los humanos como espíritus o como animales depredadores. Los animales y espíritus nos ven a nosotros como no-humanos y a sí mismos como humanos. Ellos se aprehenden como humanos cuando están en sus propias casas o aldeas y consideran sus propios hábitos y características como una especie de cultura. Ven su alimento como alimento humano, de la misma manera que los jaguares ven a la sangre como cerveza de mandioca, los muertos ven a los grillos como peces, etc. Esta concepción, en la que los animales u otras entidades no-humanas se ven como personas, está casi siempre asociada a la idea de que la forma material de cada especie es un envoltorio, una “ropa”, que esconde una forma interna humana. Esta forma interna es el espíritu del animal, que no es más que una intencionalidad o subjetividad formalmente idéntica a la conciencia humana, y por lo general visible solo a los ojos de la propia especie o de ciertos seres transespecíficos como los chamanes. De este modo, habría en términos generales, una distinción entre una esencia antropomorfa de tipo espiritual, común a los seres animados, y una apariencia corporal variable, propia de cada especie. Esta apariencia no sería un atributo fijo sino una “ropa” intercambiable y desechable. Esta noción de ropa es una de las expresiones privilegiadas de la metamorfosis [Viveiros de Castro, 1996; 2004]. Cabe destacar que las concepciones perspectivistas no solo han sido consignadas en varias etnografías sudamericanas y norteamericanas (Esquimales, Koyukon, Cree, Ojibwa, Kwakiutl), incluyendo el norte de México, sino también en Asia y Melanesia (Tshimshian, Haida, Yukaghirs, Chewong, Batik, Kaluli).
Una de las objeciones que Viveiros de Castro le hace al animismo definido por Descola, refiere justamente al “modelo ‘sociocéntrico’ donde las categorías y relaciones intra-humanas son usadas para trazar mapas del universo” [Viveiros de Castro, 2004: 47]. Si el animismo consiste en atribuir a los animales las mismas facultades sensibles de los hombres y una misma forma de subjetividad, es decir, si los animales son “esencialmente” humanos, ¿cuál es entonces la diferencia entre los humanos y los animales? Si los animales son gente, ¿por qué no nos ven como gente? Y, por otro lado, si el animismo es un modo de objetivación de la naturaleza en el que el dualismo cultura/naturaleza no está en vigor, ¿qué hacer con las abundantes indicaciones de la existencia de esta oposición en las ontologías sudamericanas? [Ibid.]. Para Viveiros de Castro como para otros investigadores, existen datos que permiten plantear que la dicotomía Cultura/Naturaleza es muy operativa no solo entre los grupos amazónicos sino también entre los indígenas mexicanos. Sin embargo, el dominio en el cual opera esta dicotomía no depende de cualidades sustantivas sino relacionales (cruce de miradas; sujetos en perspectiva). De este modo, más que saber si los nativos le atribuyen cualidades humanas a tal o cual animal, planta u otro tipo de ser, lo importante es entender en qué condiciones y con cuáles modalidades esto se aplica [Bonfiglioli, 2010]. Para Viveiros de Castro, quien rechaza la antropología monista propuesta por Descola, es necesario reformular tal dicotomía ajustándola a las distintas realidades etnográficas, y esto debe hacerse ya no desde un sustantivismo analítico sino desde un enfoque de tipo relacional.
Aquí cobra vital importancia la referencia a la mitología, es decir, al estado originario de indiferenciación entre humanos y animales. El mito amazónico habla de un estado del ser en el que los cuerpos y los nombres, las almas y las acciones, el yo y el otro se interpenetran, sumergidos en un mismo medio pre-subjetivo y pre-objetivo; un medio cuyo fin es, como lo destacara Levi-Strauss, la diferenciación entre cultura y naturaleza. Las narraciones míticas están pobladas de seres cuya forma, nombre y comportamiento mezclan inextricablemente atributos humanos y no humanos, en un contexto común de intercomunicabilidad [Viveiros de Castro, 2004:41]. Así, los mitos cuentan cómo, en el principio, todos eran humanos pero luego algunos perdieron esa condición y se convirtieron en animales. En pocas palabras, para los grupos amazónicos la condición original común de los humanos y animales no es la animalidad sino la humanidad [Ibid., 1996:117]. Por tanto, humanos y no humanos comparten esencias internas idénticas pero materialidades diferentes. Al perder su forma humana, estos seres conservaron algunos atributos como la conciencia -de la que el sueño es su manifestación más directa. Tales corporalidades distintivas, a menudo descritos como “ropa”, y los consecuentes limitantes físicas y sensoriales, hacen que humanos y no humanos tengan perspectivas diferentes.
En este sentido, lo que diferencia a las especies de personas descansa en sus cuerpos, base de sus perspectivas particulares. El alma, que es formalmente idéntica a través de las especies, percibe la misma cosa en todo lugar, por lo que la diferencia debe venir de la especificidad de los cuerpos. Aquí es donde radica la diferencia: los animales ven de la misma forma que nosotros cosas distintas de lo que nosotros vemos porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros. En otras palabras, todos los seres ven el mundo de la misma manera, lo que cambia es el mundo que ellos ven. Los animales utilizan las mismas categorías y valores que los humanos. Sus mundos, como el nuestro, giran en torno a la caza y la pesca, a la cocina y a las bebidas fermentadas, a los rituales de iniciación, a los chamanes, a los espíritus, etc. [Viveiros de Castro, 2004]. Por lo mismo, los diferentes cuerpos que generan diferentes puntos de vista, no refieren solo a diferencias fisiológicas sino también a diferencias relativas a un conjunto de maneras o modos de ser que constituyen un habitus –qué come, cómo se mueve, cómo se comunica, dónde vive, si es gregario o solitario, etc.. De este modo, entre la subjetividad formal de las almas y la materialidad sustancial de los organismos, existe el cuerpo como haz de inclinaciones y capacidades que constituye el origen de las perspectivas. Así, a diferencia del Naturalismo, en donde el espíritu es nuestro gran diferenciador y el cuerpo nuestro gran integrador; en el Perspectivismo, el cuerpo, que no es sustancia material sino inclinación activa, es lo que diferencia, mientras que el espíritu, que no es sustancia inmaterial sino forma reflexiva, es lo que integra. De este modo, el Perspectivismo es tanto multinaturalismo como relacionismo [Viveiros de Castro, 2004: 55-57].
Cabe destacar que, para la Amazonia, “las auto-designaciones colectivas del tipo ‘gente’ significan ‘personas’ y no ‘miembros de la mismas especie’, y son pronombres personales que expresan el punto de vista del sujeto hablante y no nombres propiamente dichos. Decir que animales y espíritus son gente equivale a decir que son personas; es atribuir a los no-humanos las capacidades de intencionalidad y de acción consciente –agencia- gracias a las cuales pueden ocupar la posición enunciativa de sujeto. Tales capacidades están cosificadas en el alma o espíritu de los cuales esos no-humanos están dotados. Es sujeto quien tiene alma, y tiene alma quien es capaz de un punto de vista. Las almas o subjetividades amerindias, humanas o no-humanas, son pues categorías relativas” [Viveiros de Castro, 2004: 51]. De este modo, todo ser que ocupa el punto de vista de referencia, estando en posición de sujeto, se aprehende como perteneciente a la humanidad. Para el autor, la forma corporal humana y la cultura, esto es, los esquemas de percepción y acción encorporados en disposiciones específicas, son atributos pronominales. Es decir, son el modo mediante el cual todo agente se aprehende y no atributos literales y constitutivos de la especie humana proyectados metafóricamente sobre los no-humanos. Estos atributos son inmanentes al punto de vista y se mueven con él. Finalmente, los animales u otros entes dotados de alma no son sujetos porque son humanos disfrazados, sino son humanos porque son sujetos potenciales, es decir agentes. La Cultura entonces, es la naturaleza del sujeto: es la forma por la cual todo agente experimenta su propia naturaleza [Ibid.].
Ahora bien, para Viveiros el animal parece ser el prototipo extra-humano del Otro, señalando que “la espiritualización de plantas, meteoros e instrumentos tal vez se pudiera considerar secundaria a la espiritualización de los animales o derivada de ella” [Viveiros de Castro, 2004: 42]. No obstante, agrega, aunque solo en una nota al pie, que “en las culturas de la Amazonía occidental, en especial en las que consumen alucinógenos, la personificación de las plantas parece ser al menos tan relevante como la de los animales y que, en áreas como el Alto Xingú, la espiritualización de los instrumentos desempeña una función cosmológica de primer plano” [Viveiros de Castro, 2004: nota 14]. A la luz de las nuevas investigaciones en la Amazonia se está demostrando que las nociones animistas y perspectivistas también abarcan el mundo de las ‘cosas’, término que refiere no solo a los artefactos –objetos hechos por dioses y humanos, incluyendo imágenes, canciones, nombres y diseños- sino también a objetos y fenómenos naturales que son considerados centrales en la vida humana y la reproducción [Santos-Granero, 2009a]. De este modo, los objetos más que ser derivativos o secundarios pueden llegar a ocupar un rol primordial en las “cosmologías construccionistas amerindias y en las anatomías compuestas” [ibid.].
El componente “construccionista” de las ontologías animistas y perspectivistas amerindias es particularmente relevante en los relatos míticos y está estrechamente vinculado a la composición y transformación de los cuerpos [v. Viveiros de Castro, 2004; Santos-Granero, 2009a; entre otros]. De acuerdo a estos relatos, los seres primordiales atravesaron diferentes modalidades de existencia antes de adquirir su forma (más o menos) definitiva. Este proceso incluyó múltiples metamorfosis, esto es, procesos de deconstitución y reconstitución corporal marcados por formas de permutación interespecífica de partes del cuerpo. Los seres vivos son así concebidos como entidades compuestas, hechas de cuerpos y partes de cuerpos de una diversidad de formas de vida, entre los cuales también estaban los artefactos. Para los tukano, por ejemplo, al principio solo estaba el dios creador y sus Instrumentos de Vida y Transformación, artefactos de gran importancia ceremonial y chamánica. Tales instrumentos, hechos de cristal blanco, eran partes constituyentes del cuerpo del dios creador y posteriormente se convirtieron en los huesos de los humanos reales. De este modo, para los tukano el cuerpo humano está hecho de artefactos como resultado de procesos de fabricación y ensamblaje [Hugh-Jones, 2009]. De manera similar, para los wakuénai, el cuerpo de Kuwái, el ser humano primordial y dios creador, está hecho de una variedad de flautas y trompetas sagradas [Hill, 2009]. En la cosmología Mamaindê los primeros seres en existir fueron los humanos y sus artefactos, que eran en sí mismos humanos. El mito narra cómo estos seres primordiales –los humanos y sus artefactos- se convirtieron en animales cuando un niño abrió la calabaza que contenía la noche: el niño se convirtió en un urutaú, un pájaro que llora en las noches; las flechas venenosas se transformaron en venenosas serpientes, el canasto en jaguar, etc. Finalmente, el mito dice que todos los animales están hechos de gente, lo que sugiere que tales objetos tienen el status de sujetos [Miller, 2009]. Esto implica que las formas de vida no son resultado de una creación ex nihilo (como lo sería para la cosmología Judeocristiana), sino producto de la transformación de cosas preexistentes.
Esta capacidad de transformación deriva del carácter compuesto de todas las formas de vida. Como lo describe Santos-Granero, en la Amazonia, “los humanos están hechos de artefactos o de plantas y peces; los animales están hechos de peces y de una variedad de artefactos; las plantas están hechas de animales y artefactos; los diseños están hechos del lenguaje de los espíritus, las flautas están hechas de los frutos, de las aves y de los animales del bosque; los cantos están hechos de la respiración de las divinidades o del humo de sus cigarros” [2009a: 22]. Este carácter transformacional hace que los cuerpos sean altamente inestables. Así, por ejemplo, el espíritu de un animal puede robar los ornamentos personales de un ser humano y con ello inducir el cambio de perspectiva y la transformación de la persona en el animal que le robó [Miller, 2009]. En este sentido, todos los seres tienen la posibilidad de imponer su punto de vista a los otros en virtud de su carácter compuesto.
Finalmente, si entendemos a la agencia como la capacidad de actuar, esta capacidad es inmanente no ya a los seres en sí mismos ni a sus intenciones o motivaciones, sino a la relación asociativa entre ellos [v. Latour, 2008]. Más adelante veremos en virtud de qué y bajo qué condiciones se da esa relación. Antes de ello será necesario ahondar en el carácter dividual de las personas a partir de la composición múltiple de sus cuerpos. A continuación presentaré, a través de tres casos etnográficos centrados en la noción de cuerpo, las agencias que pueden estar presentes en la conformación de una persona a lo largo de su vida y después de la muerte, las relaciones asociativas que son parte constitutiva de este proceso, y las identidades que se generan a lo largo del mismo.
Cuerpo, Persona e Identidades relacionales
Para comenzar cabe mencionar la anécdota antillana citada por Levi-Strauss en la que hace referencia a la extrañeza que tanto europeos como americanos tenían respecto al “Otro” pocos años después del descubrimiento del continente. Allí señala que “en una isla vecina [Puerto Rico, según el testimonio de Oviedo], los indios se esmeraban en capturar blancos y hacerlos perecer por inmersión; después durante semanas montaban guardia junto a los ahogados para saber si estaban o no sometidos a la putrefacción” [Lévi-Strauss, 1976: 61-62]. La explicación que da el autor en 1955 (fecha de la primera edición del Tristes Trópicos, la de 1976 es la tercera edición), es que “los blancos invocaban las ciencias sociales, mientras que los indios confiaban más en las ciencias naturales; y en tanto que los blancos proclamaban que los indios eran bestias, éstos se conformaban con sospechar que los primeros eran dioses” [Ibid.]. En el tiempo en que Lévi-Strauss escribía estas líneas, nos dice Viveiros de Castro, la estrategia para hacer valer la plena humanidad de los salvajes y hacerlos indistinguibles de nosotros, era mostrar que ellos hacían las mismas distinciones que nosotros. Es decir, los indígenas, igual que los invasores europeos, consideraban que solo el grupo al que pertenecían encarnaba la humanidad; los extranjeros estaban del otro lado de la frontera que separa a los humanos de los animales y espíritus. De esta manera, ellos también distinguían la cultura de la naturaleza; y esta distinción finalmente los hacía humanos.
A la luz del perspectivismo, Viveiros de Castro nos ofrece otra interpretación de la anécdota antillana. Si para los americanos lo que marca la diferencia es el cuerpo, es posible entender mejor el por qué de los métodos que españoles y antillanos usaban para averiguar la humanidad del otro. Para los europeos se trataba de decidir si los otros tenían alma, ya que para aquellos el plano donde radica la diferencia de perspectiva es el alma. Para los indígenas, en cambio, se trataba de saber qué tipo de cuerpo tenían los otros, ya que para aquellos la diferencia radica en el cuerpo. Los europeos no dudaban de que los indígenas tuviesen cuerpo: los animales y otras entidades no humanas también lo tienen –propio de una ontología naturalista. Los indígenas no se cuestionaban que los europeos tuviesen alma: los animales y otras entidades no humanas también la tienen –propio de una ontología animista. Lo que intrigaba a los indígenas, en cambio, era saber si el cuerpo de aquellas almas era capaz de las mismas inclinaciones y maneras que los suyos –propios del perspectivismo-, es decir, si era un cuerpo humano o de lo contrario un cuerpo de espíritu no sujeto a la putrefacción [Viveiros de Castro, 2004: 57].
Entonces ¿qué es el cuerpo? Desde nuestro punto de vista fenomenológico, el cuerpo es el ser primario, es decir, no entendemos a nuestro cuerpo como una ‘cosa’ sino como lo que somos: existimos como cuerpo, un cuerpo indivisible, propio y biológicamente humano. Sin embargo, los yukaghirs de Siberia no experimentan sus cuerpos como algo preobjetivo y completamente controlado. 32 Cada cazador le adscribe agencia a las diferentes partes de su cuerpo, una agencia que a veces coincide con sus propias intenciones pero otras no. En el último caso, los cazadores pueden experimentar un sentido de pérdida de control sobre sus cuerpos. Esto sin embargo, no es considerado como algo problemático, sino como un signo corporal que requiere atención. Así, los cazadores explican cómo sus agentes corporales tienden a asistirlos al darles señales relativas, por ejemplo, a la buena o mala suerte en la caza. Para cada cazador, la información corporal es un factor crítico en la toma de decisiones.
Aunque a veces hablan de tres almas, la concepción general entre los yukaghirs es que la persona tiene solo un ayibii o alma. Ésta vive en la estructura ósea de la persona pero puede dividirse y moverse a diferentes partes y productos del cuerpo. El corazón, la cabeza y la sombra están entre sus ubicaciones preferidas, lo que hace que la gente hable de tres almas: la cabeza-ayibii, el corazón-ayibii, y la sombra-ayibii. Sin embargo, el ayibii puede en principio estar en todas las partes y órganos del cuerpo. De este modo, el ayibii se individualiza en diferentes agentes o “personas”, cada una de las cuales toma su carácter específico de la parte del cuerpo o de los órganos que habita. Así, “cada parte animada u órgano del cuerpo es considerada como un tipo de persona dentro de la persona. No obstante, el ayibii es originalmente uno solo y puede reunirse a sí mismo en un todo completo y actuar como una sola persona” [Willerslev, 2007: 60]. En este sentido, el ser es considerado, al menos ocasionalmente, como dividual y partible.
Ahora bien, para los yukaghirs todo el mundo está animado, es decir, todas las cosas tienen ayibii, pero no todas las cosas son personas. Animales, árboles y ríos son “gente como nosotros” porque se mueven, crecen y respiran, pero éstos son diferentes de otros objetos inanimados como las rocas, los esquíes y los productos alimenticios los cuales, sostienen, están vivos pero son inmóviles. Es decir, las cosas que están estáticas no son gente porque solo tienen un alma, la sombra-ayibii, mientras que las cosas que están activas son personas porque tienen las otras almas: el corazón-ayibii, que hace a las cosas “moverse” y “crecer”, y la cabeza-ayibii, que les permite “respirar”. Finalmente, dicen, “solo las cosas que pueden moverse vienen a nosotros [en sueños] y nos dan regalos”, lo que implica que los cazadores solo entablan relaciones sociales del tipo “compartir” con entidades animadas consideradas personas [Willerslev, 2007]. Es interesante notar que la categoría de persona incluye también a entidades espirituales tales como los espíritus-guías de los animales, los espíritus caníbales que comen almas humanas [abasylar] y muchos otros. Estos seres no pueden ser percibidos con la vista pero sí pueden aparecer como olor, sonido o simplemente feeling. De este modo, cuerpo y olor son parte importante de la noción yukaghirs de personhood ya que determinan el tipo de especie con la que están tratando. Así por ejemplo, el espíritu de una enfermedad puede manifestarse por su fuerte olor. Cuando una persona muere su cuerpo contamina a sus parientes con su olor, lo que para los hombres significa que no podrán cazar por un año ya que el olor del muerto espantará a las presas [Ibid.: 79].
En este sentido, el alma o ayibii (una de ellas o parte de ella) es lo que integra a todas las cosas, mientras que es la capacidad de “moverse, crecer y respirar” lo que diferencia, capacidades que están inmersas en una corporalidad provistas de corazón-ayibii y cabeza-ayibii y que permiten un punto de vista. Dice Viveiros “Es sujeto quien tiene alma, y tiene alma quien es capaz de un punto de vista”. Para el caso de los yukaghirs es probable que solo las cosas que están activas, es decir, que puedan “moverse, crecer y respirar” sean capaces de tener un punto de vista y por lo tanto ser consideradas como personas. Pero ¿qué hay de las otras cosas que también tienen alma, la referida como sombra-ayibii? Probablemente, la respuesta esta en la misma palabra. Ayibii significa literalmente sombra en la lengua yukaghirs, igual que la sombra que da una roca [Willerslev, 2007: 57]. Si bien usan ocasionalmente la palabra rusa dusha (alma) en lugar de su propia palabra ayibii, la noción de “alma” para estos grupos no tiene una existencia inmaterial –como el “alma” cristiana- sino que está en gran parte envestida de fisicalidad. De este modo, podríamos decir que cualquier cosa que tiene (da) sombra está viva, aunque no todas ellas tienen la capacidad de moverse y de tener un punto de vista.
Un caso diferente parece ser el de los yoreme (mayos y yaquis) de Sonora. Aquí, el cuerpo, denominado takaa, es el componente material del ser humano, y es el primer vínculo social por medio del cual se da el reconocimiento del ser individual y el que marca la diferencia con el otro. El lugar más importante del takaa es el corazón o jiapsi. Este, a su vez, es la residencia principal del alma, designada también con el nombre de jiapsii o wepul jiapsi, que significa el “aire de la vida”, es decir, el soplo o aliento que Dios le dio a cada yoeme desde la creación, y que se mantiene con el aire que se respira día a día. El wepul jiapsi o alma es la fuerza del corazón, lo que proporciona entendimiento y razón; posee la capacidad de salir durante el sueño dejando el cuerpo en reposo, pero cuando lo abandona definitivamente, éste perece. Sin embargo, al morir el cuerpo, el alma continúa existiendo por lo que tiene una existencia trascendente [Olavarría et.al., 2009]. De este modo, si bien la vida del takaa depende del aire, del agua y de los alimentos, la fuerza vital no podría prevalecer sin la presencia de la entidad espiritual que anima el cuerpo y además lo dota de personalidad.
Como decía arriba, el wepul jiapsi tiene la capacidad de salir del takaa de manera temporal. Durante el viaje el wepul jiapsi se alimenta de aire y adquiere mayor fuerza pero siempre corre el riesgo de ser devorado por un animal cazador o atrapado por un hechicero provocando enfermedad o muerte. Los dones, la gracia y la protección son adquiridos durante los sueños, pero para esto el wepul jiapsi es puesto a prueba por los seres del monte o yoania, quienes le otorgarán aquello a cambio del wepul jiapsi. Este también puede ser atrapado durante el día en lo que es conocido como susto o encanto, y se debe a las salidas repentinas de la entidad anímica. Esto sucede por lo general cuando la persona camina por el monte en donde habitan espíritus que se transforman en animales, aves o árboles y aprovechan la salida del alma para apoderarse del cuerpo. Cuando esto ocurre, solamente el curandero puede despojar el espíritu extraño y llamar al wepul jiapsi para que regrese al cuerpo [Aguilar et.al., 2009].
Para los yoreme, todo ser humano tiene solamente un alma; sin embargo, en el cuerpo de las personas virtuosas o con dones especiales como brujos, curanderos danzantes y músicos, habita otra entidad llamada sea takaa o flor del cuerpo, la cual dota de ciertas cualidades a la persona que lo posee, por lo que también se dice que tienen dos espíritus y un don competente que Dios les dio. El sea takaa es descrito como “un viento” que se encuentra principalmente en la cabeza (a diferencia del wepul jiapsi o alma que esta en el corazón) y tiene la capacidad de salir del cuerpo en cualquier momento. Este presenta la misma forma del cuerpo del poseedor por lo que es denominado “el otro yo”. Esta conceptualización tanto del wepul jiapsii como del sea takaa indicaría la existencia, dentro de la persona, de entidades con capacidad de agencia, las cuales no solo tienen cierta libertad de movimiento –salir y entrar al cuerpo- sino que además pueden interactuar con otras entidades del monte, según lo cual puede afectar al poseedor.
Se dice que los surem (antiguos yaquis) poseían sea takaa, pero ahora esta entidad está reservada solo para aquellos que tienen poderes relacionados con el yoania, es decir, el hogar precristiano de los yaquis [Olavarría, 2007; Olavarría et.al., 2009]. La historia mítica del pueblo yaqui es la del pueblo Suré. Sus habitantes, los surem, hoy día son hormigas 33 y otros habitantes de la sierra asociados al mundo subterráneo, con quienes se activa la comunicación durante el ritual a través de diversos medios, uno de los cuales consiste en su representación iconográfica y cinética. A su vez, existe una continuidad en la sustancia corporal de los antiguos yaquis y los actuales. Esta relación se observa entre la casa de las hormigas, juuki, que literalmente significa casa de hoyo u hormiguero, y el ombligo humano, siiku, en el cual se encuentra el genio o carácter de la persona. Cuando un niño nace, la partera o persona que le corta el cordón umbilical le transmite su forma de ser y, cuando la madre lleva el cordón umbilical al juuki y éste es comido por las hormigas, -quienes son muy fuertes de ser- sabrán a quien pertenece y evitarán hacerle daño. Esto resulta significativo ya que para los yaqui, el cuerpo debe mantener su unidad y sus partes desprendibles no deben quedar dispersas (en el sentido de desconocer su ubicación). Así, la placenta es enterrada en el monte, los dientes de leche son arrojados por los niños hacia el oriente, y el cabello y las uñas son guardados en bolsitas de algodón para luego ser depositadas en el ataúd como parte del propio difunto [Olavarria, 2007: 21]. Cuando una persona muere, el ciclo de vida todavía no se acaba ya que al cabo de un año, el alma recorre sus pasos para visitar los lugares que conoció en vida y recoger su cabello, sus dientes, sus uñas y su placenta. Por lo mismo, la amputación resulta impensable “porque esa parte del cuerpo va a quedar depositada en otro lugar y su cuerpo va a quedar en otra parte y pues nadie sabe donde va a quedar enterrado” [Olavarria, 2007].
El yoania es a su vez donde moran las entidades del monte. Este remite a la Sierra de Bacatebe, pero también a un ámbito asociado con las históricas rebeliones yaquis, así como a las propiedades esotéricas de la iniciación de los danzantes y músicos del venado, del Pascola y de los curanderos. Incursionar en él puede significar para cualquier persona obtener un peligroso encanto, ya que “existen animales que conocen los pensamientos y tienen la facultad de posesionarse de las personas” [Olavarría et.al 2009: 592]. Al respecto, sostiene una de las curanderas yaqui entrevistadas por las autoras que:
“ El monte es una virtud, dicen que todo vive, el árbol escucha, entiende todo, entonces también los animalitos, los pajaritos, el conejo son videntes, saben el futuro y el pasado y por ejemplo si una muchacha se acuerda de su novio […] entonces el animal ese sabe el pensamiento de esa persona y se convierte en el novio…” [Olavarría et.al., 2009: 592].
Además de los peligros de incursionar en el yoania, también es posible recibir un don. Esto ocurre para quien posea la sewa o flor de la tierra. Se trata de una piedra alargada de color negro que se encuentra en las vísceras del venado recién cazado, y que al poseerla se adquieren las cualidades del curandero, del danzante o del músico. De este modo, el talento de estos personajes puede provenir también del don otorgado por el venado en su calidad de amo de la flor o sewa. Es conocida la importancia que el venado tiene para los yaqui así como su cualidad de persona, ya que
“ el venado dicen que es una muchacha muy guapa […] son unas muchachas altas, grandotas, se reúnen ahí [en un túnel muy grande en la sierra de Bacatebe], delgaditas, bonitas, unas muchachas con unos ojones así mira, preciosas las muchachas, muy bonitas, son venados pues que se forman ahí, y ahí te dan el don” [Olavarría, 2007: 27-28].
Por otro lado, sostienen que algunas plantas tienen persona por haber recibido de Dios la misma sustancia que otorgó a los yoreme [Olavarría, 2007: 19], como la albahaca, la ruda, bambú, té de limón y otras plantas medicinales. Lo mismo ocurre con algunos animales como el gallo y la gallina [ibid.].
De este modo, es posible observar, primero, la cualidad anímica otorgada al monte así como a las plantas y animales, los cuales pueden afectar al desprevenido pero también pueden favorecerlo a través de las manos del curandero. Finalmente, dice Olavarría, “el propio cuerpo… [es] un locus a través de cuyas propiedades, productos, partes y fluidos es capaz de entablar relaciones con otros humanos (por vía de la copulación, la alianza y la filiación), con los animales y las plantas (por la vía de la alimentación y la curación), con otros planos del universo (por la vía del ritual)” [Ibid. 2007: 22]. La metamorfosis que observamos en el venado como en otros animales del monte es una característica del animismo o perspectivismo. Esta concepción esta asociada a la idea de que la forma material de cada especie es un envoltorio [o ropa] que esconde una forma interna humana.
En Chihuahua, los rarámuri consideran a la persona como constituida por tres elementos: la entidad anímica, la entidad física y las relaciones sociales desarrolladas a lo largo de su vida [Fujigaki 2005]. Desde el punto de vista mítico, el cuerpo de los rarámuri se creó por la combinación de tierra y agua, es decir barro. Éste requirió del aliento o soplo de Dios para obtener vida. Es en esta figura de barro o entidad física, denominada repokára, donde habitará el aliento divino o entidad anímica, denominada alewá [Ibid.].
El lugar más importante del cuerpo es el pecho, también designado como repokára. Es allí donde reside la entidad anímica pero también donde se produce la sangre y la respiración, dos procesos fundamentales para la vida y que, lejos de ser opuestas, conforman una unidad. Así, el aliento es simultáneamente una manifestación anímica y el resultado de un proceso corporal [Aguilar y Martínez, 2009]. La entidad anímica, asociada al aliento y respiración de Dios, contiene la fuerza vital divina que permite que la vida exista. Por tanto, aquello que da vida a un rarámuri existe antes de que éste nazca y prevalece después de su muerte.
Esta entidad anímica o alewá tiene la capacidad de salir y entrar del cuerpo, es decir, de fragmentarse, lo cual se relaciona con la capacidad de viajar, de caminar, de volar [Fujigaki, 2005]. Recordemos que el alewá proviene del soplo divino mediante el cual Dios da la vida a los rarámuri. Así, “el alewá puede ser definida como la entidad anímica que junto con el cuerpo permiten la vida, es de cualidad etérea y se manifiesta en la respiración” [Aguilar y Martínez, 2009: 564]. Una expresión de esto se da en ciertos rituales de curación donde el owiruame (doctor o chamán) sopla su aliento en la boca del paciente o en los puntos afectados por la enfermedad. De este modo, existe una afinidad entre la entidad anímica y el aliento, viéndose reflejado en el uso de los mismos términos para referirse a ambos conceptos. La descripción de los muertos o chuíki permite ejemplificar esto, ya que “cuando alguien muere se oye un silbido a lo lejos, cuando se aparecen los muertos se escucha otra vez ese silbido. Un chuíki es como el viento, por ello pueden volar y viajar con más facilidad por los lugares que conoció en vida” [Guillén y Martínez, 2005: 136].
Esta similitud entre alewá y aliento, entre la vida y la posesión de alma, puede verse también en la consideración anímica que hacen de plantas y animales. Así, a algunos árboles como pinos y encinos se les atribuye una entidad anímica por poseer corazón y silbar, cantar o tocar el violín. De igual modo, cabe la siguiente cita:
“ Pues yo creo que todos los árboles tienen alma porque si no tuvieran alma, pues no florecer í an, no volver í an a retoñar. El pino tiene alma porque a veces, cuando andas en el monte, cuando vas sola caminando, se escuchan voces, dicen que son los pinos [Guill é n y Mart í nez, 2005: 138].
Para Bennett y Zingg [1978 en ibid.], “todos los seres que respiran tienen alma, que son del mismo tipo en el caso de los animales y los hombres. Las de los pájaros son casi iguales pese a que, en realidad, más bien silban que cantan […] Los peces poseen otra clase de alma, parecida al agua, ya que ésta es para ellos lo que el aire para un animal terrestre”. De este modo, de acuerdo a Guillén y Martínez, todos los seres vivos respiran y en consecuencia poseen una entidad anímica distinta a la de los humanos pero con un origen común.
Las salidas del cuerpo del alewá pueden ser “permanentes y totales”, lo que sucede al momento de la muerte, o “temporales y parciales”, lo que ocurre en la vigilia y en el sueño. En estos casos el alma se fragmentará y el segmento más débil o pequeño se quedará en el corazón. En la vigilia el alewá puede salir cuando está en contacto con espacios desconocidos o acuáticos, o con determinados seres, especialmente seres del agua –especie de dueños de los aguajes-, serpientes y espíritus de difuntos. En el sueño el alewá sale del repokára mientras éste duerme. Los sueños son fundamentales para los rarámuri, ya que a través de ellos explican gran parte de los sucesos de la vida cotidiana y ritual, no obstante todo estado onírico es potencialmente peligroso para el alma. Tanto en el sueño como en la vigilia el alewá puede ser raptado o dañado por diversos seres ya que su posesión implica adquirir de alguna manera la fuerza vital que éstos poseen, resultando así en un tipo de transmisión de energía y fuerza. Así, por ejemplo, para explicar la brujería remiten al acto de comer o devorar las almas o los cuerpos a través de la captura del alma [Aguilar y Martínez, 2009].
Finalmente, cuando un rarámuri muere “la carne se va a la tierra y el espíritu se mantiene volando” [citado en Fujigaki, 2005], lo que implica que el cuerpo sin vida y sus partes pertenecen a Onorúame y a la tierra. A lo largo de la vida, cada rarámuri debe ir enterrando los restos que su cuerpo produce, es decir uñas, cabello, dientes, sangre, partes amputadas, hijos. Deben enterrarse y nunca quemarse, para que puedan ser recogidas y llevadas al que vive allá arriba al tercer o cuarto día de su muerte [ Ibid. ].
En los casos citados la presencia de alma o entidad anímica permite una interrelacionalidad a partir de lo cual es posible la comunicación entre diferentes seres o entidades, aunque ésta no siempre sea entendida por todos. Esta composición múltiple y fluida del cuerpo sugiere una noción corporal activa y animada, una noción de cuerpo que se expande más allá de la piel y cuyos componentes o sustancias tienen la capacidad de salir e interrelacionarse con otros seres que pueblan el cosmos, una noción que, en definitiva, difiere de nuestra idea de cuerpo como ser primario, indivisible y controlado. Ahora bien, si la entidad anímica es lo que integra, la corporalidad es lo que diferencia, es decir, lo que identifica la diferencia.
Corporalidad e identidad
La idea de que el cuerpo aparece como el gran diferenciador permite entender mejor por qué las categorías de identidad se expresen tan frecuentemente por medio de idiomas corporales, en particular a través de la alimentación y del adorno corporal, así como el tatuaje y la escarificación, el ayuno o los patrones diarios de trabajo.
Una de las ideas centrales en el pensamiento yawalapiti de la amazonia brasilera, es la de que el cuerpo humano necesita ser sometido a procesos intencionales y periódicos de fabricación. La fabricación del cuerpo es concebida como un conjunto sistemático de intervenciones sobre las sustancias que comunican al cuerpo y al mundo: fluidos corporales, alimentos, eméticos, tabaco, óleos y tinturas vegetales. Los cambios corporales así producidos son la causa y el instrumento de las transformaciones en términos de identidad social, lo que implica que, para los yawalapiti, las transformaciones corporales y los cambios en la posición social son una y la misma cosa. De este modo, no hay una distinción ontológica entre procesos fisiológicos y procesos sociológicos al nivel del individuo [Viveiros de Castro, 1979]. El carácter elaborado más que dado del cuerpo tiene una evidente conexión con la metamorfosis. Tanto la fabricación como la metamorfosis de los cuerpos permiten pensar en el estatuto de la persona humana desde su diferencia dentro del orden de las cosas [ibid. 2004].
La expresión “estoy haciendo” es utilizada por los yawalapiti para explicar las acciones de un hombre en ciertos momentos cruciales de la producción de nuevas identidades. Así, la concepción, la pubertad, y la ceremonia de los muertos son momentos cruciales en donde se producen nuevas identidades, pasajes críticos del ciclo vital tanto social como ontológico: acceso a la vida, capacidad de reproducirla y fin de la vida. Sin embargo, estos tres momentos no son vistos por los yawalapiti como “naturales” e independientes de la intervención humana, sino como momentos de fabricación de un nuevo papel social por medio de la tecnología del cuerpo, lo que implica que el cuerpo es cuerpo humano a partir de una fabricación cultural. La tecnología de elaboración del cuerpo se ejerce por medio de intervenciones en los canales de contacto entre el cuerpo y el mundo. Se trata de una noción dividual de persona en donde la manipulación de sustancias, debiendo entrar o salir del cuerpo, colaboran para el crecimiento o fortalecimiento del mismo. Así, por ejemplo, la producción de un hijo exige un gasto continuo de semen, lo que es visto como un esfuerzo y un trabajo que debilita al hombre. De manera similar, la retención de sangre –que debe salir y que queda retenida en la barriga de los padres de un recién nacido-, debilita a la persona, por lo que es necesario tomar eméticos vegetales o practicarse la escarificación para poder eliminarla 34 [Viveiros de Castro, 1979].
La lógica de incorporación/excorporación, es decir, de entradas y salidas de sustancias críticas, es constitutiva del cuerpo en su trayectoria desde el nacimiento hasta la muerte así como de la generación de identidades. Estas sustancias no solo refieren a los fluidos corporales, alimentos, etc, sino también, dependiendo del contexto o situación, a palabras, cantos y esencias espirituales o almas. En otras palabras, pueden referir a una infinidad de “cosas” que poseen la capacidad de actuar e incidir en la constitución de la persona.
En la Amazonia hay “múltiples formas de ser una cosa” la mayoría de las cuales son susceptibles de algún tipo de subjetivación: ítems ceremoniales, parafernalia chamánica, ornamentos personales, canciones, nombres, imágenes, herramientas y armas, utensilios de cocina, accesorios para dormir, pertrechos para el bebe, fenómenos atmosféricos, formaciones geológicas, minerales y rocas, así como documentos personales y un amplio rango de objetos industriales recientemente incorporados como armas de fuego, linternas e incluso aviones. Estos objetos difieren de otros no solo en la manera en que han sido subjetivados sino también en el grado de animismo y agencia que poseen para estos grupos [Santos-Granero, 2009a; 2009b]. En otras palabras, no todas las cosas tienen la misma capacidad para actuar o para incidir en algo, y es en función de esta diferente personeidad que tengan injerencia en la transformación corporal y finalmente en la expresión de la identidad social.
En las ontologías animistas o perspectivistas, las personas no nacen como tales sino que son formados y transformados mediante el aporte de una variedad de sustancias u objetos, afectos y acciones en donde circulan seres primordiales y dioses creadores. A lo largo de la vida e incluso después de la muerte, los procesos de producción y transformación corporal a través de los rituales de iniciación serán parte constitutiva de la persona y de las identidades individuales y grupales. En tales procesos, la acción y subjetivación de objetos y sustancias jugarán un papel fundamental -algo que los arqueólogos no debemos perder de vista. En este punto resulta interesante indagar en la manera en que se comprende la transmisión de sustancias en la conformación de la persona dentro de la ontología dual de la modernidad, y cómo ésta se comprende dentro de una ontología relacional. Esto nos permitirá ver cómo las diferentes maneras de entender las relaciones y formas de relacionarse tienen incidencia en la constitución del ser, así como en los mecanismos de producción y negociación de las identidades; pero también nos permitirá entender la importancia de considerar la agencia en su propio contexto ontológico, dando pie así a la consideración del paisaje.
El parentesco: descendencia genealógica o intercambio relacional
En occidente, al ser predominantemente indivisibles, rara vez extraemos una parte física de nosotros mismos. Más allá de la transfusión de sangre o la donación de órganos, nuestras sustancias corporales son generalmente transmitidas a través de la procreación. La idea de que las sustancias generativas son transmitidas de generación en generación a través de la reproducción es central en lo que Ingold llama modelo genealógico [Ingold, 2000; Fowler, 2004].
En la tradición occidental los primeros esquemas de árboles genealógicos vienen de la imaginería bíblica. Allí, la familia aparece representada en la prolongación de muchas ramas que irradian de un tronco, y en cuyas raíces, firmemente plantadas en la tierra, se encuentra Adán. Con el desarrollo de la antropología física el hombre ya no es visto como una creación, sino como una evolución filogenética, la cual también es representada con forma de árbol. Aquí, los ancestros más tempranos del hombre son ubicados en la raíz de la historia. Posteriormente, el denominado “método genealógico” reemplaza a la imagen del árbol por una geometría abstracta, dendrítica, de puntos y líneas, donde cada punto representa a una persona y cada línea a una conexión genealógica. Este método sostiene que los elementos esenciales de la persona están dados en virtud de su conexión genealógica, independientemente de los contextos situacionales de la actividad humana [Ingold, 2000].
De acuerdo al modelo genealógico, dice Ingold, lo que una persona recibe como descendencia se divide en dos componentes: la sustancia material y la memoria cultural. Lo primero correspondería al “tipo” de sangre, referido técnicamente al parentesco consanguíneo. Esto implica que las personas representan cierta apariencia, temperamento y mentalidad en virtud de su linaje, y que estas características pasan a sucesivas generaciones sin ser afectadas por las circunstancias de su experiencia de vida. El segundo componente, la memoria cultural, reconoce a la cultura como un corpus de conocimiento tradicional trasmitido como legado del pasado y que es expresado más que generado en el contexto de la vida cotidiana. Es decir, la gente no comparte una tradición cultural por estar involucrados en prácticas sociales compartidas sino porque es un conocimiento que llega a ellos por línea de descendencia [Ingold, 2000: 138]. Para muchas sociedades tradicionales, en cambio, las sustancias generativas no son transmitidas biológicamente sino intercambiadas entre las diferentes entidades que pueblan el mundo. Para comprender este proceso es necesario considerar un modelo relacional.
Para este modelo se ha propuesto, en lugar del árbol genealógico, la figura del rizoma -racimo denso y enredado de filamentos entrelazados en donde cualquier punto puede conectarse con cualquier otro [Deleuze y Guattari, 1988]. Esta imagen permite pensar en las relaciones y en la transmisión de sustancias ya no desde la linealidad estática y descontextualizada del modelo genealógico, sino desde la concepción de un mundo en movimiento, donde cada parte es la representación de la totalidad de sus relaciones [Ingold, 2000: 140]. Desde esta perspectiva, la idea de ancestro ya no será el resultado de la transmisión de atributos a través de líneas genealógicas, sino la de relaciones de alimentación, cuidado y afecto en un espacio sin tiempo.
De acuerdo a Ingold, entre los cazadores recolectores los ancestros pueden estar representados no solo por humanos que vivieron en el pasado, sino también por espíritus que habitan el paisaje, por seres míticos no humanos, o por aquellos seres que crearon el mundo. En el primer caso, los ancestros pueden manifestarse a través de alguna modificación del paisaje que realizaron cuando vivían como mortales, como por ejemplo, “el árbol de frutos que plantó el ancestro” [Ingold, 2000: 140]. En otros casos, los ancestros pueden estar eternamente presentes en el paisaje. Cuando los cazadores yukagirts entran al bosque se dirigen a los espíritus de los ríos y de los lugares donde van a cazar como “padres” y “madres” o “abuelos” y “abuelas”; y se refieren a ellos mismos como “hijos” o “nietos” de los espíritus. Ellos dirán, por ejemplo, “Abuelo, tus hijos están hambrientos y pobres. Aliméntanos como nos has alimentado antes” [Willerslev, 2007: 42]. De manera similar, los pigmeos mbuti se refieren al bosque que los rodea como “Padre” y “Madre”, ya que según dicen, “les provee comida, calor, refugio y ropa, igual que sus padres”, y además “como sus padres [el bosque] les da afecto” [Turnbull, 1965: 19 en Ingold, 2000: 43]. Los nayaka de Tamil Nadu, sur de India, se refieren a los espíritus que habitan las colinas, los ríos, y las rocas en el bosque del mismo modo que a los espíritus de sus antepasados inmediatos, es decir, como dod appa (“gran padre”) y dod awa (“gran madre”) [Bird-David, 1990 en Ingold, 2000: 140], ya que los espíritus que habitan el bosque contribuyen con los seres humanos de la misma manera que lo hacen los padres humanos, esto es, dándoles comida, orientación y seguridad. Por su parte, los ojibwa de Berens River, Manitoba, refieren al sol, a los cuatro vientos y al “maestro” de varias especies de animales como “nuestros abuelos”, ya que los consideran como “entidades vivas que han existido desde tiempos inmemoriales” y que tienen una existencia paralela a los humanos comunes. Estos “abuelos” son ancestros porque estaban allí antes que ellos y los guían a través del mundo, pero, a diferencia del concepto genealógico, no descienden de ellos [Ingold, 2000: 141]. En síntesis, los vínculos consanguíneos no son los únicos ni los más importantes entre los cazadores recolectores, ya que estos grupos también tienden a construir vínculos parentales con espíritus, animales, objetos u otras entidades no humanas con los que se relacionan en su habitar cotidiano. Así, las sustancias, la energía y el conocimiento pueden obtenerse de otras fuentes, además de la que aporta la comunidad humana, y pueden ser transmitidas de formas diferentes a la que se da por la reproducción biológica.
En el modelo relacional entonces, no hay líneas de descendencia que ligan a las sucesivas generaciones de personas de manera estática y descontextualizada; por el contrario, las personas están en un proceso continuo de hacerse a través de un campo múltiple de relaciones y experiencias. Las personas no están constituidas por una serie de atributos especificados de antemano, como implica el modelo genealógico, sino que se van generando en sus múltiples relaciones a lo largo de su vida. Para Ingold, este proceso pro-generativo se da dentro de lo que él llama ‘esfera de alimentación’, en la que los ancestros juegan un rol esencial, ya que alimentan a sus sucesores aunque éstos no sean literalmente descendientes de aquellos. De acuerdo al autor, el parentesco se constituye en este tipo de contribuciones [Ingold, 2000: 144]. Al respecto, recordemos que en este tipo de ontologías relacionales el cuerpo es fabricado más que dado, lo que me da pie a revisar la consideración del género.
La transmisión de sustancias y la “fabricación” del género
Las actividades de la vida cotidiana, particularmente asociadas al intercambio y al consumo, ofrecen contextos para la transmisión de sustancias entre diferentes entidades. Estos procesos son fundamentales para la conformación de la persona, y de las identidades. Para profundizar acerca de los mecanismos por los cuales las sustancias eran transmitidas en la conformación de la persona en las sociedades de Nueva Guinea, Strathern estableció una distinción entre intercambio mediato e inmediato. Los primeros involucran regalos visibles y requieren de un proceso de partibilidad, es decir que los objetos sean conceptualizados como partes de la persona los cuales son extraídos para propósitos del intercambio. En los intercambios inmediatos, en cambio, no participan partes de la persona transformadas en objetos sino que son las sustancias corporales, palabras, o esencias espirituales invisibles las que son transmitidas directamente. En estos casos la transmisión directa de sustancias y cualidades tienen efectos inmediatos en quien recibe [Strathern, 1988 en Fowler, 2004].
Respecto a las cualidades transmitidas por las sustancias, Fowler [2004] sostiene que a veces los efectos que produce una sustancia y el género de la misma pueden estar fijados en un material, mientras que en otros las cualidades y sus efectos son aspectos negociables. La activación de las cualidades es absolutamente contextual, lo que implica que la conceptualización de un objeto como objeto o como sustancia depende del contexto de la práctica. Así, por ejemplo, en Melanesia las personas son consideradas como un mosaico de partes [dividuales y partibles], algunas de estas partes pueden tener género masculino y otras femenino. Es decir, el género de las personas no es evidente sino que se construye a partir de su performance, esto es, tiene que ver con lo que las personas hacen (o cómo lo hacen) más que con lo que son. Por lo tanto los atributos de género no pueden ser conocidos con anticipación, sino que deben ser expresados a través de la manipulación exitosa de sus relaciones [Busby, 1997]. Así, cualquier sustancia, cosa o persona puede revelarse en un contexto como masculino y en otros como femenino, dependiendo de cómo es activado. Por ejemplo, ciertos objetos como la flauta, son considerados como pene o seno, o como pene o matriz, dependiendo de cómo son activados en su contexto de uso [Fowler, 2004]. La noción de que el cuerpo esta compuesto de partes masculinas y partes femeninas le permite a Strathern conceptualizar a la persona melanesia como cross-sex. Para los melanesios entonces, el género de una persona no es estable ni obvio, y es por eso que depende de su performance [ibid.].
En el sur de India, donde predomina la permeabilidad, hombres y mujeres demuestran su género en casi todos los aspectos de la vida: tienen diferentes trabajos, diferentes responsabilidades, diferentes espacios de operación, etc. Sin embargo, consideran que estos diferentes desempeños salen de las sustancias corporales distintivas. Es decir, las personas tienen género a través de la presencia de sustancias sexuales: semen, sangre de matriz y leche de pecho, las cuales están indicadas por los genitales. De este modo, la identidad de género es inmanente al cuerpo. Sin embargo, las sustancias pueden ser socialmente manipuladas por lo que el género de cada persona no es completamente fijo sino que depende del control de las sustancias. Es decir que hombres y mujeres se distinguen por sus cuerpos pero también por la capacidad de procrear, lo que implica que ambos géneros quedan más claramente especificados a través de la relación marital [Busby, 1997]. Vemos entonces, que en muchas sociedades el género no es algo permanente, sino que es el resultado de estrategias sociales en acción.
La agencia de las cosas
Las ontologías relacionales como el animismo o perspectivismo, implican que seres no humanos pueden expresar agencia o ser agentes sociales de algún tipo. El hecho de que los objetos tienen agencia o son una fuente para la agencia ha provocado un considerable debate, especialmente desde la publicación de los trabajos de Bruno Latour [2007 (1991)] y de Alfred Gell [1998].El primero sostiene que objetos y sujetos –redefinidos en el concepto de “actantes”- tienen la misma incidencia en la constitución de la sociedad y en la producción de la agencia y por lo tanto no deben ser considerados por separado en el estudio de lo social. Por su parte, Gell introduce el concepto de “abducción de la agencia” a través de lo cual ciertos objetos –en especial los que denomina como artwork- pueden participar en las relaciones sociales. Ambos autores difieren, sin embargo, en la naturaleza y en la fuente de la agencia: mientras para Latour los actantes –cosas, palabras, ideas- tienen agencia, para Gell la agencia del objeto siempre se deriva del sujeto humano.
En su crítica a la modernidad, Latour sostiene que la reificación de la naturaleza y la sociedad como dominios ontológicos antitéticos es resultado de un proceso de purificación epistemológica. En la práctica, sin embargo, la ciencia moderna nunca ha podido cumplir con las normas del paradigma dualista. Por el contrario, la ciencia no ha hecho más que producir fenómenos y artefactos híbridos en los cuales los efectos materiales y las convenciones sociales se mezclan de manera inextricable [Descola, 2001]. A aquellos híbridos Latour les denomina “actantes”.
De acuerdo al autor, las agencias son aquellas que hacen algo, es decir, que inciden de alguna manera en un estado de cosas. En este sentido, si hay agencia debe haber una acción. La acción no es, para Latour, simplemente algo que hace alguien, sino “un nodo, un nudo y un conglomerado de muchos conjuntos sorprendentes de agencias” [2008: 70], lo que implica que en la acción entran en juego, no necesariamente un actor sino muchas entidades. “El actor, [entonces], no es la fuente de la acción sino el blanco móvil de una enorme cantidad de entidades que convergen hacia él” [2008: 73]. A este entramado le denomina Teoría del Actor-Red (TAR), misma que posteriormente será rebautizada como Ontología del Actante-Rizoma.
Ahora bien, a lo que realiza la acción, dice el autor, siempre se lo provee de alguna forma o figura, agregando que “es esencial comprender que existen muchas figuras [además] de las antropomórficas” [Latour, 2008: 83]. Es así que introduce el concepto de actante, los cuales pueden ser tanto ideomorfos, tecnomorfos, biomorfos, o la misma encarnación del actante en un individuo. En este sentido, si lo actores no son solamente humanos, entonces “cualquier cosa que modifica con su incidencia un estado de cosas es […] un actante” [ibid.: 106], y puede ser tan real como social y discursivo a la vez –un martillo que ”golpea” el clavo, un cuchillo que “corta” la carne, un canasto que “carga” las provisiones, una baranda que “evita” las caídas, un cronograma que “ordena” las actividades, un cerrojo que “cierra” la puerta, un financiamiento que “permite” investigar, etc. ¿Acaso esos verbos no designan acciones? [ibid.: 106]. ¿Será lo mismo, en todo caso, clavar un clavo sin un martillo, cortar la carne sin un cuchillo, cargar provisiones sin un canasto, ordenar las actividades sin un cronograma o investigar sin financiamiento? Seguramente que no.
Latour cuestiona que la agencia esté restringida solo a los humanos “con intenciones” –aunque al decirlo asume que la intencionalidad solo viene de aquellos. En su crítica a la sociología contemporánea, sostiene que “si la acción esta limitada a priori a lo que los humanos ‘con intenciones’ y ‘con significado’ hacen, es difícil ver cómo un martillo, un canasto, un cerrojo, [un cuchillo o una baranda] pudieran actuar”. Podrían existir, dice el autor, “en el dominio de las relaciones ‘materiales y causales’, pero no en el dominio ‘reflexivo y simbólico’ de las relaciones sociales”. En cambio, al definir al actante como cualquier cosa que modifica con su incidencia un estado de cosas, las preguntas que deben plantearse sobre cualquier agente son simplemente las siguientes: ¿Incide de algún modo en el curso de la acción de otro agente o no? ¿Hay alguna prueba que permita que alguien detecte esta incidencia?” [2008: 106].
Esto no significa por supuesto, que los actantes “determinen” la acción, es decir, que los canastos “causen” la búsqueda de provisiones o que los martillos “impongan” golpear el clavo (aunque a veces sí, por ejemplo cuando un financiamiento impulsa el desarrollo de una investigación). En este sentido, no les atribuye intencionalidad a los objetos aunque reconoce que “podrían existir muchos matices metafísicos entre la plena causalidad y la mera inexistencia”. Sin embargo, sostiene que “además de ‘determinar’ y servir como ‘telón de fondo de la acción humana’, las cosas podrían autorizar, permitir, dar los recursos, alentar, sugerir, influir, bloquear, hacer posible, prohibir, etc.” Aclara, a su vez, que ésta “no es la afirmación vacía de que son los objetos los que hacen las cosas ‘en lugar de’ los actores humanos: dice simplemente que ninguna ciencia de lo social puede iniciarse si no explora primero la cuestión de quién y qué participa en la acción, aunque signifique permitir que se incorporen elementos […] no humanos” [Latour, 2008: 107].
Esta teoría ha sido cuestionada en varios aspectos, en especial por tratarse de una teoría plana y deshumanizada. Al respecto, pide Latour no confundir a la TAR con “uno de los numerosos movimientos que han apelado a lo ‘concreto’ del individuo humano con su acción significativa, interactuante e intencional”. Sostiene que, inspirados en la fenomenología, estos movimientos no pueden “imaginar una metafísica en la que habría otras agencias reales que aquellos humanos con intenciones”. En una nota al pie agrega que los fenomenólogos enfatizan demasiado las fuentes humanas en relación con la capacidad de agencia”, aunque, “esto no significa que debamos privarnos del rico vocabulario descriptivo de la fenomenología, [sino] simplemente que tenemos que hacerlo extensivo a las entidades ‘no intencionales’” [Latour, 2008: 92-93]. En pocas palabras, al rechazar la distinción entre humano y no humano para explicar la agencia, deja de lado cualidades como la intencionalidad y la acción significativa.
En este punto, considero, por un lado, que efectivamente es extremadamente deshumanizado, al punto que, paradójicamente, parece dejar librada las acciones “al dominio de las relaciones ‘materiales y causales’”. O peor aun, se ha señalado que una fuerte reivindicación hacia la agencia de las cosas podría tener el peligroso efecto de socavar las responsabilidades humanas individuales y los derechos –piénsese, por ejemplo, si se culpara de la masacre de Columbine en la que un estudiante mató a varios de sus compañeros, a los videojuegos [Gardner, 2007 en Sillar, 2009: 368]. Por otro lado, al dejar de lado la intencionalidad por ser un atributo humano, está reconociendo justamente que la intencionalidad es un atributo humano, con lo que parece quedar encerrado en su propio círculo. 35 Si bien a lo largo de sus obras valora afirmativamente el trabajo de autores como Descola y Viveiros de Castro, en donde se describe la agencia de animales, plantas y espíritus [v. Latour, 2007; 2009; entre otros], parece no reconocer que en aquellas ontologías sí se le atribuyen cualidades humanas a las cosas. Esta ausencia de subjetividad podría parecer un problema, al menos para el antropólogo que busca reconocer la agencia que los indígenas le atribuyen a las entidades del cosmos la cual, definitivamente, no es igual para todos. Es decir, si, como vimos a lo largo de este capítulo, los grupos indígenas le atribuyen cualidades humanas, como la intencionalidad o la conciencia, a las cosas, entonces deberíamos al menos, considerar la posibilidad de que en esas cosas existe una condición de humanidad. Coincido en que la dicotomía de lo social y lo material es una ilusión moderna, y que por lo tanto las personas y las cosas deben ser tratadas como iguales. Este principio de simetría, sin embargo, resulta un poco deshumanizado para entender otras formas de clasificación (ver, por ejemplo, El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss).
Para la arqueología, en cambio, la cosa puede ser útil si planteamos tal simetría como punto de arranque y trasfondo teórico. En tal caso, y a diferencia del dualismo y la objetivación, “una epistemología monista [como la de Latour] destacaría el arraigo, la autorregulación y la autonomía local” [Descola y Pálsson, 2001: 13]. En otras palabras, al partir del principio de simetría, el concepto de actante nos permite ubicar a las personas, los lugares y las cosas al mismo nivel y compartiendo la misma ontología, lo que nos dará la posibilidad –a diferencia de otras teorías- de hablar de agencia sin necesidad de distinguir entre humanos y no humanos. En este sentido, entiendo que, cuando hablamos de agencia, no debemos asumir “de entrada” que ésta conlleva atributos tales como intencionalidad o conciencia. Sin embargo, no todo lo que para el arqueólogo es actante pudo ser agencia en el pasado. Aunque sí agentes potenciales. ¿Cómo discernir entre aquello que tuvo incidencia en un estado de cosas y aquello que no? Dado que la agencia existe en una relación asociativa con otras entidades, en un contexto y en un tiempo espacio particular, y encorporada en alguna forma o figura -materia, palabra, sustancia-, la potencialidad de la cosa debe ser activada a partir de, o en función de, determinados atributos que hicieron que fuera eso y no otra cosa la fuente de la agencia. En este sentido, creo que, si queremos hablar de agencia desde las ontologías relacionales, debemos estar abiertos a la posibilidad de que ciertos atributos de la condición humana pudieron estar implícitos de una u otra manera en la activación de la misma. En síntesis, considero que la Teoría del Actor Red (o del Actante Rizoma) de Latour provee un trasfondo teórico y punto de arranque sumamente apropiado para el estudio de la agencia de las cosas en el marco de un enfoque relacional. No obstante, para responder a la pregunta formulada líneas arriba será necesario ir más allá -o más acá-, y aproximarnos a la subjetividad de las cosas desde las propias realidades etnográficas.
A diferencia de Latour, la intencionalidad será uno de los aspectos básicos en el desarrollo del concepto de agencia que realiza Alfred Gell [1998]. Para este autor, no solo las personas humanas pueden ser agentes potenciales sino también los objetos que al estar insertos en una red de relaciones sociales pueden, en situaciones específicas, presentarse como agentes sociales por medio de lo que denomina abducción de la agencia. De este modo, Gell concibe a la agencia como relacional y dependiente del contexto y no como un término clasificatorio e independiente.
El autor restringe su análisis a los objetos de arte o artwork considerando a éstos no en sentido estético (aquello que es reconocido institucionalmente como arte) sino como entidades involucradas –formando y siendo formadas- en las relaciones sociales. Sin embargo, no discutirá a éstos como objetos sino como índice. El índice refiere a cualquier entidad (que el autor limita a lo material) a partir de la cual el observador puede hacer una inferencia causal de algún tipo. En este sentido, el índice permite una operación cognitiva particular que Gell identifica como la abducción de la agencia. El término abducción 36 proviene de la lógica y la semiótica e implicaría una “inducción al servicio de la explicación, en donde una nueva regla empírica es creada para hacer predecible algo que de otro modo sería misterioso” [Boyer, 1994 en Gell, 1998: 14]. Así, determinado índice puede motivar al observador a hacer determinada inferencia abductiva. De acuerdo al autor, la mínima definición de una situación ‘arte’ (visual) involucra la presencia de algún índice que lleva al observador a hacer una abducción que impregna a la cosa de intencionalidad. De este modo, la categoría de índices más relevantes, será aquella que permita abducir agencia, lo que excluye, según el autor, cualquier inferencia científica. El índice, entonces, es visto como el resultado y/o el instrumento de la agencia social [Gell, 1998: 15]. El razonamiento de Gell es el siguiente: un ‘signo natural’ como el humo no es visto como el resultado de una agencia social sino de una proceso natural, la combustión; pero si el humo es visto como el índice de ‘fuego prendido por agentes humanos’ entonces hay una abducción de la agencia y el humo se convierte en un índice artefactual [ibid.].
De acuerdo a Gell, se atribuye agencia a aquellas personas (o cosas) que inician una secuencia causal de un tipo particular. El agente, por lo tanto, es quien “hace que las cosas pasen” a su alrededor. Como resultado de este ejercicio de la agencia, ocurren ciertos eventos, los cuales no necesariamente responden a la intención inicial del agente. De este modo, los agentes inician acciones, estas acciones están causadas por ellos mismos, por sus intenciones (más allá del resultado final) y no por las leyes físicas del cosmos. Ahora bien, dice el autor, sabemos que las nociones “folk” de agencia, extraídas de las prácticas cotidianas y las formas discursivas, no necesariamente corresponden a las nociones de agencia filosóficamente defendibles. Esto es, que las “cosas” pueden ser también agentes sociales en situaciones particulares. La idea de agencia, dice el autor, “es un marco culturalmente prescripto para pensar acerca de la causalidad, cuando lo que ocurre, se supone, se debe a las intenciones previas de alguna persona-agente o cosa-agente”. Para Gell entonces, cualquier evento que, se cree, ocurre debido a una “intención” alojada en una persona o cosa y que inicia una secuencia causal, es una agencia [Gell, 1998: 17]. A partir de ello, establece una distinción que, sin embargo, parece alejarse de las nociones “folk” de agencia, ya que sostiene que “la palabra agencia sirve para discriminar entre ‘eventos’ [causados por leyes naturales] y ‘acciones’ [causadas por intenciones previas]”. A continuación, agrega que si bien se le suele atribuir intenciones a los animales y objetos materiales, éstas siempre son humanas, ya que para Gell, los objetos no son agentes auto-suficientes, sino solo agentes secundarios en asociación con agentes (humanos) específicos. Si bien la teoría filosófica de la agencia presupone la autonomía y auto-suficiencia del agente humano, para Gell los artefactos adquieren un tipo de agencia de segunda clase una vez que están inmersos en una red de relaciones sociales. No obstante, continúa el autor, dentro de esta textura relacional, los artefactos bien pueden ser tratados como agentes en una variedad de formas [Ibid.].
Gell distingue entonces entre “agentes primarios”, esto es, seres intencionales que se diferencian de las meras cosas y artefactos; y “agentes secundarios”, es decir cualquier tipo de artefacto u objeto a través de los cuales los agentes primarios distribuyen su agencia en su entorno causal (causal milieu) haciéndola efectiva. Sin embargo, aclara Gell, decir que los artefactos son agentes secundarios no significa que no sean agentes [ibid.: 20]. En síntesis, esta distinción, que parece demasiado categórica cuando el tema en cuestión es la agencia de los objetos, Gell la resuelve al introducir el concepto de “personeidad distribuida” (distributed personhood). Esta noción implica que todas las partes de la persona no están físicamente adheridas sino distribuidas en tiempo y espacio. Es decir, la persona no está solo donde su cuerpo está, sino en muchos lugares y tiempos simultáneamente [ibid.: 20, 106]. Al respecto, menciona el caso de las minas anti-personales. No podemos decir que éstas fueran “agentes de destrucción” sino “instrumentos de destrucción”, en cuanto que la responsabilidad moral del acto es del soldado que puso la mina, quien pudo haber actuado diferente, y no de la mina, la cual no podía evitar explotar una vez que la pisaran.
Ahora bien, la noción de “personeidad distribuida” permite pensar en el soldado y en la mina de una manera diferente, ya que el soldado no es solo un hombre sino un hombre con armas. Las armas del soldado son partes de él, aquellas que hacen de él un soldado. En este sentido, podemos pensar a las minas, más que como instrumentos, como componentes de un tipo particular de identidad social y agencia. Al hablar de los artefactos como agentes secundarios, Gell refiere al hecho de que el origen y la manifestación de la agencia tiene lugar en un medio consistente de artefactos (casual milieu), en donde los agentes “son” y no nada más “usan” los artefactos que los conecta con el mundo social. Las minas anti-personales no son agentes primarios que inician voluntariamente un suceso del cual son moralmente responsables, sino encarnaciones objetivas del poder o la capacidad de su deseo de uso. De acuerdo al autor, “la objetivación en la forma de artefactos es la manera en que la agencia se manifiesta y se realiza a sí misma vía la proliferación de fragmentos de agentes intencionales ‘primarios’ y sus formas artefactuales ‘secundarias’” [ibid.: 21].
La teoría antropológica de Gell, si bien con algunos cuestionamientos, resulta interesante en cuanto a la posibilidad de “subjetivar” a la agencia. No creo, sin embargo, que la intencionalidad sea una cualidad sine qua non de la agencia –ya fue discutido en secciones anteriores. Aunque sí considero interesante, y aplicable dentro de un marco interpretativo, el concepto de abducción de la agencia en cuyo contexto sí podría caber la intencionalidad y la subjetividad. Pongamos como ejemplo la interpretación chamánica. Según Viveiros de Castro, para el chamanismo amerindio, conocer es personificar, es decir, tomar el punto de vista de aquello que debe ser conocido. En este sentido, dice el autor, “la personificación o subjetivación chamánica reflejan una propensión a universalizar la ‘actitud intencional’” [Viveiros de Castro, 2004: 42]. Eso significa que “lejos de intentar reducir a cero la ‘intencionalidad ambiente’ a fin de llegar a una representación absolutamente objetiva del mundo”, como se haría desde el pensamiento occidental, por ejemplo, “[el chamán] toma la decisión opuesta: el conocimiento verdadero tiene como meta la revelación de un máximo de intencionalidad, a través de un proceso sistemático y deliberado de ‘abducción de la agencia’” [Ibid.]. Así, “una buena interpretación chamánica es aquella que consigue ver que cada acontecimiento es, en realidad, una acción, una expresión de estados o atributos intencionales de algún agente” [Ibid.: 44].
En arqueología la aplicación de este concepto es un poco más complicada. A diferencia de la libertad que nos ofrece la noción de actante para estudiar la agencia en arqueología en el marco de una ontología relacional, la idea de la abducción de la agencia resultará, en todo caso, un poco más especulativa, en tanto que implica la acción subjetiva de la cosa. Además, debemos tener en cuenta que ambos conceptos vienen de epistemologías diferentes. No obstante, creo que más que ser incompatibles puede llegar a ser conceptos complementarios. Si recordamos bien, el concepto de actante nos permitía ubicar a las personas, los lugares y las cosas al mismo nivel y compartiendo la misma ontología, lo que posibilitaba hablar de agencia sin tener que restringirnos a los “humanos”. Sin embargo, dado que no todo lo que para el arqueólogo es actante pudo ser agente en el pasado, es necesario dejar a un lado el universalismo y aproximarnos más a las ontologías indígenas. Es aquí donde la noción de abducción de la agencia puede ayudarnos a descifrar la subjetivación y la agencia de las cosas –o actantes- en los casos que estudiamos.
El poder de actuar: materialidad y personhood en las ontologías indígenas
Si la agencia refiere a la capacidad de actuar, esa “capacidad de actuar” es inmanente a una relación y por lo tanto la agencia referirá siempre a aquello que incide de alguna manera en un estado de cosas, debiendo ser esa incidencia significativa o percibida como tal por la persona o grupo en cuestión. Por supuesto, hay grados de agencia, es decir la incidencia en un estado de cosas puede ser total, mediana o mínima dependiendo del contexto-agente. ¿Cómo evaluar esa incidencia? ¿Cómo discernir, dentro de un entramado de actantes, aquello que afecta un estado de cosas? Para ello debemos primero evaluar el contexto ontológico en el que se dan esas relaciones.
Como hemos podido percibir en las páginas anteriores, en las ontologías animistas o perspectivistas “hay muchas formas de ser una cosa”, entendiendo que “cosa” refiere no solo a artefactos -objetos hechos por dioses y humanos, incluyendo imágenes, canciones, nombres y diseños-, sino también a objetos y fenómenos naturales [Santos-Granero, 2009a]. En este sentido, trataré el concepto de “cosa” desde la noción de actante, es decir, aquello que “está compuesto de propiedades de sujeto, propiedades de objeto, propiedades de discurso y propiedades existenciales” [Lash, 1999]. Las distintas formas de ser una cosa tendrán relación entonces con cuan acentuada esté cada propiedad en esa cosa. 37 A partir del estudio de los Yanesha, del Perú oriental, Santos-Granero, describe cómo estos grupos adscriben diferentes ontologías a las cosas. Así, por ejemplo, algunos objetos tienen personeidad debido a que se originaron por auto-transformación por lo que mantienen la subjetividad de lo que alguna vez fueron. Tal es el caso de antiguas divinidades o seres ancestrales quienes, en los tiempos míticos se transformaron en el sol, la luna, las estrellas, los lagos, las rocas o las montañas. La metamorfosis es también central en el origen de muchos objetos, los cuales, antes de que los dioses mitológicos los transformaran en instrumentos, minerales o formas del paisaje eran personas. Ciertos objetos se originaron por mimesis, esto es, como replicas de objetos o entidades de los cuales capturaban las poderosas subjetividades que se cría tenían los originales. Esto ocurría particularmente en los primeros años de contacto con los misioneros blancos de quienes replicaban objetos ligados a la liturgia cristiana. A su vez, hay objetos que fueron subjetivados a través del contacto directo con el alma o vitalidad de la persona que los posee. Esta subjetivación o animación (ensoulment) de las cosas ocurre frecuentemente con muchas posesiones personales las cuales se convierten en una extensión del cuerpo del poseedor. Finalmente, hay objetos simples, es decir, objetos que nunca fueron sujetos y que tienen pocas chances de ser subjetivados –aunque esta es siempre una posibilidad [Santos-Granero, 2009a; 2009b].
Esto último no solo ocurre con los objetos, ya que incluso puede haber seres animados que carecen de alma o de personeidad, siendo también una característica de las ontologías animistas o perspectivistas. Entre las plantas del huerto que cuidan las mujeres Ashuar, “un buen numero de plantas no tienen alma y existen de manera común bajo la especie de lo vegetal” [Descola, 1996: 272]. Para los yukaghirs de Siberia, por ejemplo, todas las cosas –humanos, animales y objetos inanimados- tienen ayibii, es decir, alma o esencia vital. Sin embargo, no todo lo que tiene alma es considerado persona, y tampoco el status de persona es adscrito de la misma manera a todos los seres animados [Willerslev, 2007]. Algunos de los rituales realizados en el área andina están compuestos de un conjunto de elementos –el sami o esencia de las hojas de coca, el apu o montaña, la ofrenda o coca, las illas o figurillas que actúan como intermediarios, y el fin del ritual que puede estar destinado al cultivo, al ganado o a la casa. Aunque todos estos elementos poseen energía vital o ánimo, cada uno ocupa diferentes posiciones en la jerarquía social de la entidades animadas [Sillar, 2009: 372]. Esto implica que, si bien todos los seres pueden estar subjetivados o disponer de cierta entidad anímica no todos tienen el mismo poder o la misma capacidad de actuar o de incidir. En este sentido, los objetos -o bien podríamos decir actantes-, difieren entre sí no solo por la forma en que se originaron o subjetivaron sino también por el grado de agencia y de animacidad que poseen. De este modo, si bien la ontología multinaturalista plantea que todos los seres difieren en términos de sus cuerpos, pero comparten una misma esencia vital o anímica, ésta sustancia integradora tampoco es tan genérica ¿Qué es lo que los hace diferentes?
Uno de los aspectos relevantes que hace diferentes a los seres existentes es la capacidad de comunicación. Para los Ashuar del alto Amazonas, por ejemplo, la mayor parte de las plantas, de los animales, de los astros y de los truenos son personas (aents) dotadas de un alma o esencia propia [wakan] y de una vida autónoma. Sin embargo, dice Descola, existen diversas modalidades según la cual estos grupos conciben la espiritualidad de aquellos. “En el seno de un vasto continuum”, señala el autor, “existen fronteras internas delimitadas por diferencias en las maneras de comunicar. Es según la posibilidad o imposibilidad que tienen de instaurar una relación de intercambio de mensajes que todos los seres de la naturaleza, inclusive los hombres, se encuentran repartidos en categorías” [Descola 1996: 138]. Para los Ashuar, esta capacidad de comunicación depende de la disponibilidad de wakan o alma así como de la fuerza o poder del wakan de cada especie. Por ejemplo, los astros son personas de comportamiento previsible pero sobre los que los humanos no pueden influir. En cambio, con los truenos hay un vínculo más estrecho ya que cada hombre esta provisto de un trueno personal cuya función es prevenirlo cuando está en peligro de muerte. Sin embargo, es un vínculo involuntario y no hay intercambio de información. Las relaciones que se entablan entre los humanos, los animales y las plantas son, en cambio, mucho más cercanas. 38 En estos casos la intersubjetividad se expresa mediante el discurso del alma a través de cantos mágicos (anents), los cuales se cree, tocan directamente el corazón de aquellos a quienes van dirigidos y están destinados a influir sobre el curso de las cosas [Descola, 1996]. Para los pueblos del área andina de Bolivia y Perú solamente los humanos tienen “alma”, pero tanto los humanos como otras entidades, entre ellas: la alpaca, el maíz, los illas (pequeñas figurillas) pueden tener “ánimo”, la energía vital que anima la vida. Para esta gente es el ánimo lo que ofrece el sentido vital para la percepción y la comunicación, no el alma. Al respecto, sostienen que es posible reconocer el alma separada del ánimo de una persona muerta debido a la incapacidad de la primera de percibir o interactuar con el vivo [Sillar, 2009: 369].
De acuerdo a la abundante etnografía amazónica, el aspecto comunicativo es crucial en la clasificación nativa de los seres existentes. Así, desde el punto de vista del nativo, entre los actantes más poderosos están aquellos capaces de entablar verdaderos diálogos con los seres humanos, en especial aquellos que pueden impartir conocimiento, y esto suele darse a través de sueños, de viajes espirituales o de encuentros sobrenaturales [Santos-Granero, 2009a]. Las canciones suelen ser un fuerte elemento comunicativo. Tal es el caso de los cantos mágicos o anents que los Ashuar utilizan para comunicarse y mantener relaciones armoniosas con los espíritus de las plantas y los animales. Las flautas de los Tukano y los tambores de los Wauja constituyen también claros ejemplos de objetos comunicativos. En los andes Centrales, beber chicha (bebida hecha de maíz fermentado) es una actividad comunal y se hace como forma de comunicación con los ancestros y con el resto del mundo animado [Sillar, 2009]. Si bien en la clasificación amazónica es la capacidad de comunicarse lo que convierte a las “cosas” en seres sociales, se trata de un principio no tan ajeno a otras etnografías. Entre los cochimís de Baja California Sur, por ejemplo, la comunicación con los muertos estaba presente en toda ceremonia. Las fuentes señalan la importancia del chamán y el papel específico y recurrente de ciertos elementos que formaban un conjunto coherente de implementos ceremoniales, imprescindibles para la comunicación con los ancestros. Entre éstos destacan la capa de cabello humano, la tabla ceremonial de madera, las figuras efigie, el bastón ceremonial y la pipa o chacuaco [Gutiérrez y Hyland, 2002]. Dado que la comunicación es subjetiva y su sentido inestable, el grado de subjetividad atribuido a esos objetos así como su significado estará siempre abierto a negociación y debate, lo que los hace elementos centrales para la integración social (en su sentido más extenso) y para la conformación de las identidades.
Ahora bien, así como no todos los actantes son agentes, no todos los agentes implican voluntad e intencionalidad. Mientras a algunos objetos se les atribuye la posesión de alguna esencia vital poderosa y autónoma, a otros se les acredita formas más débiles de subjetividad o incluso ninguna. En otras palabras, no todos los objetos son considerados animados o subjetivados de la misma manera. Estos estados de subjetividad dependen por lo general de la cantidad o calidad de la sustancia anímica que se cree poseen. Así, objetos que carecen de alma o que poseen algún tipo de sustancia anímica pero no en la cantidad o calidad suficiente para actuar por sí mismos requerirán de la intervención humana para activar esa agencia, por lo que podrían ser descritos como “agentes secundarios” [Santos-Granero, 2009a]. Dado que el agente no existe como entidad aislada sino como parte de una estructura estructurante y estructurada, no podemos identificar al mismo de antemano sino solo dentro de su red de relaciones y en sus propios parámetros ontológicos. De este modo, vemos que la agencia o las capacidades del ser –sea cual sea éste- solamente pueden ser activadas y/o reconocidas a través de la interacción con los demás.
Algunos objetos, por ejemplo, pueden no ser producto del trabajo humano sino de una agencia sobrenatural, por lo que encarnan los poderes y afectos de sus hacedores sobrenaturales. Éstos, sin embargo, deben ser activados a través de la intervención humana. Tal es el caso de las pipas de los Yanesha amazónicos, cuya subjetividad y poder generativo, derivado del dios creador, solo puede ser activado por medio de ofrendas de cerveza de mandioca, coca y tabaco [Santos Granero, 2009b]. Otros objetos de origen sobrenatural, como las piedras de curación de los Runa, poseen alma autónoma y por tanto intencionalidad y agencia; no obstante su subjetividad logra una completa expresión solo cuando es activada por el chamán. De este modo, solo cuando el chamán consigue entablar una amistad con una piedra particular, ésta se convierte en ayudante activo del chamán dentro del contexto de las sesiones de curación [ibid. 2009a]. El objeto, entonces, se vuelve subjetivado a partir de la apropiación de una agencia preexistente. En estos casos el trasfondo mitológico es una vía fundamental para aproximarse a la “biografía” de los objetos.
Por otro lado, puede haber objetos que carecen de sustancia anímica autónoma pero que han sido subjetivados a través del contacto personal. Aquí, la subjetivación se produce en la forma de una gradual difusión de la sustancia anímica del poseedor a sus posesiones más personales, lo que las convierte en parte de su propio cuerpo. Esta parece ser una noción muy extendida en las ontologías indígenas, y se asocia al proceso de des-subjetivación de las cosas, esto es, de la destrucción o entierro de las posesiones personales cuando la persona muere. Si esto no ocurre, el alma de la persona muerta podría perdurar en los objetos que fueron parte constitutiva de su ser con el peligro de aparecerse a los vivos y llevar sus almas. Estas formas de des-subjetivación no refieren a otra cosa más que a volver objeto al sujeto, es decir, a convertir al objeto “subjetivado” en una cosa inanimada. Tales operaciones pueden darse también cuando objetos personales o con poder ritual van a ser transferidos a otra persona. En estas situaciones los objetos son desprovistos de su subjetividad para prevenir que sea utilizado en contra del dador o bien para evitar dañar a quien lo recibe. De no ser así el nuevo poseedor podría resultar perjudicado. Así, por ejemplo, antes de pasar los tubos de tabaco u otros artefactos chamánicos a otra persona, los Yanesha los someten a un proceso de limpieza; e incluso algunos objetos pueden ser mutilados antes de ponerlos en circulación [Santos-Granero, 2009a]. De este modo, vemos que, en términos de personhood, los limites de la persona no están fijos en el cuerpo ya que, sea por contacto o por apropiación, ciertos objetos personales se convertirán en parte de su cuerpo –lo que Fowler denomina “persona partible”, y Gell, aunque desde otro enfoque, “persona distribuida”. En este sentido, podría decirse que los cuerpos son relacionales y la subjetividad comunal.
Otras maneras de objetivar al sujeto, es decir, de materializar una subjetividad apuntan a la producción de un objeto “como” sujeto. Esto puede darse, por ejemplo, a través de la destreza manual. Así, la producción directa de artefactos, y por lo tanto la materialización de las dimensiones subjetivas de sus hacedores, puede asumir la forma de una encarnación material de intencionalidades no materiales. En estos casos, los artefactos constituyen la expresión objetiva del conocimiento, las habilidades y los afectos de quienes los hicieron, compartiendo así su subjetividad. Esta noción se expresa en algunos grupos amazónicos en términos de filiación o parentesco. Así, por ejemplo, los cashinahua describen el proceso de fabricación de los bebes y de los artefactos en términos similares. En estos grupos, ciertas imágenes –como la pintura facial- constituyen la “memoria cristalizada” de las personas que las hicieron, así como la red invisible que vincula a sus productores con otros seres humanos y no humanos [Lagrou, 2009].
Otra manera de objetivar una subjetividad está vinculada a la esfera de la acción ritual e involucra procesos de objetivación o materialización de la subjetividad sobrenatural. Aquí, a diferencia del anterior, el objeto producido es “simultáneamente” un sujeto. Esto ocurre especialmente en contextos chamánicos, cuando determinadas subjetividades son convertidas en materialidades tangibles. Los nativos amazónicos, por ejemplo, suelen concebir a los dardos chamánicos como deseos frustrados transformados por los chamanes en objetos dañinos. En este sentido, la fabricación de ciertos objetos rituales es vista como una forma de materializar las subjetividades sobrenaturales, produciendo así una “materialización de lo oculto”. Este proceso suele estar rodeado de gran confidencialidad e involucrar prácticas ascéticas como el ayuno, la vigilia y la abstinencia sexual, además de numerosas precauciones sobrenaturales. En algunos casos, se cree que los artefactos materializados de esta forma poseen un alma autónoma y una agencia poderosa [Santos-Granero, 2009a; Hill, 2009].
Los cantos chamánicos son sin lugar a dudas un elemento articulador y condensador de las subjetividades que pueblan el cosmos. Para los Wakuénai de Venezuela, el canto chamánico es un proceso musical y coreográfico que permite viajar desde el mundo de los vivos hasta la casa de los muertos, así como recuperar el alma perdida de una persona enferma o del moribundo. En estos grupos, el ritual chamánico moviliza una combinación de sonidos musicales y acciones corporales para transformar relaciones subjetivas tales como el miedo a la muerte, la enfermedad, la mala suerte, el conflicto o la ira, en materialidades sensibles, audibles, visibles y tangibles. Así, por ejemplo, al soplar el humo del tabaco sobre la cabeza del paciente, el chamán hace que el sonido de exhalación se haga visible en la forma de nube de humo que además puede ser olida e incluso tocada. En este sentido, las canciones chamánicas “materializan lo oculto” [Hill, 2009]. Entre los cashinahua, por otro lado, el poder esta relacionado a la capacidad de transformación, una capacidad dotada por seres espirituales denominados yuxin. Los yuxin son seres en búsqueda de forma y por tanto son capaces de producir imágenes animadas en la gente. Se trata de imágenes poderosas ya que pueden causar cambios en la forma del cuerpo llegando incluso a adoptar otros cuerpos, lo que ocurre en algunos casos de enfermedad y especialmente en la muerte. La transformación de los cuerpos es también central en los ritos de paso cashinahua, en los cuales los cuerpos son pintados, modelados y endurecidos, es decir, son “fabricados”. Los diseños entonces juegan un rol central y activo en el proceso de transformación visual y corporal, en tanto que son concebidos como “el lenguaje de los yuxin” [Lagrou, 2009].
De acuerdo a los ejemplos citados podemos ver, en términos muy generales, la concepción indígena de un mundo en el que si bien no todos los seres que lo habitan son humanos, muchos de ellos son personas. Estas personas, sin embargo, no se diferencian solamente entre “personas humanas” y “personas no-humanas”, sino también en términos de la calidad o cantidad de sustancia anímica que poseen y de la capacidad de agencia que cada entidad tiene. De este modo, para entender ciertos aspectos asimétricos inherentes a las nociones perspectivistas es necesario centrarse en las capacidades sensoriales que los nativos le asignan a la constitución anímica y corporal de los diferentes tipos de personas [Santos-Granero, 2009b].
A continuación presentaré algunos datos recabados de la etnografía Seri del centro-oeste de sonora, que considero clave con relación a lo que acabamos de ver. Con ello busco contextualizar al lector acerca del marco ontológico en el que se daban algunas de las prácticas cotidianas y rituales poniendo especial hincapié en el papel desempeñado por los objetos involucrados, así como en los relatos, en los mitos y fundamentalmente en las capacidades que los nativos le asignan a las cosas en cada contexto particular. En síntesis, buscaré entender la “agencia de las cosas” dentro de parámetros ontológicos potencialmente más cercanos a mi caso de estudio.
Algunas consideraciones seris
Al comienzo no había tierra ni vida. Hant Caai, “aquel que hizo la tierra”, creó a algunos animales terrestres y marinos y les pidió que trajeran un poco de arena del fondo del mar. Luego de que varios animales lo intentaron sin éxito le llegó el turno a la gran caguama (Chelonia mydas), 39 quien trajo un poco de arena en sus aletas con lo que Hant Caai creó la tierra. Como la tierra recién creada estaba húmeda, la mandó quemar para que se secase más rápido. Luego, Hant Caai hizo crecer el primer árbol, que fue el torote prieto (Bursera hindsiana), y luego al hombre y a la mujer que eran gigantes. Los seris distinguen dos tipos de gigantes: los Hant ihiyaxi comcáac “la gente del borde del mundo”, de los que saben muy poco, y los Xica coosyatom “los que cantan las cosas” de los cuales descienden. Dado que la tierra era plana, y por tanto no había montañas ni dunas de arena, era común que ocurrieran inundaciones. Para evitar estas catástrofes Hant Caai entonó un canto para que se formaran las montañas, los cerros y las dunas. La última fue una gran inundación que llegó a cubrir hasta la montaña más alta por lo que desaparecieron todos los gigantes convirtiéndose éstos en rocas, plantas y animales como la biznaga (Ferrocactus wislizenii), el cirio (Fouquieria columnaris), o el coyote. Otras versiones indican que los gigantes murieron por apostar demasiado en el juego, o que algunos se fueron casando con los seris. Luego del paso de los gigantes, apareció un nuevo personaje, Hant Hasoóma, “aquel que da sombra a la tierra”, quien era un ser pequeño, gordo y sucio, y de quien se dice creó al primer seri, además de ser señalado como el principal espíritu del desierto y dueño de todos los animales salvajes [Felger y Moser, 1985: 100-102].
Como muchos otros aspectos de la cultura seri, existen diferentes versiones del mito de origen. El que acabamos de leer, está basado en parte en las notas de campo de Edward Moser, quien pasó más de veinte años entre los seris, y presenta los elementos más comunes de la mitología de origen [Felger y Moser, 1985]. Esto nos ayudará a aproximarnos al contexto ontológico primordial que estructura y es estructurado por la subjetividad de las cosas, lo que a su vez será una guía para entender no solo el grado de vitalidad y de agencia de las “cosas” que participan en cada contexto particular, sino también la capacidad que las mismas tienen de incidir en el mundo de la vida seri.
Para los seris, cualquier entidad viva es definida con la categoría quiisax, “tener vida”, término que se deriva del sustantivo ihiisax, que literalmente significa “su aliento”. Ihiisax, por tanto, es el término con el que designan a todas las potencias espirituales que habitan el mundo seri, así como al espíritu o aliento que habita en cada ser humano. Estas potencias espirituales son concebidas como conciencias individuales similares a las de los humanos, que carecen de corporalidad tangible pero que poseen de igual modo la capacidad de afectar su entorno. Sin embargo, el impacto de los espíritus en los fenómenos del mundo es radicalmente distinto al de los humanos, lo que ha llevado a los seris a intentar controlar dicha capacidad, a la que nombran como “poder espiritual”. La obtención y control de este poder espiritual –esto es, de la capacidad de los espíritus de afectar los fenómenos del mundo- es explicado por los seris como la utilización de un recurso más dentro de los existentes en su medio ambiente. En este sentido, el poder es algo ya dado que debe ser inducido dentro de contextos específicos. De acuerdo a Hine, las referencias al mundo espiritual están ricamente enlazadas al mundo profano. Así, dice el autor, la analogía favorita relativa a la búsqueda de visiones es la de “comprar objetos en una tienda” [Hine 2000: 593]. En ambos casos, adquirir el producto más valioso requiere realizar el mayor esfuerzo. En otras palabras, para poder hacer uso de ese recurso espiritual, aquellos que lo deseen, deben pasar por un proceso ritual que denominan Heecot coom, y que refiere a la búsqueda de poder espiritual [Rentaría, 2006; Hine, 2000]. Para los seris, cualquier cosa que exista u ocurra, sea material o inmaterial es susceptible de ser articulada a otra, independientemente del dominio existencial de la cosa, lo que acarreará una afectación en el estado original. Para los seris, entonces, “todo acontecimiento comunica algo”, por lo que el objetivo central de una búsqueda de poder es “funcional y lingüístico”. Es decir, no se trata de poseer la vida o el ánimo de un fenómeno -su genio-, sino de obtener una capacidad articuladora a través de la cual incidir y manipular las distintas potencias que coexisten en el universo [Hine, 2000: 593, 594].
La búsqueda de poder espiritual o Heecot coom era una práctica altamente individual. En el pasado era considerada una parte necesaria en la educación seri y cualquier hombre o mujer soltero/a podía realizarlo, aunque no todos lo intentaban y no todos tenían éxito. Por ser una práctica individual, cada ritual era único en si mismo ya que único era el espíritu que crearía el vinculo con el aspirante, no obstante existían ciertos lineamientos que habían de seguirse, y básicamente requería aislarse del campamento, evitar el contacto sexual y permanecer en ayunas durante cuatro días. Esta búsqueda podía realizarse únicamente durante la adolescencia aunque solo con la adultez los poderes adquiridos tomarían el suficiente grado de madurez y eficacia para ser socialmente reconocidos. La búsqueda de poder podía realizarse dentro de un círculo de piedras en la cima de una montaña, en una cueva o en una ramada en la orilla del mar. Sin embargo, el lugar por excelencia eran las cuevas, algunas de las cuales eran “conocidas por sus poderes milagrosos” [Griffen, 1959; Bowen y Moser, 1970]. Más adelante profundizaré sobre el tema de las cuevas. Finalmente, si el iniciado tenía éxito, “el espíritu que se contactaba con el iniciado le enseñaba la canción. La primera canción que se aprendía era la más importante ya que era la que se debía cantar para invocar al espíritu en el futuro” [Bowen y Moser, 1970: 195]. De este modo, los cantos que se recibían de los espíritus constituirían la herramienta fundamental por medio de la cual el Haaco cama 40 lograría articular las potencias espirituales [Renteria, 2006].
Como se desprende de lo revisado en el apartado anterior, uno de los aspectos relevantes en términos de integración y socialización de las “cosas” o actantes es la capacidad de comunicación. Los cantos seris constituyen en ese sentido, un claro ejemplo de “objetos” comunicativos. Si bien se han identificado diferentes géneros de canciones, probablemente la mayoría de ellas tenían una connotación religiosa o espiritual, y estaban por ello asociadas a lo peligroso (hacátol: peligroso) [Bowen y Moser, 1970: 195]. Estrictamente hablando, dicen Bowen y Moser [1970], estos cantos no eran realmente cantos sino habla. Para los seris, el lenguaje de los espíritus está compuesto de palabras y melodía siendo estos dos aspectos inseparables. Por lo tanto, los cantos seris no eran meras palabras unidas a una melodía, 41 sino que constituían un todo indivisible que eran revelados por los espíritus a los iniciados.
Entre los diferentes géneros están: los cantos de los gigantes (Icóosyat), las cuales construían una narrativa en torno a la vida de los gigantes que antecedieron a los seris; los cantos de victoria (Iquimóoni), que eran transmitidos por el espíritu del enemigo muerto al guerrero vencedor y, para que el espíritu no le hiciera daño, debían cantarse cuatro veces mientras danzaban alrededor de la cabellera y de las posesiones personales del muerto; los cantos de luto (Icóoha) eran cantados para despedir al muerto mientras era sepultado; los cantos con peligro (Hacátol coicóos) eran aquellos que resultaban de la búsqueda de poder espiritual aunque también podían provenir de un sueño. Estos cantos, que eran transmitidos por los espíritus a los iniciados, le otorgaban a éste conocimiento y habilidades especiales para curar, para calmar al mar embravecido, para tener suerte en el juego o en la caza, para evitar el peligro que podía causar el espíritu del enemigo muerto, para maldecir a alguien, para evitar que el espíritu de la tortuga de siete filos 42 recién capturada afectara al pescador, entre otras muchas cosas. Los cantos de la naturaleza (Xepe an coicóos, hehe an coicóos) eran muchas veces obtenidos por medio de un proceso ritual por lo que formarían parte de los Hacátol coicóos o cantos con peligro y se cantaban para invocar los poderes del espíritu de la planta, de un animal, del desierto o del mar. Así por ejemplo, los cantos de tiburones proveían bravura, los de ballena resistencia al trabajo pesado, los de tortugas marinas suerte en su captura, los de pelicanos vista penetrante, etc [Griffen, 1959: 16-17; Bowen y Moser, 1970: 192-197; Astorga et.al, 1998: 501-503]. Las zaaj ihahóosit eran otro tipo de cantos que los haaco cama cantaban a las cuevas para que éstas se abrieran y dieran salida a los espíritus [Astorga et.al, 1998: 504]. Cada canción pertenecía así a un haaco cama particular en tanto que la iniciación o búsqueda de poder espiritual era una actividad altamente individual [Griffen, 1959; Felger y Moser, 1985].
La música, especialmente la vocal, sigue constituyendo para los seris una parte fundamental de su vida cotidiana no solo como pasatiempo sino también y sobre todo como mecanismo de integración social y de formación de identidades. Sin embargo, como hemos visto, no solo los ziix quiisax (humanos) cantan. El siguiente canto proviene de una pequeña raíz que duerme durante las sequias en el subsuelo del desierto. Cuando llegan las lluvias, esta raíz, llamada Xoyat florece en tonos amarillos. Las flores azules a las que Xoyat se refiere son de otra raíz llamada mahyan. El canto
fue recopilado por Felger y Moser [1985: 279].
Hehe yapxöt coil ano hamíticol Hehe yapxöt coil ano hamíticol Ano hamíticol Yapxöt coox Cali iti yomásol Hai he tap xoonoj |
Estamos entre las flores azules Estamos entre las flores azules Estamos entre ellas El lago seco está amarillo de flores El viento nos toca y ronca suavemente |
Para los seris, entonces, cualquier cosa que tenga aliento (ihiisax) puede comunicarse a través de los cantos [Rentería, 2006]. Y, como dice Hine, “muchos de los cantos están en la persona de animales, objetos o lugares” [Hine, 2000: 589]. Así, creados a partir del habla de los espíritus, los cantos tradicionales seris constituyen un claro ejemplo de materialización de lo oculto, esto es, del poder espiritual en tanto recurso existente.
Hine sostiene que dentro del esquema establecido con relación a la manipulación del poder existe por lo general una posición intermedia entre quien lo practica y sus efectos. Este intermediario suele ser el centro de atención del practicante –el iniciado o el Haaco cama- y frecuentemente la fuente de sus percepciones. Las pequeñas figurillas talladas en madera, llamadas icocmolca, son importantes intermediarias en las transacciones espirituales [Hine, 2000: 596]. Con relación a esto último prefiero seguir a Latour para hablar no de “intermediarios” –en tanto vehículo- sino de “mediadores” –en tanto traductor 43 con capacidad de incidir en el estado de cosas [Latour, 2008: 60-67]. En este caso, los icocmolca pueden constituir otro ejemplo de objetivación o materialización del poder espiritual. Los icocmolca, como se dijo, son pequeñas figurillas talladas en madera, generalmente torote prieto, 44 que eran fundamentales para los rituales de curación. Estas figurillas eran creadas dentro del proceso de búsqueda de poder espiritual y “muchos de ellos representan a los Ziix Heecot cmique o ‘cosa-desierto-hombre’ [es decir, a los espíritus del desierto] que son poseídos por el chamán” [Moser y White, 1968: 151]. De acuerdo a Moser y White, la persona que confeccionaba estas figurillas:
“ obtiene su espíritu en una cueva donde recibe las visiones después de haber ayunado cuatro días. En la cuarta noche de búsqueda, cuando la persona recibe la visión, ve a varios espíritus salir de las paredes de la cueva. Ellos están elegantemente vestidos y se acercan flotando en el aire. Algunos de ellos tienen una sola pierna [o cola]. Se dice que algunos espíritus entran al cuerpo del iniciado y se quedan allí hasta su muerte. Mientras vive, el chamán controla a los espíritus y los usa para curar, proteger o maldecir a otra gente” [Moser y White, 1968: 151].
De acuerdo a Griffen, los espíritus que se le aparecen al iniciado:
“ son como gente pequeña, hablan y caminan como la gente y siempre salen cantando de la cueva. Ellos enseñan el arte de curar –uno representa al enfermo mientras otro realiza el tratamiento de cura– y el aspirante aprende inmediatamente de su ejemplo. Ellos también le enseñan canciones necesarias para curar” [Griffen, 1959: 51].
Hine [2000: 596] nos ofrece un comentario interesante acerca de la agencia de estos objetos, al sostener que los icocmolca “no son solo instrumentos para algún propósito específico sino comunicadores de información para y desde el iniciado”. Son, en este sentido, “asistentes, aunque del tipo auto-motivado, ayudantes, o más propiamente colegas”. Esta afirmación nos lleva a ver a estas figurillas como un tipo de objeto cuya intencionalidad y agencia debe ser activada por el humano a partir de lo que Santos-Granero llama apropiación de una agencia preexistente.
El proceso de búsqueda de poder espiritual, o Heecot coom, que realizaban los seris involucraba no solo cantos sino también una serie de artefactos. 45 Entre éstos destacan la flauta (Xapix an ikóos) hecha con caña; los silbatos, hechos en cerámica o piedra; y los zumbadores (hacaaix), hechos en palo fierro y unidos con tendón de venado. Estos instrumentos de viento no solo tenían la capacidad de invocar a los espíritus sino que además le permitían al iniciado ver el mundo en el cual habitaban. Interesa resaltar aquí el hecho de que para los seris el sonido producido por el aire en movimiento (el viento), incluyendo la voz y los instrumentos musicales, puede poseer connotaciones espirituales -baste recordar el significado literal de la palabra ihiisax: “su aliento”. Así, por ejemplo, cuando el zumbador era girado rápidamente en círculos, el aire a su alrededor producía una particular voz, similar a aquella que caracteriza lo que los seris llaman el sonido del viento, un murmullo grave y distante producido por los espíritus que lo habitan. 46 De acuerdo a las anotaciones de Williams Smith recuperadas por Renteria, el zumbador debía ser girado cuatro veces ya que, para invocar a los espíritus, “cuatro voces tendrían que haber sido enunciadas” [Smith, 1949 en Renteria, 2006: 153]. Otra forma de canalizar el aire eran los silbidos, y en este sentido, el sentimiento general era que los adultos no debían silbar ya que esa era la forma en que se comunicaban los espíritus de la muerte y otros espíritus dañinos. Los niños tampoco debían silbar en la noche ni en el campamento, aunque sí lo podían hacer en el desierto [Bowen y Moser, 1970: 186]. La fuerte relación entre el viento y los espíritus puede verse también en las prácticas de curación. El principal método que utilizaba el Haaco cama para curar casi cualquier enfermedad consistía en frotar entre sus manos un ramo de torote prieto (Bursera microphylla) o de lavanda del desierto (Hyptis), y luego, sosteniendo el ramo frente a su boca, soplar su aliento hacia la parte del cuerpo del paciente que estaba enferma [Smith, 1947 en Renteria, 2006: 157].
Probablemente, ese suave murmullo en el desierto o incluso el silbido por las noches fuera “evidencia tangible” de la presencia de las potencias espirituales que habitan el mundo seri. En cambio, los cantos recibidos de los espíritus constituyen claramente la presencia de aquellos, ya que, al ser considerados como el habla de los espíritus, los cantos, en tanto objetos, son “simultáneamente” sujetos. Los sonidos hechos con los aerófonos para invocar a los espíritus implicarían una forma más de comunicación al intentar llamarlos en la misma lengua; mientras que el soplo de su aliento que el Haaco cama hace sobre el paciente constituiría la articulación de los recursos espirituales existentes en el medio con el fin de restablecer la salud del paciente. Ahora bien, no todas estas formas en las que se manifiesta el aire en movimiento (murmullo, silbido, canto, zumbido, soplo) tienen el mismo grado de autonomía y agencia. Sin embargo, todas son diferentes formas de objetivación de aquello ya dado, es decir, de ese recurso ya existente. De todos ellos, los cantos aparecen como los artefactos más poderosos. Sin embargo, aunque surgidos de una agencia sobrenatural, deben ser activados por el Haaco caama, lo que los ubicaría en la forma de agente secundario.
Otra manera en la que los actantes adquieren intencionalidad es a través del contacto personal. Entre los seris, la acumulación de bienes era una actitud inmediatamente juzgada como egoísta y mezquina. Al respecto, existía un conjunto de restricciones y obligaciones sociales entre las que sobresalía la necesidad de compartir bienes materiales o comida. Incluso, en los populares juegos de apuestas, aquel que se retiraba del juego luego de haber obtenido grandes ganancias era muy mal visto. No obstante, y a pesar de ello, poseían bienes personales vinculados principalmente con las tareas de la vida cotidiana de cada miembro del grupo. En determinados contextos en los que podía haber algún peligro sobrenatural tales posesiones era susceptibles de ser contaminadas [Griffen, 1959: 42; Felger y Moser, 1985: 6].
En estos contextos, que correspondían principalmente a las fiestas de pubertad y a los entierros, se ponía en marcha el sistema ámak. La figura del ámak ocupaba un lugar fundamental en la perpetuación del sistema de reciprocidades rituales, las cuales estaban encaminadas a la purificación de aquellos bienes que hubieran sido contaminados por las peligrosas potencias espirituales allí presentes. De este modo, el acento principal de las funciones del ámak era lidiar con los peligros inherentes a la presencia de los espíritus malignos. Así, cuando alguien moría, la persona ámak destinada para enterrar al muerto, pintaba sus manos en blanco o negro para evitar el peligro que implicaba manipular el cuerpo. Las posesiones más preciadas del difunto eran enterradas con él, mientras que su casa y su balsa eran quemadas, tareas que debía llevar a cabo el ámak. Las posesiones restantes se convertían en propiedad del ámak quien a cambio estaba obligado a dar un equivalente a la familia del difunto. Este intercambio eliminaba el poder espiritual que, se decía, contaminaba las posesiones del difunto desde el momento de su muerte [Griffen, 1959; Felger y Moser, 1985].
De este modo, la “contaminación” o subjetivación negativa de las posesiones del difunto se producía “desde el momento de la muerte”, lo que supone que las mismas “ya eran parte del cuerpo de la persona” antes de que ésta muriera. Para evitar el daño que estas posesiones, ahora contaminadas, pudieran producir a otros era necesaria la intermediación de la figura del ámak quien, al enterrar, quemar o intercambiar las posesiones, lograba la des-subjetivación de esa espiritualidad peligrosa. Algo similar ocurría al regreso de algún enfrentamiento con el enemigo. En este contexto, el botín que el vencedor había tomado del enemigo muerto era entregado a su respectivo ámak para protegerse de los peligrosos poderes sobrenaturales que estos objetos poseían. El ámak a su vez, le devolvía otros bienes “seguros” en compensación por los objetos del botín [Griffen, 1959: 43]. Al mismo tiempo, los seris entonaban cantos de victoria (iquimóoni) mientras danzaban alrededor de las prendas del enemigo muerto para evitar que su espíritu persiguiera y dañara a su asesino [Astorga et.al., 1998]. Aquí también, tanto el sistema ámak como los cantos y danzas de la victoria buscaban des-subjetivar las pertenencias del enemigo muerto.
En el caso de las fiestas de pubertad de las niñas, que continúan realizándose en la actualidad, el ámak se encarga de todos los preparativos incluyendo la alimentación, el vestido y la pintura facial de la niña. La familia de ésta no participa directamente de ningún gasto o actividad organizativa aunque le son requeridos una serie de restricciones que también aplican para el ámak y su familia. Éstas tienen por objetivo evitar la contaminación espiritual que la niña o cualquiera cercano a ella pudiera provocar en el grupo. En este sentido, la niña y los allegados a ella deben alimentarse de comida preparada en un fuego especial evitando comer de aquel del que comen el resto de los invitados. Asimismo, debe evitar comer carne o cualquier alimento que contenga sangre, ya que podría causar incluso la muerte de alguien. Sin embargo, entre las restricciones existentes, la más importante es evitar que la niña se duerma en los momentos en que la celebración se está realizando ya que existe la creencia de que “las cosas malas que sueñe se harán realidad” [Renteria, 2006]. En este contexto transicional, las potencias espirituales peligrosas están latentes por lo que la tarea del ámak será evitar que las mismas se objetiven. En otras palabras, lo oculto no debe materializarse.
Quisiera volver al principio de la mediación (intermediación en palabras de Hine). Dado que en el mundo seri el poder es un recurso ya dado y no una estrategia o una herramienta, el poder no es producido sino inducido dentro de contextos particulares. En la comunicación con el mundo espiritual seri existen una variedad de signos y objetos que fungen como mediadores y a través de los cuales logran inducir el poder espiritual existente. Entre las actividades más recurrentes para encauzar dicho poder disponible está el trazo de ciertos símbolos sobre las entidades pertinentes. Bowen y Moser [1968: 110] sugieren que las líneas en zigzag y los círculos, junto con las cruces, son de los más representados y pueden derivar de los patrones de luces experimentados en una búsqueda de visiones durante las primeras fases del Heecot coom. Así, la presencia de líneas en zigzag, círculos y cruces estarían indicando poder espiritual. Estas marcas, junto con sus variaciones [líneas onduladas, arcos y puntos] han sido registradas por otros estudiosos de los seris [Hine, 2000]. Es posible encontrar esos mismos patrones de luz pintados en el caparazón de una tortuga laúd, en los icocmolca, en la cerámica, en la cestería, y en la pintura facial y corporal. Así, luego de que el espíritu de una olla se comunica con quien la hizo, éste le pintará tales signos y la pondrá a su servicio como su “fetiche personal” o icocmolca [Bowen y Moser, 1968: 110]. En las figurillas talladas en madera, también se pintaban trazos asociados a la manipulación del poder espiritual, y al parecer existía una amplia gama de temas, estilos y significados personales conocidos tan solo por aquel que lo había tallado [Renteria, 2006: 113]. Cuando se capturaba una tortuga laúd o de siete filos se celebraba una fiesta para evitar la mala suerte, para lo cual se pintaban líneas en zigzag y puntos en su caparazón; si ésta moría se comían su carne y se limpiaban y pintaban sus huesos con los mismos diseños. La presencia de estos diseños en los huesos y otras partes de ciertos animales grandes, como la caguama de siete filos o el venado, indicaba una suerte de acuerdo o control sobre sus poderosos espíritus [Moser y White, 1968: 111]. Según Xavier [1945/46: 19], algunos diseños –que no describe- eran pintados sobre el rostro para protegerse de ciertos peligros como “los malos sueños, o la ‘gente pequeña’ que vive en las montañas y cuyas flechas invisibles causan enfermedad y dolor”. De igual modo, hay diseños curativos como la realización de un cuadrado en cada mejilla de un niño para calmar el insomnio y el llanto [ibid.]. Otros diseños prescriptos por el haaco cama a una mujer para asegurar la buena salud de su futuro niño corresponde a una cruz y dos líneas horizontales en la parte alta de cada pecho; a su vez, pintar una cruz sobre el área afectada de un paciente le aliviará el dolor [Moser y White, 1968: 145]. Para tratar con el poderoso espíritu del cactus senita, una persona puede pintar cruces de pintura mezclada con el jugo del cactus para evitar una enfermedad, ya que su Icor, el espíritu de la planta, es extremadamente poderoso [Felger y Moser, 1985: 273]. Al regresar de alguna batalla se pintaban puntos blancos en la frente de los participantes de la danza de la victoria con lo que quedaban listos para la posesión espiritual [Griffen, 1959: 49].
Al parecer, el lugar donde era realizado el trazo era tan importante como el trazo mismo. De acuerdo a Hine, el signo era ubicado en el lugar donde se esperaba que ocurriera algo, con lo que el sentido del lugar tenía una importancia fundamental en el desempeño de la manipulación del poder espiritual. Los ejemplos ilustran cómo la aplicación de ciertos signos en un objeto o en una parte del cuerpo buscaba controlar un espíritu existente en dichas entidades o bien atraer a un espíritu no presente. Otro ejemplo nos lo da Santo Blanco, uno de los informantes de los Coolidges, quien decía que “una cueva sagrada era abierta por el espíritu que pintaba una cruz en la cara de la roca” [Coolidges, 1939 en Hine, 2000: 595]. Recordemos a Kroeber [1931: 13] cuando, al referirse a la iniciación chamánica que tenía lugar en “una cueva en la montaña”, dice que el iniciado “pintaba un signo o marca en la pared para que se abriera y él entrara. El espíritu de adentro […], puede ayudarlo o no, si lo hace, golpea al hombre y entra en su cuerpo. A través de ello el chaman puede curar”. Esto me introduce en la importante participación de las cuevas en el terreno de la comunicación espiritual.
Como decía mas arriba, la búsqueda del poder espiritual podía realizarse en un círculo de piedras en lo alto de un cerro, en el interior de una cueva, en una ramada a la orilla del mar, o incluso caminando por la playa. Cualquiera de estos escenarios constituye un lugar liminal, un “punto de encuentro adecuado para la compaginación con el horizonte de los espíritus” [Renteria, 2006: 150]. Sin embargo, las cuevas constituían los lugares por excelencia para la realización del Heecot coom. Cabe destacar que la tradición oral seri ha conservado el registro de aquellas cuevas o parajes habitados por los espíritus más poderosos en los cuales personajes históricos o héroes míticos adquirieron sus poderes sobrenaturales [ibid.: 151]. De este modo, cuando alguien aspiraba a realizar el Heecot coom, “primero debía asegurarse usar una cueva que fuera conocida por ser buena para ese propósito” [Griffen, 1959: 50]. Si quería mejorar sus habilidades en la caza del venado, por ejemplo, se dirigía a aquella cueva “conocida por sus poderes milagrosos, y si realizaba los rituales apropiados de manera correcta, el venado se le aparecía y le enseñaba canciones que le permitirían incrementar sus proezas en la caza del venado” [ibid.: 16-17].
Los cantos, otra vez, constituyen una importante fuente de información, en este caso, acerca de la subjetividad de las cuevas. De acuerdo al excelente trabajo de Hine, quien analiza cinco cantos seris registrados por el autor entre 1973 y 1980, existe en algunos Hacátol cöicoos o cantos con peligro, un elemento lingüístico que unifica dos o más presencias dentro de una misma canción. Este elemento corresponde al verbo ‘decir’ en tercera persona del singular, y conforma la frase: tee, “él dijo”, lo que señala la presencia de una identidad adicional, convirtiendo al texto precedente en una cita. Tee, “él dijo”, se posiciona entonces como una voz mediadora que articula no solo dos o más entidades sino también sus diferentes ámbitos existenciales –recordemos que los seris consideran que el canto espiritual es el habla de los espíritus. De acuerdo a los seris, la voz tee pertenece a zaaj ak ya, literalmente, “el dueño de la cueva” o “el jefe”. Zaaj ak ya, es un espíritu capaz de gobernar una cueva y el territorio que le rodea; es entonces zaaj ak ya quien articula las diferentes entidades por medio del canto [Hine, 2000: 598]. En el siguiente canto, que corresponde a un canto de la naturaleza o canto de mar, zaaj ak ya relata lo que la tortuga le dijo:
Hant ihyao ya Kamepit hisoj iyoten tee Hamiime ipak anotinol Hisoj iyoten Hant ihyao Kamepit hisoj ivoten tee |
Este lugar, mi camino Un poder milagroso me toca, él dijo Vino del cielo desde el otro lado Me toca Este lugar, mi camino Un poder milagroso me toca, él dijo |
De acuerdo a la explicación de los seris, “el jefe sabe lo que la tortuga dice. Él escucha y lo repite”. De este modo, dice Hine, la tortuga no solo demuestra sino también obtiene el poder espiritual -el poder como recurso. La tortuga, siguiendo un camino milagroso, es un conducto del poder, y tanto ella como “el jefe” o “dueño de la cueva” son mediadores en el transporte del poder del cielo al iniciado [Hine, 2000: 598].
En el siguiente canto la partícula tee no aparece en el texto pues es la voz misma de la entidad la que se expresa, y ésta es la de siml o biznaga (Ferrocactus wislizenii). Según los seris, las nubes vienen de las biznagas. “El poder espiritual que en ellas habita, Icor, hace que produzcan bruma (xeele), de la cual se forman las nubes cargadas de lluvia que dan vida a todas las plantas. ‘La bruma y las nubes tienen vida; ellas están vivas’” [Felger y Moser, 1985: 173]. Este canto la aprendió un haaco cama de la biznaga cuando escuchó que ella la cantaba: