Tesis de Doctorado > Silvina Vigliani

ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA
INAH - SEP

ENAH - Mexico

Pinturas espirituales.
Identidad y agencia en el paisaje relacional de los cazadores, recolectores y pescadores del centro-oeste de Sonora

TESIS

QUE PARA OPTAR POR EL GRADO DE
DOCTORA EN ARQUEOLOGÍA

PRESENTA
SILVINA ANDREA VIGLIANI

DIRECTOR DE TESIS: DR. STANISLAW IWANISZEWSKI

MEXICO, D.F.

2011

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V. FUNDAMENTOS TEÓRICOS Y METODOLÓGICOS

1. Identidad

La identidad es hoy en día un tema “de moda” dentro de las ciencias sociales y las humanidades, aún a pesar de que, o bien debido a que, no exista una definición clara de lo que es la identidad. Lo que sí existe es el reconocimiento de la complejidad del término y de sus implicaciones. En otras palabras, reconocer la complejidad del tema es clave para comenzar un estudio sobre las identidades. Esta complejidad refiere no solo a la definición y categorización de las identidades, sino también a la manera en que concebimos sus múltiples interrelaciones [Insoll, 2007: 14].

¿Por qué la identidad es hoy un tema de moda? Por lo general, las cuestiones sobre identidad aparecen en tiempos de cambio social y político. La destrucción de los patrones socioculturales existentes y los cambios en las relaciones de poder llevan a la reevaluación y a la representación de identidades en la medida en que surgen nuevas comunidades [Jones y Graves-Brown, 1996]. Tales procesos son evidentes en el contexto de los cambios sociales y políticos que tuvieron lugar en Europa hacia finales del siglo xx: la caída del bloque comunista, la reunificación de Alemania, el fin de la guerra fría, el resurgimiento de movimientos étnicos y nacionalistas, los procesos de integración en Europa, etc.

Los especialistas sostienen que el llamado proceso de globalización -o mundialización del capital- no provocó la homogeneidad sociocultural que se creía. Por el contrario, el proceso de globalización estuvo acompañado de un notable renacimiento de las identidades en todo el mundo, proceso que, a menudo, se manifestó y se sigue manifestando bajo la forma de luchas culturales -nacionales, religiosas, étnicas, regionales, económicas, etc- con intensidad y a escala variables [Díaz-Polanco, 2002]. En otras palabras, el discurso emancipador y uniformizador de la modernidad dejó de ser hegemónico ya que la institución que lo garantizaba, el estado-nación, está sufriendo un serio declive como estructura de legitimación social [Martínez Montoya, 2005: 285]. Las identidades modernas se resquebrajaron dando lugar a procesos de des-diferenciación, fragmentación, hibridación y mercantilización, procesos que hicieron surgir nuevas identidades, polimorfas y descentradas. Entonces ocurrió que “en el último tramo del siglo xx, la perplejidad desencadenó lo que fue percibido como una ‘explosión teórica’ en torno a la noción de identidad […] hasta tal punto que la identidad se ha convertido ahora en un prisma a través del cual se descubren, comprenden y examinan todos los demás aspectos de interés de la vida contemporánea” [Díaz-Polanco, 2002: 97-98]. Este proceso se ve acompañado por la intensificación en la búsqueda de una identidad individualizada.

Los periodos de cambios sociales y políticos han sido a menudo contextos de “invención de tradiciones” [Hobsbawm y Ranger 1983, en Jones y Graves-Brown, 1996: 1], en donde las viejas historias son re-evaluadas y re-escritas. Las etno-historias permiten autentificar y legitimar los reclamos de autodeterminación y/o sucesión de los grupos culturales [ibid.], por lo que el discurso acerca del pasado se vuelve central en la construcción de las identidades. En este sentido, las disciplinas que tratan con el pasado, incluyendo la arqueología, son también productores de tales discursos o al menos ofrecen la materia prima para su probable manipulación identitaria. Es por ello necesario considerar no solo la representación arqueológica del pasado y su apropiación por parte de grupos de identidad, sino también los procesos implicados en la construcción de la identidad cultural y su conceptualización en las ciencias humanas con el fin de dirigir de manera crítica y auto-crítica las construcciones arqueológicas de las identidades del pasado.

Para la arqueología, por ejemplo, la atribución de una identidad cultural a los restos materiales del pasado ha sido uno de los elementos más influyentes en la historia de la disciplina. Este interés en las culturas arqueológicas y su identificación cultural comienza a surgir desde el nacionalismo romántico del siglo xix en Europa y manifiesta un intento por mostrar la larga historia de los pueblos y los estado-nación que entonces estaban emergiendo como importantes entidades políticas [Shennan, 1994; Jones, 1997; Meskell, 2002]. Autores como Morgan, Kossinna y Childe, incentivados por la reformulación de las fronteras nacionales, los movimientos de la diáspora y las tensiones étnicas en el siglo xx europeo fueron sus principales exponentes [Shennan, 1994; Jones, 1997; Meskell, 2002]. En este contexto, los grupos étnicos y nacionales eran considerados como entidades internamente homogéneas, con una historia continua que se distinguían entre sí por sus rasgos culturales, lingüísticos y raciales. Bajo esta premisa, la arqueología asumía la responsabilidad de correlacionar culturas arqueológicas con pueblos prehistóricos, y con ello aportaba la base para la construcción de un pasado formado por entidades estáticas y de límites definidos, es decir,el reflejo de los pueblos y naciones contemporáneos. Desde esta aproximación (histórico-cultural), los arqueólogos fueron trazando los orígenes, los movimientos y las historias de muchos pueblos.

En algunos casos, este tipo de procedimientos llevó a la construcción de genealogías enraizadas en el pasado de grupos étnicos y nacionales contemporáneos, reforzando su conciencia de identidad y por supuesto legitimándolos políticamente como grupo [Jones y Graves-Brown, 1996]. De más está decir que las implicaciones políticas de estos procedimientos han sido notables. Es caso conocido el de la Alemania Nazi. Hacia finales del siglo xix, el Reich Alemán debía establecer su legitimidad histórica como un estado-nación unificado dentro de los territorios de habla alemán que habían sido reunidos recientemente -en 1871. Fue en este contexto que el alemán Gustaf Kossinna desarrolló un conjunto de métodos y principios interpretativos con el objetivo de documentar la antigüedad de la “raza aria” en el nuevo estado de Alemania. El método incluía la definición de provincias culturales arqueológicas, mientras que los principios interpretativos postulaban la relación entre tales provincias culturales y los territorios de los pueblos prehistóricos con lo que se legitimaba la presencia aria en los mismos. Si bien la arqueología Nazi asociada con Kossinna no marcó el punto de partida de una antropología ultra nacionalista, 9 es probable que las ideas de Kossinna y de Wilser, concernientes a la relación entre la superioridad cultural y la pureza racial de las tribus germánicas que habían permanecido en el área báltica por milenios, contribuyeran a la formación de la cosmovisión Nazi [Thomas, 2004: 110]. Finalmente, se hace necesario reconocer que la arqueología es ‘irreductiblemente política’, y que el discurso nacionalista permea la práctica de la disciplina, incluso a nivel metodológico. De acuerdo a Thomas, esto se debe a que el surgimiento de la arqueología esta fuertemente implicado en el desarrollo de la modernidad y del estado-nación [ibid.: 111].

Las interpretaciones arqueológicas del pasado desde una visión “moderna” del mundo, esto es de un mundo dividido en pueblos concebidos como entidades monolíticas, estáticas, de límites territoriales definidos, con una lengua y una cultura en común, deben ser cuestionadas. Seguramente, muchos arqueólogos consideren a éste un tema ya superado, especialmente a partir de los presupuestos teóricos y metodológicos propuestos por la arqueología procesual. Sin embargo, es evidente que las construcciones “modernas” –e incluso “posmodernas”- del pasado siguen permeando la práctica arqueológica.

Los marcos conceptuales a través de los cuales se ordena el mundo sufren constantes transformaciones; no obstante, en cada tiempo-espacio dado, tienden a moldear la manera en que lo comprendemos. Lo mismo ocurre con la forma de entender la relación entre la cultura material y la identidad. En este sentido, debemos tener presente que la ideología nacionalista y la formación de los estados-nación del siglo xix, junto con el surgimiento de las ciencias sociales han dado forma a nuestros conceptos de identidad.

Es necesario, y la arqueología de la identidad se encarga de ello, ser concientes de la naturaleza dinámica, contextual e históricamente contingente de los conceptos que utilizamos, en este caso ‘identidad’, así como de la interdependencia de los procesos académicos, sociales y políticos que están implicados en la conceptualización de los mismos.

Rastreando la identidad

La palabra identidad viene de la raíz latina idem, que significa “lo mismo”, y evoca un principio de duración y continuidad, por lo general, en términos esencialistas [Rowland, 2007: 61]. Sin embargo, más allá de la raíz, el término “identidad” es relativamente reciente, 10 lo que ha llevado a situar el concepto dentro del contexto de la modernidad y especialmente asociado a la idea de individualidad [Insoll, 2007: 3]. La forma de organización política característica de la modernidad ha sido el estado-nación, es decir, una población con una identidad nacional, un territorio delimitado y una administración estatal.

Fue recién hacia finales del sigo xvi cuando la soberanía empezó a estar asociada con el gobierno -como aquello que se encarga de la administración de la gente y de los recursos. El gobernante ya no personificaba el poder soberano característico de la Edad Media quien ejercía el poder sobre la vida y la muerte de los sujetos, sino más bien representaba a una nación. Este proceso implicó una relación más estrecha entre el gobernante y la población, lo que estuvo asociado con la sensación de que la voluntad del pueblo era un elemento significativo en un gobierno [Thomas, 2004: 97]. Como parte de un estado-nación el sujeto se volvía ciudadano, lo que significaba comportarse ya no de acuerdo a los dictados de un soberano sino a un código instituido de leyes. Este tipo de ciudadanía está estrechamente relacionado a la noción occidental de individualidad, para la cual el ciudadano es un agente político autónomo [ibid.: 98].

Los estados-nación, que comenzaron a desarrollarse en el siglo xvi y xvii, combinaron una comunidad nacional limitada territorialmente con una aparato del estado que incluía instituciones y agencias dedicadas principalmente al mantenimiento del orden social. Ahora bien, de acuerdo a Thomas [2004], los estados-nación más tempranos como Inglaterra, Francia, Suiza y Holanda se dieron antes de que existiera cualquier sentimiento o conjunto de creencias que pudieran definirse como “nacionalismo”. Para este autor, los estados-nación europeos fueron el crisol del nacionalismo más que su producto 11 [Thomas, 2004: 98]. Además, sostiene, estos estados-nación más tempranos se desarrollaron a partir de dominios monárquicos previos, por lo que deben distinguirse de los estados étnicos que surgieron en el siglo xix, ya que por lo general éstos fueron creados a partir de luchas independentistas iniciadas por los grupos que estaban bajo el poder de los imperios mayores. Sea como sea, la formación de los estados-nación trajo consigo, por un lado una mayor importancia otorgada a los individuos, pero por otro una mayor consolidación de la autoridad centralizada en el gobierno estatal que estaba cada vez más implicada en el mantenimiento de la estabilidad y el orden.

La inestabilidad política en la Europa de los siglos xvi y xvii coincidió con la revolución científica. Esta coincidencia resultó en la convicción de que la sociedad podía ser transformada por la acción humana a partir de líneas más racionales: si la naturaleza podía ser reducida a sus elementos constituyentes, lo que posibilitaba ser entendida y controlada, entonces el estado podía ser rediseñado y reconstruido [Thomas, 2004:99]. La aplicación de la ciencia a las relaciones humanas resultaba en una visión de la sociedad como compuesta por elementos distintivos por lo que podía ser entendida en una forma relativamente abstracta y generalizada. En otras palabras, ésta podía ser descompuesta en una serie de instituciones separadas, y sobre todo, el sujeto humano individual empezaba a verse como la unidad más básica de análisis social. La emergencia de este tipo de “física social” está particularmente asociada a Thomas Hobbes (1588-1679) y a John Locke (1632-1704).

Un aspecto importante relativo a esta aproximación analítica a la sociedad fue el reconocimiento de la voluntad colectiva de la gente como principio de legitimidad política. Mientras los monarcas medievales justificaban su posición a través del derecho divino y de la herencia, un orden social que era entendido como un sistema de elementos implicaba algún tipo de relación recíproca entre el gobernante y los gobernados, lo que resultaba en relaciones más estrechas entre los sujetos de un estado-nación que el tipo de vínculo que se daba en el reino feudal.

Para los siglos xvii y xviii, los seres humanos individuales eran vistos como átomos indivisibles a partir de los cuales se creaba la esfera social, de modo que las relaciones sociales eran secundarias a la existencia individual de los sujetos humanos. En otras palabras, los seres humanos podían existir independientemente [lo que se asociaba a su vez con el humanismo filosófico de entonces], antes de entrar en relaciones sociales con otros individuos. Esto se combinaba a veces con la posibilidad de tener una identidad esencial (racial, étnica o nacional) que precedía su articulación política. Esta idea de individuos independientes y autónomos fue la base para la creación del estado como un contrato social, es decir, como un tipo de acuerdo contractual llevado a cabo por individuos libres y autónomos.

Una de las versiones más influyentes sobre la teoría del contrato social fue la elaborada por Thomas Hobbes en 1651. Hobbes decía que la sumisión a la regla del rey debía ser el criterio para pertenecer a una sociedad, con lo que buscaba la unificación del cuerpo político. Solo el soberano estaba en la posición de tomar decisiones las cuales representaban la voluntad general de la población. El soberano creado por el contrato no es más que el representante de la multitud [Latour, 2007]. En este caso, más que una ‘multitud’, los participantes del contrato eran un ‘pueblo’ con una sola voluntad. Por su parte, Rousseau coincidía con Hobbes en ver al estado como una construcción artificial que se derivaba del uso voluntario de la razón humana, pero difería en el hecho de que la libertad del individuo fuera entregada al soberano. Para Rousseau cada ciudadano retenía su libertad individual, por lo que el contrato tomaba la forma de un acuerdo entre sujetos autónomos que reconocían el derecho a la libertad de cada uno. En este caso, en el que el individuo es parte de un todo, la voluntad general guiaba a la acción individual ya que “no se puede ofender a uno de sus miembros sin atacar a la colectividad y menos aún ofender al cuerpo sin que sus miembros se resientan” [Rousseau, en Valenzuela Arce, 2004: 22].

El contrato social daba legitimación intelectual al estado al reconocerlo como una comunidad política. Sin embargo, los estados-nación tempranos debieron hacer uso de una serie de recursos que les garantizara una identidad propia. En estos casos, el pasado jugó un papel crucial en la construcción de la identidad y de su legitimación política. Los estados-nación se reconocían entonces como un pueblo con un territorio, una cultura compartida y una tradición histórica o mítica que relataba sus orígenes. Si bien esos mitos e identificaciones podían ser de dudosa autenticidad –por lo general seguían una lógica común: la de un relato histórico, lineal, con un mito de origen y una edad de oro- la formación del estado generalmente producía su reificación 12 [Jones y Graves-Brown, 1996; Thomas, 2004]. Hacia finales del siglo xviii esas identidades nacionales tenían un carácter fundacional, es decir, eran reconocidas como la esencia del estado y por lo tanto legitimaban su independencia. Esta identidad nacional fue la precondición del surgimiento del nacionalismo como una perspectiva política coherente.

El desarrollo del nacionalismo dependió, en cierta medida, de la elaboración filosófica de ciertas ideas acerca del status de nación que tuvieron lugar hacia finales del siglo xviii, y estuvieron particularmente identificadas con el trabajo de Johann Gottfried von Herder. Este autor rechazaba los intentos del Iluminismo de aplicar las ciencias naturales a la sociedad y de reducir la diversidad humana a un conjunto de leyes universales. Por el contrario, en Herder se precisa el nexo entre lenguaje, razón y humanidad, por lo que defendía la existencia de una multiplicidad de culturas y rechazaba la reducción a una sola sociedad, ideal y racional, y a un conjunto uniforme de valores [Ferraris, 2005: 98-99; Thomas, 2004: 106]. En otras palabras, defendía el folklorismo y resaltaba la existencia de unidades culturales homogéneas y discretas, ligadas a un territorio [Fernández de Rota, 2005]. Por otra parte, las circunstancias históricas, económicas y sociopolíticas, tales como la industrialización [Gellner, 1983, en ibid.: 57] y el desarrollo de la imprenta en el seno del capitalismo [Anderson, 1983, en ibid.:58], dieron el contexto para el desarrollo del nacionalismo y para la homogeneización cultural.

Naciones en búsqueda de su pasado

El rasgo más definitorio del nacionalismo es su esencialismo. El nacionalismo cree en la existencia de un reservorio latente de autenticidad nacional al que aspira recuperar. El concepto de nación no se puede sostener sin un pasado adecuado y sin un futuro creíble, lo que requiere que la comunidad se anuncie posesora de una historia y un destino [Díaz-Andreu, 1998]. Es por ello que busca retornar a una “edad de oro” de uniformidad étnica y lingüística, por lo que tiende a promover la cultura popular de aquellos que supuestamente están conectados con el pasado por encima de la hibridación cosmopolita. En este sentido, el nacionalismo se presenta a sí mismo como tradicional y anti-moderno, cuando en realidad es un fenómeno profundamente moderno 13 [Thomas, 2004: 109].

Mientras las concepciones nacionalistas consideraban que la existencia de una antigua cultura compartida por un grupo justificaba la constitución contemporánea de una nación, lo que realmente ocurría era que las estrategias nacionalistas y de los estados-nación buscaban reificar y homogeneizar la cultura para que sea compartido –o al menos lo parezca- aquello que no era compartido. Esto implica una inversión en la manera de entender la relación entre cultura y nación. Es decir, “la heterogeneidad es un aspecto de toda sociedad humana, la manera en cómo la heterogeneidad se homogeneiza en la construcción de los estándares de civilización plantea problemas para todo sistema simbólico. La homogeneización [en cambio] es siempre un proceso político” [Fernández de Rota, 2005: 58]. La cuestión se centra entonces en la manera en cómo los estados-nación y los nacionalismos hacen cultura (y no al revés), y en la intensidad y en los medios por los cuales los Estados o ciertos movimientos nacionalistas persiguen la homogeneización, homogeneización que influyó también en la concepción y formación de subdivisiones étnicas compactas [ibid. 2005: 59]. De este modo, será necesario revisar la manera en que los estados-nación han hecho su pasado.

En la era medieval la legitimidad política estaba dada por la descendencia dinástica del monarca por lo que el único pasado significativo para las monarquías europeas era la genealogía, es decir la línea hereditaria que iba edificando el linaje del gobernante. Pero una vez que la soberanía tomó la forma de gobierno, y que el orden político empezó a estar fundado en la voluntad del pueblo, lo que tenía que legitimarse era la autenticidad de las comunidades. Tan pronto se identificó al estado-nación como una entidad política natural, el pasado de cada nación comenzó a ser reconocido como la fuente de esa autenticidad.

Antes del surgimiento de un nacionalismo popular explícito, la actividad de los anticuarios había sido promovida justamente por aquellos gobernantes que deseaban reconstruir su autoridad, ya no como el portador de la sangre real sino como la personificación de una nación. El pasado nacional comenzaba a cobrar mayor importancia con el desarrollo de una monarquía institucional, burocrática y administrativa [Thomas, 2004: 107]. Así por ejemplo, en Dinamarca el físico y anticuario Ole Worm (1588-1652) fue financiado por el rey Christian iv para reclutar miembros del clero que se encargaran de realizar un registro sistemático de todas las antigüedades de las iglesias. De acuerdo a Randsborg [2000], la arqueología en Dinamarca estuvo fuertemente marcada por dos aspectos: uno emocional y otro financiero, ambos fuertemente arraigados en el sentimiento de nación. En este caso, como en otros, la arqueología se había vuelto parte de la ambición nacional por escribir su propia historia. Este interés en el origen nacional se hace evidente en la creación de los museos nacionales desde el comienzo del siglo xix. Este fue el contexto en el que Christian Thomsen aplicó por primera vez el sistema de las tres edades [Edad de Piedra, Edad de Bronce y Edad de Hierro] a los artefactos prehistóricos.

Para Díaz-Andreu, la profesión arqueológica no existiría si el nacionalismo no hubiera triunfado como ideología política [1998: 117]. Rowlands sostiene que la arqueología se formó bajo la premisa de un “sentimiento de pérdida” por lo que su meta era recuperar la tradición y el sentimiento de comunidad [2007: 62]. De acuerdo a Thomas, el surgimiento del nacionalismo en Europa coincidió, en términos generales, con la transformación del anticuarismo en arqueología [2004: 109].

La arqueología no fue la única disciplina que toma fuerza con los nacionalismos. En este contexto, con el mundo convertido en un mosaico de naciones, distintas disciplinas sociales e históricas cobraron un fuerte impulso. La filología alcanzará un papel prioritario al tener que dilucidar ramas y familias lingüísticas que justifiquen la elaboración de un mapa cuyos países se correspondan con unidades de lenguaje. La historia, además de la arqueología, brindará secuencias e interpretaciones que seleccionan y explican los elementos más idóneos para mostrar la autenticidad de la nación, y la etnografía se encargará de describir las costumbres rurales ancestrales, expresiones del alma de un pueblo. La antropología física brindará más tarde nuevas posibilidades con el concepto de raza vinculado al de lengua y cultura, otorgando así un componente definitorio de mayor radicalidad categórica. Todas estas disciplinas eran entendidas bajo el prisma de una concepción historicista, en donde la tradición era capaz de mantener incólume una forma de vida humana, convirtiéndola en perenne [Fernández de Rota, 2005: 8].

Estas consideraciones, producidas en los círculos de las elites y los eruditos, se comenzaron a plasmar gráficamente en museos, monumentos y objetos del patrimonio nacional, lo que las hacía visibles y tangibles. La cartografía pasó a imprimir y difundir la imagen gráfica de la “realidad” nacional. La novela, la prensa y, posteriormente, los modernos medios de difusión, permitieron comunicar esa “manera de entender la nación” al pueblo no letrado. No obstante fue la escuela la que dejó la impronta más profunda. La educación, otorgada cada vez más por el estado, era mucho más universal en sus contenidos que el tipo de aprendizaje tradicional, la cual solo preparaba a las personas para una profesión específica [Thomas, 2004: 106]. En las escuelas se comienza a estudiar la lengua y las artes nacionales, la geografía y la historia nacional como disciplinas separadas frente a las correspondientes extranjeras [Fernández de Rota, 2005: 9]. De manera similar, las matemáticas y la geometría anulan los conceptos topológicos (locales, experimentados) para reemplazarlos por un solo espacio euclidiano y universal [v. Hallpike, 1979].

Finalmente, los planes nacionalistas resultan en la construcción de mitos de homogeneidad cultural, los cuales, permanentes a lo largo del tiempo, constituyen la base del tipo de identidad que ha sido potenciado por el nacimiento de los estados-nación. Esta idea de cultura, homogénea y continua, ha estado absolutamente implicada en los discursos nacionalistas, en tanto que es la cultura lo que distingue a las naciones ya que constituye el contenido mismo de la identidad nacional.

Cultura, Etnia y Nación

En la concepción dominante del siglo xix, “la cultura” era entendida en singular como la manifestación de una manera de vivir típica de la especie humana en contraposición con el comportamiento animal. Se trataba de estudiar la humanidad como un todo a partir de la definición de rasgos que caracterizaban a los grandes periodos de la evolución cultural, rasgos que agrupaban fenómenos en categorías válidas universalmente. 14 En contraste, los etnógrafos tradicionales preferían hablar de una pluralidad de culturas, con el fin de definir la cultura de un pueblo, fundamento y justificación de una nación, a partir de un conjunto de rasgos propios. Método comparativo y universalismo antropológico frente al localismo regional o nacional [Fernández de Rota, 2005].

Ambas concepciones estaban influidas en muchos aspectos por la arqueología y la museología de entonces. La descripción de objetos y de costumbres, y su ubicación espacial y temporal reflejaban una manera de clasificar “entidades” definidas en sus características formales pero carentes de contenido. El interés hacia la interioridad será uno de los ejes que presidirá la transformación del concepto de cultura, lo que en antropología cultural vendrá de la mano de Boas en Norteamérica, y de Malinowski en Gran Bretaña.

Frente al universalismo imperante de finales del siglo xix, Boas propone el estudio de las culturas particulares. Insiste en que los artefactos sean agrupados no por la categoría del momento histórico de invención, sino por unidad sociocultural bajo el supuesto de que el arte y el estilo de vida de un pueblo solo pueden ser comprendidos mediante el análisis de sus producciones consideradas en su conjunto. Cada cultura es, para Boas, “un universo separado de ideas y costumbres compartidas”. Por su parte, Malinowski protagonizará el desarrollo del funcionalismo que se expande a partir de la Antropología Social británica. La cultura es considerada como un universo limitado de ideas y costumbres compartidas, y la sociedad es entendida como un universo limitado de estructuras sociales que se auto-reproducen. La sociedad y la cultura ligada a ella aparecen como una unidad supraorgánica. Esta propuesta estará enmarcada por una noción radical de la diversidad cultural. Para Malinowski las relaciones entre los elementos es la clave de su explicación, lo que implica que cada una de las instituciones sociales y sus características definitorias pueden ser entendidas por la funcionalidad que llevan a cabo en el conjunto. Esto significa que dentro de cada cultura habrá una coherencia interna. Para llegar a ella, sin embargo, será necesario un largo trabajo de campo; es decir, el antropólogo deberá “encerrarse” en la cultura que estudiará y éstas deberán estar lo más aisladas posibles. En síntesis, la comprensión de la diversidad cultural en que se centra la antropología en los inicios del siglo xx estará basada en la presentación de culturas entendidas como compartimentos aislados, con características compartidas por sus miembros [Fernández de Rota, 2005], en el marco de una noción estática.

La arqueología, al igual que la antropología, tendía a tratar con “totalidades” lo que se veía reflejado en la necesidad de identificar pueblos y culturas en el registro material. Para Montelius, quien había refinado el sistema de clasificación y de tipología de artefactos desarrollada en el siglo xix, la variación de la cultura material a través del tiempo permitía establecer una serie de periodos. Kossinna en cambio, enfatizaba la distribución geográfica de los tipos de artefactos. La fusión de estas dos escuelas de pensamiento derivó en el paradigma histórico-cultural, que posibilitaba que las entidades conocidas como culturas fueran definidas sobre la base de la organización de conjuntos artefactuales [Thomas, 2004: 111]. Esto implicaba que los patrones de variación espacial y temporal de los restos materiales correspondían a diferentes modos de vida, lo que resultaba en entidades llamadas “culturas” arqueológicas. Estas culturas arqueológicas eran equivalentes a pueblos específicos, grupos étnicos, tribus y/o razas.

Esta aproximación partía de una conceptualización normativa de la cultura –fuertemente influenciada por el trabajo de Boas-, la cual implica que dentro de un grupo dado las creencias y las prácticas culturales tienden a conformar normas conceptuales o reglas de conducta prescriptas. En este sentido, se presentaba a la cultura como formada por un conjunto de ideas y creencias que eran mantenidas dentro del grupo gracias a la interacción regular de sus miembros. Asimismo, la transmisión de las normas culturales a las generaciones siguientes se daba a través de procesos de socialización lo cual resultaba en una tradición cultural continua. Dentro de este marco, cualquier cambio en la distribución de la cultura material se interpretaba en función del grado de interacción entre individuos o grupos: a mayor homogeneidad, contactos más regulares; a mayor discontinuidad, mayor distancia social y/o física. Los cambios graduales en la cultura material respondían a cambios internos en las normas culturales prescritas; mientras que los cambios rápidos eran explicados a partir de influencias externas tales como difusión, migración o conquista [Jones, 2007: 45].

Ahora bien, al organizar los materiales en tiempo y espacio e identificarlos como culturas, se estaban empleando un conjunto de supuestos modernos. En primer lugar, el sistema de clasificación descansaba en la noción de que los seres humanos elaboraban y perfeccionaban su tecnología a lo largo del tiempo por medio del intelecto. En otras palabras, el desarrollo de la cultura material a través del tiempo reflejaba el surgimiento gradual de la racionalidad humana, y por lo tanto respondía al mismo proceso por el cual Hobbes y Locke habían imaginado a la sociedad civil emergiendo del estado de naturaleza [Thomas, 2004: 111]. Pero también la cultura material expresaba el carácter esencial de un pueblo, es decir, sus ideas, creencias y normas compartidas permitían identificar a un pueblo. La relación uniforme entre identidad étnica, fronteras políticas y expresión cultural, que se había dado con los estados-nación europeos, estaba siendo impuesta al pasado.

A pesar de que la arqueología siguió rumbos distintos en diferentes regiones y países, esta aproximación histórico-cultural –que reconoce a Gordon Childe como uno de sus máximos exponentes- ha sido el marco dominante en todo el mundo durante el siglo xx. Si bien ha sido eclipsada por otras propuestas teóricas -concretamente, la Arqueología Procesual y Postprocesual-, aún retiene mucho de su influencia, ya que éstas siguen dependiendo de la evidencia material, misma que es descripta y clasificada sobre la base de una epistemología esencialmente histórico-cultural. 15

En los años sesenta y setenta se produce un cambio fundamental en los planteamientos antropológicos. En primer lugar, queda claro que las culturas no forman unidades aisladas: la interacción de los grupos humanos, en mayor o menor escala, se manifiesta en todas partes. De este modo, parece haber un giro en las preocupaciones que van desde la cuestión propiamente cultural hacia la interacción y la organización social. Edmund Leach sostiene que toda sociedad real es un proceso en el tiempo. Por lo tanto, lo que es perenne e inevitable es el cambio interno, pero además, la realidad social nunca forma un todo coherente, sino que es por naturaleza fragmentaria e inconsistente. En su obra Sistemas políticos de Alta Birmania, de 1954, observa que las nociones culturales compartidas no tienen un significado único en los dos sistemas políticos que enmarcan el continuo cambio de los sistemas de identidad grupal. Para Leach, la organización social es más fundamental que la cultural en el campo de la identidad colectiva [Fernández de Rota, 2005: 46-47]. De este modo, la unidad identitaria, que a partir de los años sesenta empieza a ser reemplazada por el término “etnicidad”, no se apoya en la existencia de una cultura compartida.

Este tipo de planteamientos se condensarán en la obra Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de la diferencia cultural de Fredrik Barth, publicada en 1969. La propuesta de Barth implica mirar la identidad étnica como una característica de la acción social más que como una expresión de la cultura. Desde esta perspectiva, “el foco de la investigación es el límite étnico que define al grupo y no el contenido cultural que encierra” [Barth, 1976 (1969): 17]. Poner la atención en los límites implica reconocer que los grupos étnicos no existen en aislamiento sino que se producen y reproducen a través de la interacción social y dentro de circunstancias históricas concretas, lo que indica que las identidades son más situacionales que esenciales.

De acuerdo a Barth, los grupos étnicos son categorías de adscripción e identificación utilizadas por los actores mismos [ibid.: 10-11]. Tales categorías están involucradas en la construcción de fronteras y en la interrelación entre grupos, y por lo tanto son absolutamente dinámicas y contextuales. En este sentido, no podemos suponer una relación uno a uno entre unidades étnicas y similitudes-diferencias culturales. Los rasgos característicos no son un conjunto de diferencias objetivas sino solamente “aquellos que los actores mismos consideran significativas […] algunos rasgos culturales son utilizados por los actores como señales y emblemas de diferencia, otros son pasados por alto, y en algunas relaciones, diferencias radicales son desdeñadas y negadas” [ibid.: 15]. El acento en el carácter subjetivo de la identidad étnica implica que ésta no puede ser definida sobre la base de similitudes y diferencias señaladas por el investigador sino desde las categorías de adscripción e identificación de los actores mismos. Esta propuesta contrasta con el concepto tradicional de cultura como entidad discreta e internamente homogénea. En otras palabras, la etnicidad, entendida como la auto-identificación de un grupo, es una cuestión analíticamente distinta a la idea, uso y abuso de las ‘culturas’ arqueológicas.

El giro de los años sesenta en el estudio de la identidad supuso desplazar la atención del polo cultural al polo de las dinámicas sociales que organizaban la cultura. De este modo, la visión esencialista o primordialista que consideraba que la identidad étnica era el resultado de la búsqueda de sus raíces, lo que a su vez era manifestado a través de los rasgos culturales, fue reemplazada por una visión instrumentalista siendo ésta la aproximación dominante en los años setenta y ochenta. De acuerdo a esta postura, los grupos étnicos resultaban de la búsqueda de intereses comunes, por lo que se enfatizaban las dimensiones políticas y económicas de la etnicidad. En este sentido, se dio un quiebre entre cultura y etnicidad, de modo que los estudios se comenzaron a centrar en los aspectos organizacionales de la segunda, mientras que se daban por sentado las diferencias culturales sobre las cuales aquella se basaba. Así, mientras la identidad era considerada como una herramienta que permitía generar sentimientos de adhesión que fortalecieran al grupo, la cultura era reducida a un conjunto de símbolos manipulados en virtud de los intereses del grupo.

En arqueología, la década del sesenta significó también un giro teórico importante, el cual partía, principalmente, del rechazo al enfoque normativo y particularista de la escuela histórico-cultural. Sin embargo, este cambio, representado por la Arqueología Procesual, no siguió el camino de la antropología sino que buscó el apoyo de los enfoques materialistas como la ecología cultural, el marxismo o la teoría de sistemas. Preocupada por las relaciones socio-económicas –estrategias de subsistencia, patrón de asentamiento, etc.-, la arqueología procesual considera a la sociedad como un sistema dinámico compuesto por subsistemas funcionalmente integrados, y entiende a la cultura como un sistema extrasomático de adaptación al medio. Para este enfoque, la gente queda relegada a un segundo plano bajo el supuesto de que siempre ha sido igual; en otras palabras, la gente del pasado sentía, vivía y experimentaba el mundo de la misma manera en que lo hacemos nosotros. 16 Hacia finales de los años ochenta las corrientes posprocesuales comenzaron a marcar la diferencia.

En la antropología actual se busca entender a la cultura no tanto en términos de lo que es compartido sino en términos de organización de la diversidad. En este sentido, se enfatizan las frecuentes oposiciones, contestación, tensiones, resistencias, estrategias de poder, etc. que forman parte intrínseca de la vida cultural. Así reformulada, la cultura cobra un papel de co-protagonista en la organización de la identidad [Fernández de Rota, 2005]. Es así que numerosos antropólogos han asumido como tema de investigación la construcción de las identidades nacionales y el rol del estado en la creación y sostenimiento de las identidades étnicas. De igual modo, ha habido un creciente interés en los efectos culturales del proceso de nation-building, y en su empeño de construcción de mitos históricos y culturales de continuidad y homogeneidad. En este sentido, se analiza la manera en que los sentimientos de pertenencia compartidos canalizan una visión del mundo que aparece como legitimadora de la experiencia y de la memoria colectiva. Se trata entonces de una concepción constructivista de la identidad, la cual ha ido paulatinamente dominando el panorama sobre estos temas.

Es especialmente desde esta perspectiva que se sostiene que la etnicidad es producto de la construcción de la nación y no su precursor [Verdery, 1993 en Fernández de Rota, 2005: 59]. La formación estatal aparece así como el contexto más destacado dentro del cual se produce la etnicidad, al ser la arena en la que varios grupos establecen y luchan sobre convenciones sociales, defienden su legitimidad y fijan relaciones intergrupales. Los nacionalismos y la etnicidad son, desde esta perspectiva, el resultado de programas de construcción de mitos de homogeneidad que paradójicamente parecen estar fuera de la realidad de heterogeneidad que caracteriza a toda nación [ibid.]. En este contexto, el papel de la arqueología ha sido clave.

Algunos autores ubican los primeros rasgos de etnicidad concretamente durante el periodo colonial al clasificar como separadas a las poblaciones colonizadas [v. MacEachern, 1998; de Heusch, 2000; Jones, 1996; entre otros]. Otros en cambio, sostienen que podría hablarse de etnicidad en el contexto de las primeras sociedades estatales. En esta línea, Shennan señala que los procesos de creación de la identidad étnica toman fuerza en situaciones en que formas pre-existentes de identidad –por ejemplo, el parentesco- fueron destruidas; y este hecho, según el autor, es visto generalmente como un factor clave en el origen de los estados. Fuera de las sociedades estatales y de sus esferas de influencia la formulación de intereses colectivos es un fenómeno mucho más situacional [v. Shennan, 1994: 14-17]. MacEachern tiene sus dudas acerca de que la etnicidad sea un mecanismo válido para las sociedades premodernas. Sostiene que la construcción de unidades étnicas no es un acto intrínseco de la cultura humana sino que es una creación ideológica concientemente armada, cuyo origen se encuentra en las relaciones de dominación de unos pueblos por otros más poderosos, y eso ocurre durante el colonialismo europeo [MacEachern 1998: 9]. Para Gellner, la etnicidad es un fenómeno que comienza a darse recién con el comienzo de las sociedades industrializadas [Gellner, 1988].

Ciertamente, fuera de la era de los nacionalismos, es posible hablar de formas muy diferentes de identificación colectiva; no obstante la etnicidad representa, para muchos instrumentalistas y constructivistas, un capítulo aparte. La etnicidad supone la afirmación de una homogeneidad de rasgos compartidos por un colectivo, sean éstos raciales, lingüísticos o culturales. Y esta exigencia de homogeneidad a lo largo del tiempo es el tipo de identidad que ha sido potenciado por los estados-nación [Fernández de Rota, 2005: 60].

El hecho es que si, como afirman muchos especialistas, la arqueología nace como disciplina a la par y a raíz de los nacionalismos, y si éstos abogaban por la existencia de unidades culturales discretas e internamente homogéneas enraizadas –y legitimadas- en una edad de oro pretérita, es lógico suponer (o incluso admitir) que el fundamento y meta de la arqueología haya sido justamente el des-cubrimiento de tales entidades. En efecto, la identificación étnica ha sido, explícita o implícitamente, la tendencia de la arqueología en su búsqueda por conocer a los grupos cuyos restos materiales estudia. Tal tendencia ha estado basada en el criterio de “totalidades”, es decir, en la existencia de entidades o categorías discretas de gente, lo que iba en consonancia con la búsqueda de homogeneización y de la “formación de subdivisiones étnicas compactas” de los estados-nación.

Sin embargo, desde los años sesenta en adelante las posiciones han sido más críticas, lo que puede verse claramente en el desarrollo de los enfoques instrumentalista y constructivista. A partir de ello vemos que, lejos de ser algo estático, continuo y homogéneo, la etnicidad es un fenómeno mucho más complejo, dinámico y contestado, que debe ser analizado en su propio contexto histórico. De acuerdo a Meskell [2002], los trabajos arqueológicos más convincentes sobre etnicidad vienen justamente de contextos históricos y etnohistóricos. El riesgo que acarrean los estudios sobre identidad étnica en arqueología es la extrapolación al pasado de los problemas actuales sobre origen, legitimidad, propiedad y derechos, especialmente si están vinculados con territorialidad. Este enredo, dice Meskell, ha señalado a la etnicidad como “un vector peligroso de diferencia” [Meskell, 2002: 287]. En los últimos años, algunos investigadores se han desplazado desde el tema de la etnicidad hacia la arqueología de las comunidades [Canuto y Yaeger, 2000], como una perspectiva más localizada de identidad. De igual modo, se ha enfatizado el estudio de otras categorías identitarias como la edad y el género.

En síntesis, queda claro que en arqueología no podemos trasladar nuestra percepción de la realidad, nuestras categorías para ordenarla y entenderla hacia un pasado remoto y distinto (a menos que trabajemos en arqueología industrial o histórica). Las reconstrucciones del pasado, lejos de ser objetivas, neutrales y desprovistas de valor, son construcciones cargadas con ideologías y emociones. Por esa razón la arqueología se vio en la necesidad de convertirse en una disciplina autorreflexiva, lo que ha llevado a la deconstrucción de sus enunciados fundamentales con el fin de evaluar en qué consiste y qué pautas rigen la construcción de las identidades. De este modo se podrá establecer un marco adecuado para poder interpretar las poblaciones humanas que nos precedieron. El estudio de las identidades requiere entonces tomar una visión mucho más compleja del fenómeno.

Arqueología de las identidades

La identidad refiere a las formas en que los individuos y los grupos se distinguen de otros individuos y grupos sobre la base de la percepción de las diferencias y similitudes –físicas, sociales, psicológicas, etc. En este sentido, la identidad opera a partir de dos mecanismos, lo que nos asemeja y lo que nos diferencia, y esto se da en el contexto de la interacción social y en un plano discursivo [Hernando, 2002]. Las identidades se construyen de manera múltiple ya que giran alrededor de múltiples prácticas las cuales están siempre en proceso. Hoy se admite que cada uno de nosotros tenemos diversas identidades sociales que están en constante negociación y que organizan nuestras relaciones con otros individuos y grupos dentro de nuestro mundo social. Meskell [2001] sostiene que la formación de la identidad opera en dos niveles. El nivel social, en el cual las identidades son definidas por asociaciones formales; y al nivel individual, donde una persona experimenta muchos aspectos de la identidad dentro de una sola subjetividad a lo largo de su trayectoria de vida. El nivel individual es más contingente e inmediato y opera a frecuencias mayores, mientras que las categorías sociales toman más tiempo en reformularse. Tanto el nivel individual como el social operan de una manera recursiva.

Ahora bien, debemos considerar que las identidades no siempre ni en todo contexto pueden ser escogidas –como en la secular democracia occidental- sino que suelen más bien ser adscriptas y por tanto relacionales. Así, es posible que las mismas categorías identitarias que reconocemos en sociedades actuales hayan existido en el pasado, tal es el caso por ejemplo, del género, la edad, o el parentesco. Sin embargo, la manera en que éstas se manifestaron, reprodujeron o resignificaron pudieron variar enormemente, siendo encubiertas o resaltadas, bienvenidas o rechazadas, reproducidas o transformadas. Es por ello que los estudios sobre identidad se interesan por las múltiples dimensiones de lo identitario y particularmente por los mecanismos sociales mediante los cuales los individuos y los grupos producen, reproducen y transforman sus identidades.

Esta claro que en cuestiones de identidad la norma es la variedad más que la uniformidad, lo que nos lleva a la necesidad de deconstruir las rígidas taxonomías occidentales dentro de las cuales tendemos a ubicar a la gente del pasado. Solo a través de la revisión de aquellos dominios que vemos como naturales o prediscursivos podremos aproximarnos a una arqueología de la diferencia [Meskell, 2001]. Las categorías identitarias son parte de sistemas simbólicos y solo pueden ser entendidos en relación a las prácticas y contextos culturales específicos. En este sentido, hay una dimensión ética que debemos tener en cuenta cuando exploramos la arqueología de las identidades. La solución está lejos de ser universal. Más bien, la arqueología de las identidades debe trabajar caso por caso, a partir de una deconstrucción y reconstrucción ontológica y dentro de un marco hermenéutico [Insoll, 2007]. Esto no quiere decir, por ejemplo, que nuestros cuerpos solo estén constituidos socialmente, también la materia, la fisicalidad del cuerpo juega un papel importante, ya que es a partir del mismo que nos movemos en el espacio y nos relacionamos, nos identificamos y nos diferenciamos en nuestro mundo-de-la-vida.

La conceptualización del cuerpo ha probado ser un nexo importante para reconciliar tópicos como los imperativos biológicos, marcadores culturales, personificación y experiencia, diversidad diacrónica y diferencia social. Muchos de los primeros estudios partieron de las nociones foucaltianas acerca de la inscripción corporal, es decir, la marcación literal de la sociedad sobre el cuerpo del individuo. De este modo, los pares básicos izquierdo/derecho, adelante/atrás, arriba/abajo, etc, sirven como conceptos que permiten ordenar el mundo social. Posteriormente, las filosofías corporales y feministas llevaron a una lectura más contextual de la personificación, tanto individual como cultural. Actualmente se considera que la identidad y la experiencia están profundamente implicadas y fundamentadas en la materialidad del cuerpo [Meskell, 2001]. En este sentido, la identidad es irreducible, es decir, no puede ser explicada fuera de la experiencia corporal, de la agencia y del discurso político. Esto significa a su vez que la experiencia compartida en el mundo físico concreto, en el entorno en que se vive, forma parte también del proceso de construcción identitaria, tema al que volveré en el apartado sobre arqueología del paisaje.

Si bien hay maleabilidad social en la construcción de la identidad corporal, también hay una fijación material que enmarca al individuo y que lo identifica [Meskell, 2001: 192-193]. La materialización del cuerpo toma entonces la forma de una reiteración de normas culturales, sociales o identitarias, que mediante el discurso y el poder facilitan o restringen la manera en que el cuerpo se nos revela [Fowler, 2004; Thomas, 2007]. En este sentido, los cuerpos son producidos por lo individuos a través de prácticas sociales que implican patrones de acción e interacción, y son asimismo monitoreados públicamente mediante la apariencia física como el tatuaje, la escarificación, la pintura, el ayuno, o los patrones diarios de trabajo. La forma en que se conceptualiza el cuerpo está profundamente relacionada a la noción de persona y a la agencia, temas que trataré en el apartado respectivo.

En términos de identidad, el cuerpo se expresa y se fija de acuerdo a la manera de concebir la sexualidad y el género, la edad y los ciclos de vida, el parentesco y la genealogía, entre otras muchas formas de identificarse. Los valores relativos a la sexualidad son, al igual que aquellos asignados a la materialidad del cuerpo y a las distintas etapas durante el ciclo de vida, una construcción histórica y social. El sexo reúne una multitud de posibilidades biológicas y físicas diferentes, tales como identidad de género, diferencias corporales, capacidades reproductivas, necesidades, deseos y fantasías. Estas categorías no necesariamente están juntas. El género no es un fenómeno natural o biológico y mucho menos universal. Por el contrario, los individuos construyen género a través de las prácticas discursivas diarias, es decir, el género es un proceso de hacerse, más que de ser y por lo tanto es relevante debido a sus ramificaciones sociales, políticas y económicas [Meskell, 2001: 196]. Por su parte, los estudios de edad han estado referidos por mucho tiempo a la niñez o a la ancianidad, aunque están siendo reemplazados por una lectura más matizada de los ciclos de vida. El análisis de los ciclos de vida permite aproximarse más a las realidades de la experiencia social de los grupos en cuestión y evita caer en las categorizaciones teleológicas del mundo occidental. En los ciclos de vida está implicada la conformación de grupos de identidad y de prácticas sociales de vital importancia como son los grupos de iniciación, las sociedades secretas, etc.

De manera similar, la cuestión del parentesco no puede ser reducida simplemente al aspecto biológico ya que la dimensión cultural en la que se dan los términos y las prácticas varían ampliamente de sociedad en sociedad. En el antiguo Egipto, por ejemplo, el sistema de parentesco incorporaba a grupos de la nobleza que no tenían relaciones de sangre [Meskell, 2001: 202]. Entre los actuales pápago que habitan el norte de México, en cambio, es tan importante reconstruir su genealogía como establecer vínculos con sus antepasados al reinventar constantemente sus tradiciones 17 [Salas Quintanal, 2004]. Incluso nuestras propias nociones de parentesco están siendo desafiadas por dos poderosos dominios: las nuevas tecnologías de reproducción y los cambios en las relaciones de género y sexualidad.

Finalmente, vemos que el desplazamiento de la etnicidad a las identidades como tema de estudio implicó un cambio de escala.

Cuestión de escala

El tipo de identidad que se buscaba o que se creía necesario recuperar, era aquella que representara al conjunto compartido de normas y valores, y a partir del cual el individuo podía identificarse, esto es, la identidad de un pueblo, la identidad étnica. Dentro de esta unidad, la ‘sociedad’ aparecía como esencial para la humanidad ya que era la existencia del grupo social la que determinaba la conducta de sus miembros. La sociedad parecía tener así, una existencia que no solo se extendía más allá de la vida de los agentes individuales, sino que existía fuera del agente que actuaba sobre ella. Desde esta perspectiva la cultura estaba socialmente determinada. A partir de la década del sesenta comenzó a haber una crítica activa respecto a la visión de la sociedad como un sistema cerrado, resistente al cambio y estructurado por una jerarquía arraigada en el poder, y empezó a prevalecer la idea de que las poblaciones humanas, más que una totalidad cohesiva, eran una multiplicidad de grupos, organizaciones y colectividades entrelazadas. Después de los años setenta, la discusión de estos tópicos derivó en el debate estructura-agencia.

En arqueología las cosas tomaron un poco más de tiempo. Aquí también se cuestionó que la sociedad fuera considerada como una entidad estática y se criticó la tendencia de tratar la variabilidad cultural como representativa de las normas conductuales las cuales, se decía, estaban socialmente determinadas. Sin embargo, no se cuestionó a la sociedad como categoría de análisis. Así, la Nueva Arqueología, que surge en la década del sesenta, lo que hizo fue distinguir al estilo, como una forma de hacer las cosas, de la función, como aquello para lo cual la cosa está hecha, dando prioridad explicativa a la segunda. Con ello la sociedad era considerada como un sistema dinámico compuesto por subsistemas funcionalmente integrados. De este modo, el sistema social en un medioambiente particular y con sus propios mecanismos internos, seguía siendo la principal unidad de análisis [Barrett 2001: 146]. Años más tarde, precisamente en 1982, Ian Hodder publica Symbolic and Structural Archaeology en cuya introducción critica duramente al funcionalismo ecológico de la Nueva Arqueología. Entre sus críticas cuestiona la separación que se había introducido entre función y cultura, y con ello la falta de énfasis en la creatividad individual y la intencionalidad 18 [Thomas, 2007: 215]. A partir de ello se comienza a abogar por la introducción del individuo dentro de la teoría social.

Ciertamente, las reflexiones acerca de los límites y posibilidades que tienen los individuos dentro de la sociedad han estado a la vanguardia del pensamiento filosófico durante siglos. Sin embargo, no es sino hasta la última parte del siglo xx cuando empieza a darse en las ciencias sociales un giro en la unidad de análisis. A partir de entonces el interés por la relación entre estructura y agencia, sociedad e individuo, ha pasado a ocupar una posición central en muchas de las investigaciones llevadas a cabo en las ciencias sociales [Dornan, 2002].

2. Agencia

El nacimiento de las teorías de agencia ha reflejado el deseo de contrarrestar los modelos deterministas o sobre-socializados de la acción humana al reconocer que la gente actúa y altera el mundo externo a través de sus acciones. El argumento básico de las teorías de agencia es que las personas no son autómatas que reaccionan simplemente a los cambios del mundo externo, sino por el contrario, las personas desempeñan un papel en la formación de las realidades sociales en las cuales ellos mismos participan. De este modo, las teorías de agencia se centran tanto en el impacto del sistema sobre la práctica como en el impacto de la práctica sobre el sistema [Dornan, 2002], y mueven el foco del cambio social desde los macro-procesos del sistema hacia las acciones de los agentes.

La historia de la agencia y la agencia de la historia

Cuestiones acerca de la persona, la voluntad, la auto-determinación y la naturaleza de la conciencia y del razonamiento pueden trazarse desde la filosofía griega. Tambien fueron temas centrales durante el siglo xviii a través de los escritos de John Locke, David Hume, Jacques Rousseau, Adam Smith, y durante el siglo xix en escritos como los de John Stuart Mill quien tuvo a bien articular las teorías centradas en el individuo y en la idea de la libre voluntad, la opción y la intencionalidad [Dobres y Robb, 2000]. Desde comienzos del siglo xx, fueron las teorías normativistas y funcionalistas, definidas especialmente por Durkheim y Parson respectivamente, las que dominaron las discusiones sociológicas acerca de la agencia durante la mayor parte del siglo pasado [Ibid.]. No fue sino hasta los años ochenta que los antropólogos comenzaron a repensar estos conceptos, y lo hicieron fundamentalmente a partir de la lectura de dos investigadores sociales: Bourdieu y la Teoría de la Práctica por un lado, y Giddens y la Teoría de la Estructuración por otro. Ambos delinean la relación dialéctica entre el agente -individuo limitado pero no determinado que puede alterar las estructuras a través de la práctica-, y la estructura -escenarios y condiciones más extensas y perdurables que resultan de las relaciones entre individuos [Dornan, 2002: 305].

El concepto central de Bourdieu es el habitus, un esquema de disposiciones inconscientemente internalizadas. Estas disposiciones determinan cómo percibimos y actuamos en el mundo, y son estructuradas y estructurantes con relación a los sistemas externos [1991 (1980)]. En otras palabras, el habitus implica un proceso de socialización en el que las nuevas experiencias son estructuradas de acuerdo a estructuras creadas de experiencias más tempranas. El habitus está, de acuerdo a Bourdieu, enteramente determinado por las experiencias, es decir, por las diferentes condiciones sociales que le toca experimentar a un individuo a lo largo de su vida. Al decir esto parecería dejar de lado la intencionalidad consciente del agente para modificar el status quo [Dornan, 2002]. En cambio, define el habitus como un sistema socialmente constituido de estructuras cognitivas y motivacionales en el que se definen, de manera inconsciente e involuntaria, los intereses de los agentes. En la medida que éstas son asimiladas por el sujeto, el habitus es cambiante y no estático. La naturaleza real de las desigualdades estructurales existentes está, según el autor, fuera del alcance de la conciencia, y por lo tanto no pueden ser tocadas por un acto voluntario y deliberado [ibid.]. Esta subestimación de la intencionalidad consciente del agente ha sido criticada por numerosos investigadores, no obstante la Teoría de la Práctica y el concepto de habitus han sido un parteaguas en las ciencias sociales por su enorme contribución y sigue siendo aplicada en numerosas investigaciones dentro de las disciplinas sociales.

Del mismo modo, muchos investigadores han sido atraídos por la Teoría de Estructuración de Giddens [1995 (1984)]. Esta teoría emplea el continuum tiempo-espacio como un marco dentro del cual pueden observarse las acciones estructuradas de los agentes humanos reproduciendo las formas institucionalizadas del sistema social. Según este enfoque, toda acción humana es llevada a cabo por agentes concientes que construyen el mundo social a través de su acción y al mismo tiempo tales acciones están condicionadas o restringidas por el mundo social creado por ellos. Giddens, a diferencia de Bourdieu, no ve a la acción individual como determinada por estructuras inconscientemente internalizadas. En cambio, sostiene que las prácticas sociales son mutables y que en cada instancia de la práctica hay lugar para la creatividad y la innovación. Asimismo, cree que cada individuo sabe cómo actuar dado que tiene “conciencia práctica”, es decir que tiene un conocimiento no-discursivo, pero conciente, de las instituciones sociales que le permite monitorear reflexivamente su conducta. Con esto, difiere de Bourdieu quien equipara el hábito con la acción inconsciente. Más que decir que las prácticas son producidas por el habitus que esta determinado por las experiencias previas, Giddens sostiene que las estructuras solo existen a partir de la conducta reproducida de los actores con intenciones e intereses definidos. En otras palabras, los individuos son potencialmente activos en la estructuración del mundo dentro del cual ellos funcionan. Sin embargo, si bien considera la intencionalidad de la práctica, esto es, la capacidad de los agentes para hacer y modificar las cosas, no incluye los aspectos desordenados y emotivos de la intencionalidad humana. A pesar de ello, la Teoría de la Estructuración ha actuado como la base fundacional de las teorías de agencia más recientes [Dornan, 2002].

En la arqueología contemporánea, la cuestión de la agencia ha pasado a ser uno de los temas que más resuenan desde los diversos enfoques teóricos. De hecho, se ha cuestionado el interés del mismo al plantear que “la agencia es crucial en el pasado porque es significativa en el presente” [Moore, 2000: 261], algo a lo que la arqueología feminista ha contribuido considerablemente [v. Gero, 2000]. Ciertamente, uno de los primeros planteamientos relativos a la importancia de la agencia se dio a través de los estudios de género, en la década del setenta. Por aquella época, la Nueva Arqueología, que proclamaba que la disciplina debía estar basada explícitamente en la teoría antropológica –señalado por Binford en su articulo Archaeology as Anthropology publicado en 1962-, había relegado al agente a una especie de caja negra o a una carencia de importancia explicativa [Dobres y Robb, 2000]. Por teoría antropológica parecían entender al evolucionismo social combinado con conceptos de la adaptación ecológica, sobreestimando al sistema en detrimento del agente. Así, mientras la cultura era conceptualizada como un sistema auto-regulado e internamente integrado, los individuos eran considerados como las partes constitutivas más pequeñas de sistemas mayores los cuales tenían su propia dinámica y seguían su propia lógica, y a lo que los individuos no podían influenciar [Knapp y van Dommelen, 2008]. Aquellos arqueólogos que se interesaron por los roles sociales de los individuos tendían a asumir la existencia de actores políticos motivados por una ambición común de poder, la idea del actor racional (ver más adelante).

En los años 80, comenzó a tomar forma un interés explícito en el tema de la agencia desde diversos enfoques teóricos (entre ellos, marxistas, estructuralistas, arqueólogos simbólicos y feministas). De acuerdo a Dobres y Robb [2000], entre los años 80 y 90, el interés por la agencia se centró en cuatro líneas. La primera refería al género, especialmente a las dinámicas en las que se constituía el género en la antigüedad, así como a aquellos aspectos relativos a la naturaleza, generalmente androcéntrica, de la práctica arqueológica. Una segunda línea de debate concernía a la variación de la cultura material, en particular, a la cuestión del estilo. Así, lo que había sido por décadas explicado desde argumentos relativos a la forma-función, comenzó a girar hacia aspectos que tenían que ver con el contexto de la práctica. En otras palabras, la variabilidad en la cultura material podía responder no solo al contexto sino también a la “persona” social. En tercer lugar, hubo arqueólogos que comenzaron a conectar la agencia y la cultura material mediante otros puentes teóricos, especialmente a través de la fenomenología y de la teoría de estructuración de Giddens. Estos enfoques permitían centrarse en la construcción social de las subjetividades del actor dentro de un ambiente construido. Finalmente, otra línea se orientó hacia los estudios de la desigualdad social centrándose en las estrategias de poder y prestigio que llevarían al cambio social a gran escala. Un ejemplo clásico ha sido el del forrajero quien, compitiendo por un status personal, había adoptado las prácticas agrícolas [v. Ibid. 2000: 8].

En términos generales, las teorías de agencia proponen que ni los individuos sociales ni la totalidad social pueden ser explicados sin analizar los vínculos entre ellos. Es decir, hay una relación recursiva y dinámica entre estructura y agencia en donde la acción humana crea y reproduce la estructura. Sin embargo, uno de los principales problemas en la aplicación de las teorías de agencia a la arqueología ha sido la falta de consistencia en la definición tanto de estructura como de agencia. En muchos casos se asume que agencia refiere a la acción del agente, lo que lleva a ubicar la unidad de análisis al plano del individuo, mientras que estructura se lo asocia con sociedad. En estos términos, se asume que estructura y agencia son entidades diferentes y opuestas, pero sobre todo entidades absolutas y con límites definidos 19 [Gillespie, 2001; Thomas, 2007]. De este modo, se traslada al pasado el dualismo entre individuos y sociedad, y con ello la noción humanista de un sujeto personificado que existe antes de su incorporación al campo social [Thomas, 2007].

Para Dobres y Robb, habría un acuerdo general al decir que la agencia, más que la acción misma, es una “cualidad socialmente significativa de acción”. Esta afirmación, si bien útil, es lo suficientemente amplia como para interpretar a la agencia en términos muy generales –lo que termina por no aportar nada- o bien de manera demasiado ecléctica [Dobres y Robb, 2000]. Ciertamente, la noción de agencia ha sido definida de muy diversas formas al punto de que a veces se contradicen unas con otras. En esos casos es difícil escoger qué aspecto de la agencia es más relevante. De acuerdo a Dobres y Robb, entre los años 80 y 90, se ha tratado a la agencia como: la replicación de las estructuras cognitivas inconscientes; la reproducción social de las relaciones de poder a través de las acciones culturales; la resistencia o desafío de las estructuras de poder a través de la acción directa o indirecta, colectiva o individual; la constitución de la subjetividad individual a través de relaciones de poder difusas; la constitución del individuo como una entidad psicológica; la experiencia de la acción individual en la creación de su historia de vida; la imposición de forma sobre la cultura material vía la actividad creativa socialmente situada; un proceso de compromiso intersubjetivo con el mundo material y social; la creación de distinciones formales y sociales a través de la actividad expresiva; el desarrollo exitoso del conocimiento y las habilidades tecnológicas tanto discursivas como no discursivas; la estrategia llevada a cabo para lograr las metas propuestas de un actor racional; la estrategia llevada a cabo para lograr una meta de acuerdo con una idea culturalmente construida de personhood [Dobres y Robb, 2000: 9].

Siguiendo a estos autores, tendríamos dos opciones para tratar el problema de la agencia. Por un lado, seguir una “estrategia ecléctica”, lo que implicaría reconocer que la agencia opera de diferentes maneras y que, en una situación dada, la contradicción entre sus diferentes dimensiones es mucho más propia e interesante que la concordancia. Si bien es una postura que evita reducir el uso del término a unos pocos atributos, también es una estrategia que tiende a sobre generalizar su uso al punto de volverse poco explicativo y prácticamente inútil. Además por supuesto, de que puede resultar más una evasión del problema que una resolución del mismo. Otra alternativa sería, de acuerdo a los autores mencionados, hacer una definición más restringida de agencia que pudiera ser relevante a la cuestión particular bajo estudio. En este caso, si bien daría mayor utilidad explicativa al término, se corre el riesgo de reducir la noción de agencia a unas pocas cualidades pudiendo dejar de lado aquello que la hace útil, interesante y relevante para entender situaciones sociales reales [Dobres y Robb, 2000]. No hay, para los autores, una respuesta sencilla a cual de las opciones deberíamos seguir.

En términos generales podríamos decir que la agencia remite a la capacidad de actuar pero también a algún tipo de cambio o transformación como resultado de la acción. Es posiblemente en este sentido que se dice que la agencia es una “cualidad socialmente significativa de acción más que una mera acción” [Dobres y Robb, 2000: 8; Moore, 2000: 260]. El problema es que puede haber muchos agentes con capacidad de actuar cuyas acciones, en un contexto dado, no tengan ningún resultado significativo para el grupo. En otras palabras, la capacidad de actuar o la acción misma no siempre es “socialmente significativa” sino tan solo una mera acción. ¿Estamos entonces frente a un actor que no produce agencia? La respuesta dependerá de cómo entendamos el concepto de agencia. Y esto, más que definirlo por una lista de atributos es necesario revisarlo en el marco de la teoría. En este sentido, creo que el problema sigue siendo pensar a la agencia en términos opuestos a la estructura, es decir, hay agencia cuando hay alguna transformación en la estructura. 20 Pero además, la vinculación de agencia con agente tiende a producir actores sociales que siempre están eligiendo o actuando activamente cuando se enfrentan a nuevas situaciones, siendo así actores “perennemente sobre-activos o hiper-activos” [Moore, 2000: 260]. En realidad, la misma etiqueta “Teoría de la Agencia” lleva implícita la dicotomía frente a la estructura (de hecho, no podemos disolver una dicotomía si seguimos utilizando uno de los dos términos). En este sentido, el concepto de habitus ha sido muy útil. Aquí, el cambio es inmanente al habitus en la medida que experiencias nuevas se integran a experiencias anteriores produciendo siempre estructuras estructurantes y estructuradas de la experiencia; esto nos lleva a entender al habitus como un continuo hacerse.

En tal caso, es necesario considerar que la agencia se forma dentro de condiciones materiales e históricamente especificas por lo que no podemos pretender una definición trascendental y universal del concepto [Barrett, 2000]. De este modo, posiblemente la respuesta no pase por expresar todas las cualidades de la agencia o por elegir solo algunas de ellas, sino por entender la “acción” dentro de contextos ontológicos específicos. La acción, más que ser algo que se realiza bajo el pleno control de la conciencia, debe considerarse “como un nodo, un nudo y un conglomerado de muchos conjuntos sorprendentes de agencias” [Latour, 2008: 70]. Es por ello que uno de los principales cuestionamientos que se comenzaron a hacer en los estudios de agencia en la arqueología de los últimos años fue no tanto qué es la agencia, sino qué o quién es agente. 21

Esta preocupación surge cuando se empezó a observar que la mayor parte de los estudios de agencia en arqueología tendían a hablar en términos de las intenciones de los actores, lo que parecería asumir que la racionalidad pragmática era la motivación dominante y universal para la acción [Gillespie, 2001]. Esta noción no solo contradice a las teorías más recientes de agencia las cuales ven a los actores ya no como personas omniscientes, prácticas y con libre voluntad, sino como gente imperfecta y a menudo imprácticas; sino que descarta a la literatura etnográfica que demuestra la enorme variación que existe en conceptos tales como persona, si-mismo o motivación [ibid.]. Aquellas aplicaciones –la del actor racional y práctico- parten de un supuesto no cuestionado acerca del agente y, por extensión, de la agencia. En otras palabras, dan por sentado que existe una sola forma de ser humano: la nuestra, esto es, la de un individuo consciente de sí mismo, auto-contenido en el cuerpo y moralmente autónomo, capaz de actuar de manera pragmática y racional. No obstante, resulta anacrónico y etnocéntrico que esta concepción, característica de la sociedad occidental y moderna, sea aplicada al pasado distante. Más que darlo por sentado debemos reconocer que esta concepción, basada en la idea de una naturaleza fija y universal del ser humano, se origina en el humanismo filosófico, y está ligada a la noción de ser humano como “animal racional”, es decir, como una criatura “natural” a la que se le agregó algo más: la Razón. Bajo este razonamiento, si la humanidad es “dual”, y la naturaleza es universal y fija, lo que debe hacer la antropología entonces es indagar en las diversas manifestaciones culturales. El problema es que esta noción de individuo, más que una categoría analítica universal, es un tipo cultural y particular de persona que surge como parte del desarrollo de la modernidad. En efecto, un rasgo prominente de la tradición intelectual occidental ha sido mantener a humanos y no-humanos separados al construir un conjunto interrelacionado de dicotomías, cada una de las cuales corre a lo largo de diferentes ejes de oposición dualista. De este modo, la dicotomía entre humanidad y animalidad se dio a la par de otras tales como sujeto y objeto, persona y cosa, mente y cuerpo, intencionalidad e instinto, y sobre todo, cultura y naturaleza [Ingold, 2000: 41]. Estos dualismos jerárquicamente ordenados y surgidos de la metafísica cartesiana hace más de tres siglos, han tenido un potente impacto en la manera en que pensamos acerca de nosotros mismos en relación a animales, plantas, lugares y cosas no humanas. Para evitar tales dicotomías, abordaré el tema de la agencia desde un marco mucho más inclusivo y fundamentalmente como un elemento introductorio a la temática del paisaje, a tratar en el próximo apartado.

Entonces, para entender la agencia en sociedades tradicionales no occidentales o premodernas debemos suponer primero que ésta se basa en formas de ser –y de relacionarse- que difieren de la nuestra. Por lo tanto, para deslegitimar y desnaturalizar la individualidad como una forma universal de ser persona y a través de la cual se produce la agencia, creemos relevante indagar primero en la historia del pensamiento occidental con el fin de develar la manera en que se fue forjando la noción de persona y de humanidad.

La “persona” en Occidente

Durante el periodo medieval el termino “individuo” refería a la persona como un ser indivisible del mundo de Dios, lo que implicaba que podía ser permeada por las propiedades sagradas de los lugares; así, el contacto con ciertos rasgos invisibles del mundo, como los espíritus, podían afectar la mente o el alma de la persona. Ahora bien, mientras la filosofía clásica afirmaba que había aspectos oscuros y profundos del universo que debían ser develados, éstos, por lo general, no los ubicaba en el interior de la persona. En este sentido, la amplia adopción del Cristianismo en Europa marcó un cambio significativo. Si bien los griegos pensaban que era posible desviarse del camino de la sensatez y del auto-control, esta posibilidad no se basaba en una división entre el Bien y el Mal. Esta oposición es introducida por el Cristianismo, el cual a su vez enfatizaba la necesidad de recurrir a la voluntad para lograr el bien y la bondad. De acuerdo a la doctrina cristiana, los mortales estaban constantemente sujetos a la tentación por lo que era necesario ser examinados. Así, a través de la institución de la confesión, la cristiandad alentaba la objetivación y la verbalización de la trasgresión y el deseo: lo que estaba oculto dentro de la persona debía ser sacado a la luz y hacerse explícito 22 [Thomas, 2004:127].

Por su parte, la doctrina cristiana relativa a la “encarnación del Verbo”, afirmaba que la Sabiduría eterna había penetrado dentro del mundo y de la historia tornándose ser humano, es decir humanizándose, lo que daría un giro antropológico al pensamiento filosófico. Esta nueva dignidad del ser humano encontraría su expresión en la noción de persona, y al mismo tiempo acentuaba la importancia de la relación tanto externa o inter-humana, como interna o de intimidad [Garagalza, 2006:197]. Esta interioridad fue explícitamente teorizada por San Agustín, quien mantenía que los seres humanos viven en un mundo físico pero comparten con Dios la cualidad inmaterial, trascendental y eterna del alma. De este modo, los seres humanos tienen una existencia dual: el “hombre exterior”, caracterizado por tener un cuerpo, tal como los animales; y el “hombre interior”, relativo a la posesión de un alma y al que se puede acceder a través de la introspección [Thomas, 2004:128].

La interioridad agustiniana y la preocupación cristiana sobre la renuncia voluntaria al pecado contribuyeron a la identificación de los seres humanos como agentes morales. Esto fue elaborado al comienzo de la modernidad por dos movimientos opuestos: el Renacimiento y la Reforma Protestante. Esta última rechazaba al clero como el intermediario entre la persona laica y Dios. El principio sostenido por Lutero era que solo la escritura de la Biblia, y no la Iglesia, era la depositaria de las verdades de la fe. Por su parte, el movimiento renacentista se construía alrededor de la libre voluntad y la razón, por lo que otro aspecto de individualidad comenzaba a ser celebrado: la particularidad y la distintividad de la identidad personal [Thomas, 2004]. En este contexto, el impulso racionalista que animaba la secularización del texto sagrado partía del prejuicio dominante de la Ilustración, según la cual “los modernos son superiores a los antiguos y la razón es tanto más eficaz cuanto más autónoma, por lo que la tradición pierde, en fin, su valor” [Ferraris, 2005: 57].

Este reemplazo progresivo de la Fe y de Dios por la Razón y el Hombre puede situarse como la base del humanismo filosófico [Thomas, 2007; 2004]. En otras palabras, el surgimiento del individuo moderno estuvo profundamente conectado con el humanismo filosófico. Ser un individuo equivale a ser distinto y estar separado de otros individuos, pero al mismo tiempo significa que todos los individuos son diferentes de la misma manera. Así, la diferencia se construye sobre la similaridad, siendo esta distintividad universal. Esto implica que el humanismo es metafísico en tanto que parte del supuesto de que ciertas características de la humanidad son invariantes y trascendentales, por lo que sirven de base para cualquier discusión acerca de los seres humanos [Thomas, 2004].

Si bien el pensamiento humanista existía desde tiempos clásicos, fue dominando el pensamiento occidental a partir de la modernidad debido, en parte, al lugar primordial en que se colocó la humanidad dentro del modelo prevaleciente del universo. Los humanos dejaron de ser una criatura más entre la que habitaban el mundo y se convirtieron en el soporte sobre el cual se basa el orden del mundo. El orden teleológico del cosmos pasó a ser un orden racional y objetivo creado por la mente humana. De este modo, si el mundo estaba a disposición de la humanidad, y por lo tanto se convertía en “objeto”, la humanidad aparecía ahora como “sujeto” de una manera en la que nunca lo había sido 23 [Thomas, 2004; Latour, 2007]. Así considerada, la humanidad no solo se ubicaba en el centro del orden y del conocimiento, sino que enfatizaba su naturaleza fija y universal, lo que creó el imperativo de ser ella misma objeto de estudio. Este conjunto de ideas filosóficas, que tomaron forma en los comienzos de la modernidad, fueron claramente articuladas por René Descartes (1596-1650) quien se hizo a la tarea de interrogarse por el sí mismo.

Descartes veía que para llegar a la certeza del conocimiento había que dudar de todo incluyendo de su cuerpo y de su propia existencia en el mundo. Esto lo lleva a la conclusión de que él era una mente, una cosa pensante [res cogitas] porque su capacidad de pensar era lo único de lo cual no podía dudar, y porque dudar es ya una forma de pensar. Por lo tanto, al interrogante de si podía dudar de su cuerpo y de su existencia en el mundo, concluye que él podía existir sin ellos: “Yo soy una sustancia cuya esencia o naturaleza es solamente pensar, lo cual no requiere de ningún lugar, ni depende de ninguna cosa material para existir… el alma por lo que yo soy lo que soy –es enteramente distinta del cuerpo” [Descartes, 1988 en Willerslev, 2007: 14]. Descartes proponía entonces que la mente separaba a los seres humanos del resto del mundo natural. Esto implicaba que cada persona estaba compuesta de una parte física, caracterizada por su extensión espacial, y una parte incorpórea o metafísica, caracterizada por el pensamiento. La mente era donde se asentaba la razón, mientras que el cuerpo era el lugar físico en donde estaba la mente y el alma, la cual guardaba cierto valor espiritual. 24 El alma es puro pensamiento, una mente pensante que se rige por leyes lógicas que están impresas en la mente desde el nacimiento. La mente entonces, posee cualidades que los seres humanos comparten con Dios: libertad, voluntad, conciencia [Bordo, 1987 en Fowler, 2004: 12]. Ahora bien, para incrementar el conocimiento el individuo no solo debía estar dotado de razón sino que además debía poder usarla libremente; así, la libertad de elección iba a identificarse con la autonomía del individuo, y tanto la libre voluntad como la autonomía se convertirían en uno de los temas centrales de la filosofía moderna.

Esta noción de autonomía y de libertad tendría implicaciones epistemológicas en tanto que, desde Descartes en adelante, el problema del conocimiento comenzó a ser visto como la relación entre el sujeto y el objeto, es decir, entre el ser humano y la cosa material que ellos aprehenden. La separación radical que instituye Descartes entre mente y cuerpo se basa en el supuesto de que si el cuerpo es solamente una máquina biológica, ésta no puede pensar, y por lo tanto la cosa que piensa debe trascender el cuerpo. En otras palabras, nuestra experiencia del mundo se genera a través del aparato sensorial del cuerpo, pero la mente debe existir fuera del mundo físico y debe estar completamente formada antes de tener cualquier experiencia mundana [Olafson, 1995 en Thomas, 2004: 131]. Las impresiones sensoriales acumuladas en el mundo físico deben transferirse a un espacio separado de la mente; lo que implica, según esta lógica, que nuestras experiencias son transformadas en representaciones con el fin de hacerlas comprensibles. Si los datos sensoriales son acumulados, transformados y hechos comprensibles dentro de la mente, entonces las ideas aparecerían como contenidos de la mente [Ibid.]. De acuerdo a estas consideraciones, “la identidad individual de la persona estaba encapsulada en la mente más que en el cuerpo, e incluso la mente podía existir sin el cuerpo” [Thomas, 2004:131]. Así, la esencia de la humanidad está en la mente y no en el cuerpo, éste es simplemente un contenedor o un aparato ejecutante para la mente.

La noción elemental del cuerpo como contenedor de la mente y el alma, fue empalmada con la concepción mecánica del cuerpo y de sus propiedades internas propuesta por Thomas Hobbes -lo que iba a la par de la “física social” con la que explicaba a la sociedad. Este filósofo veía al cuerpo como una máquina completamente determinada por su estructura, es decir, por su composición física, su anatomía y su química. El determinismo mecánico de Hobbes reducía el carácter de la persona a algo biológicamente innato, gobernado por la materia y la forma del cuerpo. Con ello hacía tabla rasa de cualquier llamado a entidades sobrenaturales superiores a la autoridad civil [Latour, 2007: 40, la cursiva es mía]. Los atributos de la personalidad, que en el mundo medieval estaban estrechamente asociados a eventos o lugares impregnados de poderes espirituales, aparecían ahora, al igual que el ser, contenidos en el cuerpo, y dictados por un conjunto de necesidades que eran transmitidas a través del material genético. En otras palabras, las capacidades comenzaron a ser acreditadas solamente a la agencia humana. Así, en la medida que la persona se alienaba del mundo natural, de los eventos asociados a los lugares, y de afecciones o condiciones espirituales, se convertía en un ser cada vez más indivisible [Fowler, 2004]. El individuo era ahora concebido como una entidad separada del mundo: los sentidos, el cuerpo y el alma ya no dependían de eventos cosmológicos, sino que estaban sujetos a la voluntad del individuo. 25 Así, durante la Revolución Industrial, mientras la máquina como tecnología social parecía ser primordial para entender a la sociedad, ésta se daba a la par del desarrollo de la concepción mecánica del cuerpo. Finalmente, la teoría evolutiva de Darwin, publicada en 1859, llevó a una interpretación revolucionaria de los organismos dando pie al desarrollo de ideas sobre genética [Fowler, 2004: 105].

Ahora bien, si tomamos en cuenta que ser un individuo es un modo de existencia humana que ha prevalecido en Occidente durante los últimos quinientos o seiscientos años, también debemos considerar que individualismo refiere a un discurso que celebra y valora al individuo y como tal es un fenómeno mucho más reciente [Thomas, 2004]. Si bien la palabra fue utilizada por primera vez en Francia en el periodo inmediatamente posterior a la Revolución de 1789, el desarrollo del individualismo se dio a comienzos del siglo xix y estuvo conectado con el Romanticismo Alemán. A partir de entonces, la forma de individualidad celebrada por el individualismo ha cambiado a lo largo del tiempo, mientras que la tendencia de ver a la persona como una entidad indivisible y limitada en su cuerpo físico se ha ido equiparando con la idea de individualidad [Fowler, 2004:16]. Con el individualismo, entonces, se ha dado por sentado que todas las personas –entendidas como entidades únicas e indivisibles- son individuos –entendidos como seres libres y autónomos- que actúan por motivaciones propias, y por lo tanto que la persona como individuo es el motor para la agencia. Es por ello que en arqueología, bajo el argumento de que la individualidad era un rasgo universal de la condición humana, las primeras aplicaciones de la agencia derivaron en propuestas como la del “ bigman aggrandizer ”.

En síntesis, si la modernidad está caracterizada sobre todo por procesos generalizados de alienación, éstos están fundados en una noción particular de humanidad: la del ser en sí mismo, es decir, de un ser que empieza y acaba en la persona, tanto física como conceptualmente. De este modo, al asumir que el individuo autónomo existe antes de las relaciones de socialización y del lenguaje -con los cuales entablará una relación de sujeto/objeto-, tendemos a creer que nuestra capacidad de agencia es absoluta y libre, como si estuviéramos operando fuera de cualquier tipo de relaciones de poder. Sin embargo, veremos que ese “individuo autónomo” es una imagen ideal, una ficción cultural de la modernidad, que si bien puede dominar nuestra idea del cómo somos, no es algo estrictamente real. De igual modo, tampoco podemos negar la individualidad de la gente del pasado como si no tuvieran conciencia de sí mismos ni agencia reflexiva. Más bien debemos reconocer que estas cualidades no requieren que la persona sea indivisible o auto-contenida en un cuerpo para que estén presentes [Fowler, 2004]. En este sentido, la “conciencia del sí mismo” puede ser universal, pero el “concepto social de individuo” no lo es [Insoll, 2007].

Ser o No ser humanista: la modernidad cuestionada

Nadie es realmente un individuo.
Nadie tiene realmente una identidad consciente que precede su corporalidad física, su lugar en el mundo, su existencia junto a otros seres humanos, y la adquisición de un lenguaje y de conceptos con los cuales piensa. En su crítica a la modernidad, Latour sostiene que a menudo se define a ésta por el humanismo, ya sea para saludar el nacimiento del hombre o para anunciar su muerte. Sin embargo, dice Latour, esta misma definición es moderna –y asimétrica- ya que olvida el nacimiento conjunto de la “no humanidad”, el de las cosas, de los objetos, de los animales, de los lugares, de los discursos y de los dioses. La modernidad viene de la creación conjunta de esos dominios, luego del ocultamiento de ese nacimiento conjunto y del tratamiento por separado de los mismos [Latour, 2007: 33]. Es debido a este “tratamiento por separado” al que estamos acostumbrados, que el cuerpo humano es presentado, en primer lugar, desde su naturaleza apriorística, es decir, universal y compartida por toda la humanidad, mientras que “la cultura es luego estampada en su superficie como un rasgo secundario” [Thomas, 2007: 214]. De acuerdo a Thomas, el humanismo sigue dominando nuestra comprensión del cuerpo humano al presentarlo como compuesto por dominios ontológicos diferentes. Un claro ejemplo de ello es la distinción hecha en la década del 60 y 70 por el movimiento feminista entre “sexo” y “género”. Mientras el primero es la verdad biológica acerca de la diferencia corporal, el segundo es considerado como su interpretación cultural, y por lo tanto el único que puede variar culturalmente. El problema es que mientras la antropología siga universalizando la idea de que la naturaleza del cuerpo esta fija en la biología, y de que el carácter de su materialidad es incuestionable, seguirá trasladando el dualismo mente/cuerpo a pueblos con formas diferentes de entender el mundo [ Ibid. ]. En alusión a la versión cartesiana, Ingold comenta que en sociedades cazadoras recolectoras es desde su condición de personas enteras y no desde unas mentes sin cuerpo que los seres humanos se comprometen unos con otros e incluso con seres no humanos. Esto lo hacen desde su condición de seres en el mundo y no como mentes que, excluidas de una realidad dada, encuentran un predicamento común acerca del sentido de aquella [Ingold, 2000:47].

Tampoco se trata de ver al cuerpo como una construcción puramente social o puramente discursiva –nadie podrá decir que el cuerpo humano es inmaterial antes de ser nombrado, o inexistente antes de entrar en una relación social. Estos supuestos seguirían manteniendo la dicotomía ontológica que separa la materia del significado. Contrario a ello, Heidegger sostiene que no existe ser trascendental ya que n o podemos hablar del ser sin el mundo, ni del mundo sin el ser [ Heidegger, 1953:62]. Ser es en sí mismo habitar y habitamos en la medida que somos. 26 Este sujeto como Ser-ahí, como ente inmerso en el mundo, implica que la objetividad y, por lo tanto, la separación entre sujeto y objeto ha sido una ilusión desde el principio [Latour, 2007]. Vivimos en un mundo físico pero no accedemos a él en su pura materialidad a través de entradas sensoriales; más bien la “materialización es el proceso por el cual el mundo se nos revela de manera inteligible” por lo que lenguaje, cultura y sociedad son integrales a este proceso [Thomas, 2007; 2004]. Latour sostiene que nada es totalmente natural, ni totalmente social ni totalmente discursivo. El problema es que, para la modernidad, “la epistemología, las ciencias sociales, las ciencias del texto, cada una tiene su propia casa, pero a condición de ser distintas”, por lo que, según el autor, “es evidente que nuestra vida intelectual está muy mal hecha” [Latour, 2007: 20].

Desde fines del siglo xix y a lo largo del siglo xx ha habido una fuerte tendencia filosófica contraria al humanismo y que estuvo en concordancia con las críticas hacia la modernidad. Pensadores como Nietzsche, Heidegger, Lacan, Foucault, Derrida, entre otros, han sido parte, de una u otra manera, de esta tendencia. Desde los diversos enfoques, se rechaza la idea de que el pensamiento y el lenguaje estuvieran fuera del mundo material, y se plantea que no existe un espacio metafísico separado del mundo en donde aquellos fenómenos se dan: el pensamiento no está encerrado en un reino mental separado, ni el lenguaje se ocupa meramente de describir cosas [Thomas, 2007]. El punto es que no podemos conocer a la cosa en sí misma, sino solo a través del acto de la interpretación. Es decir, el lenguaje “‘interpreta’ la realidad, en la medida en que dice ‘algo de algo’. […] la enunciación es una captura de lo real por medio de expresiones significantes, y no un extracto de supuestas impresiones provenientes de las cosas mismas” [Ricoeur, 2008:10]. El mundo material esta articulado por el pensamiento y el lenguaje. Esto implica que no nos enfrentamos con la cosa material desnuda para luego vestirla con significado, sino que ella se nos revela en una manera inteligible. De este modo, cosa y significado son los mismo, constituyen una sola identidad [Henare et.al., 2007].

La condena de Heidegger es tajante: “todo humanismo sigue siendo metafísico” [Heidegger, 1947: 84 en Ferraris, 2005: 27]. El pensamiento no es algo que ocurre en un espacio interior, sino que es parte de nuestra inmersión corporal en el mundo [Heidegger, 1994 (1954):137-138]. Así, las determinaciones del ser deben ser vistas y comprendidas sobre la base de la constitución del ser que denomina estar-en-el-mundo [Heidegger, 1953:62]. Desde esta postura, no hay ser trascendental sino solo Ser-ahí. El Yo no puede mirar trascendentalmente ni con plena independencia de presupuestos histórico-existenciales el mundo de los fenómenos. Más bien, son los prejuicios y los presupuestos los que construyen al sujeto como Ser-ahí [Ferraris, 2005: 185]. Esto requiere considerar una aproximación mucho más relacional.

Lo que niega la noción de individuo es justamente esa relacionalidad. Es decir, no podemos ser completamente humanos sin otros humanos, no podemos articular el mundo sin un lenguaje, o darle sentido a éste sin una cultura. La agencia no se da porque sí, actuamos en relación a otros, y actuamos desde una posición que está constituida socialmente. A su vez, conocemos e identificamos el mundo en el que vivimos a partir de nuestra inmersión corporal y sensorial, esto es, a través de las rutinas y de las prácticas habituales, del movimiento del cuerpo en el espacio, de la comunicación y la memoria, es decir, conocemos a partir de un acervo de experiencias previas, propias y ajenas, y definimos el mundo a través de la interacción social y no solamente a través de una visión objetivada de la realidad externa. Por todo ello, imponer nuestro concepto de individuo a un pasado distante puede ser “peligroso y potencialmente narcisista” [Thomas, 2004: 147-148].

Si reconocemos que no hay formas de identidad o de personificación que sean absolutamente universales, podremos apreciar mucho mejor la diversidad potencial del pasado tanto como del presente. Al poner a un lado la imagen del individuo autónomo se abre un mundo de posibilidades respecto a las formas de ser humano. El respeto a “los otros” no implica imponerles nuestra propia imagen, sino permitirles que sean ellos mismos. Si la noción de persona es relacional, tendremos que explorar las relaciones que fueron forjando a cada humanidad –si cabe ese término-, más que presumir que el individuo trascendental estuvo siempre en el centro de todo. En este sentido, la etnografía ofrece numerosa evidencia de comunidades para quienes la Individualidad, tal como nosotros la concebimos, es absolutamente incomprensible. Más adelante veremos que en sociedades tradicionales no occidentales o premodernas, la noción de persona se construye y se fija a partir de las relaciones. Aquí, lo relacional tiene una prioridad conceptual mucho mayor que la integridad del sujeto o del cuerpo. 27 Así, más que un ente autónomo que actúa por motivaciones propias, la cualidad emergente del sujeto humano se hace evidente en la interacción social, la gente actúa en su capacidad de persona internalizando la estructura en la medida en que se compromete en acciones para reproducirla y transformarla [Gillespie, 2001. 75]. La agencia entonces, debe ser entendida en términos relacionales: uno siempre actúa en relación al otro, y aquellos intereses [más que los propios] son vistos como la causa de nuestras acciones [Strathern, 1988 en Thomas, 2007:215].

Finalmente, si en sociedades no occidentales la noción de persona y las formas de identificarse difieren de nuestra idea de individuo autónomo y auto-contenido, entonces categorías identitarias básicas como parentesco, género o edad así como la forma de representarlas también diferirán en tanto que parten de ontologías diferentes a la nuestra. Para resolver este dilema algunos investigadores han adoptado el modelo antropológico de personhood [v. Gillespie, 2001; Jones, 2005; Thomas, 2004, Fowler, 2004; Ingold, 2000; Willerslev, 2007; entre otros].

Personhood y la ontología relacional

El concepto de personhood propone que la gente se constituye a partir de la totalidad de sus relaciones, es decir que lo que la gente es y lo que hace es generado a través de la interacción entre las personas, la cultura material y la muerte [Jones, 2005: 194-195]. De este modo, la tensión se centra no tanto en la gente y en los objetos como constituyentes del mundo, sino en las relaciones entre ellos. El principal componente del modelo de personhood deriva entonces de la representación de las relaciones dentro de una sociedad a través de la práctica social y de la experiencia cotidiana. Estas relaciones refieren a las que se dan tanto entre diferentes personas, entre personas y grupos, y entre diferentes grupos, como las que se dan entre la vida y la muerte, entre personas y objetos [Gillespie, 2001; Jones, 2005], entre personas humanas y entidades no humanos del ambiente –animales, plantas, vientos- [Ingold, 2000; Gillespie, 2001], y entre humanos, animales, cosas y lugares [Fowler, 2004]. Se trata entonces, de una ontología que postula un carácter social en las relaciones entre los diferentes elementos del cosmos [Viveiros de Castro, 1996], a diferencia de la nuestra en la que solo entendemos el vínculo social entre los humanos.

En términos generales se define al concepto de personhood como la condición o estado de ser persona. Las personas son constituidas, deconstituidas, mantenidas y alteradas en el transcurso de las prácticas sociales, a lo largo de la vida y después de la muerte. En este sentido, los estudios de personhood se centran en las motivaciones culturales que guían a la gente, en las estrategias que se utilizan para negociar esas motivaciones, y en las identidades producidas por esa interacción social [Fowler, 2004]. Así, dentro de cualquier contexto en el que se desarrollan prácticas sociales existen tendencias específicas creadas y reproducidas por las personas involucradas en tales prácticas. Estas tendencias generan diferentes modos de ser persona. En nuestra sociedad, el modo de ser persona más representativo es, como se dijo, la individualidad y la indivisibilidad. En sociedades tradicionales no modernas suele destacarse otro modo de ser persona, definido por Marilyn Strathern como dividual.

La dividualidad implica un estado de ser en el cual la persona es reconocida como compuesta y definida de manera múltiple –a diferencia de la individualidad basada en una naturaleza fija y universal. Esto implica que las personas se conforman a partir de las relaciones sociales que entablan con otras personas con quienes intercambian partes de ellos mismos, ya sea objetivadas en elementos o a manera de sustancias. Así, algunos de los rasgos que componen a la persona dividual pueden estar en la materia del cuerpo, o pueden fluir a través de la persona. De este modo, todos los elementos del cosmos pueden pasar por la persona dividual afectando o modificando la constitución de la misma. La composición de la persona depende de las relaciones con otras personas o elementos del cosmos, y dado que las relaciones están condensadas en sustancias físicas 28 o en objetos que pueden ser intercambiados, una persona dividual contiene dentro suyo componentes de toda la comunidad [Fowler, 2004].

Cabe destacar aquí que no se trata de reificar lo dividual, ni de oponerlo a lo individual como dos formas de ser opuestas y contradictorias, ya que elementos dividuales e individuales existen en todas las personas. Más bien, es necesario considerar, primero, que estamos tratando con formas de relacionarse, y en este sentido, tales conceptos pueden servir como herramientas interpretativas útiles a la hora de estudiar sistemas de relaciones. Si consideramos el concepto de relacionalidad más ampliamente podremos discernir una multiplicidad de formas diferentes de relaciones.

Al respecto, Fowler [2004] distingue dos formas de dividualidad: la partibilidad y la permeabilidad. En la primera, la persona es reconfigurada en la medida en que una parte de su ser -objetivadas en partes del cuerpo, objetos, animales, sustancias, etc.- es extraída y dada a otra persona en ciertas prácticas específicas. Estas partes, además de estar objetivadas pueden estar personificadas. En los intercambios ceremoniales de Nueva Guinea, por ejemplo, los objetos regalados son extraídos de la persona de la cual formaban parte, para entregarla a otra persona y conformar así una relación. Los cerdos, al ser considerados como entidades dividuales y compuestas de manera múltiple, suelen ser este tipo de regalos. Así, el cerdo que esta ‘sintetizado’ por el hombre, es extraído del grupo doméstico para entregarlo al otro, quien estará recibiendo una parte de esa persona y de su familia.

Por su parte, la permeabilidad, refiere a la persona dividual que es permeada por sustancias cuyas cualidades influyen la composición interna de la persona. Pero, a diferencia de la anterior, no hay partes que sean realmente separables de la persona, es decir, las sustancias no son objetivadas como partes específicas de la persona y por lo tanto cambiantes, sino que son fijas. En este sentido, el cuerpo es considerado como un todo integral pero sus bordes son permeables y las sustancias y la energía fluye a través y entre ellos. En India, por ejemplo, cada sustancia tiene un género, un significado y un efecto que son fijos: tratar con sustancias calientes acentúa la masculinidad, mientras que tratar con sustancias frías acentúa la feminidad. De este modo, es en la transacción y manipulación de las sustancias donde se genera la identidad personal [Busby, 1997]. En la medida en que estas formas de dividualidad, en tanto mecanismos sociales, se van reproduciendo a través de las prácticas cotidianas, también se van perpetuando o negociando determinadas tendencias de ser persona.

De acuerdo a Fowler, en la Edad Media la persona era concebida como dividual y permeable. El cuerpo, además de contener al alma y la mente, era una vasija que contenía varios humores. Tales humores fluían alrededor del cuerpo y se manifestaban en la flema, en la bilis o en la sangre. Cada humor afectaba el carácter de la persona de manera diferente: la gente sanguínea, por ejemplo, tenía un exceso de sangre lo que la hacía más alegre que melancólica o malhumorada. Estas características podían modificarse al verter o extraer las sustancias del cuerpo. Así por ejemplo, la gente se sangraba o inducía el vómito con el fin de alterar el balance de las sustancias en su cuerpo y modificar su humor o personalidad. Los cambios en las condiciones externas, incluyendo los astrológicos, podían igualmente afectar al cuerpo. Entre éstas estaban también las influencias malignas. La brujería podía afectar ciertos aspectos no visibles de la persona como la fertilidad o el alma misma a través del contacto con sustancias corporales o permeando mágicamente a la persona. De este modo, las tácticas medievales para evitar la brujería incluían el entierro o tapiado de las prendas íntimas del cuerpo, o bien de partes extraíbles del cuerpo como pelo, uñas, piel, sudor, moco, orina, heces y fluidos sexuales [Fowler, 2004: 104]. Como vimos más arriba, con la Revolución Científica todas estas nociones son disueltas en una concepción mecánica del cuerpo y de sus propiedades internas. Por un lado, Descartes separa al cuerpo en dos reinos ontológicos: el cuerpo y la mente; por el otro, Hobbes concibe al cuerpo como una máquina discreta completamente determinada por su estructura, con lo que termina reduciendo el carácter de la persona a algo biológicamente innato. Finalmente, con Darwin se enfatiza la continuidad biológica de los humanos con el resto de las entidades que pueblan el mundo, con lo que se remarca la separación de aquellos en cuanto a que solo los humanos poseen conciencia, subjetividad y lenguaje. 29

En la noción dividual de persona las sustancias con cualidades generativas circulan no solo entre los cuerpos humanos sino también pueden encontrarse en lugares, objetos, plantas y animales. Las relaciones dividuales entonces no solo ligan a los seres humanos entre sí sino que reúnen a todos los elementos del cosmos dentro de la persona. De este modo, el sentido de comunidad puede incluir tanto a seres humanos como a entidades no humanas con las que habitualmente se vinculan en un mismo colectivo social [Ingold, 2000]. Dichas entidades pueden tener conciencia, subjetividad y lenguaje y por tanto la capacidad de influir en los acontecimientos lo que los hace agentes potenciales de la práctica social. A continuación veremos la manera en que la antropología ha definido a estas formas ontológicas de ver y entender el mundo.

La humanidad compartida

Decía más arriba que, de acuerdo a la conceptualización moderna, el ser humano es visto como una criatura biológica a la que le fue adherida una mente, un alma, y una comprensión de sí mismo como ser único. Según este supuesto, la mente es donde esta la razón, el alma el aspecto perdurable de la persona con cierto valor espiritual, y el cuerpo el lugar físico en donde se ubican la mente y el alma. Al atribuir todas las capacidades a la agencia humana alienándose cada vez más del mundo externo el ser humano se hizo cada vez más indivisible. Así, aunque humanos y animales sean físicamente lo mismo, esto es, máquinas, ambos son completamente diferentes respecto a la mente. A los animales les falta la cosa que hace a los humanos distintos de ser meras máquinas, esto es la mente, y dado que mente y alma son absolutamente inseparables, entonces tampoco tienen alma [Descartes, 1984 en Willerslev, 2007: 14]. De este modo, vemos que en la conceptualización moderna existe una continuidad biológica con el resto del mundo natural y una discontinuidad espiritual con el mismo, es decir, la esencia racional y espiritual fue “agregada” solo a los humanos y esto los hace únicos y diferentes de los demás.

A esta forma de entender el mundo Descola la denomina Naturalismo. El Naturalismo implica la existencia de una única naturaleza, sobre la cual se generan una multiplicidad de culturas -el proyecto del Genoma Humano es un claro ejemplo de una ontología naturalista. Es decir, los humanos compartimos con el resto de las entidades no humanas la materialidad, la cual entra en el reino de la naturaleza, y nos distinguimos de aquellos en tanto que no cuentan con el aspecto espiritual o racional (alma, conciencia, subjetividad o lenguaje). Ahora bien, entre nosotros, entre los humanos, nos distinguimos por la cultura, esa especie de disposición interna colectiva que por mucho tiempo se denominó “espíritu del pueblo” [Descola, 2004: 46-48]. 30 El Naturalismo, es decir, esta coexistencia entre una naturaleza única y una multiplicidad de culturas, es definida como la ontología dominante de Occidente [ibid. 2003; 2004].

Por su parte, Viveiros de Castro sugiere el término Multiculturalismo para describir, en términos similares, a la ontología moderna. Esta se basa en la implicación mutua entre la unicidad de la naturaleza y la multiplicidad de las culturas, la primera garantizada por la universalidad objetiva de los cuerpos y de la sustancia, la segunda por la particularidad subjetiva de los espíritus y del significado. Asimismo, propone el término Multinaturalismo para señalar unos de los rasgos que diferencian al pensamiento amerindio de las ontologías modernas. Este, a diferencia del anterior, supone una unicidad del espíritu y una diversidad de los cuerpos. En este sentido, el espíritu, y por tanto la cultura o el sujeto, serían universales –animales, plantas y otras entidades no humanas, además de los seres humanos están dotadas de espiritualidad- mientras que la naturaleza o el objeto expresarían lo particular [Viveiros de Castro, 2004: 38].

En efecto, en muchas sociedades no occidentales o premodernas, las personas toman una variedad de formas de las cuales el ser humano es solo una de ellas. Entre los Ojibwa, por ejemplo, la noción de “persona” es una categoría global dentro de la cual la persona-humana, la persona-animal, la persona-viento, etc, aparecen como subcategorías [Bird-David, 1999]. En casos similares, la persona suele aparecer en la forma de ríos, plantas, almas, espíritus, astros, rocas, etc., y como personas, están dotados de cualidades intelectuales, emocionales y subjetivas. El término tradicional para este conjunto de creencias es Animismo. El término animismo fue introducido por Taylor en 1871 como una forma de caracterizar a las formas más simples de creencias religiosas: la “creencia en seres espirituales”. Esta visión, propuesta a la luz del evolucionismo del siglo xix, argumentaba que debido al desarrollo inadecuado de un razonamiento científico, la gente “primitiva” intentaba explicar el mundo al adscribir personalidad y vida no solo al hombre y a las bestias sino también a las cosas [Willerslev, 2007: 15]. De manera similar, se asociaba el animismo a los estadios infantiles del ser humano. De acuerdo a Willerslev, la expresión “adscribir” reduce las ideas indígenas acerca de las personas no-humanas a la categoría de “error”, y este supuesto error implantado en el discurso indígena ha sido la cruz del término. Ciertamente, animismo es un término que hasta el día de hoy muchos antropólogos usan con precaución. La razón de ello, sugiere Descola, es porque recuerda los antiguos debates de la antropología sobre la cuestión del origen de las religiones y las supuestas diferencias entre el pensamiento primitivo y el pensamiento científico [Descola, 2004: 31], pero también se debe al temor implícito a prestar atención a un aspecto aparentemente irracional de la vida de las sociedades arcaicas. En otras palabras, los antropólogos han tendido a dar poca credibilidad a relatos que difieren radicalmente de lo que nosotros podemos considerar como “normal”. Al comienzo de la disciplina, tales relatos eran considerados o bien como la muestra de una racionalidad primitiva, o bien como fantasías o engaños. En años más recientes, el tema del animismo se ha visto revitalizado aunque desde una perspectiva más cercana a la visión indígena y con una mayor aceptación de sus propios discursos. Esta revitalización estuvo asociada a una reformulación de sus parámetros básicos en donde el foco original, sustentado en el aspecto religioso, se fue moviendo hacia el aspecto relacional con el mundo no humano, mismo que tampoco ha estado exento de debate [v. Bird-David, 1999]. Una de las consecuencias de este vuelco ha sido la cuestión concerniente a la persona, es decir, qué es una persona, y por tanto al debate acerca de la oposición entre personas y cosas [Alberti y Bray, 2009].

A partir de entonces se ha definido al animismo como una ontología que postula el carácter social de las relaciones entre humanos y no-humanos [Descola, 2001; 2003; 2004], como una “epistemología relacional” en donde el conocimiento del mundo se centra principalmente en las relaciones que se entablan con el entorno [Bird-David, 1999]; como una ontología del habitar, en donde existe un compromiso activo, práctico y perceptual entre las diversas entidades que lo habitan [Ingold, 2000]; o como la capacidad de comunicación a partir de la existencia de relaciones ecosemióticas entre humanos y no-humanos [Hornborg, 2001a; 2001b; 2006].

De acuerdo a Descola, los sistemas animistas son aquellos que utilizan categorías sociales para organizar, en términos conceptuales, las relaciones entre los humanos y las entidades no humanas [Descola, 2001: 107-108]. Así, en el animismo suele concebirse a los animales y las plantas, los astros y las rocas como personas dotadas de cierta entidad anímica que les permite comunicarse con los humanos, y es en razón de esta esencia interna común que se dice que los no-humanos llevan una existencia social idéntica a la de los humanos [Descola, 2003: 40]. Así por ejemplo, para los Ashuar de las selvas orientales del sur de Ecuador y norte de Perú, la mayor parte de las plantas, de los animales, de los astros y de los truenos son personas [aents] dotados de un alma o esencia propia (wakan) y de una vida autónoma con afectos y emociones humanas por lo que poseen una personalidad singular y la posibilidad de comunicarse con los humanos. Sin embargo, solo los humanos son “personas completas” ya que su apariencia está plenamente conforme con su esencia. Para estos grupos, la distinción entre la caza y la horticultura implica dos modos de “socialización” diferentes. Por un lado, las mujeres cuidan las plantas cultivadas como a parientes consanguíneos, y por otro, los hombres encantan a las presas como a parientes afines. En este sentido, destaca el autor, la referencia que comparten la mayoría de los seres animados es aquí la humanidad como condición, y no el hombre como especie [Ibid.: 40]. Esta postura tiende a definir una continuidad de tipo sociocéntrica entre naturaleza y cultura basada en la atribución de disposiciones humanas y características sociales a los seres naturales.

Para Bird-David [1999], una “epistemología relacional” implica considerar el modelo de personhood y la noción dividual de persona. La dividualidad refiere a la persona que se constituye a partir de las relaciones, por lo que “dividuar” implica vivir en un entorno social a partir de relaciones de compromiso y de involucramiento con el otro, y esto se lleva a cabo mediante el acto de “compartir”. La idea y la práctica de compartir constituyen un habitus dentro del cual tiene lugar la negociación y manipulación de la agencia, y con ello el conocimiento del/ de lo otro. De este modo, la experiencia de compartir espacio, cosas y acciones contextualizan el conocimiento del mundo y de los miembros humanos y no-humanos de la comunidad. Así, por ejemplo, los Nayaka se conocen unos a otros no como personas en sí mismos sino como la manera en que interrelacionan con otros. La persona, entonces, es considerada como “aquella con la que compartimos”, y ello no solo ocurre con otros humanos sino también con entidades no humanas del entorno [Bird-David, 1999: 73]. La referencia al acto de compartir –ya sea entre humanos como entre humanos y no humanos- lleva implícito el uso de términos de parentesco. Así, devaru (especie de entidad espiritual del bosque) es objetivada especialmente como “abuela” o “abuelo” y ocasionalmente como “gran madre” o “gran padre” [Ibid.]. Una de las observaciones que se le han hecho a esta propuesta refiere justamente al uso del término “epistemología”, que no es más que la quintaesencia del pensamiento moderno. El problema radica en la noción de “conocimiento” y con ello en la tendencia a creer que para explicar una ontología no occidental debemos reducirla a una epistemología [v. Viveiros de Castro, 1999; Hornborg, 2006].

Para Ingold [2000], la ontología relacional o animista implica un proceso relacional de incorporación continua en donde sujeto y objeto están fusionados en la experiencia compartida del habitar. En sistemas animistas, la vida no es una propiedad interna de las personas y las cosas, sino que es inmanente a las relaciones entre ellas. En otras palabras, la vida o fuerza vital no está contenida dentro de la “persona” como en occidente, sino que fluye libremente, y es de su circulación ininterrumpida de lo que depende la supervivencia del mundo [Ibid.: 112]. El mundo animista, dice Ingold, es hogar de innumerables seres cuya presencia se puede manifestar de una forma u otra, cada una comprometida en forjar su vida de acuerdo a la peculiaridad de su clase. No obstante, para poder vivir cada ser debe recurrir constantemente a la vitalidad de los otros. Así, a través del cosmos se extiende una compleja red de interdependencia recíproca, basada en el intercambio de sustancia, cuidado y fuerza vital vinculando humanos, animales y otras formas de vida [Ibid.: 113]. La energía entonces, es transmitida y generada a través de las relaciones que se entablan entre los humanos y entre todas las entidades que pueblan el cosmos. La relación entre todas estas entidades es dialógica, y por lo tanto el status del ser es negociable, lo que implica que ninguna forma es permanente. En otras palabras, el diálogo entre humanos y no humanos involucra la adopción del punto de vista del otro convirtiéndose temporalmente en el ‘otro’ con relación a su propio grupo. Es en los sistemas animistas, entonces, donde los chamanes aparecen como los mediadores necesarios entre las distintas interfases [ibid.: 114].

Por su parte, Hornborg [2001a; 2001b; 2006] sigue la línea de la ecosemiotica, la que es retomada de la teoría ecológica del significado propuesta por Jacob von Uexküll en la primera mitad del siglo xx. Uexküll sostiene que el medioambiente es un mundo subjetivo al que denomina Umwelt. De acuerdo a esta teoría, los organismos vivos [incluyendo las células] responden como sujetos, es decir, responden a signos. Cada organismo en su ecosistema vive en su propio mundo subjetivo, o Umwelt, el cual es definido a partir de la interacción práctica con su entorno. Debido a las diferencias entre los organismos, esto es, a sus diferentes necesidades, capacidades y perspectivas, habrá tantas clases de Umwelt como especies u organismos haya, lo que implica que cada organismo crea activamente su “mundo alrededor” por medio de interacciones repetidas con su entorno. El factor central de esta teoría es que la interacción de los organismos con sus ecosistemas presupone un intercambio e interpretación de signos, por lo que cada Umwelt, es un mundo de naturaleza semiótica. De acuerdo a Uexküll, la cuestión del significado es fundamental para todos los seres vivientes. En este sentido, dice Hornborg, las relaciones ecológicas se basan en el significado; son semióticas, y la interacción ecológica presupone precisamente esa pluralidad de mundos subjetivos. En síntesis, en la teoría del Umwelt cada especie de organismo crea su propio “mundo alrededor” en virtud de su interacción práctica y del intercambio de signos con los demás componentes de su entorno, lo que lo hace ser un mundo subjetivo. Por lo mismo, cada organismo es tratado como sujeto con capacidad de agencia. En este sentido, sostiene Hornborg, decir que la tendencia humana a animar las cosas se genera en las “capacidades cognitivas basadas socialmente” es restringir el campo de visión. Más bien, habría que pensar que el desarrollo de las capacidades cognitivas para interactuar con interlocutores no predecibles puede haberse generado también porque las relaciones ecológicas son fundamentalmente comunicativas [1999]. En otras palabras, más que decir que el animismo es la proyección de las relaciones sociales humanas sobre la naturaleza, habría que ver si no son las relaciones semióticas entre los organismos las que están en la base de todo. Más adelante retomaré este punto.

Un aspecto importante en la antropología contemporánea es la noción de metáfora. A medida que los antropólogos comenzaron a reconocer a los relatos indígenas ya no como sinsentidos sino como metáforas, éstas se volvieron centrales como herramienta explicativa de aquellos. Las metáforas evocan aspectos familiares de la vida social y por lo tanto sirven como modelos para la interacción entre humanos y no humanos [Hornborg, 2001a: 71-72]. Así, cuando el cazador dice que el animal es una persona no está delirando sino que esta hablando en metáfora, esto es, construyendo paralelos figurativos a partir de lo conocido, de su propia experiencia, que es social. Las comprensiones metafóricas han sido ampliamente documentadas en la literatura antropológica. Al respecto, Bird David [1993 en Hornborg, 2001b] observa que los estudios sobre cazadores recolectores suelen mencionar que estos grupos representan “la relación entre los humanos y la naturaleza […] en términos de relaciones personales, en un marco sujeto a sujeto y no sujeto a objeto”. La aplicación de metáforas sociales a prácticas de subsistencia no está limitada a los cazadores recolectores sino que parece ser un aspecto omnipresente en la subsistencia de sociedades premodernas [Hornborg, 2001b: 72] en donde el ciclo de vida humano es equiparado al crecimiento de plantas y árboles. 31 De este modo, las ideas de regeneración y renacimiento o de existencia cíclica conectan las sustancias humanas con la regeneración social y la fertilidad de la tierra a partir de un esquema metafórico [Fowler, 2004: 106-109].

Sin embargo, el calificativo de metáfora ha sido puesto entre paréntesis por algunos investigadores ya que la noción de “metáfora” o de “modelación social de la naturaleza” escapa al reduccionismo evolucionista solo para caer en el dualismo cultura-naturaleza [Ingold, 2000]. Esto es porque la noción de metáfora supone una distinción previa entre un dominio en el que las relaciones sociales son constitutivas y literales (el mundo social de los humanos) y otro en el que aquellas son representacionales y metafóricas (el mundo natural de plantas y animales) [Willerslev, 2007: 2]. En otras palabras, la idea de que humanos y animales están relacionados por una socialidad común depende contradictoriamente de una discontinuidad ontológica anterior [Viveiros de Castro, 2004: 48]. En efecto, en muchos casos los paralelos que podrían observarse entre los ciclos de vida de la gente y de las cosas no son en sí mismas metáforas. Más bien, plantas, animales y otras entidades no humanas pueden ser conceptualizados como integrados a un sistema holístico que hace que la composición del cuerpo sea inteligible a través de sus interrelaciones con objetos o sustancias externas por medio del intercambio y del consumo [Fowler, 2004: 109-110]. En este sentido, todos los elementos del cosmos pueden estar conectados por el mismo patrón de transformaciones que liga cuerpos humanos, sustancias, objetos, lugares, animales y plantas. Se trata más bien de una misma lógica aplicada a las relaciones en todas las escalas y a través de todas las entidades.

Más allá de esto, el renovado interés en la noción de animismo y su redefinición hacia la esfera de la relacionalidad ha llevado a la necesidad de expandir las nociones nativas de “socialidad” más allá de las relaciones humanas para incluir plantas, animales, objetos, astros o espíritus. Tales relaciones, a su vez, pueden tener “cualidades perspectivas”, es decir, cualidades en las que cada categoría de ser considera a sus propios miembros como humanos mientras ve a las otras clases de seres como no humanos.

Relaciones en perspectiva

La noción de “cualidad perspectiva” fue propuesta inicialmente por Kaj Århem para los Makuna del noroeste amazónico, noción que posteriormente retoma y redefine Eduardo Viveiros de Castro para denominarlo Perspectivismo [Viveiros de Castro, 1996]. Esta propuesta fue motivada por las abundantes referencias en la etnografía amazónica a una concepción indígena según la cual el modo en que los seres humanos ven a los animales y a otras subjetividades que pueblan el universo, esto es, dioses, espíritus, muertos, plantas, fenómenos meteorológicos, accidentes geográficos, objetos e instrumentos, es radicalmente distinto al modo en que esos seres ven a los humanos y se ven a sí mismos. Así, por ejemplo, los animales depredadores y los espíritus ven a los humanos como animales de presa, mientras que los animales de presa ven a los humanos como espíritus o como animales depredadores. Los animales y espíritus nos ven a nosotros como no-humanos y a sí mismos como humanos. Ellos se aprehenden como humanos cuando están en sus propias casas o aldeas y consideran sus propios hábitos y características como una especie de cultura. Ven su alimento como alimento humano, de la misma manera que los jaguares ven a la sangre como cerveza de mandioca, los muertos ven a los grillos como peces, etc. Esta concepción, en la que los animales u otras entidades no-humanas se ven como personas, está casi siempre asociada a la idea de que la forma material de cada especie es un envoltorio, una “ropa”, que esconde una forma interna humana. Esta forma interna es el espíritu del animal, que no es más que una intencionalidad o subjetividad formalmente idéntica a la conciencia humana, y por lo general visible solo a los ojos de la propia especie o de ciertos seres transespecíficos como los chamanes. De este modo, habría en términos generales, una distinción entre una esencia antropomorfa de tipo espiritual, común a los seres animados, y una apariencia corporal variable, propia de cada especie. Esta apariencia no sería un atributo fijo sino una “ropa” intercambiable y desechable. Esta noción de ropa es una de las expresiones privilegiadas de la metamorfosis [Viveiros de Castro, 1996; 2004]. Cabe destacar que las concepciones perspectivistas no solo han sido consignadas en varias etnografías sudamericanas y norteamericanas (Esquimales, Koyukon, Cree, Ojibwa, Kwakiutl), incluyendo el norte de México, sino también en Asia y Melanesia (Tshimshian, Haida, Yukaghirs, Chewong, Batik, Kaluli).

Una de las objeciones que Viveiros de Castro le hace al animismo definido por Descola, refiere justamente al “modelo ‘sociocéntrico’ donde las categorías y relaciones intra-humanas son usadas para trazar mapas del universo” [Viveiros de Castro, 2004: 47]. Si el animismo consiste en atribuir a los animales las mismas facultades sensibles de los hombres y una misma forma de subjetividad, es decir, si los animales son “esencialmente” humanos, ¿cuál es entonces la diferencia entre los humanos y los animales? Si los animales son gente, ¿por qué no nos ven como gente? Y, por otro lado, si el animismo es un modo de objetivación de la naturaleza en el que el dualismo cultura/naturaleza no está en vigor, ¿qué hacer con las abundantes indicaciones de la existencia de esta oposición en las ontologías sudamericanas? [Ibid.]. Para Viveiros de Castro como para otros investigadores, existen datos que permiten plantear que la dicotomía Cultura/Naturaleza es muy operativa no solo entre los grupos amazónicos sino también entre los indígenas mexicanos. Sin embargo, el dominio en el cual opera esta dicotomía no depende de cualidades sustantivas sino relacionales (cruce de miradas; sujetos en perspectiva). De este modo, más que saber si los nativos le atribuyen cualidades humanas a tal o cual animal, planta u otro tipo de ser, lo importante es entender en qué condiciones y con cuáles modalidades esto se aplica [Bonfiglioli, 2010]. Para Viveiros de Castro, quien rechaza la antropología monista propuesta por Descola, es necesario reformular tal dicotomía ajustándola a las distintas realidades etnográficas, y esto debe hacerse ya no desde un sustantivismo analítico sino desde un enfoque de tipo relacional.

Aquí cobra vital importancia la referencia a la mitología, es decir, al estado originario de indiferenciación entre humanos y animales. El mito amazónico habla de un estado del ser en el que los cuerpos y los nombres, las almas y las acciones, el yo y el otro se interpenetran, sumergidos en un mismo medio pre-subjetivo y pre-objetivo; un medio cuyo fin es, como lo destacara Levi-Strauss, la diferenciación entre cultura y naturaleza. Las narraciones míticas están pobladas de seres cuya forma, nombre y comportamiento mezclan inextricablemente atributos humanos y no humanos, en un contexto común de intercomunicabilidad [Viveiros de Castro, 2004:41]. Así, los mitos cuentan cómo, en el principio, todos eran humanos pero luego algunos perdieron esa condición y se convirtieron en animales. En pocas palabras, para los grupos amazónicos la condición original común de los humanos y animales no es la animalidad sino la humanidad [Ibid., 1996:117]. Por tanto, humanos y no humanos comparten esencias internas idénticas pero materialidades diferentes. Al perder su forma humana, estos seres conservaron algunos atributos como la conciencia -de la que el sueño es su manifestación más directa. Tales corporalidades distintivas, a menudo descritos como “ropa”, y los consecuentes limitantes físicas y sensoriales, hacen que humanos y no humanos tengan perspectivas diferentes.

En este sentido, lo que diferencia a las especies de personas descansa en sus cuerpos, base de sus perspectivas particulares. El alma, que es formalmente idéntica a través de las especies, percibe la misma cosa en todo lugar, por lo que la diferencia debe venir de la especificidad de los cuerpos. Aquí es donde radica la diferencia: los animales ven de la misma forma que nosotros cosas distintas de lo que nosotros vemos porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros. En otras palabras, todos los seres ven el mundo de la misma manera, lo que cambia es el mundo que ellos ven. Los animales utilizan las mismas categorías y valores que los humanos. Sus mundos, como el nuestro, giran en torno a la caza y la pesca, a la cocina y a las bebidas fermentadas, a los rituales de iniciación, a los chamanes, a los espíritus, etc. [Viveiros de Castro, 2004]. Por lo mismo, los diferentes cuerpos que generan diferentes puntos de vista, no refieren solo a diferencias fisiológicas sino también a diferencias relativas a un conjunto de maneras o modos de ser que constituyen un habitus –qué come, cómo se mueve, cómo se comunica, dónde vive, si es gregario o solitario, etc.. De este modo, entre la subjetividad formal de las almas y la materialidad sustancial de los organismos, existe el cuerpo como haz de inclinaciones y capacidades que constituye el origen de las perspectivas. Así, a diferencia del Naturalismo, en donde el espíritu es nuestro gran diferenciador y el cuerpo nuestro gran integrador; en el Perspectivismo, el cuerpo, que no es sustancia material sino inclinación activa, es lo que diferencia, mientras que el espíritu, que no es sustancia inmaterial sino forma reflexiva, es lo que integra. De este modo, el Perspectivismo es tanto multinaturalismo como relacionismo [Viveiros de Castro, 2004: 55-57].

Cabe destacar que, para la Amazonia, “las auto-designaciones colectivas del tipo ‘gente’ significan ‘personas’ y no ‘miembros de la mismas especie’, y son pronombres personales que expresan el punto de vista del sujeto hablante y no nombres propiamente dichos. Decir que animales y espíritus son gente equivale a decir que son personas; es atribuir a los no-humanos las capacidades de intencionalidad y de acción consciente –agencia- gracias a las cuales pueden ocupar la posición enunciativa de sujeto. Tales capacidades están cosificadas en el alma o espíritu de los cuales esos no-humanos están dotados. Es sujeto quien tiene alma, y tiene alma quien es capaz de un punto de vista. Las almas o subjetividades amerindias, humanas o no-humanas, son pues categorías relativas” [Viveiros de Castro, 2004: 51]. De este modo, todo ser que ocupa el punto de vista de referencia, estando en posición de sujeto, se aprehende como perteneciente a la humanidad. Para el autor, la forma corporal humana y la cultura, esto es, los esquemas de percepción y acción encorporados en disposiciones específicas, son atributos pronominales. Es decir, son el modo mediante el cual todo agente se aprehende y no atributos literales y constitutivos de la especie humana proyectados metafóricamente sobre los no-humanos. Estos atributos son inmanentes al punto de vista y se mueven con él. Finalmente, los animales u otros entes dotados de alma no son sujetos porque son humanos disfrazados, sino son humanos porque son sujetos potenciales, es decir agentes. La Cultura entonces, es la naturaleza del sujeto: es la forma por la cual todo agente experimenta su propia naturaleza [Ibid.].

Ahora bien, para Viveiros el animal parece ser el prototipo extra-humano del Otro, señalando que “la espiritualización de plantas, meteoros e instrumentos tal vez se pudiera considerar secundaria a la espiritualización de los animales o derivada de ella” [Viveiros de Castro, 2004: 42]. No obstante, agrega, aunque solo en una nota al pie, que “en las culturas de la Amazonía occidental, en especial en las que consumen alucinógenos, la personificación de las plantas parece ser al menos tan relevante como la de los animales y que, en áreas como el Alto Xingú, la espiritualización de los instrumentos desempeña una función cosmológica de primer plano” [Viveiros de Castro, 2004: nota 14]. A la luz de las nuevas investigaciones en la Amazonia se está demostrando que las nociones animistas y perspectivistas también abarcan el mundo de las ‘cosas’, término que refiere no solo a los artefactos –objetos hechos por dioses y humanos, incluyendo imágenes, canciones, nombres y diseños- sino también a objetos y fenómenos naturales que son considerados centrales en la vida humana y la reproducción [Santos-Granero, 2009a]. De este modo, los objetos más que ser derivativos o secundarios pueden llegar a ocupar un rol primordial en las “cosmologías construccionistas amerindias y en las anatomías compuestas” [ibid.].

El componente “construccionista” de las ontologías animistas y perspectivistas amerindias es particularmente relevante en los relatos míticos y está estrechamente vinculado a la composición y transformación de los cuerpos [v. Viveiros de Castro, 2004; Santos-Granero, 2009a; entre otros]. De acuerdo a estos relatos, los seres primordiales atravesaron diferentes modalidades de existencia antes de adquirir su forma (más o menos) definitiva. Este proceso incluyó múltiples metamorfosis, esto es, procesos de deconstitución y reconstitución corporal marcados por formas de permutación interespecífica de partes del cuerpo. Los seres vivos son así concebidos como entidades compuestas, hechas de cuerpos y partes de cuerpos de una diversidad de formas de vida, entre los cuales también estaban los artefactos. Para los tukano, por ejemplo, al principio solo estaba el dios creador y sus Instrumentos de Vida y Transformación, artefactos de gran importancia ceremonial y chamánica. Tales instrumentos, hechos de cristal blanco, eran partes constituyentes del cuerpo del dios creador y posteriormente se convirtieron en los huesos de los humanos reales. De este modo, para los tukano el cuerpo humano está hecho de artefactos como resultado de procesos de fabricación y ensamblaje [Hugh-Jones, 2009]. De manera similar, para los wakuénai, el cuerpo de Kuwái, el ser humano primordial y dios creador, está hecho de una variedad de flautas y trompetas sagradas [Hill, 2009]. En la cosmología Mamaindê los primeros seres en existir fueron los humanos y sus artefactos, que eran en sí mismos humanos. El mito narra cómo estos seres primordiales –los humanos y sus artefactos- se convirtieron en animales cuando un niño abrió la calabaza que contenía la noche: el niño se convirtió en un urutaú, un pájaro que llora en las noches; las flechas venenosas se transformaron en venenosas serpientes, el canasto en jaguar, etc. Finalmente, el mito dice que todos los animales están hechos de gente, lo que sugiere que tales objetos tienen el status de sujetos [Miller, 2009]. Esto implica que las formas de vida no son resultado de una creación ex nihilo (como lo sería para la cosmología Judeocristiana), sino producto de la transformación de cosas preexistentes.

Esta capacidad de transformación deriva del carácter compuesto de todas las formas de vida. Como lo describe Santos-Granero, en la Amazonia, “los humanos están hechos de artefactos o de plantas y peces; los animales están hechos de peces y de una variedad de artefactos; las plantas están hechas de animales y artefactos; los diseños están hechos del lenguaje de los espíritus, las flautas están hechas de los frutos, de las aves y de los animales del bosque; los cantos están hechos de la respiración de las divinidades o del humo de sus cigarros” [2009a: 22]. Este carácter transformacional hace que los cuerpos sean altamente inestables. Así, por ejemplo, el espíritu de un animal puede robar los ornamentos personales de un ser humano y con ello inducir el cambio de perspectiva y la transformación de la persona en el animal que le robó [Miller, 2009]. En este sentido, todos los seres tienen la posibilidad de imponer su punto de vista a los otros en virtud de su carácter compuesto.

Finalmente, si entendemos a la agencia como la capacidad de actuar, esta capacidad es inmanente no ya a los seres en sí mismos ni a sus intenciones o motivaciones, sino a la relación asociativa entre ellos [v. Latour, 2008]. Más adelante veremos en virtud de qué y bajo qué condiciones se da esa relación. Antes de ello será necesario ahondar en el carácter dividual de las personas a partir de la composición múltiple de sus cuerpos. A continuación presentaré, a través de tres casos etnográficos centrados en la noción de cuerpo, las agencias que pueden estar presentes en la conformación de una persona a lo largo de su vida y después de la muerte, las relaciones asociativas que son parte constitutiva de este proceso, y las identidades que se generan a lo largo del mismo.

Cuerpo, Persona e Identidades relacionales

Para comenzar cabe mencionar la anécdota antillana citada por Levi-Strauss en la que hace referencia a la extrañeza que tanto europeos como americanos tenían respecto al “Otro” pocos años después del descubrimiento del continente. Allí señala que “en una isla vecina [Puerto Rico, según el testimonio de Oviedo], los indios se esmeraban en capturar blancos y hacerlos perecer por inmersión; después durante semanas montaban guardia junto a los ahogados para saber si estaban o no sometidos a la putrefacción” [Lévi-Strauss, 1976: 61-62]. La explicación que da el autor en 1955 (fecha de la primera edición del Tristes Trópicos, la de 1976 es la tercera edición), es que “los blancos invocaban las ciencias sociales, mientras que los indios confiaban más en las ciencias naturales; y en tanto que los blancos proclamaban que los indios eran bestias, éstos se conformaban con sospechar que los primeros eran dioses” [Ibid.]. En el tiempo en que Lévi-Strauss escribía estas líneas, nos dice Viveiros de Castro, la estrategia para hacer valer la plena humanidad de los salvajes y hacerlos indistinguibles de nosotros, era mostrar que ellos hacían las mismas distinciones que nosotros. Es decir, los indígenas, igual que los invasores europeos, consideraban que solo el grupo al que pertenecían encarnaba la humanidad; los extranjeros estaban del otro lado de la frontera que separa a los humanos de los animales y espíritus. De esta manera, ellos también distinguían la cultura de la naturaleza; y esta distinción finalmente los hacía humanos.

A la luz del perspectivismo, Viveiros de Castro nos ofrece otra interpretación de la anécdota antillana. Si para los americanos lo que marca la diferencia es el cuerpo, es posible entender mejor el por qué de los métodos que españoles y antillanos usaban para averiguar la humanidad del otro. Para los europeos se trataba de decidir si los otros tenían alma, ya que para aquellos el plano donde radica la diferencia de perspectiva es el alma. Para los indígenas, en cambio, se trataba de saber qué tipo de cuerpo tenían los otros, ya que para aquellos la diferencia radica en el cuerpo. Los europeos no dudaban de que los indígenas tuviesen cuerpo: los animales y otras entidades no humanas también lo tienen –propio de una ontología naturalista. Los indígenas no se cuestionaban que los europeos tuviesen alma: los animales y otras entidades no humanas también la tienen –propio de una ontología animista. Lo que intrigaba a los indígenas, en cambio, era saber si el cuerpo de aquellas almas era capaz de las mismas inclinaciones y maneras que los suyos –propios del perspectivismo-, es decir, si era un cuerpo humano o de lo contrario un cuerpo de espíritu no sujeto a la putrefacción [Viveiros de Castro, 2004: 57].

Entonces ¿qué es el cuerpo? Desde nuestro punto de vista fenomenológico, el cuerpo es el ser primario, es decir, no entendemos a nuestro cuerpo como una ‘cosa’ sino como lo que somos: existimos como cuerpo, un cuerpo indivisible, propio y biológicamente humano. Sin embargo, los yukaghirs de Siberia no experimentan sus cuerpos como algo preobjetivo y completamente controlado. 32 Cada cazador le adscribe agencia a las diferentes partes de su cuerpo, una agencia que a veces coincide con sus propias intenciones pero otras no. En el último caso, los cazadores pueden experimentar un sentido de pérdida de control sobre sus cuerpos. Esto sin embargo, no es considerado como algo problemático, sino como un signo corporal que requiere atención. Así, los cazadores explican cómo sus agentes corporales tienden a asistirlos al darles señales relativas, por ejemplo, a la buena o mala suerte en la caza. Para cada cazador, la información corporal es un factor crítico en la toma de decisiones.

Aunque a veces hablan de tres almas, la concepción general entre los yukaghirs es que la persona tiene solo un ayibii o alma. Ésta vive en la estructura ósea de la persona pero puede dividirse y moverse a diferentes partes y productos del cuerpo. El corazón, la cabeza y la sombra están entre sus ubicaciones preferidas, lo que hace que la gente hable de tres almas: la cabeza-ayibii, el corazón-ayibii, y la sombra-ayibii. Sin embargo, el ayibii puede en principio estar en todas las partes y órganos del cuerpo. De este modo, el ayibii se individualiza en diferentes agentes o “personas”, cada una de las cuales toma su carácter específico de la parte del cuerpo o de los órganos que habita. Así, “cada parte animada u órgano del cuerpo es considerada como un tipo de persona dentro de la persona. No obstante, el ayibii es originalmente uno solo y puede reunirse a sí mismo en un todo completo y actuar como una sola persona” [Willerslev, 2007: 60]. En este sentido, el ser es considerado, al menos ocasionalmente, como dividual y partible.

Ahora bien, para los yukaghirs todo el mundo está animado, es decir, todas las cosas tienen ayibii, pero no todas las cosas son personas. Animales, árboles y ríos son “gente como nosotros” porque se mueven, crecen y respiran, pero éstos son diferentes de otros objetos inanimados como las rocas, los esquíes y los productos alimenticios los cuales, sostienen, están vivos pero son inmóviles. Es decir, las cosas que están estáticas no son gente porque solo tienen un alma, la sombra-ayibii, mientras que las cosas que están activas son personas porque tienen las otras almas: el corazón-ayibii, que hace a las cosas “moverse” y “crecer”, y la cabeza-ayibii, que les permite “respirar”. Finalmente, dicen, “solo las cosas que pueden moverse vienen a nosotros [en sueños] y nos dan regalos”, lo que implica que los cazadores solo entablan relaciones sociales del tipo “compartir” con entidades animadas consideradas personas [Willerslev, 2007]. Es interesante notar que la categoría de persona incluye también a entidades espirituales tales como los espíritus-guías de los animales, los espíritus caníbales que comen almas humanas [abasylar] y muchos otros. Estos seres no pueden ser percibidos con la vista pero sí pueden aparecer como olor, sonido o simplemente feeling. De este modo, cuerpo y olor son parte importante de la noción yukaghirs de personhood ya que determinan el tipo de especie con la que están tratando. Así por ejemplo, el espíritu de una enfermedad puede manifestarse por su fuerte olor. Cuando una persona muere su cuerpo contamina a sus parientes con su olor, lo que para los hombres significa que no podrán cazar por un año ya que el olor del muerto espantará a las presas [Ibid.: 79].

En este sentido, el alma o ayibii (una de ellas o parte de ella) es lo que integra a todas las cosas, mientras que es la capacidad de “moverse, crecer y respirar” lo que diferencia, capacidades que están inmersas en una corporalidad provistas de corazón-ayibii y cabeza-ayibii y que permiten un punto de vista. Dice Viveiros “Es sujeto quien tiene alma, y tiene alma quien es capaz de un punto de vista”. Para el caso de los yukaghirs es probable que solo las cosas que están activas, es decir, que puedan “moverse, crecer y respirar” sean capaces de tener un punto de vista y por lo tanto ser consideradas como personas. Pero ¿qué hay de las otras cosas que también tienen alma, la referida como sombra-ayibii? Probablemente, la respuesta esta en la misma palabra. Ayibii significa literalmente sombra en la lengua yukaghirs, igual que la sombra que da una roca [Willerslev, 2007: 57]. Si bien usan ocasionalmente la palabra rusa dusha (alma) en lugar de su propia palabra ayibii, la noción de “alma” para estos grupos no tiene una existencia inmaterial –como el “alma” cristiana- sino que está en gran parte envestida de fisicalidad. De este modo, podríamos decir que cualquier cosa que tiene (da) sombra está viva, aunque no todas ellas tienen la capacidad de moverse y de tener un punto de vista.

Un caso diferente parece ser el de los yoreme (mayos y yaquis) de Sonora. Aquí, el cuerpo, denominado takaa, es el componente material del ser humano, y es el primer vínculo social por medio del cual se da el reconocimiento del ser individual y el que marca la diferencia con el otro. El lugar más importante del takaa es el corazón o jiapsi. Este, a su vez, es la residencia principal del alma, designada también con el nombre de jiapsii o wepul jiapsi, que significa el “aire de la vida”, es decir, el soplo o aliento que Dios le dio a cada yoeme desde la creación, y que se mantiene con el aire que se respira día a día. El wepul jiapsi o alma es la fuerza del corazón, lo que proporciona entendimiento y razón; posee la capacidad de salir durante el sueño dejando el cuerpo en reposo, pero cuando lo abandona definitivamente, éste perece. Sin embargo, al morir el cuerpo, el alma continúa existiendo por lo que tiene una existencia trascendente [Olavarría et.al., 2009]. De este modo, si bien la vida del takaa depende del aire, del agua y de los alimentos, la fuerza vital no podría prevalecer sin la presencia de la entidad espiritual que anima el cuerpo y además lo dota de personalidad.

Como decía arriba, el wepul jiapsi tiene la capacidad de salir del takaa de manera temporal. Durante el viaje el wepul jiapsi se alimenta de aire y adquiere mayor fuerza pero siempre corre el riesgo de ser devorado por un animal cazador o atrapado por un hechicero provocando enfermedad o muerte. Los dones, la gracia y la protección son adquiridos durante los sueños, pero para esto el wepul jiapsi es puesto a prueba por los seres del monte o yoania, quienes le otorgarán aquello a cambio del wepul jiapsi. Este también puede ser atrapado durante el día en lo que es conocido como susto o encanto, y se debe a las salidas repentinas de la entidad anímica. Esto sucede por lo general cuando la persona camina por el monte en donde habitan espíritus que se transforman en animales, aves o árboles y aprovechan la salida del alma para apoderarse del cuerpo. Cuando esto ocurre, solamente el curandero puede despojar el espíritu extraño y llamar al wepul jiapsi para que regrese al cuerpo [Aguilar et.al., 2009].

Para los yoreme, todo ser humano tiene solamente un alma; sin embargo, en el cuerpo de las personas virtuosas o con dones especiales como brujos, curanderos danzantes y músicos, habita otra entidad llamada sea takaa o flor del cuerpo, la cual dota de ciertas cualidades a la persona que lo posee, por lo que también se dice que tienen dos espíritus y un don competente que Dios les dio. El sea takaa es descrito como “un viento” que se encuentra principalmente en la cabeza (a diferencia del wepul jiapsi o alma que esta en el corazón) y tiene la capacidad de salir del cuerpo en cualquier momento. Este presenta la misma forma del cuerpo del poseedor por lo que es denominado “el otro yo”. Esta conceptualización tanto del wepul jiapsii como del sea takaa indicaría la existencia, dentro de la persona, de entidades con capacidad de agencia, las cuales no solo tienen cierta libertad de movimiento –salir y entrar al cuerpo- sino que además pueden interactuar con otras entidades del monte, según lo cual puede afectar al poseedor.

Se dice que los surem (antiguos yaquis) poseían sea takaa, pero ahora esta entidad está reservada solo para aquellos que tienen poderes relacionados con el yoania, es decir, el hogar precristiano de los yaquis [Olavarría, 2007; Olavarría et.al., 2009]. La historia mítica del pueblo yaqui es la del pueblo Suré. Sus habitantes, los surem, hoy día son hormigas 33 y otros habitantes de la sierra asociados al mundo subterráneo, con quienes se activa la comunicación durante el ritual a través de diversos medios, uno de los cuales consiste en su representación iconográfica y cinética. A su vez, existe una continuidad en la sustancia corporal de los antiguos yaquis y los actuales. Esta relación se observa entre la casa de las hormigas, juuki, que literalmente significa casa de hoyo u hormiguero, y el ombligo humano, siiku, en el cual se encuentra el genio o carácter de la persona. Cuando un niño nace, la partera o persona que le corta el cordón umbilical le transmite su forma de ser y, cuando la madre lleva el cordón umbilical al juuki y éste es comido por las hormigas, -quienes son muy fuertes de ser- sabrán a quien pertenece y evitarán hacerle daño. Esto resulta significativo ya que para los yaqui, el cuerpo debe mantener su unidad y sus partes desprendibles no deben quedar dispersas (en el sentido de desconocer su ubicación). Así, la placenta es enterrada en el monte, los dientes de leche son arrojados por los niños hacia el oriente, y el cabello y las uñas son guardados en bolsitas de algodón para luego ser depositadas en el ataúd como parte del propio difunto [Olavarria, 2007: 21]. Cuando una persona muere, el ciclo de vida todavía no se acaba ya que al cabo de un año, el alma recorre sus pasos para visitar los lugares que conoció en vida y recoger su cabello, sus dientes, sus uñas y su placenta. Por lo mismo, la amputación resulta impensable “porque esa parte del cuerpo va a quedar depositada en otro lugar y su cuerpo va a quedar en otra parte y pues nadie sabe donde va a quedar enterrado” [Olavarria, 2007].

El yoania es a su vez donde moran las entidades del monte. Este remite a la Sierra de Bacatebe, pero también a un ámbito asociado con las históricas rebeliones yaquis, así como a las propiedades esotéricas de la iniciación de los danzantes y músicos del venado, del Pascola y de los curanderos. Incursionar en él puede significar para cualquier persona obtener un peligroso encanto, ya que “existen animales que conocen los pensamientos y tienen la facultad de posesionarse de las personas” [Olavarría et.al 2009: 592]. Al respecto, sostiene una de las curanderas yaqui entrevistadas por las autoras que:

“ El monte es una virtud, dicen que todo vive, el árbol escucha, entiende todo, entonces también los animalitos, los pajaritos, el conejo son videntes, saben el futuro y el pasado y por ejemplo si una muchacha se acuerda de su novio […] entonces el animal ese sabe el pensamiento de esa persona y se convierte en el novio…” [Olavarría et.al., 2009: 592].

Además de los peligros de incursionar en el yoania, también es posible recibir un don. Esto ocurre para quien posea la sewa o flor de la tierra. Se trata de una piedra alargada de color negro que se encuentra en las vísceras del venado recién cazado, y que al poseerla se adquieren las cualidades del curandero, del danzante o del músico. De este modo, el talento de estos personajes puede provenir también del don otorgado por el venado en su calidad de amo de la flor o sewa. Es conocida la importancia que el venado tiene para los yaqui así como su cualidad de persona, ya que

“ el venado dicen que es una muchacha muy guapa […] son unas muchachas altas, grandotas, se reúnen ahí [en un túnel muy grande en la sierra de Bacatebe], delgaditas, bonitas, unas muchachas con unos ojones así mira, preciosas las muchachas, muy bonitas, son venados pues que se forman ahí, y ahí te dan el don” [Olavarría, 2007: 27-28].

Por otro lado, sostienen que algunas plantas tienen persona por haber recibido de Dios la misma sustancia que otorgó a los yoreme [Olavarría, 2007: 19], como la albahaca, la ruda, bambú, té de limón y otras plantas medicinales. Lo mismo ocurre con algunos animales como el gallo y la gallina [ibid.].

De este modo, es posible observar, primero, la cualidad anímica otorgada al monte así como a las plantas y animales, los cuales pueden afectar al desprevenido pero también pueden favorecerlo a través de las manos del curandero. Finalmente, dice Olavarría, “el propio cuerpo… [es] un locus a través de cuyas propiedades, productos, partes y fluidos es capaz de entablar relaciones con otros humanos (por vía de la copulación, la alianza y la filiación), con los animales y las plantas (por la vía de la alimentación y la curación), con otros planos del universo (por la vía del ritual)” [Ibid. 2007: 22]. La metamorfosis que observamos en el venado como en otros animales del monte es una característica del animismo o perspectivismo. Esta concepción esta asociada a la idea de que la forma material de cada especie es un envoltorio [o ropa] que esconde una forma interna humana.

En Chihuahua, los rarámuri consideran a la persona como constituida por tres elementos: la entidad anímica, la entidad física y las relaciones sociales desarrolladas a lo largo de su vida [Fujigaki 2005]. Desde el punto de vista mítico, el cuerpo de los rarámuri se creó por la combinación de tierra y agua, es decir barro. Éste requirió del aliento o soplo de Dios para obtener vida. Es en esta figura de barro o entidad física, denominada repokára, donde habitará el aliento divino o entidad anímica, denominada alewá [Ibid.].

El lugar más importante del cuerpo es el pecho, también designado como repokára. Es allí donde reside la entidad anímica pero también donde se produce la sangre y la respiración, dos procesos fundamentales para la vida y que, lejos de ser opuestas, conforman una unidad. Así, el aliento es simultáneamente una manifestación anímica y el resultado de un proceso corporal [Aguilar y Martínez, 2009]. La entidad anímica, asociada al aliento y respiración de Dios, contiene la fuerza vital divina que permite que la vida exista. Por tanto, aquello que da vida a un rarámuri existe antes de que éste nazca y prevalece después de su muerte.

Esta entidad anímica o alewá tiene la capacidad de salir y entrar del cuerpo, es decir, de fragmentarse, lo cual se relaciona con la capacidad de viajar, de caminar, de volar [Fujigaki, 2005]. Recordemos que el alewá proviene del soplo divino mediante el cual Dios da la vida a los rarámuri. Así, “el alewá puede ser definida como la entidad anímica que junto con el cuerpo permiten la vida, es de cualidad etérea y se manifiesta en la respiración” [Aguilar y Martínez, 2009: 564]. Una expresión de esto se da en ciertos rituales de curación donde el owiruame (doctor o chamán) sopla su aliento en la boca del paciente o en los puntos afectados por la enfermedad. De este modo, existe una afinidad entre la entidad anímica y el aliento, viéndose reflejado en el uso de los mismos términos para referirse a ambos conceptos. La descripción de los muertos o chuíki permite ejemplificar esto, ya que “cuando alguien muere se oye un silbido a lo lejos, cuando se aparecen los muertos se escucha otra vez ese silbido. Un chuíki es como el viento, por ello pueden volar y viajar con más facilidad por los lugares que conoció en vida” [Guillén y Martínez, 2005: 136].

Esta similitud entre alewá y aliento, entre la vida y la posesión de alma, puede verse también en la consideración anímica que hacen de plantas y animales. Así, a algunos árboles como pinos y encinos se les atribuye una entidad anímica por poseer corazón y silbar, cantar o tocar el violín. De igual modo, cabe la siguiente cita:

“ Pues yo creo que todos los árboles tienen alma porque si no tuvieran alma, pues no florecer í an, no volver í an a retoñar. El pino tiene alma porque a veces, cuando andas en el monte, cuando vas sola caminando, se escuchan voces, dicen que son los pinos [Guill é n y Mart í nez, 2005: 138].

Para Bennett y Zingg [1978 en ibid.], “todos los seres que respiran tienen alma, que son del mismo tipo en el caso de los animales y los hombres. Las de los pájaros son casi iguales pese a que, en realidad, más bien silban que cantan […] Los peces poseen otra clase de alma, parecida al agua, ya que ésta es para ellos lo que el aire para un animal terrestre”. De este modo, de acuerdo a Guillén y Martínez, todos los seres vivos respiran y en consecuencia poseen una entidad anímica distinta a la de los humanos pero con un origen común.

Las salidas del cuerpo del alewá pueden ser “permanentes y totales”, lo que sucede al momento de la muerte, o “temporales y parciales”, lo que ocurre en la vigilia y en el sueño. En estos casos el alma se fragmentará y el segmento más débil o pequeño se quedará en el corazón. En la vigilia el alewá puede salir cuando está en contacto con espacios desconocidos o acuáticos, o con determinados seres, especialmente seres del agua –especie de dueños de los aguajes-, serpientes y espíritus de difuntos. En el sueño el alewá sale del repokára mientras éste duerme. Los sueños son fundamentales para los rarámuri, ya que a través de ellos explican gran parte de los sucesos de la vida cotidiana y ritual, no obstante todo estado onírico es potencialmente peligroso para el alma. Tanto en el sueño como en la vigilia el alewá puede ser raptado o dañado por diversos seres ya que su posesión implica adquirir de alguna manera la fuerza vital que éstos poseen, resultando así en un tipo de transmisión de energía y fuerza. Así, por ejemplo, para explicar la brujería remiten al acto de comer o devorar las almas o los cuerpos a través de la captura del alma [Aguilar y Martínez, 2009].

Finalmente, cuando un rarámuri muere “la carne se va a la tierra y el espíritu se mantiene volando” [citado en Fujigaki, 2005], lo que implica que el cuerpo sin vida y sus partes pertenecen a Onorúame y a la tierra. A lo largo de la vida, cada rarámuri debe ir enterrando los restos que su cuerpo produce, es decir uñas, cabello, dientes, sangre, partes amputadas, hijos. Deben enterrarse y nunca quemarse, para que puedan ser recogidas y llevadas al que vive allá arriba al tercer o cuarto día de su muerte [ Ibid. ].

En los casos citados la presencia de alma o entidad anímica permite una interrelacionalidad a partir de lo cual es posible la comunicación entre diferentes seres o entidades, aunque ésta no siempre sea entendida por todos. Esta composición múltiple y fluida del cuerpo sugiere una noción corporal activa y animada, una noción de cuerpo que se expande más allá de la piel y cuyos componentes o sustancias tienen la capacidad de salir e interrelacionarse con otros seres que pueblan el cosmos, una noción que, en definitiva, difiere de nuestra idea de cuerpo como ser primario, indivisible y controlado. Ahora bien, si la entidad anímica es lo que integra, la corporalidad es lo que diferencia, es decir, lo que identifica la diferencia.

Corporalidad e identidad

La idea de que el cuerpo aparece como el gran diferenciador permite entender mejor por qué las categorías de identidad se expresen tan frecuentemente por medio de idiomas corporales, en particular a través de la alimentación y del adorno corporal, así como el tatuaje y la escarificación, el ayuno o los patrones diarios de trabajo.

Una de las ideas centrales en el pensamiento yawalapiti de la amazonia brasilera, es la de que el cuerpo humano necesita ser sometido a procesos intencionales y periódicos de fabricación. La fabricación del cuerpo es concebida como un conjunto sistemático de intervenciones sobre las sustancias que comunican al cuerpo y al mundo: fluidos corporales, alimentos, eméticos, tabaco, óleos y tinturas vegetales. Los cambios corporales así producidos son la causa y el instrumento de las transformaciones en términos de identidad social, lo que implica que, para los yawalapiti, las transformaciones corporales y los cambios en la posición social son una y la misma cosa. De este modo, no hay una distinción ontológica entre procesos fisiológicos y procesos sociológicos al nivel del individuo [Viveiros de Castro, 1979]. El carácter elaborado más que dado del cuerpo tiene una evidente conexión con la metamorfosis. Tanto la fabricación como la metamorfosis de los cuerpos permiten pensar en el estatuto de la persona humana desde su diferencia dentro del orden de las cosas [ibid. 2004].

La expresión “estoy haciendo” es utilizada por los yawalapiti para explicar las acciones de un hombre en ciertos momentos cruciales de la producción de nuevas identidades. Así, la concepción, la pubertad, y la ceremonia de los muertos son momentos cruciales en donde se producen nuevas identidades, pasajes críticos del ciclo vital tanto social como ontológico: acceso a la vida, capacidad de reproducirla y fin de la vida. Sin embargo, estos tres momentos no son vistos por los yawalapiti como “naturales” e independientes de la intervención humana, sino como momentos de fabricación de un nuevo papel social por medio de la tecnología del cuerpo, lo que implica que el cuerpo es cuerpo humano a partir de una fabricación cultural. La tecnología de elaboración del cuerpo se ejerce por medio de intervenciones en los canales de contacto entre el cuerpo y el mundo. Se trata de una noción dividual de persona en donde la manipulación de sustancias, debiendo entrar o salir del cuerpo, colaboran para el crecimiento o fortalecimiento del mismo. Así, por ejemplo, la producción de un hijo exige un gasto continuo de semen, lo que es visto como un esfuerzo y un trabajo que debilita al hombre. De manera similar, la retención de sangre –que debe salir y que queda retenida en la barriga de los padres de un recién nacido-, debilita a la persona, por lo que es necesario tomar eméticos vegetales o practicarse la escarificación para poder eliminarla 34 [Viveiros de Castro, 1979].

La lógica de incorporación/excorporación, es decir, de entradas y salidas de sustancias críticas, es constitutiva del cuerpo en su trayectoria desde el nacimiento hasta la muerte así como de la generación de identidades. Estas sustancias no solo refieren a los fluidos corporales, alimentos, etc, sino también, dependiendo del contexto o situación, a palabras, cantos y esencias espirituales o almas. En otras palabras, pueden referir a una infinidad de “cosas” que poseen la capacidad de actuar e incidir en la constitución de la persona.

En la Amazonia hay “múltiples formas de ser una cosa” la mayoría de las cuales son susceptibles de algún tipo de subjetivación: ítems ceremoniales, parafernalia chamánica, ornamentos personales, canciones, nombres, imágenes, herramientas y armas, utensilios de cocina, accesorios para dormir, pertrechos para el bebe, fenómenos atmosféricos, formaciones geológicas, minerales y rocas, así como documentos personales y un amplio rango de objetos industriales recientemente incorporados como armas de fuego, linternas e incluso aviones. Estos objetos difieren de otros no solo en la manera en que han sido subjetivados sino también en el grado de animismo y agencia que poseen para estos grupos [Santos-Granero, 2009a; 2009b]. En otras palabras, no todas las cosas tienen la misma capacidad para actuar o para incidir en algo, y es en función de esta diferente personeidad que tengan injerencia en la transformación corporal y finalmente en la expresión de la identidad social.

En las ontologías animistas o perspectivistas, las personas no nacen como tales sino que son formados y transformados mediante el aporte de una variedad de sustancias u objetos, afectos y acciones en donde circulan seres primordiales y dioses creadores. A lo largo de la vida e incluso después de la muerte, los procesos de producción y transformación corporal a través de los rituales de iniciación serán parte constitutiva de la persona y de las identidades individuales y grupales. En tales procesos, la acción y subjetivación de objetos y sustancias jugarán un papel fundamental -algo que los arqueólogos no debemos perder de vista. En este punto resulta interesante indagar en la manera en que se comprende la transmisión de sustancias en la conformación de la persona dentro de la ontología dual de la modernidad, y cómo ésta se comprende dentro de una ontología relacional. Esto nos permitirá ver cómo las diferentes maneras de entender las relaciones y formas de relacionarse tienen incidencia en la constitución del ser, así como en los mecanismos de producción y negociación de las identidades; pero también nos permitirá entender la importancia de considerar la agencia en su propio contexto ontológico, dando pie así a la consideración del paisaje.

El parentesco: descendencia genealógica o intercambio relacional

En occidente, al ser predominantemente indivisibles, rara vez extraemos una parte física de nosotros mismos. Más allá de la transfusión de sangre o la donación de órganos, nuestras sustancias corporales son generalmente transmitidas a través de la procreación. La idea de que las sustancias generativas son transmitidas de generación en generación a través de la reproducción es central en lo que Ingold llama modelo genealógico [Ingold, 2000; Fowler, 2004].

En la tradición occidental los primeros esquemas de árboles genealógicos vienen de la imaginería bíblica. Allí, la familia aparece representada en la prolongación de muchas ramas que irradian de un tronco, y en cuyas raíces, firmemente plantadas en la tierra, se encuentra Adán. Con el desarrollo de la antropología física el hombre ya no es visto como una creación, sino como una evolución filogenética, la cual también es representada con forma de árbol. Aquí, los ancestros más tempranos del hombre son ubicados en la raíz de la historia. Posteriormente, el denominado “método genealógico” reemplaza a la imagen del árbol por una geometría abstracta, dendrítica, de puntos y líneas, donde cada punto representa a una persona y cada línea a una conexión genealógica. Este método sostiene que los elementos esenciales de la persona están dados en virtud de su conexión genealógica, independientemente de los contextos situacionales de la actividad humana [Ingold, 2000].

De acuerdo al modelo genealógico, dice Ingold, lo que una persona recibe como descendencia se divide en dos componentes: la sustancia material y la memoria cultural. Lo primero correspondería al “tipo” de sangre, referido técnicamente al parentesco consanguíneo. Esto implica que las personas representan cierta apariencia, temperamento y mentalidad en virtud de su linaje, y que estas características pasan a sucesivas generaciones sin ser afectadas por las circunstancias de su experiencia de vida. El segundo componente, la memoria cultural, reconoce a la cultura como un corpus de conocimiento tradicional trasmitido como legado del pasado y que es expresado más que generado en el contexto de la vida cotidiana. Es decir, la gente no comparte una tradición cultural por estar involucrados en prácticas sociales compartidas sino porque es un conocimiento que llega a ellos por línea de descendencia [Ingold, 2000: 138]. Para muchas sociedades tradicionales, en cambio, las sustancias generativas no son transmitidas biológicamente sino intercambiadas entre las diferentes entidades que pueblan el mundo. Para comprender este proceso es necesario considerar un modelo relacional.

Para este modelo se ha propuesto, en lugar del árbol genealógico, la figura del rizoma -racimo denso y enredado de filamentos entrelazados en donde cualquier punto puede conectarse con cualquier otro [Deleuze y Guattari, 1988]. Esta imagen permite pensar en las relaciones y en la transmisión de sustancias ya no desde la linealidad estática y descontextualizada del modelo genealógico, sino desde la concepción de un mundo en movimiento, donde cada parte es la representación de la totalidad de sus relaciones [Ingold, 2000: 140]. Desde esta perspectiva, la idea de ancestro ya no será el resultado de la transmisión de atributos a través de líneas genealógicas, sino la de relaciones de alimentación, cuidado y afecto en un espacio sin tiempo.

De acuerdo a Ingold, entre los cazadores recolectores los ancestros pueden estar representados no solo por humanos que vivieron en el pasado, sino también por espíritus que habitan el paisaje, por seres míticos no humanos, o por aquellos seres que crearon el mundo. En el primer caso, los ancestros pueden manifestarse a través de alguna modificación del paisaje que realizaron cuando vivían como mortales, como por ejemplo, “el árbol de frutos que plantó el ancestro” [Ingold, 2000: 140]. En otros casos, los ancestros pueden estar eternamente presentes en el paisaje. Cuando los cazadores yukagirts entran al bosque se dirigen a los espíritus de los ríos y de los lugares donde van a cazar como “padres” y “madres” o “abuelos” y “abuelas”; y se refieren a ellos mismos como “hijos” o “nietos” de los espíritus. Ellos dirán, por ejemplo, “Abuelo, tus hijos están hambrientos y pobres. Aliméntanos como nos has alimentado antes” [Willerslev, 2007: 42]. De manera similar, los pigmeos mbuti se refieren al bosque que los rodea como “Padre” y “Madre”, ya que según dicen, “les provee comida, calor, refugio y ropa, igual que sus padres”, y además “como sus padres [el bosque] les da afecto” [Turnbull, 1965: 19 en Ingold, 2000: 43]. Los nayaka de Tamil Nadu, sur de India, se refieren a los espíritus que habitan las colinas, los ríos, y las rocas en el bosque del mismo modo que a los espíritus de sus antepasados inmediatos, es decir, como dod appa (“gran padre”) y dod awa (“gran madre”) [Bird-David, 1990 en Ingold, 2000: 140], ya que los espíritus que habitan el bosque contribuyen con los seres humanos de la misma manera que lo hacen los padres humanos, esto es, dándoles comida, orientación y seguridad. Por su parte, los ojibwa de Berens River, Manitoba, refieren al sol, a los cuatro vientos y al “maestro” de varias especies de animales como “nuestros abuelos”, ya que los consideran como “entidades vivas que han existido desde tiempos inmemoriales” y que tienen una existencia paralela a los humanos comunes. Estos “abuelos” son ancestros porque estaban allí antes que ellos y los guían a través del mundo, pero, a diferencia del concepto genealógico, no descienden de ellos [Ingold, 2000: 141]. En síntesis, los vínculos consanguíneos no son los únicos ni los más importantes entre los cazadores recolectores, ya que estos grupos también tienden a construir vínculos parentales con espíritus, animales, objetos u otras entidades no humanas con los que se relacionan en su habitar cotidiano. Así, las sustancias, la energía y el conocimiento pueden obtenerse de otras fuentes, además de la que aporta la comunidad humana, y pueden ser transmitidas de formas diferentes a la que se da por la reproducción biológica.

En el modelo relacional entonces, no hay líneas de descendencia que ligan a las sucesivas generaciones de personas de manera estática y descontextualizada; por el contrario, las personas están en un proceso continuo de hacerse a través de un campo múltiple de relaciones y experiencias. Las personas no están constituidas por una serie de atributos especificados de antemano, como implica el modelo genealógico, sino que se van generando en sus múltiples relaciones a lo largo de su vida. Para Ingold, este proceso pro-generativo se da dentro de lo que él llama ‘esfera de alimentación’, en la que los ancestros juegan un rol esencial, ya que alimentan a sus sucesores aunque éstos no sean literalmente descendientes de aquellos. De acuerdo al autor, el parentesco se constituye en este tipo de contribuciones [Ingold, 2000: 144]. Al respecto, recordemos que en este tipo de ontologías relacionales el cuerpo es fabricado más que dado, lo que me da pie a revisar la consideración del género.

La transmisión de sustancias y la “fabricación” del género

Las actividades de la vida cotidiana, particularmente asociadas al intercambio y al consumo, ofrecen contextos para la transmisión de sustancias entre diferentes entidades. Estos procesos son fundamentales para la conformación de la persona, y de las identidades. Para profundizar acerca de los mecanismos por los cuales las sustancias eran transmitidas en la conformación de la persona en las sociedades de Nueva Guinea, Strathern estableció una distinción entre intercambio mediato e inmediato. Los primeros involucran regalos visibles y requieren de un proceso de partibilidad, es decir que los objetos sean conceptualizados como partes de la persona los cuales son extraídos para propósitos del intercambio. En los intercambios inmediatos, en cambio, no participan partes de la persona transformadas en objetos sino que son las sustancias corporales, palabras, o esencias espirituales invisibles las que son transmitidas directamente. En estos casos la transmisión directa de sustancias y cualidades tienen efectos inmediatos en quien recibe [Strathern, 1988 en Fowler, 2004].

Respecto a las cualidades transmitidas por las sustancias, Fowler [2004] sostiene que a veces los efectos que produce una sustancia y el género de la misma pueden estar fijados en un material, mientras que en otros las cualidades y sus efectos son aspectos negociables. La activación de las cualidades es absolutamente contextual, lo que implica que la conceptualización de un objeto como objeto o como sustancia depende del contexto de la práctica. Así, por ejemplo, en Melanesia las personas son consideradas como un mosaico de partes [dividuales y partibles], algunas de estas partes pueden tener género masculino y otras femenino. Es decir, el género de las personas no es evidente sino que se construye a partir de su performance, esto es, tiene que ver con lo que las personas hacen (o cómo lo hacen) más que con lo que son. Por lo tanto los atributos de género no pueden ser conocidos con anticipación, sino que deben ser expresados a través de la manipulación exitosa de sus relaciones [Busby, 1997]. Así, cualquier sustancia, cosa o persona puede revelarse en un contexto como masculino y en otros como femenino, dependiendo de cómo es activado. Por ejemplo, ciertos objetos como la flauta, son considerados como pene o seno, o como pene o matriz, dependiendo de cómo son activados en su contexto de uso [Fowler, 2004]. La noción de que el cuerpo esta compuesto de partes masculinas y partes femeninas le permite a Strathern conceptualizar a la persona melanesia como cross-sex. Para los melanesios entonces, el género de una persona no es estable ni obvio, y es por eso que depende de su performance [ibid.].

En el sur de India, donde predomina la permeabilidad, hombres y mujeres demuestran su género en casi todos los aspectos de la vida: tienen diferentes trabajos, diferentes responsabilidades, diferentes espacios de operación, etc. Sin embargo, consideran que estos diferentes desempeños salen de las sustancias corporales distintivas. Es decir, las personas tienen género a través de la presencia de sustancias sexuales: semen, sangre de matriz y leche de pecho, las cuales están indicadas por los genitales. De este modo, la identidad de género es inmanente al cuerpo. Sin embargo, las sustancias pueden ser socialmente manipuladas por lo que el género de cada persona no es completamente fijo sino que depende del control de las sustancias. Es decir que hombres y mujeres se distinguen por sus cuerpos pero también por la capacidad de procrear, lo que implica que ambos géneros quedan más claramente especificados a través de la relación marital [Busby, 1997]. Vemos entonces, que en muchas sociedades el género no es algo permanente, sino que es el resultado de estrategias sociales en acción.

La agencia de las cosas

Las ontologías relacionales como el animismo o perspectivismo, implican que seres no humanos pueden expresar agencia o ser agentes sociales de algún tipo. El hecho de que los objetos tienen agencia o son una fuente para la agencia ha provocado un considerable debate, especialmente desde la publicación de los trabajos de Bruno Latour [2007 (1991)] y de Alfred Gell [1998].El primero sostiene que objetos y sujetos –redefinidos en el concepto de “actantes”- tienen la misma incidencia en la constitución de la sociedad y en la producción de la agencia y por lo tanto no deben ser considerados por separado en el estudio de lo social. Por su parte, Gell introduce el concepto de “abducción de la agencia” a través de lo cual ciertos objetos –en especial los que denomina como artwork- pueden participar en las relaciones sociales. Ambos autores difieren, sin embargo, en la naturaleza y en la fuente de la agencia: mientras para Latour los actantes –cosas, palabras, ideas- tienen agencia, para Gell la agencia del objeto siempre se deriva del sujeto humano.

En su crítica a la modernidad, Latour sostiene que la reificación de la naturaleza y la sociedad como dominios ontológicos antitéticos es resultado de un proceso de purificación epistemológica. En la práctica, sin embargo, la ciencia moderna nunca ha podido cumplir con las normas del paradigma dualista. Por el contrario, la ciencia no ha hecho más que producir fenómenos y artefactos híbridos en los cuales los efectos materiales y las convenciones sociales se mezclan de manera inextricable [Descola, 2001]. A aquellos híbridos Latour les denomina “actantes”.

De acuerdo al autor, las agencias son aquellas que hacen algo, es decir, que inciden de alguna manera en un estado de cosas. En este sentido, si hay agencia debe haber una acción. La acción no es, para Latour, simplemente algo que hace alguien, sino “un nodo, un nudo y un conglomerado de muchos conjuntos sorprendentes de agencias” [2008: 70], lo que implica que en la acción entran en juego, no necesariamente un actor sino muchas entidades. “El actor, [entonces], no es la fuente de la acción sino el blanco móvil de una enorme cantidad de entidades que convergen hacia él” [2008: 73]. A este entramado le denomina Teoría del Actor-Red (TAR), misma que posteriormente será rebautizada como Ontología del Actante-Rizoma.

Ahora bien, a lo que realiza la acción, dice el autor, siempre se lo provee de alguna forma o figura, agregando que “es esencial comprender que existen muchas figuras [además] de las antropomórficas” [Latour, 2008: 83]. Es así que introduce el concepto de actante, los cuales pueden ser tanto ideomorfos, tecnomorfos, biomorfos, o la misma encarnación del actante en un individuo. En este sentido, si lo actores no son solamente humanos, entonces “cualquier cosa que modifica con su incidencia un estado de cosas es […] un actante” [ibid.: 106], y puede ser tan real como social y discursivo a la vez –un martillo que ”golpea” el clavo, un cuchillo que “corta” la carne, un canasto que “carga” las provisiones, una baranda que “evita” las caídas, un cronograma que “ordena” las actividades, un cerrojo que “cierra” la puerta, un financiamiento que “permite” investigar, etc. ¿Acaso esos verbos no designan acciones? [ibid.: 106]. ¿Será lo mismo, en todo caso, clavar un clavo sin un martillo, cortar la carne sin un cuchillo, cargar provisiones sin un canasto, ordenar las actividades sin un cronograma o investigar sin financiamiento? Seguramente que no.

Latour cuestiona que la agencia esté restringida solo a los humanos “con intenciones” –aunque al decirlo asume que la intencionalidad solo viene de aquellos. En su crítica a la sociología contemporánea, sostiene que “si la acción esta limitada a priori a lo que los humanos ‘con intenciones’ y ‘con significado’ hacen, es difícil ver cómo un martillo, un canasto, un cerrojo, [un cuchillo o una baranda] pudieran actuar”. Podrían existir, dice el autor, “en el dominio de las relaciones ‘materiales y causales’, pero no en el dominio ‘reflexivo y simbólico’ de las relaciones sociales”. En cambio, al definir al actante como cualquier cosa que modifica con su incidencia un estado de cosas, las preguntas que deben plantearse sobre cualquier agente son simplemente las siguientes: ¿Incide de algún modo en el curso de la acción de otro agente o no? ¿Hay alguna prueba que permita que alguien detecte esta incidencia?” [2008: 106].

Esto no significa por supuesto, que los actantes “determinen” la acción, es decir, que los canastos “causen” la búsqueda de provisiones o que los martillos “impongan” golpear el clavo (aunque a veces sí, por ejemplo cuando un financiamiento impulsa el desarrollo de una investigación). En este sentido, no les atribuye intencionalidad a los objetos aunque reconoce que “podrían existir muchos matices metafísicos entre la plena causalidad y la mera inexistencia”. Sin embargo, sostiene que “además de ‘determinar’ y servir como ‘telón de fondo de la acción humana’, las cosas podrían autorizar, permitir, dar los recursos, alentar, sugerir, influir, bloquear, hacer posible, prohibir, etc.” Aclara, a su vez, que ésta “no es la afirmación vacía de que son los objetos los que hacen las cosas ‘en lugar de’ los actores humanos: dice simplemente que ninguna ciencia de lo social puede iniciarse si no explora primero la cuestión de quién y qué participa en la acción, aunque signifique permitir que se incorporen elementos […] no humanos” [Latour, 2008: 107].

Esta teoría ha sido cuestionada en varios aspectos, en especial por tratarse de una teoría plana y deshumanizada. Al respecto, pide Latour no confundir a la TAR con “uno de los numerosos movimientos que han apelado a lo ‘concreto’ del individuo humano con su acción significativa, interactuante e intencional”. Sostiene que, inspirados en la fenomenología, estos movimientos no pueden “imaginar una metafísica en la que habría otras agencias reales que aquellos humanos con intenciones”. En una nota al pie agrega que los fenomenólogos enfatizan demasiado las fuentes humanas en relación con la capacidad de agencia”, aunque, “esto no significa que debamos privarnos del rico vocabulario descriptivo de la fenomenología, [sino] simplemente que tenemos que hacerlo extensivo a las entidades ‘no intencionales’” [Latour, 2008: 92-93]. En pocas palabras, al rechazar la distinción entre humano y no humano para explicar la agencia, deja de lado cualidades como la intencionalidad y la acción significativa.

En este punto, considero, por un lado, que efectivamente es extremadamente deshumanizado, al punto que, paradójicamente, parece dejar librada las acciones “al dominio de las relaciones ‘materiales y causales’”. O peor aun, se ha señalado que una fuerte reivindicación hacia la agencia de las cosas podría tener el peligroso efecto de socavar las responsabilidades humanas individuales y los derechos –piénsese, por ejemplo, si se culpara de la masacre de Columbine en la que un estudiante mató a varios de sus compañeros, a los videojuegos [Gardner, 2007 en Sillar, 2009: 368]. Por otro lado, al dejar de lado la intencionalidad por ser un atributo humano, está reconociendo justamente que la intencionalidad es un atributo humano, con lo que parece quedar encerrado en su propio círculo. 35 Si bien a lo largo de sus obras valora afirmativamente el trabajo de autores como Descola y Viveiros de Castro, en donde se describe la agencia de animales, plantas y espíritus [v. Latour, 2007; 2009; entre otros], parece no reconocer que en aquellas ontologías sí se le atribuyen cualidades humanas a las cosas. Esta ausencia de subjetividad podría parecer un problema, al menos para el antropólogo que busca reconocer la agencia que los indígenas le atribuyen a las entidades del cosmos la cual, definitivamente, no es igual para todos. Es decir, si, como vimos a lo largo de este capítulo, los grupos indígenas le atribuyen cualidades humanas, como la intencionalidad o la conciencia, a las cosas, entonces deberíamos al menos, considerar la posibilidad de que en esas cosas existe una condición de humanidad. Coincido en que la dicotomía de lo social y lo material es una ilusión moderna, y que por lo tanto las personas y las cosas deben ser tratadas como iguales. Este principio de simetría, sin embargo, resulta un poco deshumanizado para entender otras formas de clasificación (ver, por ejemplo, El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss).

Para la arqueología, en cambio, la cosa puede ser útil si planteamos tal simetría como punto de arranque y trasfondo teórico. En tal caso, y a diferencia del dualismo y la objetivación, “una epistemología monista [como la de Latour] destacaría el arraigo, la autorregulación y la autonomía local” [Descola y Pálsson, 2001: 13]. En otras palabras, al partir del principio de simetría, el concepto de actante nos permite ubicar a las personas, los lugares y las cosas al mismo nivel y compartiendo la misma ontología, lo que nos dará la posibilidad –a diferencia de otras teorías- de hablar de agencia sin necesidad de distinguir entre humanos y no humanos. En este sentido, entiendo que, cuando hablamos de agencia, no debemos asumir “de entrada” que ésta conlleva atributos tales como intencionalidad o conciencia. Sin embargo, no todo lo que para el arqueólogo es actante pudo ser agencia en el pasado. Aunque sí agentes potenciales. ¿Cómo discernir entre aquello que tuvo incidencia en un estado de cosas y aquello que no? Dado que la agencia existe en una relación asociativa con otras entidades, en un contexto y en un tiempo espacio particular, y encorporada en alguna forma o figura -materia, palabra, sustancia-, la potencialidad de la cosa debe ser activada a partir de, o en función de, determinados atributos que hicieron que fuera eso y no otra cosa la fuente de la agencia. En este sentido, creo que, si queremos hablar de agencia desde las ontologías relacionales, debemos estar abiertos a la posibilidad de que ciertos atributos de la condición humana pudieron estar implícitos de una u otra manera en la activación de la misma. En síntesis, considero que la Teoría del Actor Red (o del Actante Rizoma) de Latour provee un trasfondo teórico y punto de arranque sumamente apropiado para el estudio de la agencia de las cosas en el marco de un enfoque relacional. No obstante, para responder a la pregunta formulada líneas arriba será necesario ir más allá -o más acá-, y aproximarnos a la subjetividad de las cosas desde las propias realidades etnográficas.

A diferencia de Latour, la intencionalidad será uno de los aspectos básicos en el desarrollo del concepto de agencia que realiza Alfred Gell [1998]. Para este autor, no solo las personas humanas pueden ser agentes potenciales sino también los objetos que al estar insertos en una red de relaciones sociales pueden, en situaciones específicas, presentarse como agentes sociales por medio de lo que denomina abducción de la agencia. De este modo, Gell concibe a la agencia como relacional y dependiente del contexto y no como un término clasificatorio e independiente.

El autor restringe su análisis a los objetos de arte o artwork considerando a éstos no en sentido estético (aquello que es reconocido institucionalmente como arte) sino como entidades involucradas –formando y siendo formadas- en las relaciones sociales. Sin embargo, no discutirá a éstos como objetos sino como índice. El índice refiere a cualquier entidad (que el autor limita a lo material) a partir de la cual el observador puede hacer una inferencia causal de algún tipo. En este sentido, el índice permite una operación cognitiva particular que Gell identifica como la abducción de la agencia. El término abducción 36 proviene de la lógica y la semiótica e implicaría una “inducción al servicio de la explicación, en donde una nueva regla empírica es creada para hacer predecible algo que de otro modo sería misterioso” [Boyer, 1994 en Gell, 1998: 14]. Así, determinado índice puede motivar al observador a hacer determinada inferencia abductiva. De acuerdo al autor, la mínima definición de una situación ‘arte’ (visual) involucra la presencia de algún índice que lleva al observador a hacer una abducción que impregna a la cosa de intencionalidad. De este modo, la categoría de índices más relevantes, será aquella que permita abducir agencia, lo que excluye, según el autor, cualquier inferencia científica. El índice, entonces, es visto como el resultado y/o el instrumento de la agencia social [Gell, 1998: 15]. El razonamiento de Gell es el siguiente: un ‘signo natural’ como el humo no es visto como el resultado de una agencia social sino de una proceso natural, la combustión; pero si el humo es visto como el índice de ‘fuego prendido por agentes humanos’ entonces hay una abducción de la agencia y el humo se convierte en un índice artefactual [ibid.].

De acuerdo a Gell, se atribuye agencia a aquellas personas (o cosas) que inician una secuencia causal de un tipo particular. El agente, por lo tanto, es quien “hace que las cosas pasen” a su alrededor. Como resultado de este ejercicio de la agencia, ocurren ciertos eventos, los cuales no necesariamente responden a la intención inicial del agente. De este modo, los agentes inician acciones, estas acciones están causadas por ellos mismos, por sus intenciones (más allá del resultado final) y no por las leyes físicas del cosmos. Ahora bien, dice el autor, sabemos que las nociones “folk” de agencia, extraídas de las prácticas cotidianas y las formas discursivas, no necesariamente corresponden a las nociones de agencia filosóficamente defendibles. Esto es, que las “cosas” pueden ser también agentes sociales en situaciones particulares. La idea de agencia, dice el autor, “es un marco culturalmente prescripto para pensar acerca de la causalidad, cuando lo que ocurre, se supone, se debe a las intenciones previas de alguna persona-agente o cosa-agente”. Para Gell entonces, cualquier evento que, se cree, ocurre debido a una “intención” alojada en una persona o cosa y que inicia una secuencia causal, es una agencia [Gell, 1998: 17]. A partir de ello, establece una distinción que, sin embargo, parece alejarse de las nociones “folk” de agencia, ya que sostiene que “la palabra agencia sirve para discriminar entre ‘eventos’ [causados por leyes naturales] y ‘acciones’ [causadas por intenciones previas]”. A continuación, agrega que si bien se le suele atribuir intenciones a los animales y objetos materiales, éstas siempre son humanas, ya que para Gell, los objetos no son agentes auto-suficientes, sino solo agentes secundarios en asociación con agentes (humanos) específicos. Si bien la teoría filosófica de la agencia presupone la autonomía y auto-suficiencia del agente humano, para Gell los artefactos adquieren un tipo de agencia de segunda clase una vez que están inmersos en una red de relaciones sociales. No obstante, continúa el autor, dentro de esta textura relacional, los artefactos bien pueden ser tratados como agentes en una variedad de formas [Ibid.].

Gell distingue entonces entre “agentes primarios”, esto es, seres intencionales que se diferencian de las meras cosas y artefactos; y “agentes secundarios”, es decir cualquier tipo de artefacto u objeto a través de los cuales los agentes primarios distribuyen su agencia en su entorno causal (causal milieu) haciéndola efectiva. Sin embargo, aclara Gell, decir que los artefactos son agentes secundarios no significa que no sean agentes [ibid.: 20]. En síntesis, esta distinción, que parece demasiado categórica cuando el tema en cuestión es la agencia de los objetos, Gell la resuelve al introducir el concepto de “personeidad distribuida” (distributed personhood). Esta noción implica que todas las partes de la persona no están físicamente adheridas sino distribuidas en tiempo y espacio. Es decir, la persona no está solo donde su cuerpo está, sino en muchos lugares y tiempos simultáneamente [ibid.: 20, 106]. Al respecto, menciona el caso de las minas anti-personales. No podemos decir que éstas fueran “agentes de destrucción” sino “instrumentos de destrucción”, en cuanto que la responsabilidad moral del acto es del soldado que puso la mina, quien pudo haber actuado diferente, y no de la mina, la cual no podía evitar explotar una vez que la pisaran.

Ahora bien, la noción de “personeidad distribuida” permite pensar en el soldado y en la mina de una manera diferente, ya que el soldado no es solo un hombre sino un hombre con armas. Las armas del soldado son partes de él, aquellas que hacen de él un soldado. En este sentido, podemos pensar a las minas, más que como instrumentos, como componentes de un tipo particular de identidad social y agencia. Al hablar de los artefactos como agentes secundarios, Gell refiere al hecho de que el origen y la manifestación de la agencia tiene lugar en un medio consistente de artefactos (casual milieu), en donde los agentes “son” y no nada más “usan” los artefactos que los conecta con el mundo social. Las minas anti-personales no son agentes primarios que inician voluntariamente un suceso del cual son moralmente responsables, sino encarnaciones objetivas del poder o la capacidad de su deseo de uso. De acuerdo al autor, “la objetivación en la forma de artefactos es la manera en que la agencia se manifiesta y se realiza a sí misma vía la proliferación de fragmentos de agentes intencionales ‘primarios’ y sus formas artefactuales ‘secundarias’” [ibid.: 21].

La teoría antropológica de Gell, si bien con algunos cuestionamientos, resulta interesante en cuanto a la posibilidad de “subjetivar” a la agencia. No creo, sin embargo, que la intencionalidad sea una cualidad sine qua non de la agencia –ya fue discutido en secciones anteriores. Aunque sí considero interesante, y aplicable dentro de un marco interpretativo, el concepto de abducción de la agencia en cuyo contexto sí podría caber la intencionalidad y la subjetividad. Pongamos como ejemplo la interpretación chamánica. Según Viveiros de Castro, para el chamanismo amerindio, conocer es personificar, es decir, tomar el punto de vista de aquello que debe ser conocido. En este sentido, dice el autor, “la personificación o subjetivación chamánica reflejan una propensión a universalizar la ‘actitud intencional’” [Viveiros de Castro, 2004: 42]. Eso significa que “lejos de intentar reducir a cero la ‘intencionalidad ambiente’ a fin de llegar a una representación absolutamente objetiva del mundo”, como se haría desde el pensamiento occidental, por ejemplo, “[el chamán] toma la decisión opuesta: el conocimiento verdadero tiene como meta la revelación de un máximo de intencionalidad, a través de un proceso sistemático y deliberado de ‘abducción de la agencia’” [Ibid.]. Así, “una buena interpretación chamánica es aquella que consigue ver que cada acontecimiento es, en realidad, una acción, una expresión de estados o atributos intencionales de algún agente” [Ibid.: 44].

En arqueología la aplicación de este concepto es un poco más complicada. A diferencia de la libertad que nos ofrece la noción de actante para estudiar la agencia en arqueología en el marco de una ontología relacional, la idea de la abducción de la agencia resultará, en todo caso, un poco más especulativa, en tanto que implica la acción subjetiva de la cosa. Además, debemos tener en cuenta que ambos conceptos vienen de epistemologías diferentes. No obstante, creo que más que ser incompatibles puede llegar a ser conceptos complementarios. Si recordamos bien, el concepto de actante nos permitía ubicar a las personas, los lugares y las cosas al mismo nivel y compartiendo la misma ontología, lo que posibilitaba hablar de agencia sin tener que restringirnos a los “humanos”. Sin embargo, dado que no todo lo que para el arqueólogo es actante pudo ser agente en el pasado, es necesario dejar a un lado el universalismo y aproximarnos más a las ontologías indígenas. Es aquí donde la noción de abducción de la agencia puede ayudarnos a descifrar la subjetivación y la agencia de las cosas –o actantes- en los casos que estudiamos.

El poder de actuar: materialidad y personhood en las ontologías indígenas

Si la agencia refiere a la capacidad de actuar, esa “capacidad de actuar” es inmanente a una relación y por lo tanto la agencia referirá siempre a aquello que incide de alguna manera en un estado de cosas, debiendo ser esa incidencia significativa o percibida como tal por la persona o grupo en cuestión. Por supuesto, hay grados de agencia, es decir la incidencia en un estado de cosas puede ser total, mediana o mínima dependiendo del contexto-agente. ¿Cómo evaluar esa incidencia? ¿Cómo discernir, dentro de un entramado de actantes, aquello que afecta un estado de cosas? Para ello debemos primero evaluar el contexto ontológico en el que se dan esas relaciones.

Como hemos podido percibir en las páginas anteriores, en las ontologías animistas o perspectivistas “hay muchas formas de ser una cosa”, entendiendo que “cosa” refiere no solo a artefactos -objetos hechos por dioses y humanos, incluyendo imágenes, canciones, nombres y diseños-, sino también a objetos y fenómenos naturales [Santos-Granero, 2009a]. En este sentido, trataré el concepto de “cosa” desde la noción de actante, es decir, aquello que “está compuesto de propiedades de sujeto, propiedades de objeto, propiedades de discurso y propiedades existenciales” [Lash, 1999]. Las distintas formas de ser una cosa tendrán relación entonces con cuan acentuada esté cada propiedad en esa cosa. 37 A partir del estudio de los Yanesha, del Perú oriental, Santos-Granero, describe cómo estos grupos adscriben diferentes ontologías a las cosas. Así, por ejemplo, algunos objetos tienen personeidad debido a que se originaron por auto-transformación por lo que mantienen la subjetividad de lo que alguna vez fueron. Tal es el caso de antiguas divinidades o seres ancestrales quienes, en los tiempos míticos se transformaron en el sol, la luna, las estrellas, los lagos, las rocas o las montañas. La metamorfosis es también central en el origen de muchos objetos, los cuales, antes de que los dioses mitológicos los transformaran en instrumentos, minerales o formas del paisaje eran personas. Ciertos objetos se originaron por mimesis, esto es, como replicas de objetos o entidades de los cuales capturaban las poderosas subjetividades que se cría tenían los originales. Esto ocurría particularmente en los primeros años de contacto con los misioneros blancos de quienes replicaban objetos ligados a la liturgia cristiana. A su vez, hay objetos que fueron subjetivados a través del contacto directo con el alma o vitalidad de la persona que los posee. Esta subjetivación o animación (ensoulment) de las cosas ocurre frecuentemente con muchas posesiones personales las cuales se convierten en una extensión del cuerpo del poseedor. Finalmente, hay objetos simples, es decir, objetos que nunca fueron sujetos y que tienen pocas chances de ser subjetivados –aunque esta es siempre una posibilidad [Santos-Granero, 2009a; 2009b].

Esto último no solo ocurre con los objetos, ya que incluso puede haber seres animados que carecen de alma o de personeidad, siendo también una característica de las ontologías animistas o perspectivistas. Entre las plantas del huerto que cuidan las mujeres Ashuar, “un buen numero de plantas no tienen alma y existen de manera común bajo la especie de lo vegetal” [Descola, 1996: 272]. Para los yukaghirs de Siberia, por ejemplo, todas las cosas –humanos, animales y objetos inanimados- tienen ayibii, es decir, alma o esencia vital. Sin embargo, no todo lo que tiene alma es considerado persona, y tampoco el status de persona es adscrito de la misma manera a todos los seres animados [Willerslev, 2007]. Algunos de los rituales realizados en el área andina están compuestos de un conjunto de elementos –el sami o esencia de las hojas de coca, el apu o montaña, la ofrenda o coca, las illas o figurillas que actúan como intermediarios, y el fin del ritual que puede estar destinado al cultivo, al ganado o a la casa. Aunque todos estos elementos poseen energía vital o ánimo, cada uno ocupa diferentes posiciones en la jerarquía social de la entidades animadas [Sillar, 2009: 372]. Esto implica que, si bien todos los seres pueden estar subjetivados o disponer de cierta entidad anímica no todos tienen el mismo poder o la misma capacidad de actuar o de incidir. En este sentido, los objetos -o bien podríamos decir actantes-, difieren entre sí no solo por la forma en que se originaron o subjetivaron sino también por el grado de agencia y de animacidad que poseen. De este modo, si bien la ontología multinaturalista plantea que todos los seres difieren en términos de sus cuerpos, pero comparten una misma esencia vital o anímica, ésta sustancia integradora tampoco es tan genérica ¿Qué es lo que los hace diferentes?

Uno de los aspectos relevantes que hace diferentes a los seres existentes es la capacidad de comunicación. Para los Ashuar del alto Amazonas, por ejemplo, la mayor parte de las plantas, de los animales, de los astros y de los truenos son personas (aents) dotadas de un alma o esencia propia [wakan] y de una vida autónoma. Sin embargo, dice Descola, existen diversas modalidades según la cual estos grupos conciben la espiritualidad de aquellos. “En el seno de un vasto continuum”, señala el autor, “existen fronteras internas delimitadas por diferencias en las maneras de comunicar. Es según la posibilidad o imposibilidad que tienen de instaurar una relación de intercambio de mensajes que todos los seres de la naturaleza, inclusive los hombres, se encuentran repartidos en categorías” [Descola 1996: 138]. Para los Ashuar, esta capacidad de comunicación depende de la disponibilidad de wakan o alma así como de la fuerza o poder del wakan de cada especie. Por ejemplo, los astros son personas de comportamiento previsible pero sobre los que los humanos no pueden influir. En cambio, con los truenos hay un vínculo más estrecho ya que cada hombre esta provisto de un trueno personal cuya función es prevenirlo cuando está en peligro de muerte. Sin embargo, es un vínculo involuntario y no hay intercambio de información. Las relaciones que se entablan entre los humanos, los animales y las plantas son, en cambio, mucho más cercanas. 38 En estos casos la intersubjetividad se expresa mediante el discurso del alma a través de cantos mágicos (anents), los cuales se cree, tocan directamente el corazón de aquellos a quienes van dirigidos y están destinados a influir sobre el curso de las cosas [Descola, 1996]. Para los pueblos del área andina de Bolivia y Perú solamente los humanos tienen “alma”, pero tanto los humanos como otras entidades, entre ellas: la alpaca, el maíz, los illas (pequeñas figurillas) pueden tener “ánimo”, la energía vital que anima la vida. Para esta gente es el ánimo lo que ofrece el sentido vital para la percepción y la comunicación, no el alma. Al respecto, sostienen que es posible reconocer el alma separada del ánimo de una persona muerta debido a la incapacidad de la primera de percibir o interactuar con el vivo [Sillar, 2009: 369].

De acuerdo a la abundante etnografía amazónica, el aspecto comunicativo es crucial en la clasificación nativa de los seres existentes. Así, desde el punto de vista del nativo, entre los actantes más poderosos están aquellos capaces de entablar verdaderos diálogos con los seres humanos, en especial aquellos que pueden impartir conocimiento, y esto suele darse a través de sueños, de viajes espirituales o de encuentros sobrenaturales [Santos-Granero, 2009a]. Las canciones suelen ser un fuerte elemento comunicativo. Tal es el caso de los cantos mágicos o anents que los Ashuar utilizan para comunicarse y mantener relaciones armoniosas con los espíritus de las plantas y los animales. Las flautas de los Tukano y los tambores de los Wauja constituyen también claros ejemplos de objetos comunicativos. En los andes Centrales, beber chicha (bebida hecha de maíz fermentado) es una actividad comunal y se hace como forma de comunicación con los ancestros y con el resto del mundo animado [Sillar, 2009]. Si bien en la clasificación amazónica es la capacidad de comunicarse lo que convierte a las “cosas” en seres sociales, se trata de un principio no tan ajeno a otras etnografías. Entre los cochimís de Baja California Sur, por ejemplo, la comunicación con los muertos estaba presente en toda ceremonia. Las fuentes señalan la importancia del chamán y el papel específico y recurrente de ciertos elementos que formaban un conjunto coherente de implementos ceremoniales, imprescindibles para la comunicación con los ancestros. Entre éstos destacan la capa de cabello humano, la tabla ceremonial de madera, las figuras efigie, el bastón ceremonial y la pipa o chacuaco [Gutiérrez y Hyland, 2002]. Dado que la comunicación es subjetiva y su sentido inestable, el grado de subjetividad atribuido a esos objetos así como su significado estará siempre abierto a negociación y debate, lo que los hace elementos centrales para la integración social (en su sentido más extenso) y para la conformación de las identidades.

Ahora bien, así como no todos los actantes son agentes, no todos los agentes implican voluntad e intencionalidad. Mientras a algunos objetos se les atribuye la posesión de alguna esencia vital poderosa y autónoma, a otros se les acredita formas más débiles de subjetividad o incluso ninguna. En otras palabras, no todos los objetos son considerados animados o subjetivados de la misma manera. Estos estados de subjetividad dependen por lo general de la cantidad o calidad de la sustancia anímica que se cree poseen. Así, objetos que carecen de alma o que poseen algún tipo de sustancia anímica pero no en la cantidad o calidad suficiente para actuar por sí mismos requerirán de la intervención humana para activar esa agencia, por lo que podrían ser descritos como “agentes secundarios” [Santos-Granero, 2009a]. Dado que el agente no existe como entidad aislada sino como parte de una estructura estructurante y estructurada, no podemos identificar al mismo de antemano sino solo dentro de su red de relaciones y en sus propios parámetros ontológicos. De este modo, vemos que la agencia o las capacidades del ser –sea cual sea éste- solamente pueden ser activadas y/o reconocidas a través de la interacción con los demás.

Algunos objetos, por ejemplo, pueden no ser producto del trabajo humano sino de una agencia sobrenatural, por lo que encarnan los poderes y afectos de sus hacedores sobrenaturales. Éstos, sin embargo, deben ser activados a través de la intervención humana. Tal es el caso de las pipas de los Yanesha amazónicos, cuya subjetividad y poder generativo, derivado del dios creador, solo puede ser activado por medio de ofrendas de cerveza de mandioca, coca y tabaco [Santos Granero, 2009b]. Otros objetos de origen sobrenatural, como las piedras de curación de los Runa, poseen alma autónoma y por tanto intencionalidad y agencia; no obstante su subjetividad logra una completa expresión solo cuando es activada por el chamán. De este modo, solo cuando el chamán consigue entablar una amistad con una piedra particular, ésta se convierte en ayudante activo del chamán dentro del contexto de las sesiones de curación [ibid. 2009a]. El objeto, entonces, se vuelve subjetivado a partir de la apropiación de una agencia preexistente. En estos casos el trasfondo mitológico es una vía fundamental para aproximarse a la “biografía” de los objetos.

Por otro lado, puede haber objetos que carecen de sustancia anímica autónoma pero que han sido subjetivados a través del contacto personal. Aquí, la subjetivación se produce en la forma de una gradual difusión de la sustancia anímica del poseedor a sus posesiones más personales, lo que las convierte en parte de su propio cuerpo. Esta parece ser una noción muy extendida en las ontologías indígenas, y se asocia al proceso de des-subjetivación de las cosas, esto es, de la destrucción o entierro de las posesiones personales cuando la persona muere. Si esto no ocurre, el alma de la persona muerta podría perdurar en los objetos que fueron parte constitutiva de su ser con el peligro de aparecerse a los vivos y llevar sus almas. Estas formas de des-subjetivación no refieren a otra cosa más que a volver objeto al sujeto, es decir, a convertir al objeto “subjetivado” en una cosa inanimada. Tales operaciones pueden darse también cuando objetos personales o con poder ritual van a ser transferidos a otra persona. En estas situaciones los objetos son desprovistos de su subjetividad para prevenir que sea utilizado en contra del dador o bien para evitar dañar a quien lo recibe. De no ser así el nuevo poseedor podría resultar perjudicado. Así, por ejemplo, antes de pasar los tubos de tabaco u otros artefactos chamánicos a otra persona, los Yanesha los someten a un proceso de limpieza; e incluso algunos objetos pueden ser mutilados antes de ponerlos en circulación [Santos-Granero, 2009a]. De este modo, vemos que, en términos de personhood, los limites de la persona no están fijos en el cuerpo ya que, sea por contacto o por apropiación, ciertos objetos personales se convertirán en parte de su cuerpo –lo que Fowler denomina “persona partible”, y Gell, aunque desde otro enfoque, “persona distribuida”. En este sentido, podría decirse que los cuerpos son relacionales y la subjetividad comunal.

Otras maneras de objetivar al sujeto, es decir, de materializar una subjetividad apuntan a la producción de un objeto “como” sujeto. Esto puede darse, por ejemplo, a través de la destreza manual. Así, la producción directa de artefactos, y por lo tanto la materialización de las dimensiones subjetivas de sus hacedores, puede asumir la forma de una encarnación material de intencionalidades no materiales. En estos casos, los artefactos constituyen la expresión objetiva del conocimiento, las habilidades y los afectos de quienes los hicieron, compartiendo así su subjetividad. Esta noción se expresa en algunos grupos amazónicos en términos de filiación o parentesco. Así, por ejemplo, los cashinahua describen el proceso de fabricación de los bebes y de los artefactos en términos similares. En estos grupos, ciertas imágenes –como la pintura facial- constituyen la “memoria cristalizada” de las personas que las hicieron, así como la red invisible que vincula a sus productores con otros seres humanos y no humanos [Lagrou, 2009].

Otra manera de objetivar una subjetividad está vinculada a la esfera de la acción ritual e involucra procesos de objetivación o materialización de la subjetividad sobrenatural. Aquí, a diferencia del anterior, el objeto producido es “simultáneamente” un sujeto. Esto ocurre especialmente en contextos chamánicos, cuando determinadas subjetividades son convertidas en materialidades tangibles. Los nativos amazónicos, por ejemplo, suelen concebir a los dardos chamánicos como deseos frustrados transformados por los chamanes en objetos dañinos. En este sentido, la fabricación de ciertos objetos rituales es vista como una forma de materializar las subjetividades sobrenaturales, produciendo así una “materialización de lo oculto”. Este proceso suele estar rodeado de gran confidencialidad e involucrar prácticas ascéticas como el ayuno, la vigilia y la abstinencia sexual, además de numerosas precauciones sobrenaturales. En algunos casos, se cree que los artefactos materializados de esta forma poseen un alma autónoma y una agencia poderosa [Santos-Granero, 2009a; Hill, 2009].

Los cantos chamánicos son sin lugar a dudas un elemento articulador y condensador de las subjetividades que pueblan el cosmos. Para los Wakuénai de Venezuela, el canto chamánico es un proceso musical y coreográfico que permite viajar desde el mundo de los vivos hasta la casa de los muertos, así como recuperar el alma perdida de una persona enferma o del moribundo. En estos grupos, el ritual chamánico moviliza una combinación de sonidos musicales y acciones corporales para transformar relaciones subjetivas tales como el miedo a la muerte, la enfermedad, la mala suerte, el conflicto o la ira, en materialidades sensibles, audibles, visibles y tangibles. Así, por ejemplo, al soplar el humo del tabaco sobre la cabeza del paciente, el chamán hace que el sonido de exhalación se haga visible en la forma de nube de humo que además puede ser olida e incluso tocada. En este sentido, las canciones chamánicas “materializan lo oculto” [Hill, 2009]. Entre los cashinahua, por otro lado, el poder esta relacionado a la capacidad de transformación, una capacidad dotada por seres espirituales denominados yuxin. Los yuxin son seres en búsqueda de forma y por tanto son capaces de producir imágenes animadas en la gente. Se trata de imágenes poderosas ya que pueden causar cambios en la forma del cuerpo llegando incluso a adoptar otros cuerpos, lo que ocurre en algunos casos de enfermedad y especialmente en la muerte. La transformación de los cuerpos es también central en los ritos de paso cashinahua, en los cuales los cuerpos son pintados, modelados y endurecidos, es decir, son “fabricados”. Los diseños entonces juegan un rol central y activo en el proceso de transformación visual y corporal, en tanto que son concebidos como “el lenguaje de los yuxin” [Lagrou, 2009].

De acuerdo a los ejemplos citados podemos ver, en términos muy generales, la concepción indígena de un mundo en el que si bien no todos los seres que lo habitan son humanos, muchos de ellos son personas. Estas personas, sin embargo, no se diferencian solamente entre “personas humanas” y “personas no-humanas”, sino también en términos de la calidad o cantidad de sustancia anímica que poseen y de la capacidad de agencia que cada entidad tiene. De este modo, para entender ciertos aspectos asimétricos inherentes a las nociones perspectivistas es necesario centrarse en las capacidades sensoriales que los nativos le asignan a la constitución anímica y corporal de los diferentes tipos de personas [Santos-Granero, 2009b].

A continuación presentaré algunos datos recabados de la etnografía Seri del centro-oeste de sonora, que considero clave con relación a lo que acabamos de ver. Con ello busco contextualizar al lector acerca del marco ontológico en el que se daban algunas de las prácticas cotidianas y rituales poniendo especial hincapié en el papel desempeñado por los objetos involucrados, así como en los relatos, en los mitos y fundamentalmente en las capacidades que los nativos le asignan a las cosas en cada contexto particular. En síntesis, buscaré entender la “agencia de las cosas” dentro de parámetros ontológicos potencialmente más cercanos a mi caso de estudio.

Algunas consideraciones seris

Al comienzo no había tierra ni vida. Hant Caai, “aquel que hizo la tierra”, creó a algunos animales terrestres y marinos y les pidió que trajeran un poco de arena del fondo del mar. Luego de que varios animales lo intentaron sin éxito le llegó el turno a la gran caguama (Chelonia mydas), 39 quien trajo un poco de arena en sus aletas con lo que Hant Caai creó la tierra. Como la tierra recién creada estaba húmeda, la mandó quemar para que se secase más rápido. Luego, Hant Caai hizo crecer el primer árbol, que fue el torote prieto (Bursera hindsiana), y luego al hombre y a la mujer que eran gigantes. Los seris distinguen dos tipos de gigantes: los Hant ihiyaxi comcáac “la gente del borde del mundo”, de los que saben muy poco, y los Xica coosyatom “los que cantan las cosas” de los cuales descienden. Dado que la tierra era plana, y por tanto no había montañas ni dunas de arena, era común que ocurrieran inundaciones. Para evitar estas catástrofes Hant Caai entonó un canto para que se formaran las montañas, los cerros y las dunas. La última fue una gran inundación que llegó a cubrir hasta la montaña más alta por lo que desaparecieron todos los gigantes convirtiéndose éstos en rocas, plantas y animales como la biznaga (Ferrocactus wislizenii), el cirio (Fouquieria columnaris), o el coyote. Otras versiones indican que los gigantes murieron por apostar demasiado en el juego, o que algunos se fueron casando con los seris. Luego del paso de los gigantes, apareció un nuevo personaje, Hant Hasoóma, “aquel que da sombra a la tierra”, quien era un ser pequeño, gordo y sucio, y de quien se dice creó al primer seri, además de ser señalado como el principal espíritu del desierto y dueño de todos los animales salvajes [Felger y Moser, 1985: 100-102].

Como muchos otros aspectos de la cultura seri, existen diferentes versiones del mito de origen. El que acabamos de leer, está basado en parte en las notas de campo de Edward Moser, quien pasó más de veinte años entre los seris, y presenta los elementos más comunes de la mitología de origen [Felger y Moser, 1985]. Esto nos ayudará a aproximarnos al contexto ontológico primordial que estructura y es estructurado por la subjetividad de las cosas, lo que a su vez será una guía para entender no solo el grado de vitalidad y de agencia de las “cosas” que participan en cada contexto particular, sino también la capacidad que las mismas tienen de incidir en el mundo de la vida seri.

Para los seris, cualquier entidad viva es definida con la categoría quiisax, “tener vida”, término que se deriva del sustantivo ihiisax, que literalmente significa “su aliento”. Ihiisax, por tanto, es el término con el que designan a todas las potencias espirituales que habitan el mundo seri, así como al espíritu o aliento que habita en cada ser humano. Estas potencias espirituales son concebidas como conciencias individuales similares a las de los humanos, que carecen de corporalidad tangible pero que poseen de igual modo la capacidad de afectar su entorno. Sin embargo, el impacto de los espíritus en los fenómenos del mundo es radicalmente distinto al de los humanos, lo que ha llevado a los seris a intentar controlar dicha capacidad, a la que nombran como “poder espiritual”. La obtención y control de este poder espiritual –esto es, de la capacidad de los espíritus de afectar los fenómenos del mundo- es explicado por los seris como la utilización de un recurso más dentro de los existentes en su medio ambiente. En este sentido, el poder es algo ya dado que debe ser inducido dentro de contextos específicos. De acuerdo a Hine, las referencias al mundo espiritual están ricamente enlazadas al mundo profano. Así, dice el autor, la analogía favorita relativa a la búsqueda de visiones es la de “comprar objetos en una tienda” [Hine 2000: 593]. En ambos casos, adquirir el producto más valioso requiere realizar el mayor esfuerzo. En otras palabras, para poder hacer uso de ese recurso espiritual, aquellos que lo deseen, deben pasar por un proceso ritual que denominan Heecot coom, y que refiere a la búsqueda de poder espiritual [Rentaría, 2006; Hine, 2000]. Para los seris, cualquier cosa que exista u ocurra, sea material o inmaterial es susceptible de ser articulada a otra, independientemente del dominio existencial de la cosa, lo que acarreará una afectación en el estado original. Para los seris, entonces, “todo acontecimiento comunica algo”, por lo que el objetivo central de una búsqueda de poder es “funcional y lingüístico”. Es decir, no se trata de poseer la vida o el ánimo de un fenómeno -su genio-, sino de obtener una capacidad articuladora a través de la cual incidir y manipular las distintas potencias que coexisten en el universo [Hine, 2000: 593, 594].

La búsqueda de poder espiritual o Heecot coom era una práctica altamente individual. En el pasado era considerada una parte necesaria en la educación seri y cualquier hombre o mujer soltero/a podía realizarlo, aunque no todos lo intentaban y no todos tenían éxito. Por ser una práctica individual, cada ritual era único en si mismo ya que único era el espíritu que crearía el vinculo con el aspirante, no obstante existían ciertos lineamientos que habían de seguirse, y básicamente requería aislarse del campamento, evitar el contacto sexual y permanecer en ayunas durante cuatro días. Esta búsqueda podía realizarse únicamente durante la adolescencia aunque solo con la adultez los poderes adquiridos tomarían el suficiente grado de madurez y eficacia para ser socialmente reconocidos. La búsqueda de poder podía realizarse dentro de un círculo de piedras en la cima de una montaña, en una cueva o en una ramada en la orilla del mar. Sin embargo, el lugar por excelencia eran las cuevas, algunas de las cuales eran “conocidas por sus poderes milagrosos” [Griffen, 1959; Bowen y Moser, 1970]. Más adelante profundizaré sobre el tema de las cuevas. Finalmente, si el iniciado tenía éxito, “el espíritu que se contactaba con el iniciado le enseñaba la canción. La primera canción que se aprendía era la más importante ya que era la que se debía cantar para invocar al espíritu en el futuro” [Bowen y Moser, 1970: 195]. De este modo, los cantos que se recibían de los espíritus constituirían la herramienta fundamental por medio de la cual el Haaco cama 40 lograría articular las potencias espirituales [Renteria, 2006].

Como se desprende de lo revisado en el apartado anterior, uno de los aspectos relevantes en términos de integración y socialización de las “cosas” o actantes es la capacidad de comunicación. Los cantos seris constituyen en ese sentido, un claro ejemplo de “objetos” comunicativos. Si bien se han identificado diferentes géneros de canciones, probablemente la mayoría de ellas tenían una connotación religiosa o espiritual, y estaban por ello asociadas a lo peligroso (hacátol: peligroso) [Bowen y Moser, 1970: 195]. Estrictamente hablando, dicen Bowen y Moser [1970], estos cantos no eran realmente cantos sino habla. Para los seris, el lenguaje de los espíritus está compuesto de palabras y melodía siendo estos dos aspectos inseparables. Por lo tanto, los cantos seris no eran meras palabras unidas a una melodía, 41 sino que constituían un todo indivisible que eran revelados por los espíritus a los iniciados.

Entre los diferentes géneros están: los cantos de los gigantes (Icóosyat), las cuales construían una narrativa en torno a la vida de los gigantes que antecedieron a los seris; los cantos de victoria (Iquimóoni), que eran transmitidos por el espíritu del enemigo muerto al guerrero vencedor y, para que el espíritu no le hiciera daño, debían cantarse cuatro veces mientras danzaban alrededor de la cabellera y de las posesiones personales del muerto; los cantos de luto (Icóoha) eran cantados para despedir al muerto mientras era sepultado; los cantos con peligro (Hacátol coicóos) eran aquellos que resultaban de la búsqueda de poder espiritual aunque también podían provenir de un sueño. Estos cantos, que eran transmitidos por los espíritus a los iniciados, le otorgaban a éste conocimiento y habilidades especiales para curar, para calmar al mar embravecido, para tener suerte en el juego o en la caza, para evitar el peligro que podía causar el espíritu del enemigo muerto, para maldecir a alguien, para evitar que el espíritu de la tortuga de siete filos 42 recién capturada afectara al pescador, entre otras muchas cosas. Los cantos de la naturaleza (Xepe an coicóos, hehe an coicóos) eran muchas veces obtenidos por medio de un proceso ritual por lo que formarían parte de los Hacátol coicóos o cantos con peligro y se cantaban para invocar los poderes del espíritu de la planta, de un animal, del desierto o del mar. Así por ejemplo, los cantos de tiburones proveían bravura, los de ballena resistencia al trabajo pesado, los de tortugas marinas suerte en su captura, los de pelicanos vista penetrante, etc [Griffen, 1959: 16-17; Bowen y Moser, 1970: 192-197; Astorga et.al, 1998: 501-503]. Las zaaj ihahóosit eran otro tipo de cantos que los haaco cama cantaban a las cuevas para que éstas se abrieran y dieran salida a los espíritus [Astorga et.al, 1998: 504]. Cada canción pertenecía así a un haaco cama particular en tanto que la iniciación o búsqueda de poder espiritual era una actividad altamente individual [Griffen, 1959; Felger y Moser, 1985].

La música, especialmente la vocal, sigue constituyendo para los seris una parte fundamental de su vida cotidiana no solo como pasatiempo sino también y sobre todo como mecanismo de integración social y de formación de identidades. Sin embargo, como hemos visto, no solo los ziix quiisax (humanos) cantan. El siguiente canto proviene de una pequeña raíz que duerme durante las sequias en el subsuelo del desierto. Cuando llegan las lluvias, esta raíz, llamada Xoyat florece en tonos amarillos. Las flores azules a las que Xoyat se refiere son de otra raíz llamada mahyan. El canto

fue recopilado por Felger y Moser [1985: 279].

Hehe yapxöt coil ano hamíticol

Hehe yapxöt coil ano hamíticol

Ano hamíticol

Yapxöt coox Cali iti yomásol

Hai he tap xoonoj

Estamos entre las flores azules

Estamos entre las flores azules

Estamos entre ellas

El lago seco está amarillo de flores

El viento nos toca y ronca suavemente

Para los seris, entonces, cualquier cosa que tenga aliento (ihiisax) puede comunicarse a través de los cantos [Rentería, 2006]. Y, como dice Hine, “muchos de los cantos están en la persona de animales, objetos o lugares” [Hine, 2000: 589]. Así, creados a partir del habla de los espíritus, los cantos tradicionales seris constituyen un claro ejemplo de materialización de lo oculto, esto es, del poder espiritual en tanto recurso existente.

Hine sostiene que dentro del esquema establecido con relación a la manipulación del poder existe por lo general una posición intermedia entre quien lo practica y sus efectos. Este intermediario suele ser el centro de atención del practicante –el iniciado o el Haaco cama- y frecuentemente la fuente de sus percepciones. Las pequeñas figurillas talladas en madera, llamadas icocmolca, son importantes intermediarias en las transacciones espirituales [Hine, 2000: 596]. Con relación a esto último prefiero seguir a Latour para hablar no de “intermediarios” –en tanto vehículo- sino de “mediadores” –en tanto traductor 43 con capacidad de incidir en el estado de cosas [Latour, 2008: 60-67]. En este caso, los icocmolca pueden constituir otro ejemplo de objetivación o materialización del poder espiritual. Los icocmolca, como se dijo, son pequeñas figurillas talladas en madera, generalmente torote prieto, 44 que eran fundamentales para los rituales de curación. Estas figurillas eran creadas dentro del proceso de búsqueda de poder espiritual y “muchos de ellos representan a los Ziix Heecot cmique o ‘cosa-desierto-hombre’ [es decir, a los espíritus del desierto] que son poseídos por el chamán” [Moser y White, 1968: 151]. De acuerdo a Moser y White, la persona que confeccionaba estas figurillas:

“ obtiene su espíritu en una cueva donde recibe las visiones después de haber ayunado cuatro días. En la cuarta noche de búsqueda, cuando la persona recibe la visión, ve a varios espíritus salir de las paredes de la cueva. Ellos están elegantemente vestidos y se acercan flotando en el aire. Algunos de ellos tienen una sola pierna [o cola]. Se dice que algunos espíritus entran al cuerpo del iniciado y se quedan allí hasta su muerte. Mientras vive, el chamán controla a los espíritus y los usa para curar, proteger o maldecir a otra gente” [Moser y White, 1968: 151].

De acuerdo a Griffen, los espíritus que se le aparecen al iniciado:

“ son como gente pequeña, hablan y caminan como la gente y siempre salen cantando de la cueva. Ellos enseñan el arte de curar –uno representa al enfermo mientras otro realiza el tratamiento de cura– y el aspirante aprende inmediatamente de su ejemplo. Ellos también le enseñan canciones necesarias para curar” [Griffen, 1959: 51].

Hine [2000: 596] nos ofrece un comentario interesante acerca de la agencia de estos objetos, al sostener que los icocmolca “no son solo instrumentos para algún propósito específico sino comunicadores de información para y desde el iniciado”. Son, en este sentido, “asistentes, aunque del tipo auto-motivado, ayudantes, o más propiamente colegas”. Esta afirmación nos lleva a ver a estas figurillas como un tipo de objeto cuya intencionalidad y agencia debe ser activada por el humano a partir de lo que Santos-Granero llama apropiación de una agencia preexistente.

El proceso de búsqueda de poder espiritual, o Heecot coom, que realizaban los seris involucraba no solo cantos sino también una serie de artefactos. 45 Entre éstos destacan la flauta (Xapix an ikóos) hecha con caña; los silbatos, hechos en cerámica o piedra; y los zumbadores (hacaaix), hechos en palo fierro y unidos con tendón de venado. Estos instrumentos de viento no solo tenían la capacidad de invocar a los espíritus sino que además le permitían al iniciado ver el mundo en el cual habitaban. Interesa resaltar aquí el hecho de que para los seris el sonido producido por el aire en movimiento (el viento), incluyendo la voz y los instrumentos musicales, puede poseer connotaciones espirituales -baste recordar el significado literal de la palabra ihiisax: “su aliento”. Así, por ejemplo, cuando el zumbador era girado rápidamente en círculos, el aire a su alrededor producía una particular voz, similar a aquella que caracteriza lo que los seris llaman el sonido del viento, un murmullo grave y distante producido por los espíritus que lo habitan. 46 De acuerdo a las anotaciones de Williams Smith recuperadas por Renteria, el zumbador debía ser girado cuatro veces ya que, para invocar a los espíritus, “cuatro voces tendrían que haber sido enunciadas” [Smith, 1949 en Renteria, 2006: 153]. Otra forma de canalizar el aire eran los silbidos, y en este sentido, el sentimiento general era que los adultos no debían silbar ya que esa era la forma en que se comunicaban los espíritus de la muerte y otros espíritus dañinos. Los niños tampoco debían silbar en la noche ni en el campamento, aunque sí lo podían hacer en el desierto [Bowen y Moser, 1970: 186]. La fuerte relación entre el viento y los espíritus puede verse también en las prácticas de curación. El principal método que utilizaba el Haaco cama para curar casi cualquier enfermedad consistía en frotar entre sus manos un ramo de torote prieto (Bursera microphylla) o de lavanda del desierto (Hyptis), y luego, sosteniendo el ramo frente a su boca, soplar su aliento hacia la parte del cuerpo del paciente que estaba enferma [Smith, 1947 en Renteria, 2006: 157].

Probablemente, ese suave murmullo en el desierto o incluso el silbido por las noches fuera “evidencia tangible” de la presencia de las potencias espirituales que habitan el mundo seri. En cambio, los cantos recibidos de los espíritus constituyen claramente la presencia de aquellos, ya que, al ser considerados como el habla de los espíritus, los cantos, en tanto objetos, son “simultáneamente” sujetos. Los sonidos hechos con los aerófonos para invocar a los espíritus implicarían una forma más de comunicación al intentar llamarlos en la misma lengua; mientras que el soplo de su aliento que el Haaco cama hace sobre el paciente constituiría la articulación de los recursos espirituales existentes en el medio con el fin de restablecer la salud del paciente. Ahora bien, no todas estas formas en las que se manifiesta el aire en movimiento (murmullo, silbido, canto, zumbido, soplo) tienen el mismo grado de autonomía y agencia. Sin embargo, todas son diferentes formas de objetivación de aquello ya dado, es decir, de ese recurso ya existente. De todos ellos, los cantos aparecen como los artefactos más poderosos. Sin embargo, aunque surgidos de una agencia sobrenatural, deben ser activados por el Haaco caama, lo que los ubicaría en la forma de agente secundario.

Otra manera en la que los actantes adquieren intencionalidad es a través del contacto personal. Entre los seris, la acumulación de bienes era una actitud inmediatamente juzgada como egoísta y mezquina. Al respecto, existía un conjunto de restricciones y obligaciones sociales entre las que sobresalía la necesidad de compartir bienes materiales o comida. Incluso, en los populares juegos de apuestas, aquel que se retiraba del juego luego de haber obtenido grandes ganancias era muy mal visto. No obstante, y a pesar de ello, poseían bienes personales vinculados principalmente con las tareas de la vida cotidiana de cada miembro del grupo. En determinados contextos en los que podía haber algún peligro sobrenatural tales posesiones era susceptibles de ser contaminadas [Griffen, 1959: 42; Felger y Moser, 1985: 6].

En estos contextos, que correspondían principalmente a las fiestas de pubertad y a los entierros, se ponía en marcha el sistema ámak. La figura del ámak ocupaba un lugar fundamental en la perpetuación del sistema de reciprocidades rituales, las cuales estaban encaminadas a la purificación de aquellos bienes que hubieran sido contaminados por las peligrosas potencias espirituales allí presentes. De este modo, el acento principal de las funciones del ámak era lidiar con los peligros inherentes a la presencia de los espíritus malignos. Así, cuando alguien moría, la persona ámak destinada para enterrar al muerto, pintaba sus manos en blanco o negro para evitar el peligro que implicaba manipular el cuerpo. Las posesiones más preciadas del difunto eran enterradas con él, mientras que su casa y su balsa eran quemadas, tareas que debía llevar a cabo el ámak. Las posesiones restantes se convertían en propiedad del ámak quien a cambio estaba obligado a dar un equivalente a la familia del difunto. Este intercambio eliminaba el poder espiritual que, se decía, contaminaba las posesiones del difunto desde el momento de su muerte [Griffen, 1959; Felger y Moser, 1985].

De este modo, la “contaminación” o subjetivación negativa de las posesiones del difunto se producía “desde el momento de la muerte”, lo que supone que las mismas “ya eran parte del cuerpo de la persona” antes de que ésta muriera. Para evitar el daño que estas posesiones, ahora contaminadas, pudieran producir a otros era necesaria la intermediación de la figura del ámak quien, al enterrar, quemar o intercambiar las posesiones, lograba la des-subjetivación de esa espiritualidad peligrosa. Algo similar ocurría al regreso de algún enfrentamiento con el enemigo. En este contexto, el botín que el vencedor había tomado del enemigo muerto era entregado a su respectivo ámak para protegerse de los peligrosos poderes sobrenaturales que estos objetos poseían. El ámak a su vez, le devolvía otros bienes “seguros” en compensación por los objetos del botín [Griffen, 1959: 43]. Al mismo tiempo, los seris entonaban cantos de victoria (iquimóoni) mientras danzaban alrededor de las prendas del enemigo muerto para evitar que su espíritu persiguiera y dañara a su asesino [Astorga et.al., 1998]. Aquí también, tanto el sistema ámak como los cantos y danzas de la victoria buscaban des-subjetivar las pertenencias del enemigo muerto.

En el caso de las fiestas de pubertad de las niñas, que continúan realizándose en la actualidad, el ámak se encarga de todos los preparativos incluyendo la alimentación, el vestido y la pintura facial de la niña. La familia de ésta no participa directamente de ningún gasto o actividad organizativa aunque le son requeridos una serie de restricciones que también aplican para el ámak y su familia. Éstas tienen por objetivo evitar la contaminación espiritual que la niña o cualquiera cercano a ella pudiera provocar en el grupo. En este sentido, la niña y los allegados a ella deben alimentarse de comida preparada en un fuego especial evitando comer de aquel del que comen el resto de los invitados. Asimismo, debe evitar comer carne o cualquier alimento que contenga sangre, ya que podría causar incluso la muerte de alguien. Sin embargo, entre las restricciones existentes, la más importante es evitar que la niña se duerma en los momentos en que la celebración se está realizando ya que existe la creencia de que “las cosas malas que sueñe se harán realidad” [Renteria, 2006]. En este contexto transicional, las potencias espirituales peligrosas están latentes por lo que la tarea del ámak será evitar que las mismas se objetiven. En otras palabras, lo oculto no debe materializarse.

Quisiera volver al principio de la mediación (intermediación en palabras de Hine). Dado que en el mundo seri el poder es un recurso ya dado y no una estrategia o una herramienta, el poder no es producido sino inducido dentro de contextos particulares. En la comunicación con el mundo espiritual seri existen una variedad de signos y objetos que fungen como mediadores y a través de los cuales logran inducir el poder espiritual existente. Entre las actividades más recurrentes para encauzar dicho poder disponible está el trazo de ciertos símbolos sobre las entidades pertinentes. Bowen y Moser [1968: 110] sugieren que las líneas en zigzag y los círculos, junto con las cruces, son de los más representados y pueden derivar de los patrones de luces experimentados en una búsqueda de visiones durante las primeras fases del Heecot coom. Así, la presencia de líneas en zigzag, círculos y cruces estarían indicando poder espiritual. Estas marcas, junto con sus variaciones [líneas onduladas, arcos y puntos] han sido registradas por otros estudiosos de los seris [Hine, 2000]. Es posible encontrar esos mismos patrones de luz pintados en el caparazón de una tortuga laúd, en los icocmolca, en la cerámica, en la cestería, y en la pintura facial y corporal. Así, luego de que el espíritu de una olla se comunica con quien la hizo, éste le pintará tales signos y la pondrá a su servicio como su “fetiche personal” o icocmolca [Bowen y Moser, 1968: 110]. En las figurillas talladas en madera, también se pintaban trazos asociados a la manipulación del poder espiritual, y al parecer existía una amplia gama de temas, estilos y significados personales conocidos tan solo por aquel que lo había tallado [Renteria, 2006: 113]. Cuando se capturaba una tortuga laúd o de siete filos se celebraba una fiesta para evitar la mala suerte, para lo cual se pintaban líneas en zigzag y puntos en su caparazón; si ésta moría se comían su carne y se limpiaban y pintaban sus huesos con los mismos diseños. La presencia de estos diseños en los huesos y otras partes de ciertos animales grandes, como la caguama de siete filos o el venado, indicaba una suerte de acuerdo o control sobre sus poderosos espíritus [Moser y White, 1968: 111]. Según Xavier [1945/46: 19], algunos diseños –que no describe- eran pintados sobre el rostro para protegerse de ciertos peligros como “los malos sueños, o la ‘gente pequeña’ que vive en las montañas y cuyas flechas invisibles causan enfermedad y dolor”. De igual modo, hay diseños curativos como la realización de un cuadrado en cada mejilla de un niño para calmar el insomnio y el llanto [ibid.]. Otros diseños prescriptos por el haaco cama a una mujer para asegurar la buena salud de su futuro niño corresponde a una cruz y dos líneas horizontales en la parte alta de cada pecho; a su vez, pintar una cruz sobre el área afectada de un paciente le aliviará el dolor [Moser y White, 1968: 145]. Para tratar con el poderoso espíritu del cactus senita, una persona puede pintar cruces de pintura mezclada con el jugo del cactus para evitar una enfermedad, ya que su Icor, el espíritu de la planta, es extremadamente poderoso [Felger y Moser, 1985: 273]. Al regresar de alguna batalla se pintaban puntos blancos en la frente de los participantes de la danza de la victoria con lo que quedaban listos para la posesión espiritual [Griffen, 1959: 49].

Al parecer, el lugar donde era realizado el trazo era tan importante como el trazo mismo. De acuerdo a Hine, el signo era ubicado en el lugar donde se esperaba que ocurriera algo, con lo que el sentido del lugar tenía una importancia fundamental en el desempeño de la manipulación del poder espiritual. Los ejemplos ilustran cómo la aplicación de ciertos signos en un objeto o en una parte del cuerpo buscaba controlar un espíritu existente en dichas entidades o bien atraer a un espíritu no presente. Otro ejemplo nos lo da Santo Blanco, uno de los informantes de los Coolidges, quien decía que “una cueva sagrada era abierta por el espíritu que pintaba una cruz en la cara de la roca” [Coolidges, 1939 en Hine, 2000: 595]. Recordemos a Kroeber [1931: 13] cuando, al referirse a la iniciación chamánica que tenía lugar en “una cueva en la montaña”, dice que el iniciado “pintaba un signo o marca en la pared para que se abriera y él entrara. El espíritu de adentro […], puede ayudarlo o no, si lo hace, golpea al hombre y entra en su cuerpo. A través de ello el chaman puede curar”. Esto me introduce en la importante participación de las cuevas en el terreno de la comunicación espiritual.

Como decía mas arriba, la búsqueda del poder espiritual podía realizarse en un círculo de piedras en lo alto de un cerro, en el interior de una cueva, en una ramada a la orilla del mar, o incluso caminando por la playa. Cualquiera de estos escenarios constituye un lugar liminal, un “punto de encuentro adecuado para la compaginación con el horizonte de los espíritus” [Renteria, 2006: 150]. Sin embargo, las cuevas constituían los lugares por excelencia para la realización del Heecot coom. Cabe destacar que la tradición oral seri ha conservado el registro de aquellas cuevas o parajes habitados por los espíritus más poderosos en los cuales personajes históricos o héroes míticos adquirieron sus poderes sobrenaturales [ibid.: 151]. De este modo, cuando alguien aspiraba a realizar el Heecot coom, “primero debía asegurarse usar una cueva que fuera conocida por ser buena para ese propósito” [Griffen, 1959: 50]. Si quería mejorar sus habilidades en la caza del venado, por ejemplo, se dirigía a aquella cueva “conocida por sus poderes milagrosos, y si realizaba los rituales apropiados de manera correcta, el venado se le aparecía y le enseñaba canciones que le permitirían incrementar sus proezas en la caza del venado” [ibid.: 16-17].

Los cantos, otra vez, constituyen una importante fuente de información, en este caso, acerca de la subjetividad de las cuevas. De acuerdo al excelente trabajo de Hine, quien analiza cinco cantos seris registrados por el autor entre 1973 y 1980, existe en algunos Hacátol cöicoos o cantos con peligro, un elemento lingüístico que unifica dos o más presencias dentro de una misma canción. Este elemento corresponde al verbo ‘decir’ en tercera persona del singular, y conforma la frase: tee, “él dijo”, lo que señala la presencia de una identidad adicional, convirtiendo al texto precedente en una cita. Tee, “él dijo”, se posiciona entonces como una voz mediadora que articula no solo dos o más entidades sino también sus diferentes ámbitos existenciales –recordemos que los seris consideran que el canto espiritual es el habla de los espíritus. De acuerdo a los seris, la voz tee pertenece a zaaj ak ya, literalmente, “el dueño de la cueva” o “el jefe”. Zaaj ak ya, es un espíritu capaz de gobernar una cueva y el territorio que le rodea; es entonces zaaj ak ya quien articula las diferentes entidades por medio del canto [Hine, 2000: 598]. En el siguiente canto, que corresponde a un canto de la naturaleza o canto de mar, zaaj ak ya relata lo que la tortuga le dijo:

Hant ihyao ya

Kamepit hisoj iyoten tee

Hamiime ipak anotinol

Hisoj iyoten

Hant ihyao

Kamepit hisoj ivoten tee

Este lugar, mi camino

Un poder milagroso me toca, él dijo

Vino del cielo desde el otro lado

Me toca

Este lugar, mi camino

Un poder milagroso me toca, él dijo

 

 

De acuerdo a la explicación de los seris, “el jefe sabe lo que la tortuga dice. Él escucha y lo repite”. De este modo, dice Hine, la tortuga no solo demuestra sino también obtiene el poder espiritual -el poder como recurso. La tortuga, siguiendo un camino milagroso, es un conducto del poder, y tanto ella como “el jefe” o “dueño de la cueva” son mediadores en el transporte del poder del cielo al iniciado [Hine, 2000: 598].

En el siguiente canto la partícula tee no aparece en el texto pues es la voz misma de la entidad la que se expresa, y ésta es la de siml o biznaga (Ferrocactus wislizenii). Según los seris, las nubes vienen de las biznagas. “El poder espiritual que en ellas habita, Icor, hace que produzcan bruma (xeele), de la cual se forman las nubes cargadas de lluvia que dan vida a todas las plantas. ‘La bruma y las nubes tienen vida; ellas están vivas’” [Felger y Moser, 1985: 173]. Este canto la aprendió un haaco cama de la biznaga cuando escuchó que ella la cantaba:

Hant hipcom siml iti coocapii

Xeele iti mocaaya

Coox imcaamo

Hant ino quiyaaaya

Han ino quiyaaaya

De todas las biznagas que crecen en esta tierra

Se desprende una bruma

Todas tienen vida

Es el sonido de la tierra

Es el sonido de la tierra

La tercera línea refiere a las nubes. El sonido de la tierra, llamado hant iinoj, es un zumbido suave y continuo provocado por las biznagas. Este sonido era importante para los espíritus ya que ellos lo empleaban en el uso del poder [Felger y Moser, 1985: 173]. Aún cuando el haaco cama omitió señalar su presencia con la partícula tee, su figura permanece latente [Renteria, 2006: 134]. El siguiente corresponde a un Hacátol cöicoos o cantos con peligro y aquí volvemos a ver la cita que zaaj ak ya, es decir “el jefe” o “dueño de la cueva”, hace al enunciar la voz de otras presencias en la cueva:

Zaaj hihyaa hakoxoma tee

Zaak hihyaa hokax kwike

Zaaj anokwij iya

Ipka kosaj zaaj anokom

zaaj hihyaa hakoxoma tee

zaak hihyaa iyat hokat kwike

zaaj anokapa

zaaj hihyaa hakoxoma tee

En mi cueva hay un haaco cama, él dijo

En mi cueva hay una persona en la forma de nube

En la cueva estamos sentados y

Una suave lluvia esta cayendo dentro de la cueva

En mi cueva hay un haaco cama, él dijo

En mi cueva hay una persona en la forma de nube

En la cueva estamos parados

En mi cueva hay un haaco cama, él dijo

Este canto se ubica en el contexto de la obtención del poder espiritual realizada en una cueva por parte de un iniciado. A partir del análisis que Hine hace del uso de la partícula tee, sostiene que en este canto hay otras presencias, además del iniciado, y del “dueño de la cueva”. La presencia de éste último puede ser reconocida en la frase “en mi cueva”. Sin embargo, al concluir la misma oración con la frase “él dijo”, está haciendo referencia a otra voz que, al parecer, está reclamando la posesión de la cueva. Al respecto, recordemos la descripción que tanto Moser y White, como Griffen hacen sobre el proceso de búsqueda de poder espiritual. Si la búsqueda tiene éxito varios espíritus, entre los que denominan ziix heecot cmique “cosa-persona-desierto”, o espíritus del desierto, salen de la cueva bellamente vestidos y flotan en el cuerpo del iniciado mientras le enseñan a curar. Los seris contemporáneos coinciden en que “los espíritus emergen de las paredes de la cueva”, y mencionan a los ziix heecot cmique o espíritus del desierto, a zaaj ay cmique o persona de la cueva y a hant cmacosx (año en-la-región-de) o espíritu que cuenta los días que le quedan a una persona, entre algunas de las entidades presentes en las cuevas [Hine, 2000: 604]. Finalmente, de acuerdo a Harrington [Universidad de Arizona, notas 8-228, en ibid.] y a Coolidge y Coolidge [1939: 129 en ibid.], “los vientos que soplan de la entrada de la cueva, o desde adentro de la cueva, tienen connotaciones espirituales y están asociadas con el poder y la curación. Se cree que provienen del poder de la cueva o de los espíritus de la cueva” [ibid.], lo que bien podría traducirse en el ihiisax o aliento de la cueva.

Para sintetizar lo visto hasta aquí, quisiera resaltar dos cosas: la subjetividad de las cosas en el mundo seri corresponden básicamente a la apropiación de un poder existente, apropiación que implica la manipulación o el control del mismo mediante su inducción en los contextos específicos. En tal sentido, podríamos hablar de una agencia secundaria (en términos de Gell) en el marco de un mundo poblado de actantes, es decir, cualquier “objeto” es susceptible de ser subjetivado ya que, tal como dice Hine [2000: 596], “la presencia o ausencia [del poder espiritual en un objeto] es una cuestión de grado”. La aplicación o el trazo de ciertos símbolos en el lugar correspondiente constituye uno de los medios más utilizados para formalizar y controlar dicho poder en los objetos poderosos, o bien para atraer los poderes espirituales allí donde sean requeridos. Para hacer uso de estas habilidades, cualquier hombre o mujer seri soltero puede buscar la comunicación con ese poder espiritual. Las cuevas son, por lo que vimos, los lugares más importantes para la articulación y comunicación de las potencias espirituales durante el proceso de heecot coom. Si esta búsqueda tiene éxito tales potencias confluirán en el iniciado o haaco cama otorgándole el conocimiento y las habilidades especiales a través de los cantos, es decir, del habla de los espíritus. Ahora bien, de acuerdo a las referencias citadas, no todas las cuevas son iguales, ya que solo algunas de ellas “son conocidas por sus poderes milagrosos”. Esa “capacidad” que tienen ciertas cuevas, cuyo conocimiento es trasmitido a través de la tradición oral, responde básicamente a la experiencia de haaco cama muy poderosos (Coyote Iguana era considerado como un poderosísimo haaco cama) en tales lugares. De este modo, podemos decir que el lugar tiene -en la figura del “dueño de la cueva”- agencia e intencionalidad cuya autonomía existe atemporalmente. Sin embargo, como en los casos anteriores, esa agencia debe ser activada a través del proceso de heecot coom que el iniciado pone en práctica y que concluye con la materialización de esa agencia en los cantos espirituales.

Finalmente, como hemos podido ver, para entender la agencia del paisaje no basta con identificar qué entidades no humanas tienen o le son asignados atributos humanos, sino analizar el grado de agencia o subjetividad que las diversas entidades u objetos tienen para actuar e incidir en cada contexto dado. En otras palabras, el énfasis debería ser puesto no tanto en la existencia o no de una esencia humana en las cosas sino en las diferentes capacidades que las cosas tienen, dentro de una red de relaciones, para la acción-en-el-mundo.

3. Paisaje

Cultura y naturaleza: ¿dualismo insuperable o dicotomía revisitada?

¿Cómo concebir eso que nos rodea? Como espacio, como lugar, como lo que nos identifica, como lo que nos diferencia, como un medio físico, como algo pensado, como algo vivido… Detrás de esta pregunta, y de sus respuestas, está lo que en antropología ha sido tema de debate desde hace más de cincuenta años, esto es, la dicotomía cultura y naturaleza. Para los materialistas, la naturaleza era un determinante básico de la acción social por lo que importaban modelos de las ciencias naturales para dar fundamentos más sólidos a las ciencias sociales. Así, por ejemplo, la ecología cultural, la sociobiología y algunas corrientes de la antropología marxista consideraban al comportamiento humano, las instituciones sociales y muchos rasgos culturales específicos como respuestas a las limitaciones ambientales o genéticas [Descola y Pálsson, 2001]. De ese modo, se prestaba poca atención a la manera en que las sociedades no occidentales conceptualizaban su entorno y se relacionaban con él. Para la antropología estructuralista o simbólica, por otro lado, la oposición cultura – naturaleza ha sido el dispositivo analítico mediante el cual se daba sentido a mitos, rituales, sistemas de clasificación, simbolismos del cuerpo y de la comida, etc., que implican una discriminación conceptual entre cualidades sensibles, propiedades tangibles y atributos definitorios [Ibid.]. De acuerdo a Descola y Pálsson, si bien tanto la antropología estructural como la antropología simbólica destacaba un aspecto particular de la polaridad –la naturaleza conforma la cultura, 47 la cultura impone significado a la naturaleza-, 48 ambas daban por sentada la dicotomía y compartían la misma concepción universalista de la naturaleza. En definitiva, tanto el materialismo como el estructuralismo y simbolismo permanecían dentro del dualismo ontológico, ya sea desde el objetivismo o desde el relativismo.

Ahora bien, el problema del “objetivismo” es creer que el conocimiento no forma parte de una relación. Al ubicarse desde una postura descontextualizada y desinteresada de cualquier aspiración política, la producción moderna de conocimiento supone un abandono de toda responsabilidad –aunque no sea así realmente. A su vez, su contraparte, esto es, el “relativismo”, al asumir cierta forma de solipsismo, desencanto e indiferencia, tampoco se presta mejor en términos de responsabilidad. Esto es así porque ambas epistemologías fueron generadas dentro de la misma dicotomía sujeto-objeto. La primera toma al objeto representado como punto de partida, mientras que la segunda toma como inicio al sujeto construido, pero ninguna ha tomado en cuenta su recursividad. Vemos entonces que la división entre ciencias naturales y ciencias sociales, entre realismo y constructivismo, es una proyección de este esquema dualista propio de la modernidad [Hornborg, 2006: 27-28].

La distinción entre naturaleza y cultura, tal como la entendemos desde el pensamiento moderno, se da en una coyuntura histórica significativa asociada a la Ilustración. Este proceso trajo consigo una serie de discursos de desarrollo, cuya clave era la transformación de una existencia desordenada y entrelazada en una vida ordenada y definible de los elementos constituyentes. Tales discursos fueron operativos en un proceso generalizado de alienación que involucraba no solo la separación del trabajador de su producto, sino también el alejamiento entre la humanidad y la tierra. En este contexto, las ideas de “cultura” y “naturaleza” fueron modificando sus sentidos. Así, la noción de cultura, que refería a la alimentación y al cultivo de plantas o animales, fue tomando connotaciones más abstractas asociadas a aspectos cognitivos del progreso humano, en tanto que la idea de naturaleza fue adoptando una posición opuesta para referirse a lo material. Ambos conceptos representaban aspectos que rodeaban al ser humano: uno relativo a la tradición y a la administración, y otro referente a lo biológico y geográfico. Esta representación contribuyó a la “constitución dual” de la humanidad, una representación en donde la naturaleza aparecía como un repertorio pasivo de bienes, dominado y explotado por la humanidad [Thomas, 1999:13-14].

Esta distinción cultura-naturaleza, corolario de otras oposiciones binarias como mente-cuerpo, sujeto-objeto, individuo-sociedad, está siendo desafiada por un corpus creciente de datos que proceden de diferentes fuentes. Por un lado, como ya vimos, los estudios etnográficos comenzaron a cuestionar no solo la visión dualista del mundo sino sobre todo su proyección a otras sociedades premodernas al dar cuenta de la imposibilidad de aplicar la dicotomía cultura-naturaleza al modo en que las comunidades tradicionales se relacionaban con su entorno. Contrario a ese distanciamiento ontológico, los antropólogos veían que estos grupos asignaban intencionalidad y agencia no solo a los humanos sino tambi é n a plantas y animales, así como a espíritus, seres míticos, minerales, rocas, montañas, etc. Además de no ser adecuada para aproximarnos a las realidades no occidentales, la dicotomía cultura-naturaleza tampoco permite entender nuestra propia realidad occidental ya que, como lo expone Latour, tales dicotomías son resultado de un proceso de purificación y traducción epistemológica que la ciencia moderna nunca ha podido cumplir a cabalidad. Esta toma de conciencia acerca de la artificialidad del paradigma dualista ha sido estimulada por la atención prestada al propio proceso científico. Pero ahora ha llegado a un mayor público en la medida en que el desarrollo de biotecnologías ha desencadenado una preocupación creciente acerca de las consecuencias ambientales, filosóficas y éticas de formas de vida producidas en masa por métodos “no naturales” [Descola y Pálsson, 2001].

Otra de las fuentes que desafía la dicotomía cultura naturaleza proviene de la etología de los primates. Es bien sabido que los chimpancés salvajes no solo usan y fabrican herramientas de piedra –algo normalmente asociado al humano-, sino también que algunas bandas vecinas de chimpancés elaboran y heredan herramientas de estilos marcadamente diferentes –lo que podría catalogarse como “tradiciones” culturales. El estudio del comportamiento social entre los babuinos, por otro lado, muestra c ó mo un individuo puede provocar determinado tipo de respuesta en otro con el objeto de influir en el comportamiento de un tercero. Esto indica que los babuinos son capaces de entender y categorizar comportamientos en términos de estados subyacentes y no como meros movimientos del cuerpo, lo que significa, según Descola y Pálsson [2001], que poseen la capacidad de formar metarepresentaciones, es decir, representaciones de representaciones sin la ayuda del lenguaje.

Los estudios sobre la evolución biológica constituyen otra fuente a partir de la cual se ha cuestionado al paradigma dualista. En las teorías de Mendel y Darwin, los organismos aparecen como pasivos, solamente gobernados por los genes y por las presiones selectivas a través de un proceso mecánico de adaptación. Sin embargo, dicen Descola y Pálsson [2001], los modelos evolutivos dominantes derivados de la llamada “nueva síntesis” de las teorías de Mendel y Darwin contradicen cada vez más los hechos de la biología. Nuevos modelos evolutivos destacan que los organismos tienen el poder de conformar su propio desarrollo, es decir, son sujetos de las fuerzas evolutivas. Esto implica que las relaciones entre los organismos y sus ambientes son recíprocas y no de sentido único. Así, en el mismo proceso de relacionarse con el medio ambiente, los organismos construyen sus propios nichos [Ibid.: 15]. En esta línea, se ha propuesto que los ecosistemas están constituidos no solo por el flujo de materia y energía sino también por el flujo de signos. Esta aproximación, denominada Ecosemiotica [Hornborg, 2001a; 2001b; Nöth 1998] parte del supuesto de que la interacción de los organismos en los ecosistemas implica el intercambio y la interpretación de signos. Así, por ejemplo, el águila arpía del bosque amazónico está equipada no solo de un profundo sentido de la vista sino también de una tendencia a responder a cierto tipo de movimiento en el follaje que resultan de la actividad de los monos. Si el águila no tuviera esta capacidad de interpretar tales signos, dice Hornborg, no mantendría su posición en la cima de la cadena alimenticia del Amazonas. De igual modo, los monos han respondido filogenéticamente al desarrollar una extremada atención a los signos del águila. Lo mismo ocurre con cada organismo de un ecosistema [Hornborg, 2001b]. Otro claro ejemplo es el signo emitido por la serpiente de cascabel o Crotalus. Esta serpiente avisa por medio del cascabel si estamos demasiado cerca, un signo ante el cual puede ser mortal hacer caso omiso [Junco y Vigliani, en prensa]. Desde esta perspectiva es posible concebir a cada organismo como sujeto con capacidad de agencia. Partiendo de esta base, tanto los organismos humanos como los no humanos son parcialmente biofísicos y parcialmente simbólicos. De este modo, dice Hornborg, la naturaleza y la cultura no son dominios o esencias mutuamente exclusivas sino “sedimentaciones de procesos semióticos a diferentes niveles de integración” [2001b: 126].

Finalmente, los cuestionamientos a la dicotomía cultura naturaleza han derivado en una polarización epistemológica entre los enfoques dualistas y monistas. Mientras los primeros acentúan la descontextualización y la objetivación, los segundos destacan la contextualización y el arraigo. Lejos de ser apolítico, el conocimiento dualista implica que el medio ambiente es “separado de los agentes humanos y percibido como un hábitat exterior no humano”, por lo que queda abierto a “la apropiación, la dominación, el ataque, la conquista y la domesticación” [Croll y Parkin, 1992 en Hornborg, 2001], algo que difiere, tanto en términos epistemológicos como políticos, de la idea de que la gente, su saber indígena y su medio ambiente existen inseparablemente “cada uno dentro de los otros” [ibid.]. En tal caso, superar el dualismo conduce a un paisaje intelectual completamente diferente, un paisaje en el que los estados y las sustancias son sustituidos por procesos y relaciones.

Ahora bien, decir que la distinción clásica entre cultura y naturaleza no es aplicable para entender cosmovisiones no occidentales no significa que tales cosmovisiones sean indiferenciadas. Como lo destacara Levi-Strauss en su monumental obra Mitológicas, la finalidad de los mitos ha sido la diferenciación entre cultura y naturaleza. Sin embargo, este proceso no nos informa acerca de la diferenciación de los humanos a partir de una base animal, como lo hace nuestra mitología evolucionista moderna, sino acerca de una enorme complejidad y diversidad de formas, relaciones y transformaciones continuas. 49 De este modo, más allá del paralizante punto muerto de la posmodernidad entre el objetivismo y el relativismo, se ha comenzado a hablar de “contextualismo” o “relacionismo” en el marco de una epistemología monista [Hornborg, 2001a; 2001b; 2006] como punto de partida. Desde esta postura entonces, será posible aproximarnos a los propios procesos de identificación y diferenciación ontológica.

Una vez dado el trasfondo en que se ha entendido la relación humano-ambiente, haré un repaso a la historia del paisaje como concepto y como tema de estudio en arqueología.

Paisaje: origen y paradigmas

El término paisaje surge a finales del siglo xvi cuando los primeros artistas holandeses del paisaje comenzaron a pintar escenas rurales que hacían referencia a las condiciones de vida cambiantes que se iban gestando. Estas pinturas representaban al medio físico en la forma de un territorio campestre, considerado como sinónimo de salvaje o rústico y asociado a la comunidad campesina, y al mismo tiempo marcaban una clara contraposición con la sociedad citadina que por entonces se estaba desarrollando. En este sentido, la palabra fue introducida “como un término técnico de los pintores” que iba paralela a la idea de contemplar. El observador, al situarse frente al cuadro, se separaba de la imagen misma a través de la perspectiva.

Ahora bien, mientras la palabra entró a la lengua inglesa como una importación holandesa, landschap, al igual que su raíz alemana landschaft, significaba una unidad de ocupación humana o una jurisdicción, y al mismo tiempo, representaba cualquier cosa que podía ser objeto de contemplación. De este modo, la tensión entre la noción de paisaje como una pintura vista en perspectiva, analizada o valorada desde lo estético, y la noción de paisaje como un contexto del habitar o morar, ha estado siempre presente en los estudios sobre paisaje y ha sido obviamente legada a la arqueología [David y Thomas, 2008].

La arqueología como disciplina se desarrolla en la modernidad y por lo tanto tiende a utilizar categorías y conceptos propios de la época que la vio nacer. Así, la idea de paisaje ha estado ligada, en sus inicios, a la noción moderna y euclidiana de espacio, es decir, a la idea de un lienzo vacío sobre el cual se suceden los acontecimientos de la humanidad. Esto se asociaba a la separación ontológica que propon í a el paradigma positivista cuya producción de conocimiento requería “ver para creer”. Mientras en la Europa premoderna, todas las cosas eran producto de la mano de Dios, la separación categórica entre cultura y naturaleza se da con el crecimiento de la Razón, ya no como instrumento creador sino como árbitro de la realidad. En consecuencia, la visión se convierte en el medio para la adquisición de conocimiento [Thomas, 2001; 2004]. En arqueología, el paradigma positivista derivó en orientaciones centradas exclusivamente en los fenómenos reales, es decir, en aquellas dimensiones de la sociedad que se pueden reconocer mediante la observación empírica y explicarlas científicamente y con valor universal [Criado Boado, 1999: 4] al tiempo que subestimaba la dimensión no visible del mundo.

Vinculado a esta perspectiva empírica pero sobre todo a la noción euclidiana del espacio estaba la representación de la tierra a través de la cartografía. La realización de mapas ha estado tradicionalmente preservada a grupos de elite y, en este sentido, representan una tecnología de poder y conocimiento que, enmascarada bajo un status de objetividad, hacen al mundo manipulable. Como otras manifestaciones relativas al aspecto visual en occidente, la cartografía marca una distancia con el mundo que representa, lo que lleva a la manipulación de éste y con ello a su deshumanización. Esto implica que el espacio es neutral, transferible y separable del espacio mismo, representación que resulta de la dicotomía sujeto-objeto y de la consideración del espacio como algo natural, universal y objetivo. Al respecto, los mapas han jugado un rol importante en la promoción y construcción de las identidades nacionales, al marcar una relación entre la tierra y la comunidad, y fueron profundamente influyentes en la formación de la arqueología histórico-cultural.

De modo similar, la arqueología ha concebido al tiempo no solo desde la noción de un tiempo abstracto y ordenado, sino también separado conceptualmente del espacio. Para la sociedad occidental el tiempo esta fragmentado en segmentos iguales que son repetidos interminablemente, lo que implica que puede ser medido y manipulado [Shanks y Tilley, 1987; Bradley, 1991]. Esta separación conceptual entre el tiempo y el espacio ha dejado de lado la temporalidad del paisaje [ver Ingold 2000]. Estas concepciones del espacio-tiempo están implícitas tanto en la arqueología histórico-cultural como en los diversos enfoques de la arqueología procesual (que hablan de espacio más que de paisaje), así como en las primeras aplicaciones de la denominada arqueología del paisaje.

El paisaje en arqueología

Lo que se conoce como Arqueología del Paisaje ha sufrido variantes desde sus inicios. De acuerdo a David y Thomas [2008], las primeras referencias pueden encontrarse en la década del 70, aunque es hacia mediados y fines de los 80 cuando el término se comenzó a usar ya no como el espacio que rodeaba al sitio, sino como objeto de investigación. Hacia finales de los 70 e inicios de los 80, las temáticas estaban relacionadas a la distribución de los sitios en el entorno, a las estrategias económicas y sus dinámicas interregionales, a los determinantes económicos de los patrones de asentamiento, a los impactos ambientales y las limitaciones en la producción agrícola, etc. Estos trabajos buscaban entender la relación hombre-ambiente en términos de estrategias de asentamiento-subsistencia, sea económica y/o adaptativa, y se utilizaba invariablemente el término arqueología ambiental o ecológica en lugar de arqueología del paisaje. Esto, que podría traducirse en un interés por la forma en que la gente ocupaba y usaba los lugares en el pasado, derivó en el refinamiento de metodologías de campo y en los análisis estadísticos realizados, ahora si, dentro de escalas regionales bien definidas. Entre las nuevas aplicaciones metodológicas destacan la simulación y los modelos preditivos, la tafonomía, la geoarqueología, la paleoecología, etc. En este contexto, surgieron escuelas interesadas en los patrones espaciales de asentamientos y del material arqueológico en el paisaje tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido [David y Thomas, 2008].

En este periodo también, y en la medida en que el interés se centraba en la relación humano-ambiente, comienza a haber un cambio en la escala de análisis espacial. Ahora no solo el “sitio” era importante, sino también el “no-sitio” (off-site, non-site, siteless), lo que dio un gran énfasis al muestreo probabilístico. Esta expansión hacia el entorno se fundamentó en la idea de que no hay espacios discretos sino distribuciones variadas de artefactos con mayores y menores concentraciones a lo largo del paisaje. De este modo, los datos de las distribuciones de artefactos se cruzaban con las variables ambientales y paleoecológicas. Esto permitió alcanzar registros de gran detalle en cuanto al uso del espacio, lográndose importantes avances en este aspecto.

Ahora bien, particularmente en el Reino Unido, donde el estudio de los procesos funcionales y adaptativos nunca tuvo el mismo efecto que en Estados Unidos, comenzaba a cuestionarse la idea de que en realidad no solo trataban con la adaptación humana bajo diversas circunstancias ambientales sino más bien con gente interactuando entre sí y con su entorno físico. Una publicación clave fue The Spatial Organisation of Culture, de Ian Hodder, (publicada en 1978), ya que explícitamente dirigía la atención a la relación entre las distribuciones espaciales de la cultura material y las identidades humanas. Esto no implicaba que un conjunto de artefactos reflejara la existencia de entidades sociales coherentes y de límites definidos, sino que la adopción de tipos específicos de artefactos podía representar una estrategia deliberada de inclusión o exclusión social, y no necesariamente el reflejo de una identidad preexistente. En pocas palabras, ponía el acento en la interacción social más que en la adaptación ambiental. Hacia mediados de los 80 Hodder se convierte en uno de los exponentes más importantes de una nueva clase de arqueología social. El registro arqueológico indicaba ahora no solo adaptaciones (biológicas) al entorno, sino también y fundamentalmente una enorme diversidad de interacciones (sociales) de la gente con su entorno. Estas interacciones incluían prácticas simbólicas impregnadas de una dimensión social y filosófica más que ambiental. De acuerdo a David y Thomas [2008], éste fue un periodo clave que anunciaría el comienzo de las ideas contemporáneas de la arqueología del paisaje.

Así, a comienzos de la década del 90, la noción de paisaje empieza a adquirir relevancia ya no como escenario o espacio físico donde transcurre la historia sino como un término más unificador. En este sentido se empiezan a contemplar los aspectos simbólicos y sociales como dimensiones constituyentes del paisaje, y se enfatizan las perspectivas más humanistas que consideran a las personas como actores creativos y racionales. El paisaje es entonces considerado como el resultado de una interacción dinámica entre la gente y el entorno físico, y marca el desarrollo de definiciones basadas en la unión de las dimensiones físicas, sociales y simbólicas.

Un autor que, en la década del noventa y especialmente en los países de habla hispana, tuvo una gran influencia en el estudio de la arqueología del paisaje, es Felipe Criado Boado. Este autor entiende al paisaje como conformado por tres tipos de elementos: un entorno físico o matriz medioambiental de la acción humana, un entorno social o medio construido por el ser humano, y un entorno pensado o medio simbólico como base de la apropiación humana de la naturaleza [Criado Boado, 1999: 6]. De este modo, para el autor, la arqueología del paisaje estudia: un tipo específico de producto humano (el paisaje), que utiliza una realidad dada (el espacio físico), para crear una realidad nueva (el espacio social), mediante la aplicación de un orden imaginado (el espacio simbólico). En este caso, la dimensión simbólica pasa a ser una parte esencial del paisaje social. De acuerdo al autor, la alternativa para el estudio de la dimensión simbólica ha sido propuesta por la fenomenología. Sin embargo, dice Criado Boado, ésta supone una aproximación “subjetiva y subjetivizante”, por lo que propone un extenso análisis estructural dado que evita tanto “las metodologías objetivistas hipotético-deductivas de la Nueva Arqueología, como las subjetivistas del circulo hermenéutico vigentes en la Arqueología Postprocesual” [Ibid.: 13]. El procedimiento de análisis consiste en:

  1. Un análisis formal o morfológico tanto de las formas del espacio físico como del espacio construido (arquitectónico, cultura material –cerámica, arte). Produce mapas morfológicos

  2. Un análisis fisiográfico del relieve y a escala en detalle. Produce mapas fisiográficos

  3. Un análisis de tránsito para identificar vías de comunicación predefinidas naturalmente y utilizadas o utilizables por los humanos. Produce mapas de tránsito.

  4. Un análisis de las condiciones de visibilización: 50 visibilización (cómo algo es visto desde afuera), visibilidad (o panorámica desde el sitio), intervisibilidad (relación visual entre elementos). Produce mapas de visibilización.

  5. Un análisis de terrenos y análisis topográficos. Produce mapas de pendientes, de suelos, etc.

Con el análisis de estos elementos construye un modelo de organización espacial. Finalmente, se aproxima a la comprensión de los fenómenos considerados mediante una estrategia que incluye: el “análisis formal” de la entidad arqueológica considerada; la “deconstrucción” de esa entidad, entendiendo a ésta como la descomposición de la misma con el fin de aislar los niveles que constituyen su realidad y descubrir su morfología interna; la reconstrucción de la misma mediante una “descripción”, la cual se espera de cuenta del tema de estudio a partir de su propia lógica interna para acceder a su sentido; y la comprensión de un sentido mediante la “interpretación” [Criado Boado, 1999].

La propuesta metodológica de Criado Boado resulta práctica a la hora de abordar un estudio del paisaje en el terreno, tanto por la consideración de los diferentes elementos “espaciales” –morfología, fisiografía, topografía- como por los elementos “culturales” -visibilización y tránsito. A su vez, la búsqueda de su propia lógica interna permite, según el autor, llegar a una interpretación de su sentido. Sin embargo, es de resaltar una serie de aspectos. En primer lugar, su definición -y tratamiento- de paisaje como una suma de elementos o dimensiones sigue manteniendo la separación ontológica entre lo físico y lo metafísico, entre el objeto y el sujeto, entre cognición y materialidad, o lo que es lo mismo, entre el mundo externo y el ser trascendental. En otras palabras, da por sentado una distinción entre el medio ambiente real, externo, que existe independientemente de los sentidos, y el medio ambiente percibido –en este caso solo visualmente- que es reconstruido en la mente. Consecuentemente, la observación tiene el status de mediar entre el mundo interno y el externo y por lo tanto entre mente y materialidad. Una concepción que, como ya vimos, se deriva de la separación ontológica entre mente y cuerpo y, con ello, de la idea de que las impresiones sensoriales del mundo físico se transferían a la mente, transformadas en representaciones. En segundo lugar, cuestiona la práctica interpretativa de la fenomenología por ser “subjetiva y subjetivizante” pero escoge la visibilidad. Sin descartar la importancia que la visión puede tener para el desenvolvimiento del ser humano en el mundo, es claro que conocemos e identificamos el mundo en el que vivimos a partir de nuestra inmersión corporal y sensorial, y no solamente a través de una visión objetivada de la realidad externa. Por tal motivo, la arqueología fenomenológica comenzó a llamar la atención sobre los otros sentidos, tales como el sonido, el olfato y el tacto (ver más adelante). En tercer lugar, la clasificación de lo que es considerado físico, social o simbólico es arbitraria y, culturalmente hablando, propia de la modernidad. Si consideramos que los organismos humanos y no humanos son tanto biofísicos como simbólicos, y que en términos de las ontologías animistas es posible y real la comunicación social entre ellos, entonces la distinción entre dimensiones físicas, sociales y simbólicas estaría restringiendo -y por qué no, distorsionando- el análisis de paisajes conformados desde ontologías premodernas. Por otro lado, su definición y metodología no permite entender la temporalidad del paisaje, en tanto patrón de ritmos y resonancias [Ingold, 2000], ni abordar el aspecto contextual y activo del mismo.

Finalmente, refiere a la práctica fenomenológica como “subjetiva y subjetivizante” (con lo cual coincido hasta cierto punto) y a la práctica interpretativa como aquella que “se desliza del marco de la materialidad al de los enunciados subjetivos” (con lo que claramente mantiene la dicotomía objeto-sujeto). A éstos últimos –los enunciados subjetivos- los designa como un tipo de interpretación incontinente, esto es, aquella que “se extiende como un rosario sin reconocer… el carácter de eslabón que tiene cada propuesta interpretativa”. Esto, según el autor, es la espiral hermenéutica, es decir un “proceso sin fin de enunciación de lecturas y sustitución de las interpretaciones ‘viejas’ por las ‘nuevas’ […] la encadenación de interpretaciones… a la postre únicamente conduce al sinsentido”. Aparentemente el autor (que sigue a Derrida) no considera la historicidad del Ser en términos ontológicos, lo que posiblemente tenga que ver con su énfasis en el espacio. 51 Sin embargo, si partimos de la noción de Ser-ahí, tanto para el intérprete como para el interpretado, entonces la hermenéutica es vinculante en tanto implica una deconstrucción ontológica, esto es, la consideración de los prejuicios transmitidos y toda la historia de la filosofía que le sirve de vehículo [Ferraris, 2005: 187]. En la interpretación arqueológica la información etnográfica puede ser útil para evitar el rosario de sinsentidos, algo que el autor no toma en cuenta.

En muchas lenguas indígenas no existe palabra para designar al paisaje como espacio, medioambiente o naturaleza; en cambio, suele haber vocablos que designan un lugar de la experiencia humana en todas sus dimensiones existenciales y fenomenológicas. Cabe como ejemplo algunos de los topónimos registrados por Marlett y Moser [2000] entre los Seris de la costa central de Sonora:

Cocázjc It Iihom: isla pequeña al norte de la isla San Lorenzo. Lit., 'donde están las víboras de cascabel'.

Cof Imócl Hax: lugar. Lit., 'donde hay agua dulce debajo del árbol San Juanico'.

Coníic Iime:  lugar en el mar en que se cazaban caguamas.

Haas Poot Hax: lugar donde se encuentra agua dulce. Lit., 'agua del mezquite joven'.

Hacmízaj Ihíip: lugar cerca de El Desemboque. Lit., 'donde estaba la costilla de ballena'.

Hai Ihíih: lugar. Lit., 'donde está el viento'.

Hamcáaxat Iti Ihíih: cerro en la isla Tiburón. Lit., 'donde estaba el humo'.

Hant Hasítyax Quih Iyat: campamento en la isla Tiburón. Lit., 'punta de tierra rayada [por la erosión]'.

Hasla Quih An Ihafíto: lugar cerca de El Desemboque. Lit., 'donde se jaló la oreja'.

Hast Cmaacoj: lugar. Lit., 'cerro hombre viejo'.

Hast Cmaam: cerro en la isla San Esteban. Lit., 'cerro femenino'.

Hast Ctamcö: lugar en la isla Tiburón. Lit., 'cerro hombres seris'.

Hast Hapé: campamento en la isla Tiburón. Lit., 'cerro que se oye'. [En este lugar, se cazaban los venados por medio de gritos.]

Hastamóo: cerro. Lit., 'cerro poder del brujo [ctamóo]'.

Hax Caaitom: campamento en la isla Tiburón. Lit., 'agua que habla'.

Honc Quih Iti Yaapj: tepetate al norte de la Isla Patos. Lit., 'donde la gaviota se atragantó'.

Icoquéeezoj: Punta Santa Rosa. De coquéeenim 'mover aquí y allá'. [Cuando uno viajaba desde el sur hacia el norte en balsa, comúnmente se cruzaba aquí la tierra para ahorrar tiempo en el mar. El nombre se refiere a la acción necesaria para mover la panga por tierra.]

Iime Cooxp: lugar en el mar en que se cazaban caguamas. Lit., 'hogar blanco'.

Moosni Catxo: lugar. Lit., 'muchas caguamas'.

Moosni Oofija: médano grande en el mar. Lit., 'lo que las caguamas circundan'.

Queet Iyat: lugar. Lit., 'punta de los que niegan'. [Aquí se oyen los ecos.]

Slootxöla Iime: lugar en la isla Tiburón. Lit., 'donde están los espíritus malignos'.

Xaasj Cacöla: lugar. Lit., 'cardones altos'.

Xaasj Cmoíij: lugar. Lit., 'cardones en círculo'.

Xapáat Iti Yaii: campamento cerca de Guaymas. Lit., 'donde están los lobos marinos'.

Xapóo Yaii: lugar al norte de Puerto Libertad. Lit., 'donde están los lobos marinos'.



Como podemos ver, los topónimos seri se derivan en muchos casos de una acción, de una descripción del lugar, o de algún acontecimiento que se relaciona con ese lugar. En cambio, no se encuentran nombres propios como topónimos -es decir, lugares que lleven nombres como Ciudad Juárez, Washington o Morelia, a pesar de que hay personajes sobresalientes en la historia seri [Marlett y Moser, 2000]. Estos vocablos no solo incluyen a los arboles, al cerro, al agua o a los animales, sino también a las acciones, a la memoria y a la identidad. A propósito, el término “naturaleza” no ha sido identificado en su lengua [ibid.]. El paisaje entonces concierne a la relación de la gente con los lugares.

Los lugares no son entidades vacías, es decir, no son bloques de tierra a los que se les agregó un significado simbólico, ni son “recortes” de una totalidad. Antes que nada, el lugar es un concepto relacional y como tal involucra al todo en un nexo particular dentro de él [Ingold, 2000]. El carácter de cada lugar viene de las historias, de la estructura y de las relaciones que allí se tejen; ya que es desde el contexto relacional que entrelaza a las personas con el mundo en su continuo habitar que cada lugar traza su propio sentido [Augé, 2000; Ingold, 2000]. De acuerdo a Augé, un lugar “es al mismo tiempo principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa” [2000:58]. Así, los lugares estarán incorporados en la memoria personal y colectiva; lo que hace que “las biografías personales, las identidades sociales y la biografía del lugar sean [aspectos] íntimamente conectados” [Tilley, 1994:27]. Para los seris, por ejemplo, hay decenas de topónimos que refieren al “lugar en el mar donde se cazaban caguamas”. Sin embargo, todos los nombres son distintos, es decir, no hay dos lugares iguales ya que no están separados la actividad del lugar. Desde los inicios de la década del noventa del siglo pasado estas nociones llevaron a algunos autores a abordar el estudio de paisaje desde perspectivas fenomenológicas.

La fenomenología del paisaje

La fenomenología implica la comprensión y descripción de las cosas tal como son experimentadas por el sujeto. Intenta revelar el mundo de la manera en que éste es experimentado directamente por el sujeto y no en la manera en que teóricamente se supone debe ser. Según Tilley [2004], el propósito de la fenomenología no es explicar el mundo (en términos de sus causalidades físicas, históricas o psicológicas) sino describirlo a partir de la forma en que los seres humanos lo experimentan. Tal descripción es necesariamente una re-descripción que puede conducir hacia nuevas ideas o conocimientos acerca de lo que hay en el mundo e impactar en la conciencia humana y viceversa. En este sentido, la fenomenología es una manera de pensar más que un conjunto de doctrinas, reglas o procedimientos que se deben seguir, se trata de una forma de Ser-en-el-mundo y de pensar acerca de él [ibid.]. Ahora bien, desde la posición trascendental del primer Husserl hasta las meditaciones posteriores de Heidegger en su Ser y Tiempo, pasando por las posturas más existencialistas de Sartre y Merleau-Ponty, la fenomenología ha reunido propuestas divergentes e incluso contradictorias, lo que ha incidido en la manera de aplicarlas a la arqueología.

La primera fenomenología de Husserl puede aparecer como la crítica inicial al objetivismo, al cuestionar a la epistemología de las ciencias naturales su pretensión de proveer a las ciencias humanas el único modelo metodológico válido. Sin embargo, planteaba con ello la idea de un sujeto idealizado encerrado en su sistema de significaciones, es decir, un ser trascendental, con lo que no hacía más que reconstruir un nuevo idealismo, próximo al neokantismo que él mismo combatía. Posteriormente, y a raíz de las críticas heideggerianas, Husserl articula la crítica al objetivismo con una problemática nueva que tiene por tema la Lebenswelt o mundo-de-la-vida. En ésta, Husserl “descubre un ser vivo que posee desde siempre y como horizonte de todas sus intenciones un mundo, el mundo”. Queda despejado así la idea de que existe “un campo de significaciones anterior a la objetividad de un sujeto cognoscente. Antes de la objetividad está el horizonte del mundo; antes del sujeto de la teoría del conocimiento está la vida operante” [Ricoeur, 2008: 14]. En este sentido, la “comprensión” ya no era la respuesta de las ciencias del espíritu a la “explicación” naturalista sino que implicaba una manera de ser junto al ser. Por lo mismo, darle un método a la comprensión implicaba permanecer en el marco de los presupuestos del conocimiento objetivo, y por ende seguir asumiendo que el problema de la comprensión era epistemológico (como lo pretendía Dilthey al suponer que las ciencias del espíritu requerían de un método tan objetivo como el de las ciencias naturales).

Era necesario entonces salir del círculo encantado de la problemática del sujeto y el objeto e interrogarse por el ser, algo que será fundamental en el trabajo de Heidegger a partir de su obra Ser y Tiempo. Para interrogarse por el ser en general Heidegger plantea la necesidad de interrogarse primero por el ser “ahí” de todo ser, es decir, por el Dasein. Las determinaciones del ser del Dasein, dice Heidegger, deben ser vistas y comprendidas a priori sobre la base de la constitución del ser que él denomina ser-en-el-mundo. El punto de vista adecuado para la analítica del Dasein consiste en la interpretación de esta estructura. La expresión compuesta ser-en-el-mundo indica, en su forma misma, un fenómeno unitario [Heidegger, 1953: 62]. Heidegger se inscribe así en el plano de una ontología del ser finito, en el que el “comprender no es ya un modo de conocimiento sino más bien un modo de ser, el modo de ser del ser que existe al comprender” [Ricoeur, 2008: 15]. La hermenéutica asume entonces un valor ontológico y una primacía que la hace llegar “más acá” de la distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. De este modo, se pasa de una fenomenología fundada en el ser trascendental y puro, a una filosofía fundada en la hermenéutica de lo factual, de lo concreto –lo que excluye el carácter contingente de una epoché, de una puesta entre paréntesis del mundo tal como lo pretendía la reducción fenomenológica [Ferraris, 2005].

En efecto, dado que la fenomenología consideraba la dimensión histórica como un riesgo que amenazaba el pensamiento, la superación del trascendentalismo debía conllevar una consideración diferente del problema de la historicidad. Para Heidegger, se trata de ver a la historicidad ya no como lo que relativiza la conciencia y la reduce a expresión, sino como lo que, como temporalidad, da fundamento al Ser-ahí en su dimensión más auténtica. Para este filósofo, “el análisis de la historicidad del Ser-ahí tiende a mostrar que este ente no es ‘temporal’ porque ‘está en la historia’, sino que al contrario, existe y puede existir históricamente solamente porque es temporal en el fundamento de su ser” [Heidegger, 1953]. La cuestión de la historicidad entonces ya no es la del conocimiento histórico concebido como método sino que señala la manera en que el existente “es con” los existentes. La capacidad de la vida para tomar libremente distancia de sí misma y trascenderse se convierte así en una estructura del ser finito. De este modo, ese sujeto como Ser-ahí, como ser finito, como ente inmerso en el mundo, conoce los fenómenos, ya no desde la pura descripción fenomenológica sino como interpretación [Ferraris, 2005; Ricoeur, 2008]. Al decir de Ricoeur, toda tradición vive por la gracia de la interpretación, toda tradición que no se interpreta continuamente es tradición muerta: “una ‘herencia’ no es un paquete cerrado que pasa de mano en mano sin ser abierto, sino más bien un tesoro del que se extrae a manos llenas y que se renueva en la operación misma de agotarlo” [Ricoeur, 2008: 31]. Como vimos, desde Heidegger, esta interpretación se inscribe ya no como un “modo de conocer” sino como un “modo de ser”. Así, principalmente con Heidegger, pero también con el último Husserl, la fenomenología como epistemología de la interpretación va a ser sustituida por la hermenéutica como ontología de la comprensión [Ferraris, 2005; Ricoeur, 2008].

Cabe destacar que la monumental obra de Heidegger, Ser y Tiempo, publicada en 1927, y que significó el punto cumbre del “injerto” de la hermenéutica en la fenomenología, tuvo una gran resonancia pero fue entendido de un modo un tanto antitético. En los años cuarenta se extendió la fenomenología al área de la lingüística francesa lo que produjo un peculiar giro en la interpretación de Heidegger hacia un sentido “existencialista” que no correspondía a las intenciones heideggerianas. Así, el modo en que autores como Sartre y Merleau-Ponty interpretarán el nexo entre hermenéutica y fenomenología en Ser y Tiempo será el de ver en Heidegger la traducción, en términos existencialistas, de las perspectivas epistemológicas de Husserl, de las cuales estigmatizan el tono abstracto y la escasa atención al problema de la historicidad [Ferraris, 2005].

Los primeros escritos de Sartre tienen una orientación claramente fenomenológica en donde, si bien se distingue de la posición adoptada por Husserl, es marcada la influencia de aquél. Posteriormente, adoptará una interpretación existencialista de Ser y Tiempo, lo que lo convertirá en el más popular y conocido representante del existencialismo. La existencia es entendida por Sartre como “un modo de ser particularmente humano”, y la concibe como una actualidad absoluta, como algo que se crea a sí misma en libertad. Por lo tanto, el ser humano es pura subjetividad, es decir, puro despliegue de su capacidad creadora, de su capacidad de hacerse para si mismo, de su propio hacerse, de su ‘existir’. Si en Heidegger el Da-sein es un “ser-ahí”, arrojado al mundo, “e-yecto”, para Sartre, el humano, en cuanto “ser-para-sí”, es un “pro-yecto”, un ser que debe “hacer-se”.

Para Sartre, los seres humanos “están ahí”, existen como realidades que carecen de una esencia predefinida, lo que dependerá exclusivamente de su modo de existir. En este sentido, “la existencia precede a la esencia”. Sartre distingue en el mundo dos tipos de realidades o entes, los que son "en-sí", y los que son "para-sí". Entre estos últimos se encuentran los seres humanos, en cuanto son conscientes de su propio ser. Los demás seres simplemente son. “Nuestra esencia, aquello que nos definirá, es lo que construiremos nosotros mismos mediante nuestros actos”, que son ineludibles: no actuar es un acto en sí mismo, puesto que nuestra libertad no es algo que pueda ser dejado de lado: ser es ser libres en situación, ser es ser-para, ser como proyecto. 52 La idea central de que la vida consciente comienza en la esfera de lo propio, caracterizado por un solipsismo o una auto-centralidad ha sido duramente cuestionada.

Por su parte, Merleau-Ponty, fuertemente influido por Husserl, es clasificado como existencialista debido a su cercanía con Sartre así como por su concepción heideggeriana del ser. Para Merleau-Ponty, como para Husserl, Heidegger y Sartre, hay una primacía ontológica del fenómeno. No obstante, lo que Merleau-Ponty va a promover será la tesis epistemológica relativa a la primacía de la percepción como fundamento de la racionalidad, el valor y la existencia. Para Merleau-Ponty, la percepción tiene una dimensión activa en la medida en que representa una apertura primordial al mundo de la vida. Así, desarrolla la tesis según la cual "toda conciencia es conciencia perceptiva". Se trata pues de una noción concreta, fisiológica, basada en lo real del cuerpo humano. De este modo, su propuesta fenomenológica estará fundada en la fisicalidad y en la existencia material del cuerpo humano en el mundo. El cuerpo es, según Merleau-Ponty, constituyente tanto de la apertura perceptiva al mundo como de la "creación" de ese mundo. En este sentido, “nuestro propio cuerpo está en el mundo como el corazón esta en el organismo: mantiene el espectáculo visible constantemente vivo, respira vida y lo sostiene internamente [Merleau-Ponty, 1962 en Tilley, 2004]. A su vez, la primacía de la percepción significa la primacía de la experiencia en la medida en que la percepción presenta una dimensión activa y constitutiva.

Merleau-Ponty hace hincapié en el sencillo hecho de que la mente está en el cuerpo y llega a conocer el mundo a través de lo que denomina el “esquema postural o corpóreo”: captamos el espacio externo, las relaciones entre los objetos y nuestra relación con ellos mediante nuestro lugar en el mundo y nuestro paso por él. De ahí que la meta de su trabajo sobre la percepción, tal como lo señala en The Primacy of Perception, sea “restablecer las raíces de la mente en su cuerpo y en su mundo, en contra de las doctrinas que consideran la percepción como un simple resultado de la acción de las cosas externas sobre nuestro cuerpo, así como contra aquellos que insisten en la autonomía de la conciencia”. A raíz del énfasis de Merleau-Ponty en la percepción y la experiencia, los sujetos son reinstaurados como seres temporales y espaciales. En lugar de ser “un objeto en el mundo”, el cuerpo forma nuestro “punto de vista sobre el mismo”. El cuerpo-sujeto es una mente físicamente encorporada, un cuerpo y una mente que siempre encuentran el mundo desde un punto de vista particular, en un contexto particular, en un tiempo particular y en un lugar particular, es en definitiva un sujeto físico en tiempo-espacio.

Para Merleau-Ponty, el cuerpo vivido es sujeto y objeto a la vez. El cuerpo es una forma de visualizar y de sentir el mundo y al mismo tiempo es la manera en que el sujeto llega a conocer y a expresar esa visualización y ese sentimiento. Por lo mismo, la noción del espacio es crucial para la experiencia vivida dado que el movimiento de los cuerpos en el espacio es una característica importante de la percepción que las personas tienen sobre el mundo y su relación con los demás y con los objetos que hay en él. 53

En términos generales, las posturas fenomenológicas buscaron superar la separación ontológica entre cultura y naturaleza, sujeto y objeto, cuerpo y mente, tangible e intangible, para centrarse más en la idea de la experiencia vivida y la práctica social. En la práctica arqueológica, la adopción de estos enfoques marcó una diferencia importante dado que la idea ya no era aproximarse a los paisajes “desde arriba”, esto es, desde la fotografía aérea, los mapas o el gis (más allá de su utilidad como herramientas de reconocimiento), sino “desde abajo”, desde el mismo paisaje que experimentó la gente en el pasado. Esta diferencia no solo se vio en la práctica de campo sino que también significó un necesario quiebre en cuanto al trasfondo conceptual y ontológico del quehacer arqueológico. Al respecto, Ingold [2000] propone hablar de la Perspectiva del Construir o Building Perspective para referirse a los enfoques materialistas y/o cognitivistas los cuales, enraizados en una filosofía cartesiana, conciben un mundo en donde la realidad empírica es completamente independiente y anterior a cualquier grado de participación humana. Vinculado a ello está la clásica distinción hecha entre el ambiente real, que es independiente de los sentidos, y el ambiente percibido , que es reconstruido en la mente a través del sistema cognitivo. Un claro ejemplo de esto es la distinción entre espacio y lugar en donde, según la postura del construir, los humanos otorgan significado a los espacios convirti é ndolos en lugares significativos y distintivos. Lo mismo ocurre entre etic y emic, o entre operacional y cognitivo. El punto de partida es una separación imaginada entre quien percibe y el mundo, de manera que quien percibe tiene que reconstruir el mundo en la mente antes de cualquier compromiso significativo con él [Ingold, 2000; Thomas, 2008] . Esta separación lleva implícita la búsqueda de ese límite en preguntas tales como ¿cuál fue la construcción más temprana? [Ingold, 2000: 182] o ¿cuál fue la primera expresión simbólica? –lo que remite a la idea de que la cultura es “un marco simbólico arbitrario construido sobre la superficie de la realidad” [Ingold, 1995 en Thomas, 2001]. La perspectiva del construir combina entonces, la dicotomía cultura/naturaleza con una forma de cognitivismo en donde los seres humanos construyen mundos simbólicos internos distintos de la realidad [Thomas, 2008].

Contrario a ello, la perspectiva del habitar o Dwelling Perspective definida por Heidegger, permite romper tal dicotomía. Aqu í, no se trata de tener que construir una estructura para poder habitar en ella -en tal caso, éste sería el discurso de la modernidad occidental. Más bien, “el construir es en sí mismo ya el habitar” [Heidegger, 1994 (1954):128]. De este modo, no habitamos porque hemos construido, sino que construimos en la medida que habitamos, es decir, en la medida que somos los que habitan [ibid.: 130]. De acuerdo a Heidegger, la palabra del Inglés Antiguo y del Alto Alemán correspondiente a “construir”, baun, (o bauen) significa “habitar”, esto quiere decir: permanecer, residir. Pero al mismo tiempo dice hasta dónde llega la esencia del habitar. A su vez, baun se corresponde con la palabra bin, que significa “soy”. Así, la antigua palabra bauen significa que el hombre es en la medida que habita, lo que lleva al mismo tiempo al significado de abrigar y cuidar; así, cultivar (construir) un campo de labor, cultivar (construir) una viña [Heidegger, 1994]. Ya en su obra Ser y Tiempo, Heidegger decía que “Ser” significa “habitar en”, “estar familiarizado con”… por lo que “’estar-en’ es la expresión existencial formal del ser del Dasein, el cual tiene la constitución esencial del estar-en-el-mundo” [Heidegger, 1953: 63-64]. Este “estar-en” no refiere a un estar-el-uno-dentro-del-otro de dos entes que están-ahí […] sino en el sentido de absorberse en el mundo [Ibid.]. La perspectiva del habitar sostiene entonces que no hay una distancia entre nosotros y el mundo, sino que somos parte del mundo, tanto como el mundo es parte de nosotros. Es decir, la gente no lleva sus ideas o representaciones mentales al mundo, sino más bien es el mundo el hogar de sus pensamientos. Si el ser y el mundo se fusionan en el acto del habitar, no podemos saber donde termina uno y comienza el otro. Esto implica que la presencia intencional del agente que percibe, como estar-en-el-mundo, debe ser también una presencia encorporada [Ingold, 2000].

Finalmente, así como las posturas fenomenológicas divergen y se contraponen, así también la fenomenología aplicada a la arqueología del paisaje presenta variantes y contrastes. En primer lugar, la fenomenología supone que el conocimiento del paisaje se obtiene a través de la experiencia sensorial del sujeto, es decir, desde el punto de vista del sujeto. Y esto se da a través del cuerpo. Cualquier noción del paisaje que los seres humanos puedan desarrollar depende enteramente de nuestra encarnación como criaturas corpóreas. Estas aplicaciones tendrán luego su contraparte a partir del “injerto” de la hermenéutica fenomenológica en la arqueología.

Un autor clave del enfoque fenomenológico en arqueología ha sido Christopher Tilley. Para este autor, quien sigue fundamentalmente a Merleau-Ponty [1994; 2004; 2008b], la corporalidad es un término central: la experiencia fenomenológica del paisaje se da a través de la sensibilidad del cuerpo. Esto significa ser parte de lo que uno está intentando describir o entender, implica estudiar al paisaje desde “adentro”, en contraste con las experiencias “externas” del paisaje. Para Tilley, “no hay sustituto para la experiencia personal” [Tilley, 2008a: 271]. Tilley parte de la premisa de que el cuerpo humano -sus atributos físicos y sus habilidades- es un fenómeno universal que difiere muy poco del cuerpo de nuestros ancestros. 54 Por tal motivo, para el fenomenólogo del paisaje la principal herramienta de estudio es su propio cuerpo. Es decir, “desde el cuerpo aprendemos lo que es cerca, lo que es lejos, lo que es arriba, lo que es abajo, etc, la línea del horizonte: los limites de nuestra visión” [Tilley, 2004: 3].Sin embargo, dice el autor, es necesario que los paisajes sean estudiados sin “prejuicios”. Esto implica que el investigador no comienza el estudio del paisaje a partir de una lista de hipótesis o de un conjunto de supuestos previos, sino que debe entrar al paisaje y dejarse llevar por lo que el mismo paisaje le transmite. Para Tilley, es necesario aceptar que hay una relación dialógica entre la persona y el paisaje, pero a su vez implica que los paisajes tienen agencia en su relación con las personas. Esto es que los paisajes tienen un profundo efecto sobre nuestros pensamientos e interpretaciones debido a la manera en que son percibidos y sentidos a través de nuestros cuerpos. En este sentido, la fenomenología hace hincapié en la materialidad del paisaje. Es decir, los paisajes no son simplemente imaginados o representados sino son reales y físicos. De acuerdo a Tilley, esta materialidad actúa como base para el pensamiento y la interacción social, ya que afectan la forma en que pensamos, sentimos, nos movemos y actuamos.

La fenomenología reconoce las cualidades multisensoriales de nuestra experiencia del paisaje en la medida en que la visión, el oido, el tacto, el olfato y el gusto actúan simultáneamente. Mientras el gusto implica mayor intimidad e interioridad, y el tacto una relación de contacto, la posibilidad de oler, oír y ver no requiere necesariamente de un contacto corporal, aunque es la visión la que nos da la relación más “distanciada” con respecto al cuerpo. Se ha discutido el hecho de que en distintas culturas existen jerarquías diferentes de los sentidos. Así, mientras en la cultura occidental la visión domina por sobre los otros sentidos, en sociedades no occidentales o premodernas sentidos tales como el olfato o el oido pudieron haber sido más dominantes que la visión –piénsese en ambientes selváticos donde la visión es muy limitada. Sin embargo, dice Tilley, definir si una cultura es más visual y otra más olfativa resulta en una simplificación poco útil. La percepción involucra el uso simultáneo de los sentidos. Experimentamos el mundo a través de formas de sinestesia en donde la visión, el oido, el olfato y el tacto se funden unos en otros. No obstante, y dependiendo del contexto o la práctica que se está llevando a cabo, un sentido puede ser más significativo que otro. La experiencia sensorial es así una totalidad [Tilley, 2004; 2008a].

El autor define al paisaje como “una serie de locales nombrados, un conjunto de lugares relacionales ligados por senderos, movimientos y narrativas […]un código cultural para la vida, un ‘texto’ anónimo para ser leído e interpretado, […] un espacio para y por la praxis humana, un modo de habitar y un modo de experimentar” [1994: 34]. De este modo, para el autor, los dos elementos básicos a partir de los cuales se conceptualizan los paisajes son 1) los lugares y sus propiedades, y 2) los senderos entre esos lugares y sus propiedades. El investigador entonces deberá describir su propia experiencia de los diferentes lugares así como de los senderos que hay entre ellos. La cuestión es considerar estasis y movimiento. Ahora bien, la manera en que entendemos un lugar inevitablemente va a diferir según la forma en que nos situamos en el mismo, de los senderos que tomamos para llegar allí y de la secuencia de lugares que experimentamos a lo largo del camino. Todo ello va estructurando nuestra experiencia perceptiva. A su vez, nuestra experiencia está impregnada de la manera en que enfrentamos el paisaje, por lo que la memoria es parte fundamental del mismo.

Las actividades humanas se inscriben en el paisaje de modo que cada acantilado, sombra de un gran árbol, arroyo o pantano se vuelven lugares familiares. Los movimientos cotidianos a través del paisaje se convierten en encuentros biográficos para las personas, movimientos que están impregnados de recuerdos de eventos o actividades pasadas y de la lectura de los signos del paisaje. De este modo, dice Tilley, todos los lugares están inmersos en los tiempos sociales y personales de la memoria por lo que no puede haber una experiencia objetiva del paisaje. Sus pasados así como sus espacios son constitutivos de sus presentes. No podemos entender el espacio y el tiempo fuera de las prácticas sociales que le sirven de unión [Tilley, 1994]. Por lo mismo no puede haber una definición que no sea contextual, ya sea del paisaje o del lugar. A su vez, y en tanto los paisajes están constituidos en tiempo-espacio, siempre están en un proceso de hacerse y de transformarse. Un aspecto importante para la fenomenología es justamente el hecho de que los lugares cambian de acuerdo a los ritmos naturales como la sucesión de las estaciones, las horas del día o las cualidades de luz y sombra, elementos fundamentales que rodean y afectan tanto a la gente como al paisaje.

Finalmente, dice Tilley, para explorar un paisaje poco familiar desde la fenomenología será necesario aprender gradualmente a ver, oír, oler, tocar y degustar. Será necesario abrir nuestro cuerpo a todas estas dimensiones sensitivas para experimentar el paisaje desde adentro. Para ello, el investigador debe describir esas experiencias lo más completamente posible. El objetivo es ofrecer una descripción “densa” para permitir a otros aprehender la diversidad y complejidad de los paisajes y entrar en esas experiencias a través de su mediación textual metafórica [Tilley, 2008a: 271].

Para llevar a cabo un estudio fenomenológico, Tilley ofrece un esquema de estadios básicos:

  1. Familiarizarse con el paisaje a través de la caminata adentro y alrededor del sitio, desarrollando el sentido y estando abierto a él.

  2. Visitar lugares arqueológicos conocidos y registrar las sensaciones que nos producen. Este registro debe ser escrito –descripción densa, más que unas pocas notas- y visual –foto, video.

  3. Volver a visitar los mismos lugares en distintos momentos del día y en diferentes estaciones del año intentando experimentar tales cambios.

  4. Aproximarse a esos lugares desde distintas direcciones y registrar la manera en que se altera su carácter.

  5. Seguir los senderos -artificiales o naturales- a través del paisaje registrando la manera en que los lugares son percibidos unos en relación a otros y cómo esa percepción va cambiando.

  6. Visitar, explorar y registrar lugares “naturales” [sin evidencia arqueológica] dentro del paisaje.

  7. Reunir todas estas observaciones y experiencias en un texto sintético tratando de imaginar las antiguas formas de vida [ibid.].

Sin descartar el significado de los lugares y los paisajes, Tilley resalta el hecho de que é stos también hacen cosas y tienen efectos experienciales en las personas, por lo que ambos aspectos están íntimamente vinculados. El significado que los lugares tienen y los efectos emocionales y kinest é sicos que ellos producen en relación con el cuerpo posiblemente estarán relacionados porque tanto el significado como la actividad existen a través del cuerpo y de la mente. De acuerdo al autor, “dado que nuestra mente y pensamientos están encorporados, la manera en que pensamos está profundamente estructurada por el tipo de cuerpo y por el aparato sensorial que poseemos” [Tilley, 2008a: 275].

La propuesta fenomenológica de Tilley ha sido un parteaguas en los estudios arqueológicos del paisaje, particularmente como contraparte de los enfoques materialistas y/o cognitivistas reunidos en la Building Perspective. Sin embargo, cabe destacar las limitaciones que la fenomenología presenta en tanto experiencia sensorial, como metodología para la arqueología. Para Tilley, el hecho de compartir un cuerpo humano biológicamente similar con la gente del pasado hace que nuestras percepciones del paisaje nos permitan aproximarnos a la concepción que aquellos tenían del mismo [2008a: 272]. El problema es que el status de observador individual, independiente y corporalmente individible –como el del arqueólogo- pudo no existir en el pasado. En el intento por entender la vida de la gente del pasado en su Ser-ahí, los estudios fenomenológicos se han centrado a menudo en la interpretación del cuerpo y en la reconstrucción de las vidas individuales. En este sentido, ha habido una tendencia a conceptualizar a la persona como un estado de ser singular, individual y limitada dentro de su cuerpo. Ya he tratado el tema de que la condición de ser persona o personhood es una noción definida culturalmente. Así como las personas pueden ser concebidas como seres individuales, conscientes de sí mismos y con límites corporales definidos, también pueden ser reconocidas como seres múltiples formados a través de las relaciones con otros, estar constituidos de diferentes aspectos y extenderse por todo el mundo material. Ya vimos como los yukaghirs de Siberia, por ejemplo, llevan adelante luchas existenciales por controlar sus propios cuerpos: a veces el yukaghir es una persona cuya mente consciente coexiste con múltiples agentes corporales que tienen sus propias intenciones, y a veces puede reunirse a sí mismo en un todo completo y actuar como una sola persona [Willerslev, 2007: 60-63]. Ya vimos también cómo la subjetivación de ciertas posesiones personales hace que éstas constituyan partes “externas” o extensiones del propio cuerpo.

La condición de ser persona es un estado compuesto que consiste de una variedad de aspectos como mente, alma, imagen, respiración, espíritu, biografía, individualidad, memoria, experiencia, y nombre. Tales aspectos pueden residir en rasgos del cuerpo, pero también en otras cosas y lugares. Algunas cualidades pueden ser temporarias mientras otras son eternas, ancestrales o preexistir a la persona individual, e incluso prolongarse luego de la muerte de la misma [Fowler, 2004; 2008]. Tal es el caso de los yaqui y rarámuri del norte de México para quienes la entidad anímica o fuerza vital no solo tiene la capacidad de salir y entrar del cuerpo e interactuar con otras entidades sino que prevalece después de la muerte.

Como vimos en el capitulo anterior, el cuerpo humano puede ser concebido como una combinación de sustancias, las cuales pueden ser identificadas con elementos en el paisaje. Dado que estas sustancias con cualidades generativas no solo circulan entre los cuerpos humanos sino que también pueden encontrarse en lugares, objetos, plantas y animales, cualquier tipo de percepción de las mismas puede afectar la composición de la persona, algo que nosotros desde nuestra noción de cuerpo y de persona no podremos experimentar. Así por ejemplo, si los cuerpos están constituidos de “humores” que pueden existir en distintos lugares, un cambio en la proporción de los humores afectará el carácter, el ánimo o incluso el género de la persona [Fowler, 2004; 2008]. El contacto con una sustancia caliente o fría, por ejemplo, altera el género de la persona en la India acentuando la masculinidad o la feminidad; percibir determinado olor puede significar para el cazador yukaghirs la presencia del espíritu-guía de un animal o del espíritu de una enfermedad lo que puede afectar su condición de cazador; para los yaqui incursionar en el monte o yoania puede significarle a la persona perder su wepul jiapsi el cual podrá quedar en poder de los seres del monte alterando su salud; entre los rarámuri el alewá puede salir del cuerpo cuando la persona está en contacto con espacios acuáticos y los seres del agua que allí habitan afectando también su condición; para los seris, entonar algún Hacátol cöicoos o cantos con peligro, fuera de contexto puede acarrear la enfermedad o incluso la muerte. 55 Tales experiencias perceptivas difícilmente sean percibidas por el investigador occidental.

La percepción del paisaje no depende de nuestro aparato sensorial sino de nuestra condición de ser persona, una condición en la que obviamente incide la corporalidad. Sin embargo, se trata de una corporalidad que tenemos que reconocer antes de dar por sentado. Si estamos ante ontologías relacionales en donde la noción dividual de persona pudo estar más acentuada, debemos tener en cuenta que la extensión del cuerpo en el paisaje podría haber implicado experiencias personales diferentes a la nuestra. En otras palabras, lo que yo percibo con el movimiento del cuerpo en el paisaje es lo que yo percibo de acuerdo a mi noción de cuerpo y a mis prejuicios y presupuestos [culturales, sociales, filosóficos, psicológicos…] y no necesariamente lo que experimentó la gente en el pasado. Sin embargo, considero que podemos aproximarnos a ello si tenemos en cuenta tales prejuicios así como los parámetros ontológicos básicos de sociedades premodernas. Ciertamente, durante el trabajo de campo percibimos el entorno a través de nuestro propio cuerpo, y la información que obtengamos acerca de los que vemos, oímos u olemos es absolutamente válida y útil para nuestro estudio. No obstante, antes de asumir a tales experiencias como paralelas a las del pasado en función de una “continuidad corporal humana”, debemos reconocer que solo se trata de las experiencias de un investigador occidental consciente de sus sentidos. Por lo mismo, tales experiencias requerirán de una hermenéutica.

Las experiencias sensoriales –lo que escucho, lo que huelo, lo que veo, lo que toco- están cargadas de agencia, una agencia que tenemos que reconocer a través de estudios de personhood. El estudio fenomenológico que no considere la manera en que se valoraba o negociaba el valor del cuerpo y de las cosas y lugares en el pasado solo registrará la experiencia del paisaje a través de un entendimiento occidental y contemporáneo de la materialidad. Es necesario entonces combinar los estudios de paisaje y de personhood para poder entender la relación entre ellos [Fowler 2008]. En otras palabras, para entender cómo la experiencia de alguien era generada en su inmersión corporal con los lugares específicos debemos considerar también de qué manera la noción de persona -y de cuerpo- estaba culturalmente impregnada de compromisos o de relaciones con el paisaje como un todo. Si seguimos proyectando la idea de que el cuerpo humano es único y universal y que luego, como un agregado, diferimos en lo cultural seguiremos universalizando nuestro dualismo mente/cuerpo. Lo mismo ocurre con la noción de paisaje: si seguimos pensando que el paisaje es el mismo para todos y que solo difiere en la forma de significarlo, seguiremos pensando en el paisaje desde la separación naturaleza/cultura.

La hermenéutica del paisaje

Julian Thomas sostiene que la fenomenología no puede simplemente ser aplicada como una metodología para la arqueología del paisaje de la misma manera que otras técnicas y métodos. Antes que eso, deberíamos pensar acerca del paisaje en una forma completamente diferente a la que lo hacemos, solo así este tipo de aproximación puede echar luz o desafiar a las perspectivas convencionales. Lamentablemente, dice Thomas, la mayor parte de los estudios arqueológicos que utilizan aproximaciones fenomenológicas, y que siguen la tendencia de Tilley, no hacen más que reducir la fenomenología a una técnica. Si lo que hace la arqueología fenomenológica es sustituir la objetividad por la subjetividad para estudiar el mismo tipo de paisaje, entonces no hace más que “dar licencia a un subjetivismo desenfrenado y en definitiva narcisista” [Thomas, 2008: 301]. Para Thomas, un análisis experiencial del paisaje es poco útil a menos que se lo ubique en el contexto de una concepción enteramente diferente de paisaje de la que convencionalmente utiliza la arqueología.

De acuerdo a Thomas, quien se basa particularmente en la hermenéutica fenomenológica de Heidegger [1995; 2001; 2008], debemos explorar las implicaciones del paisaje considerándolo como un todo internamente interconectado e inherentemente significativo. En este sentido, los lugares no son creados una vez que el humano le otorgó significado, sino que emergen del propio paisaje, un paisaje que la gente casi siempre entiende en algún grado. Es la familiaridad heredada y sedimentada del paisaje como contexto en donde se desarrolla la vida cotidiana lo que hace que los lugares se revelen de manera inteligible. Incluso aquellos lugares que nunca hemos visitado son experimentados en virtud de lo que nos es familiar [Thomas, 2008: 303]. Es decir, definimos una situación dada como interpretación, lo que se da dentro de un marco de elementos ya interpretados, dentro de una realidad que ya nos es familiar.

La perspectiva del habitar adoptada por Thomas permite entender el paisaje desde una noción relacional. Si “ser” significa “habitar en”, “estar familiarizado con”, la condición de ser-en-el-mundo no significa estar físicamente contenido dentro de una entidad mayor, sino remite a estar involucrado relacionalmente. La noción de ser-en-el-mundo implica entonces una forma cotidiana de “seguir con las cosas” en donde constantemente negociamos y damos sentido a nuestro alrededor sin tener que pensar en él de manera analítica [Thomas, 2001: 172]. Habitar entonces es la condición que los humanos experimentan cuando están en casa. A partir de ello, Thomas entiende al paisaje como una red de lugares relacionados que gradualmente se van revelando a través de las actividades y de las interacciones cotidianas de la gente, a través de la cercanía y afinidad que las personas van desarrollando por los lugares, y a través de eventos, festividades, calamidades y sorpresas que marcan a otros puntos como lugares que serán recordados o incorporados en sus historias. Los lugares a lo largo de los cuales se hilvanan las historias de vida de la gente, les permite dar cuenta de su propia identidad. De este modo, nuestras biografías personales se ven acentuadas a partir de actos localizados [2001:173]. Este movimiento biográfico en el paisaje no se acaba necesariamente en la persona, ya que el uso continuo de ciertos lugares a través del tiempo nos puede hablar de conexiones históricamente constituidas entre los miembros de una comunidad.

Thomas entiende al mundo en que nos encontramos como un horizonte de inteligibilidad, un trasfondo relacional que provee el contexto para hacer comprensible la experiencia. El conocimiento del paisaje, entonces, no se genera como una representación mental, sino que se desarrolla de manera implícita. Esta comprensión general del todo precede y contextualiza cualquier observación espec í fica [Thomas, 2001; 2008]. Podr í a decirse, señala el autor, que el conocimiento del paisaje es “pre-intencional” [Wrathall, 2000 en Ibid. 2008: 303], lo que significa que no pensamos acerca de nuestro movimiento cuando nos movemos en el paisaje, simplemente nos movemos a través de é l. Se trata entonces de un tipo de comprensión no representable que hace posible la realización de actos intencionales en el paisaje. Es decir, acciones tales como cazar un venado, construir un refugio o tallar una roca, son posibles gracias a que en todo momento la gente tiene a su disposición un rango de tradiciones, habilidades, señales y conocimientos que ser í an imposibles de verbalizar en su integridad. Este trasfondo no articulado es inherente tanto a la fisicalidad del paisaje como a la corporalidad humana [2008]. En otras palabras, no podemos separarnos del paisaje, pero tampoco podemos dejar a un lado al paisaje cuando hablamos de las habilidades corporales o de las prácticas cotidianas como bases de la acción humana. Para Thomas, nuestra existencia no solo permea los lugares que actualmente ocupamos y que hemos ocupado, sino también los que planeamos ocupar en el futuro. Es el mundo físico tal como se nos revela, el paisaje de recuerdos pasados y de planes futuros, lo que provee un elemento integral en toda acción humana. De este modo, Thomas nos advierte acerca de la necesidad de prestar atención al mundo material y específicamente al paisaje vivido como parte de ese trasfondo no articulado de acciones, tradiciones y conocimientos.

Para hablar de esta relacionalidad [espacial y temporal] del paisaje, Thomas refiere a la noción de “temporalidad del paisaje” propuesta por Ingold [2000], la cual no refiere al tiempo propiamente dicho sino a esta inmersión activa en el paisaje vivido. Al respecto, Ingold sostiene que parte fundamental y constitutiva del habitar son las tareas o actividades, es decir cualquier operación práctica llevada a cabo por las personas como parte de su vida cotidiana. Cada actividad toma sentido a partir de su posición dentro del conjunto de tareas, las cuales son normalmente desarrolladas por un grupo de personas trabajando juntas. Estas actividades mutuamente entrelazadas existen no solo como actividades en sí mismas sino como interactividad, la cual no debe ser confinada solo a los seres humanos sino al conjunto de agentes o entidades con los que se interactúa, sean animadas o inanimadas. El conjunto de actividades o tareas genera ritmos que son inherentes a la experiencia misma del habitar. De acuerdo a Ingold, en la vida social no existe un solo ciclo rítmico sino un complejo entrelazado de muchos ciclos concurrentes que conforman la temporalidad del paisaje. Ésta consiste en el desarrollo de un patrón de resonancias en donde los ritmos de las actividades humanas resuenan no solo con los ritmos de otros seres vivos –plantas, animales- sino también con la totalidad de los fenómenos rítmicos –los ciclos del día y la noche, de las estaciones, los vientos, las mareas, etc-. La recurrencia periódica de eventos tales como rituales, festividades y ceremonias públicas, tiende a separar un presente de otro. Al actuar como marcadores temporales estas actividades están tan integradas al paisaje como lo está cualquier marcador físico del espacio [Ingold, 2000: 196]. Así, cualquier actividad conducida en el presente está situada y es comprendida en relación a sucesos pasados los cuales están manifiestos o son recordados por el paisaje mismo. En este sentido, la gente habita el pasado pero también, agrega Thomas, habita el futuro en el sentido del habitar de las acciones localizadas proyectadas más allá del ahora. Habitar, entonces, es lo que pasa cuando tradiciones de prácticas se encuentran a s í mismas en casa en el paisaje [Thomas, 2008: 305].

Los paisajes son históricos en la medida en que se van transformando mediante la erosión, la actividad volcánica, la inundación o los cambios en la vegetación. Sin embargo, dice Thomas, más que representar una sucesión de fases estáticas, los cambios labrados por tales procesos son los medios por los cuales el paisaje se transmite a si mismo en el presente. El paisaje es un movimiento temporal, un horizonte cambiante dentro del cual se llevan a cabo las actividades, y en donde los lugares “aparecen” como locaciones distintas y comprensibles. Cualquier lugar se revela dentro de la totalidad del paisaje, lo que implica que el significado de cada lugar será sutilmente alterado en la medida en que su trasfondo constitutivo se vaya transformando. Por ejemplo, dice Thomas, un montículo de piedras construido en el claro de un bosque se convertirá en un lugar completamente diferente cuando caigan los árboles que lo rodean y su posición sobre la cima de la colina pueda ser apreciada desde la distancia. No obstante, la presencia del montículo ofrece un recuerdo duradero de los eventos que tuvieron lugar antes de que el bosque desapareciera. De este modo, tenemos que reconocer que la topografía “objetiva” es bastante diferente del paisaje que integra el contexto del habitar humano [Ibid.].

El hecho de que la arqueología fenomenológica se centre más en la inmediatez de la experiencia a expensas de la descripción abstracta, lleva, según Thomas, a reducir la fenomenología a un ejercicio que intenta replicar las percepciones de la gente del pasado en el presente. La utilidad o no de este ejercicio no puede ser resuelta si seguimos considerando a la arqueología fenomenológica como un medio alternativo para estudiar paisajes concebidos como una disposición de materia inerte. Para Thomas, no se trata de imaginar un terreno físico como plataforma pre-interpretativa y pre-establecida sobre la cual se construye un paisaje vivido e interpretado, sino de idear un constructo analítico el cual, extraído del paisaje vivido y experimentado en el presente, permita aproximarnos al paisaje pasado a través de procesos de reducción conceptual [Thomas, 2008: 305]. Thomas refiere a este proceso como una empresa interpretativa que busca desarrollar una comprensión holística del paisaje pasado en el presente, análoga a la comprensión que la misma gente del pasado habría desarrollado. En cierta forma, nos invita a considerar el asunto ya no desde la primacía de la percepción de un tipo de paisaje dado por sentado, sino desde una conceptualización diferente de paisaje, un paisaje que no está antes de la percepción –ni la percepción antes que el paisaje- sino como un trasfondo relacional en donde paisaje y experiencia están entrelazados.

Si concluimos que los paisajes son relacionales, la fenomenología, efectivamente, es parte de este tipo de investigación ya que le permite al arqueólogo entrar en el mismo conjunto de relaciones materiales en donde se encontraba a sí mismo la gente del pasado, y producir así sus propias interpretaciones. El problema, dice Thomas, es que el trasfondo en el que los objetos y estructuras antiguas se nos revelan es principalmente moderno, un trasfondo compuesto de habilidades, entendimientos y prácticas de las cuales apenas somos conscientes. De este modo, la “’arqueología de la experiencia’ debería ser concebida solo como un aspecto de un tipo de ‘hermenéutica del paisaje’ en donde la forma en que un fenómeno se nos revela en el presente es solo un paso en el intento por entender cómo pudo presentarse ese fenómeno en el pasado” [Thomas, 2008: 305, cursivas en el original]. Esto significa la necesidad de contraponer nuestras observaciones de campo con información relativa a las prácticas de subsistencia, capacidades tecnológicas, patrones de movilidad, roles de género, celebraciones rituales y concepciones de personhood que caracterizaron a las sociedades pasadas. Si el paisaje forma parte del marco de significación que contextualiza la acción y hace comprensible a las entidades, lo hace en la forma de prácticas humanas y proyectos entrelazados en él. La tarea del arqueólogo es reintroducir aquellas prácticas en el paisaje pasado a través de un trabajo de interpretación [Ibid.].

La propuesta de Thomas para el estudio del paisaje resulta interesante en tanto busca lograr un quiebre ontológico por parte del arqueólogo a través de la hermenéutica. Esto pretende llevar no solo a la disolución del dualismo cartesiano, sino también a reconocer que existen otras formas de concebir y de experimentar el mundo, otros horizontes de inteligibilidad, otras formas de hilvanar las relaciones que conforman los paisajes. Por tal motivo, la fenomenología y su descripción densa no alcanza para entender formas diferentes de concebir el paisaje ya que estamos trabajando con nuestro cuerpo -con todo lo que ello implica- en un paisaje cargado de nuestros prejuicios y presupuestos. Más bien, como dice Thomas, la arqueología fenomenológica debe ser enfocada solo como un paso en el intento por entender ese pasado, un intento que requiere de la interpretación. “El trabajo mismo de la interpretación revela un propósito profundo, el de vencer una distancia, un alejamiento cultural […] e incorporar así su sentido a la comprensión presente” [Ricoeur, 2008: 10]. De este modo, la hermenéutica nos permite aproximarnos a otras formas de Ser-ahí, en tanto que implica la comprensión en el interior de la estructura ontológica del ser.

De acuerdo a Ricoeur [2008], “la interpretación tiene una historia, y esa historia es un segmento de la tradición misma; siempre se interpreta desde algún lugar […]. Así, el tiempo de la interpretación pertenece, en cierta forma, al tiempo de la tradición” [Ricoeur, 2008: 31]. Para evitar interpretar desde nuestra “tradición”, esa historicidad requiere ser destruida. La destrucción significa para Heidegger, considerar profundamente todos los prejuicios y presupuestos trasmitidos así como el trasfondo filosófico que los guía. Una fenomenología hermenéutica es por consiguiente, una deconstrucción de la ontología [Ferraris, 2005, la cursiva es mía]. Este principio es fundamental en la obra de Thomas, y es muy probable que se refiera a ello cuando habla de procesos de “reducción conceptual” como parte de una empresa interpretativa. Al respecto, debo mencionar entre otros textos, su libro Archaeology and Modernity, publicado en 2004, en donde hace un profundo análisis historiográfico de la modernidad y su incidencia en la arqueología, resultando en un interesante trabajo deconstructivo de nuestra ontología. La idea es que este tipo de trabajo le permita al arqueólogo ser lo más consciente posible de ese “trasfondo compuesto de habilidades, entendimientos y prácticas” que, como sujeto de la modernidad, tiene incorporado cuando vaya a interpretar a los grupos del pasado. En otras palabras, se trata de evitar transferir nuestros prejuicios y presupuestos a las interpretaciones que hacemos del pasado para así intentar acercarnos a su propio trasfondo relacional. 56

Ahora bien, una vez hecho tal ejercicio analítico deconstructivo, la pregunta es ¿cómo podemos llegar a comprender el paisaje desde el interior de la estructura ontológica de la gente que lo vivió? En otras palabras, podremos alejarnos -en cierta medida, nunca totalmente- de nuestros propios presupuestos, pero cómo podremos acercarnos a aquellos parámetros ontológicos extraños a nosotros. Al respecto, Thomas solamente menciona la necesidad de contraponer los aportes de la fenomenología con información proveniente de otros campos de la antropología, pero no va más allá. Sin embargo, considero que este punto merece mayor explicitación. Como vimos en el capitulo anterior, diferentes formas y entidades del paisaje pueden ser entendidos no solo como actantes sino como agentes involucrados en una relación intersubjetiva, reflejando así una noción de comunidad mucho más extensa que la conformada por la especie humana. Los casos etnográficos analizados, como muchos otros, nos están mostrando la existencia reiterada de paisajes vivos y subjetivados. Por tal motivo, creo que la información etnográfica local relativa al paisaje y a la noción de cuerpo y persona es tan importante para el estudio arqueológico del paisaje como lo es hacerlo dentro de un marco interpretativo hermenéutico.

La etnografía del paisaje

Lamentablemente, la información etnográfica no ha sido tan relevante en la arqueología del paisaje como lo ha sido en el proceso de análisis e interpretación de otras áreas de la arqueología tales como la conducta estilística, los patrones espaciales intra e inter-sitio, el simbolismo espacial y arquitectónico, las prácticas rituales y las tecnologías artefactuales. Incluso, muy pocos estudios etnoarqueológicos se han dedicado explícitamente a indagar en las nociones de “paisaje” [Lane, 2008]. No obstante, es de destacar algunos de los trabajos que han utilizado el dato etnográfico para hablar del paisaje. Así por ejemplo, gracias a la información etnográfica sabemos que la gente no solo suele tener un conocimiento muy cercano del mundo físico que lo rodea sino que frecuentemente asocian ciertos “lugares naturales”, tales como formaciones rocosas prominentes, diversos contextos acuáticos, cuevas, montañas, árboles, entre otros, con el mundo sobrenatural o mitológico. Si rechazáramos la información etnográfica tales lugares serían arqueológicamente invisibles al no tener rasgo alguno de modificación humana. Al respecto, Richard Bradley [2002] hace una extensa revisión de la geografía sagrada saami para centrarse en la arqueología de los “lugares naturales” de Finlandia y Escandinavia. De dicha información etnográfica observa que de los más de 500 lugares naturales considerados sagrados por los saami, la mayoría resaltan como rasgos distintivos en el terreno circundante, siendo además el centro de sacrificios asociados a la explotación de los recursos locales, entre otras cosas. De manera similar, la información etnográfica y etnohistórica de los Andes Centrales ha permitido reconocer que ciertos rasgos del paisaje tales como rocas, lagos, manantiales y colinas eran percibidos en la memoria colectiva de los incas como elementos o símbolos asociados a sus orígenes y a lo sobrenatural. Estos rasgos, conocidos como huacas, no solo se asociaban al culto ancestral y la muerte, sino también actuaban como referencias étnicas y genealógicas, y servían como instrumentos de mediación durante las actividades adivinatorias y chamánicas [van de Guchte 1999]. En trabajos más recientes, la etnografía ha permitido plantear no solo la estrecha relación que la gente tiene con lugares en el paisaje como las montañas prominentes (apus) y los campos de cultivo (pachamama), con los cuales se comunican en sus actividades diarias, sino también la potencialidad de agencia de los mismos [Sillar, 2009]. Un tipo de evidencia fuertemente entrelazada al lugar es el arte rupestre. En este sentido, los estudios sobre arte rupestre también han aprovechado la utilidad de la etnografía para plantear interpretaciones más integrativas del paisaje. En estos casos, la etnografía ha apoyado interpretaciones relativas a estrategias de socialización dentro y entre los grupos humanos a través de “procesos de marcar y mitologizar los paisajes” [Tacon, 1994 en Lane, 2008: 241]. Cabe citar el trabajo de David Withley quien, a partir del análisis de la etnografía y la etnohistoria local, supo que en ciertas comunidades los ritos de iniciación incluían la ejecución de pinturas y/o grabados rupestres por parte de los iniciados, y que esto ocurría normalmente en sitios que tenían género. Esto se refleja no solo en los referentes femeninos que presentan los motivos, sino también en la ubicación de los sitios con arte rupestre en el paisaje. Al respecto, Whitley establece a partir de la etnografía local la asociación simbólica de cuevas y refugios con la matriz, y de los picos de las montañas con el pene. Esto le permite al autor entrelazar la ubicación de estos sitios con un paisaje cargado de simbolismo de género [Whitley, 1998].

Ahora bien, en contraste con el tipo de estudios que acabo de mencionar en donde la información etnográfica ha sido utilizada para construir interpretaciones relativas a los paisajes arqueológicos, por lo general las aproximaciones fenomenológicas han prestado muy poca atención a la etnografía de grupos nativos, y se han concentrado más en las “experiencias etnográficas del investigador a través de su propio compromiso físico con el paisaje arqueológico” [Lane, 2008: 242], lo que ya ha sido criticado líneas arriba.

La etnografía seri no ha sido ajena a este descuido. Sin embargo, como he venido tratando el tema hasta aquí, considero que el paisaje es inseparable de quien percibe, actúa e interactúa, el cual a su vez es parte de una red de relaciones cuya trama está ontológicamente entrelazada. Esto implica que, aunque a primera vista la etnografía nos aporte pocos datos relativos al paisaje –que generalmente está asociado a la noción de territorio o medio ambiente– en realidad tenemos una abundante información que, desde el enfoque desarrollado aquí, es parte constitutiva del paisaje (particularmente en cuanto al trasfondo ontológico). Me refiero a la personeidad de objetos, imágenes, cantos o lugares expuesto en el apartado sobre “La agencia de las cosas”. En este sentido, la agencia del paisaje y la personeidad son una y la misma cosa. Sin embargo, la arqueología del paisaje requiere ir más allá en tanto que el paisaje concierne, de alguna manera, a la relación de la gente con los lugares; y ciertamente, el tratamiento que el etnógrafo hace sobre los lugares del paisaje suele ser diferente y más acotado a aquel que refiere a la relación del hombre con las plantas, animales, espíritus, y últimamente objetos.

Un elemento que ha sido trascendental en cuanto al arraigo del ser seri con su tierra corresponde al entierro de la placenta del recién nacido [Moser, 1970a; Felger y Moser, 1985]. En efecto, cuando un bebé nacía, su placenta era lavada con cenizas con el fin de hacer fuerte al niño. Luego, la abuela materna iba al desierto y enterraba la placenta en la base de un cactus gigante, o a veces plantaba un cardón o una cholla en su lugar [Moser, 1970a; Hills 2000]. Con relación a esto, Nabhan sostiene que se extraían algunos cactus jóvenes o plantas de torote del Ihizitim o campo ancestral de los abuelos para ser trasplantados al lugar del entierro de la placenta, en un acto simbólico que conectaba al niño con aquel lugar. El ihizitim “era literalmente el lugar donde uno estaba vinculado a su tierra y a la familia extensa de sus ancestros […] Es el lugar donde uno es criado por grupos de familias nucleares interrelacionadas, quienes compartían el uso de los mismos aguajes y zonas de recolección” [Nabhan, 2003 en Renteria, 2006]. Esta relación con el lugar de entierro de la placenta se mantenía durante toda la vida e implicaba el punto inicial de anclaje del sujeto al mundo. En este sentido, dice Mary Moser, “la mayoría de los adultos desconocen donde nacieron pero cada uno sabe el área en general donde esta enterrada su placenta” [Moser, 1970a: 205]. El entierro de la placenta constituía un mecanismo de integración a una determinada esfera de vínculos colectivos donde, en términos de identidad, todo seri encontraba su principio. Las palabras hant haxp m-ihiip “lugar/tiempo [conmemorado] nacimiento” hacen referencia al lugar en el cual la placenta de un recién nacido era enterrada, cubierta con hierbas y cenizas y marcado por un gran cactus [Renteria, 2006]. De este modo, si bien los lugares de entierro de la placenta no tenían necesariamente una referencia geográfica fija -bastaba con alejarse del campamento y enterrarla bajo un gran cactus-, éstos estaban perfectamente integrados al “paisaje” de su propietario, siendo así fundamentales en la biografía de cada ser seri.

La importancia de este lugar en el paisaje seri ha sido destacada por Hine y Hills [2000]. En los años setenta realizaron el proyecto Seri concepts of place, en el cual le solicitaban a los adultos seris que realizaran “un mapa o dibujo de su terreno”. En éstos aparecían representados los lugares de nacimiento (no lo distinguen del lugar de entierro de la placenta), sus campamentos, sus zonas de recursos (fauna, flora y fuentes de agua), cuevas y círculos de piedra, entre otras cosas. Los autores concluyeron que el lugar de nacimiento era el factor más consistente con el cual los seris identificaban “su terreno”, y que la residencia actual tenía claramente menor incidencia en su identificación [Hine y Hills, 2000]. Al igual que Nabhan, asocian el entierro de la placenta a la ihiztim. Estas unidades correspondían a las subdivisiones de cada banda, se basaban en una descendencia patrilineal y compartían una residencia patrilocal y áreas específicas de recursos. Hills sugiere que grupos de entre 50 y 280 individuos podrían vivir en áreas de 17 a 70 millas cuadradas dependiendo de la diversidad y abundancia de los recursos. Este rango corresponde con la superficie representada en los mapas. De este modo, Hine y Hills sugieren que, dado la coincidencia entre la primacía del lugar de nacimiento, el tamaño del área y la localización de recursos, tales mapas estarían basados en esta forma, ya en desuso, de organización socio-territorial. 57

Moser decía, ya en los sesentas, que “aunque la esencia del sistema de bandas ha dejado de ser una realidad, el concepto de propiedad de la tierra perdura todavía. Un joven seri puede elegir incorporarse a la ihizitim de su padre o a la de su madre […] él recibe una posesión del área por herencia. Recuerdan los seris que en tiempos remotos, la posesión de un cerro tenía especial importancia” […] A veces, cuando una persona esta próxima a morirse, pide ser llevada a su ihizitim para ser enterrado en su tierra” [Moser, 1976: 45]. La propiedad de la tierra por parte de las bandas ya había sido destacada por Griffen [1959]. Dicho autor sostiene a su vez que pequeñas áreas o puntos geográficos suelen pertenecer a familias específicas. Así, por ejemplo, “una de las cuevas conocida por ser útil para la adquisición de poderes chamánicos sobrenaturales fue reportada como perteneciente a Juan Mata [muerto], y ahora es reclamada por el hijo y el nieto de éste” [Griffen, 1959: 47-48]. Aunque creo que debemos relativizar un poco el término de “propiedad”, tanto este hecho como el entierro de la placenta nos están hablando de una forma de relacionarse con determinados lugares, relación que bien puede expresar mecanismos de identidad de cada familia extensa o ihizitim, pero también, y al mismo tiempo, revelar formas de intersubjetividad entre y con entidades que salen de la esfera humana.

Ya he hablado acerca de la importancia que las cuevas tienen como lugares de vinculación con el paisaje, principalmente en el contexto del heecot coom. Esto convierte a las cuevas en una de las formas del paisaje más significativas para tales contextos. Además de las cuevas, la búsqueda de poder espiritual se podía realizar en un círculo de piedra o vision quest, caminando en el desierto, a orillas del mar, o “incluso en el mar” [Luque y Robles, 2006: 316]. Cabe destacar la descripción que hace Adam Gilg en 1692 de lo que le contaron los seris, y que refiere a cierto lugar en el que ocurre un encuentro con una entidad espiritual al que llama “Satanás”:

“… se le apareció Satanás a una mujer vieja y le ordenó llevar a todos los seris a cierto lugar en el cual se encuentra hoy día la misión del Santo Apóstol Thaddaei […] La vieja, jinete de la escoba, cubría todo el territorio y logró reunir un numero grande de infieles paganos en cierto día en el sitio. Ellos se entretenían con saltos y bailes hasta la tarde, cuando de una roca cercana apareció un jovencito vestido de rojo con una cara radiante, el cual les dijo algo en voz baja a la oreja. E inmediatamente regresó a su roca la que se abrió y lo tragó otra vez” [Montané, 1996: 147].

Más allá de la evidente traducción que hace Gilg –y los conversos que le relataron lo sucedido- de los espíritus con Satanás, cabe señalar algunas cosas. Por un lado, la costumbre de construir una misión en un lugar de importancia espiritual “pagana” era muy común en una empresa evangelizadora y demostraba con ello el poder del cristianismo. A respecto, señala Gilg líneas más abajo, que “logré convencer a los Tepokas, los que todavía pertenecen al pueblo de Sera, 58 de salir del desierto y fundar un nuevo pueblo justamente en el sitio donde anteriormente aparecía el diablo en tiempos pasados”. Estas citas demuestran la importancia que tenían tales lugares en cuanto a la presencia de potencias espirituales. Es de señalar también la realización de danzas a las que probablemente se refiere cuando dice que se entretenían con saltos y bailes. Por otro lado, la aparición de un jovencito vestido de rojo que, luego de decirles algo al oído, “regresó a su roca la que se abrió y lo tragó otra vez”, parece referir a la idea de que los espíritus salen de la cueva o de las paredes de la cueva. El hecho de que se contactara con una “mujer vieja” no seria extraño ya que los espíritus pueden manifestarse no solo mediante el Heecot coom (aunque es el que da más prestigio), sino también a través de sueños y con la vejez -la caracterización de la mujer como “jinete de la escoba” es una clara alusión a las brujas, propias de las leyendas europeas. Finalmente, si bien el lugar que menciona Gilg no está caracterizado topográficamente (solo menciona la roca), es probable que la constante para el encuentro o búsqueda del poder espiritual haya sido la situación liminal del lugar, es decir, cualquier contexto (tiempo/espacio) en donde fuera factible la articulación de distintos dominios.

Recordemos que, para los seris, cualquier fenómeno es susceptible de ser articulado. Es decir que, independientemente del plano existencial de la cosa, ésta es susceptible de ser articulada a cualquier otro plano y cualquier otra cosa, lo que causa un efecto en el entorno original previo a la articulación [Hine, 2000]. Este trasfondo ontológico articulador es vital para comenzar a construir un análisis desde la arqueología del paisaje. Es decir, si para los seris, el poder espiritual es un recurso más dentro de los existentes en su medio, todo lo que se haga –o no se haga- con ello formará parte de un horizonte de inteligibilidad que precede y contextualiza cualquier observación, cualquier acción y cualquier comprensión que se tenga de un lugar o una cosa. De este modo, aunque la figura del Haaco cama represente el elemento básico para la articulación y utilización de tal recurso, la realidad es que cualquier seri que camina por el desierto, si presta atención, puede escuchar el murmullo de los espíritus.

De acuerdo a Thomas, el paisaje forma parte del marco de significación que contextualiza la acción y hace comprensible a las entidades que lo constituyen. Esto hace que el paisaje sea siempre, de una u otra manera, familiar para aquel que lo vive y experimenta cotidianamente, haciendo que los lugares se revelen de manera inteligible. Partiendo de esta base, los puntos liminales entre los que sobresalen las cuevas son para los seris aquellos lugares habitados por potencias espirituales capaces de otorgar a quien lo desee y siga los pasos prescriptos, la capacidad de manipularlas y controlarlas. Sin embargo, como vimos, no todas esas formas del paisaje –o actantes- tienen la misma capacidad para actuar. Al parecer, la elección de la cueva para dicho proceso no tenía que ver necesariamente con la ubicación, orientación, tamaño, visibilidad o forma de la misma (elementos que todo arqueólogo del paisaje tomaría en cuenta), sino con las experiencias que otros iniciados habrían tenido allí. En otras palabras, se buscaba alguna cueva que fuera “buena para esos propósitos” en virtud de los espíritus que en ella habitaban [Griffen, 1959; Hine, 2000], y que “nunca abandonan el lugar” [Luque y Robles, 2006: 316]. Así, mientras la situación liminal puede ser un elemento estructurante del paisaje, es evidente que falta algo más.

Dado que para los seris todo acontecimiento comunica algo, un factor fundamental que estructura y es estructurado por el paisaje es la capacidad de comunicación de las diversas entidades que lo componen, entre los que están, claro está, los humanos. Esto implica que los lugares se van revelando de acuerdo al grado de comunicación y agencia que tengan no solo en contextos o situaciones liminales como la búsqueda del poder, la curación, 59 o incluso la manifestación del espíritu de un lugar a través de un sueño, sino también por su origen, 60 y en el transcurso de sus prácticas cotidianas. Ahora bien, si la elección de los mejores lugares para llevar a cabo un heecot coom -así como para cazar, recolectar plantas, conseguir agua u obtener leña-, se hace principalmente a partir de experiencias previas de otros iniciados, es porque estas experiencias son comunicadas. El hecho de que sean comunicadas implica que se conviertan en elementos compartidos con otros individuos y trasciendan, con ello, la experiencia inmediata de los actores (en la que se basa la fenomenología), lo que hace que se vuelvan potencialmente accesibles a su interpretación [Iwaniszewski, 2001: 220].

La agencia del paisaje y la personeidad de las cosas

Ya vimos la importancia que tiene para la personeidad de las cosas el grado de agencia y de vitalidad que se le atribuye a las mismas, así como la posibilidad de interactuar con ellas. La comunicación con entidades no humanas se convierte así en una práctica, a veces cotidiana a veces extraordinaria, que busca mantener, controlar o negociar el curso de los acontecimientos. En este sentido, si hablamos de la agencia del paisaje hablamos de la posibilidad de interacción y de afectación latente que puede haber dentro de un entramado –o rizoma- de actantes. Con actantes, nuevamente, me refiero tanto a humanos como a animales, plantas, astros, espíritus, artefactos, imágenes, cantos, puntos geográficos, palabras, etc, los cuales deben ser vistos no en su cualidad sustantiva sino relacional. ¿Cómo puede confluir este entramado de actantes en una noción de paisaje metodológicamente útil a este tipo de ontologías? Podríamos decir en principio, que el paisaje se funda en la experiencia compartida del mundo físico concreto al tiempo que se funde en la comunicación cotidiana entre las distintas entidades que lo habitan [Vigliani, 2011]. Si partimos del supuesto de que la comunicación inter-específica como relación ontológica con el cosmos, no solo es fundamental para mantener el flujo de la energía y permitir la continuidad de la vida, sino también, y en tanto doxa, incuestionablemente posible, debemos reconocer que esta forma de interacción, para que sea efectiva, debe ser compartida por los miembros de un grupo y por lo tanto comunicada a través del lenguaje.

Cabe recordar que una de las premisas de este trabajo es analizar la incidencia de las pinturas rupestres-lugar en la formación y negociación de las identidades individuales y sociales desde su propio trasfondo ontológico. Los estudios de agencia, y en particular la agencia de las cosas, nos permitieron entender el papel activo de las entidades no humanas del paisaje así como identificar el rol fundamental que tiene la acción comunicativa en esta dinámica. A partir de ello, propongo definir dos dimensiones de comunicabilidad. Por un lado, aquel trasfondo ontológico relacional que permite y requiere la articulación entre entidades humanas y no humanas; esta articulación implica alguna forma de comunicación entre las mismas para que tal articulación tenga incidencia en un estado de cosas. Por otro lado, estas actitudes relacionales –que constituyen la matriz ontológica de sistemas animistas y perspectivistas- deben ser compartidas por los miembros de un grupo para que formen parte de los procesos de reproducción cultural, integración social y socialización. Se trata pues de una dimensión comunicativa a nivel inter-específico y una dimensión comunicativa a nivel intra-específico. Ambas dimensiones no solo son mutuamente dependientes sino que constituyen el entramado práctico de un paisaje relacional. Lo anterior lo expondré a partir de dos conceptos: umwelt o mundo alrededor y lebenswelt o mundo de la vida.

La interacción semiótica y la comunicación a través del Umwelt y del Lebenswelt

El concepto de umwelt, propuesto por Jakob von Uexküll a principios del siglo xx, dio pie a la ecosemiótica surgida ya hacia finales del siglo. La ecosemiótica es el estudio de las interrelaciones semióticas entre los organismos y sus ambientes, de lo que se deduce que el centro de interés no está en el homo semioticus sino en los organismos semioticus [Nöth, 1998]. Si bien representa una aproximación teórica a la ecología humana, la ecosemiótica puede ser aplicada a diversas disciplinas siendo una de sus metas trascender las dicotomías conceptuales cartesianas tales como cultura/naturaleza, mental/material, etc. Su principal fundamento es que los ecosistemas están constituidos no solo por flujos de materia y energía sino también por flujos de signos. En este sentido, rechaza la noción convencional de naturaleza como un fenómeno principalmente material opuesto a la noción de sociedad como un fenómeno principalmente comunicativo. Más bien, la ecosemiótica concibe a la naturaleza y a la sociedad como sistemas interconectados y simultáneamente materiales y comunicativos [Hornborg, 2001b].

Uexküll sostenía que las interacciones materiales de los organismos en un ecosistema presuponen el intercambio y la interpretación de signos. Así como el águila arpía del Amazonas reconoce el movimiento que los monos hacen en el follaje, alertándolos de su proximidad, cada organismo y especie existe en virtud de su capacidad de percibir e interpretar el mundo alrededor. Un ecosistema no es una máquina en donde los diversos elementos que la componen realizan funciones en respuesta a la mente externa de un ingeniero. Los ecosistemas son articulaciones increíblemente complejas de innumerables sujetos conscientes comprometidos cada uno a través de las lentes de sus propios mundos subjetivos. Dado que existen diferencias específicas entre las especies en cuanto a necesidades, capacidades y perspectivas de sus ambientes, hay tantos tipos de umwelt como especies haya. De este modo, lo que la perspectiva ecosemiótica hace es otorgar al umwelt humano el mismo status que a los umwelten de cualquier otra especie, siendo los ecosistemas el resultado de la coexistencia de una multitud de tales subjetividades [Hornborg, 2001b; Nöth, 1998]. De acuerdo a Hornborg [2001b], esta visión de la ecología armoniza muy bien con las denominadas “ecocosmologías” indígenas tradicionales, con lo que bien puede constituirse en un marco teórico para las ontologías animistas y perspectivistas. Lo que se propone desde la ecosemiótica es que en la base de tales ontologías no está solamente el hecho de que el humano tiende a subjetivar las cosas a partir de una capacidad cognitiva basada socialmente, sino también, y sobre todo, en el hecho de que las relaciones ecológicas son fundamentalmente comunicativas [Hornborg, 1999].

Partiendo de esta perspectiva, Hornborg distingue tres sistemas humanos de signos que son constitutivos de los ecosistemas. Aquí solo trataré los dos primeros: signos sensoriales y signos lingüísticos. 61 Cada uno es prerrequisito para el siguiente, lo que significa en este caso que los signos lingüísticos estarán mediados por órganos sensoriales. En primer lugar, dice Hornborg, los humanos, al igual que los animales, están equipados para trasmitir y recibir señales sensoriales (visuales, auditivas, táctiles, olfatorias y gustativas), lo que da lugar a sistemas de comunicación pre o extra-lingüísticos entre organismos humanos y no humanos. En efecto, a lo largo de milenios, la mayor parte de la interacción entre humanos y no humanos ha estado mediada por innumerables sensaciones del ojo, el oído, la nariz, la lengua y la piel –fundamentales, por ejemplo, para el desempeño del cazador-, de lo cual solo una parte ha estado reflejada en categorías lingüísticas. Tales flujos de signos sensoriales son lo que constituye la inmersión corporal en el mundo proclamada por los fenomenólogos con sus nociones del habitar y ser-en-el-mundo. En la medida en que los miembros de un grupo reproducen miméticamente y comparten patrones convencionales de emisión y recepción de tales signos, están construyendo y reproduciendo patrones culturales de comunicación con su entorno no humano. Así por ejemplo, los cazadores amahuaca de Perú saben perfectamente no solo como obtener información de los sonidos, movimientos, aromas, excrementos, marcas de dientes, huellas, trozos de frutas, hojas caídas, ramas rotas, etc, sino también cómo disfrazar sus propios colores y aromas, e imitar el sonido de un animal y hacer que el mismo les responda. De este modo, los sistemas de signos sensoriales son potentes ingredientes en la relación humano-ambiente lo que los hace susceptible de inscribirse en el paisaje. De acuerdo a Hornborg [2001b], la dieta y otras preferencias culturales de generaciones pasadas de grupos amazónicos han dejado un registro tangible en el paisaje en la forma, por ejemplo, de berbechos, con una incidencia mucho más alta de especies alimenticias.

Ahora bien, como vimos, esta actitud de interacción sensorial se extiende también a “objetos inertes” como artefactos, rocas o lugares, para los cuales la ecosemiótica parece, y solo parece, no cubrir. 62 En realidad, si partimos de la noción de actantes, cualquier ideomorfo, tecnomorfo, biomorfo o antropomorfo inmerso en una red de relaciones tiene el potencial de incidir en un estado de cosas. Si a esto le sumamos la noción de índice y de abducción de la agencia propuesta por Gell entonces la posibilidad de que ocurra un “intercambio e interpretación de signos” con “objetos inertes” se vuelve absolutamente real. Finalmente, si vemos a las cosas desde su cualidad relacional y no sustantiva podremos entender el por qué una roca a veces es simplemente una roca y a veces un ser vivo. Para los nakaya, del sur de la India, algunas piedras son Devaru porque “vienen hacia” y “saltan sobre”, mientras otras no son Devaru sino simplemente piedras 63 [Bird-David, 1999: 74]. Cuando Hallowell le preguntó a un hombre ojibwa, del norte de Canadá, si “todas las piedras que vemos aquí están vivas”, el hombre, luego de pensarlo un rato le respondió que “No, pero algunas si”. Al parecer, las piedras vivas son aquellas que “se mueven” y “abren la boca” hacia los ojibwa [Hallowell, 1960 en ibid.1999 74-75]. Si bien algunas de estas actitudes pueden estar codificadas en palabras, es evidente que los sentimientos expresados en tales relaciones representan un nivel sensorial de experiencia difícil de describir y que se trasmite básicamente a través de la práctica mimética cotidiana. La práctica social es así un proceso cultural que condiciona a los seres humanos a responder de cierta manera a signos particulares. De este modo, los signos sensoriales juegan un importante rol en las relaciones con el entorno y por milenios han sido ingredientes activos en la transformación de los ecosistemas [Hornborg, 2001b].

El segundo tipo de sistema de signos corresponde al lenguaje. Por lo general, los sistemas lingüísticos son considerados centrales en la cultura, lo que puede verse claramente en la incidencia de los estudios lingüísticos en la investigación antropológica. Recordemos al respecto, el aporte de los Moser al conocimiento de la lengua seri y con ello a todo el espectro ontológico de estos grupos; o el estudio de Hine quien, a partir de un análisis minucioso de los cantos seris, ofrece un profundo análisis de las entidades espirituales que confluyen en ellos. El lenguaje humano es así parte de una relación activa con el entorno, y esto se ve también a través de las clasificaciones etnobotánicas y toponímicas. Gracias a Felger y Moser [1985] sabemos que los seris nombran a las plantas de acuerdo al tamaño, color, forma, funciones fisiológicas, relación con el lugar o hábitat, alimentación, similitud con partes del cuerpo o con rasgos animales, etc., pero también por el lugar que ocupan en el mito de origen y por el poder espiritual que tienen. Lo mismo ocurre con el rescate de la toponimia seri que realizaron Marlett y Moser [2000] lo que, entre otras cosas, nos permite entender la incidencia de la memoria y de la práctica cotidiana en la configuración de los lugares.

Si bien podría parecer obvia la influencia que las categorías culturales y metafóricas tienen en la manera en que los humanos se vinculan con su entorno, para los fenomenólogos tales codificaciones lingüísticas son secundarias al conocimiento práctico que da el movimiento del cuerpo en el paisaje. Sin embargo, más que ser relegado a un segundo lugar, podemos ver al lenguaje como una codificación de la práctica humana, incluyendo el compromiso práctico con los organismos no humanos. En este sentido, tanto las actividades de caza, pesca y recolección como los cantos, los relatos y las narraciones míticas entablan el mismo tipo de compromiso con el entorno. A través de las actividades que implican la obtención del alimento, el entorno entra directamente en la constitución de la persona no solo como fuente de alimentación sino también como fuente de conocimiento [Ingold, 2000: 57]. Los cantos seris constituyen otro claro ejemplo de este tipo de compromiso. Si recordamos que los cantos representan el poder espiritual de una planta, de un animal, del desierto o del mar, resultará bastante claro concebir a esta forma lingüística como “el esqueleto de un modo profundamente encorporado de comunicación” [Hornborg, 2001b: 132]. La esencia de este tipo de prácticas, como pueden ser los cantos pero también el trazo de ciertos símbolos sobre determinados objetos o el uso de instrumentos de viento, no es otra cosa más que la necesidad de comunicarse con ese mundo no humano, un mundo poblado de sujetos con agencia y personeidad.

Hasta aquí he hablado de formas de interacción e interpretación de signos sensoriales y lingüísticos entre los seres humanos y su entorno, que pueden estar en la base de las ontologías relacionales y que, por lo mismo, refiere a los umwelten de grupos indígenas tradicionales. A este umwelt, Deely propuso llamarlo lebenswelt o mundo-de-la-vida, un concepto desarrollado inicialmente por Husserl y retomado por otros fenomenólogos [Deely, 2004: 22]. Ciertamente, las relaciones subjetivas –sensoriales y lingüísticas- que conforman un “mundo alrededor” constituyen para esos grupos una realidad que les es familiar en virtud de experiencias ya interpretadas, es decir, de ese mundo-de-la-vida (ver más adelante). Sin embargo, si bien he hablado de interacción y/o formas particulares de comunicación, aún no he hablado formalmente de comunicación. Por tal motivo, seguiré a Habermas [2002] quien, desde el concepto de lebenswelt, desarrolla la teoría de la acción comunicativa con lo que evita los problemas de la fenomenología. Este enfoque permite abordar las formas de interacción tradicionales que acabamos de ver dentro de un marco constitutivo de la sociedad y de las identidades sociales e individuales. Solo a partir de ello podremos ver a las formas y entidades del paisaje como sujetos vivos y activos enlazados a través de prácticas cotidianas de interacción, cuya inacabada urdimbre configura el paisaje.

La definición de mundo de la vida de Husserl basada en la prioridad de la intuición como fuente de evidencia inmediata hace que Habermas se apoye más en los escritos de Schütz, reelaborados y editados por Luckmann, quienes sin embargo tampoco abandonan el método intuitivo y fenomenológico del primero. Estos autores destacan tres elementos del mundo de la vida: a) éste es dado al sujeto de manera aproblemática. El mundo de la vida constituye así una red intuitivamente presente y por tanto familiar y transparente pero a la vez inabarcable. Se trata de un suelo no cuestionado de todo lo dado en la experiencia, así como del marco incuestionado en que se plantean los problemas que habrán de resolverse; b) a su vez, el mundo de la vida es un mundo compartido intersubjetivamente, es decir, hay un a priori social que esta inscrito en la intersubjetividad, por lo que “el mundo de la vida es desde el principio, no mi mundo privado sino un mundo intersubjetivo”; y, c) finalmente, siguiendo a Husserl, sostienen que las situaciones cambian pero los limites del mundo de la vida no pueden trascenderse, lo que implica que el mundo de la vida es inmune a toda revisión. De ahí que toda comprensión de una situación pueda apoyarse en una precomprension global.

De acuerdo a Habermas, la definición fenomenológica de Schütz y Luckmann se limita a un concepto culturalista del mundo de la vida, según lo cual, los patrones culturales de interpretación, valoración y expresión sirven como recursos para la interpretación de los participantes en la interacción. Sin embargo, dice el autor, el trasfondo del mundo de la vida no se compone solo de certezas culturales. También consta de las habilidades individuales, del saber intuitivo de cómo hay que habérselas acerca de una situación así como de prácticas socialmente arraigadas. Sociedad y personalidad no solo operan como restricciones sino también como recursos. Lo aproblemático del mundo de la vida, sobre cuyo trasfondo y a partir del cual se actúa comunicativamente, se debe también a la seguridad que dan al actor las solidaridades acreditadas y las competencias probadas. De este modo, tanto las tradiciones culturales, como las solidaridades de los grupos integrados a través de valores y normas, y las competencias de los individuos socializados, penetran en la acción comunicativa. Al permanecer en la fenomenología trascendental, Schütz y Luckmann no aprehenden las estructuras del mundo de la vida recurriendo a las estructuras de la intersubjetividad lingüísticamente generadas sino al reflejo de esas estructuras en las vivencias subjetivas de un actor solitario [2002: 185]. Por lo tanto, dice Habermas, es necesario corregir la reducción culturalista del concepto.

El concepto de mundo de la vida planteado en términos de la teoría de la comunicación se emancipa de la filosofía de la conciencia pero se sigue moviendo aún en el plano analítico de la fenomenología. Así, desde la perspectiva del participante, el mundo de la vida aparece como el contexto, creador de horizontes, en los cuales se dan los procesos de entendimiento. Sin embargo, aclara Habermas, este concepto de mundo de la vida desarrollado en términos de la teoría de la comunicación desde la perspectiva del participante no resulta utilizable para fines teóricos, es decir no resulta apto para el deslinde del ámbito objetual propio de las ciencias sociales, aquella región constituida por la totalidad de los hechos históricos y socioculturales [2002: 193]. Para ello propone el concepto cotidiano de mundo de la vida, en el que los agentes comunicativos localizan y datan sus emisiones en el espacio social y en el tiempo histórico. En la práctica comunicativa cotidiana, las personas no solo están en la actitud de participantes sino que también hacen exposiciones narrativas de lo que acontece en el contexto de su mundo de la vida.

De acuerdo a Habermas, el actor cuando habla entabla una relación pragmática con algo en el mundo físico, en cuanto a la totalidad de las entidades; con algo en el mundo social, en cuanto a la totalidad de las relaciones interpersonales; y con algo en el mundo subjetivo o personal, en cuanto a las propias vivencias. En realidad, dice el autor, las manifestaciones comunicativas están insertas a un mismo tiempo en diversas relaciones con el mundo. La acción comunicativa se basa en un proceso cooperativo de interpretación en que los participantes se refieren simultáneamente a algo en el mundo físico, en el mundo social y en el mundo subjetivo aun cuando en su manifestación solo subrayen temáticamente uno de estos tres componentes. Así, cuando un oyente asiente a la pretensión de validez que en concreto se tematiza, reconoce también las otras dos pretensiones de validez que solo se plantean implícitamente [2002: 171-172]. Ahora bien, la práctica narrativa no solo cubre las necesidades triviales de entendimiento sino que permite también la autocomprensión de personas que han de objetivar su pertenencia al mundo de la vida en su rol de participantes en la comunicación. Así, sólo podrán desarrollar una identidad personal si se dan cuenta de que la secuencia de sus propias acciones constituye una vida susceptible de narrarse; y sólo podrán desarrollar una identidad social si se dan cuenta de que a través de su participación en las interacciones mantienen su pertenencia a los grupos sociales y que por ello estarán involucrados en la historia narrativa de los colectivos. Los colectivos sólo mantienen su identidad en la medida en que las representaciones que de su mundo de la vida se hacen sus miembros, se solapen suficientemente, condensándose en convicciones de fondo aproblemáticas [2000: 193-194].

De este modo, a diferencia de la perspectiva del participante, en donde el mundo de la vida aparece sólo como contexto constitutivo del horizonte del entendimiento, la perspectiva del narrador, que supone el concepto cotidiano del mundo de la vida, permite analizar aquellas funciones que cumple el lenguaje en la reproducción del mundo de la vida. Así, “bajo el aspecto funcional del entendimiento, la acción comunicativa sirve a la tradición y a la renovación del saber cultural; bajo el aspecto de coordinación de la acción, sirve a la integración social y a la creación de solidaridad; y bajo el aspecto de socialización, finalmente, sirve a la formación de identidades personales” [2002: 196]. A estos procesos de reproducción cultural, integración social y socialización corresponden los componentes estructurales del mundo de la vida, esto es, la cultura, la sociedad y la personalidad. Habermas entiende a la cultura como el “acervo de saber en que los participantes en la comunicación se abastecen de interpretaciones para entenderse sobre algo en el mundo”; a la sociedad como “las ordenaciones legítimas a través de las cuales los participantes en la interacción regulan sus pertenencias a grupos sociales asegurando con ello la solidaridad”; y a la personalidad como “las competencias que convierten a un sujeto en capaz de lenguaje y de acción, esto es, que lo capacitan para tomar parte en procesos de entendimiento y para afirmar en ellos su propia identidad” [ibid.].

Finalmente, contrario al concepto culturalista, vemos que la acción comunicativa no es solamente un proceso de entendimiento, ya que los actores, al entenderse sobre algo en el mundo, están participando simultáneamente en interacciones a través de las cuales desarrollan, confirman y renuevan su pertenencia a los grupos sociales así como su propia identidad. Las acciones comunicativas no son solamente procesos de interpretación en que el saber cultural queda expuesto al “test del mundo”; significan al mismo tiempo procesos de interacción social y de socialización. En estos procesos el mundo de la vida queda sometido a prueba de una manera distinta, ya que tales pruebas no se rigen directamente por criterios de racionalidad sino por criterios concernientes a la solidaridad de los miembros y a la identidad del individuo socializado [2002: 198].

Proponía al comienzo la combinación de dos dimensiones de comunicabilidad: el aspecto articulador entre entidades humanas y no humanas propio de las ontologías relacionales, que bien puede emparejarse con la noción de umwelt; y el aspecto compartido y comunicado a través de la narración, de tales actitudes articuladoras, que bien puede expresarse a través de la acción comunicativa del lebenswelt. Ambas dimensiones se solapan en una dependencia mutua, ya que aquellas experiencias que no se socialicen no incidirán en el mundo de la vida, mientras que aquellas que se narren y se compartan con las experiencias de otros participantes en la acción comunicativa se convertirán en convicciones de fondo aproblemáticas (figura 2). Si bien la experiencia narrativa de la acción comunicativa solo se da entre los seres humanos, ésta incorpora la experiencia comunicativa- sensorial y lingüística- propia del umwelt, configurando así el entramado de un paisaje vivo y activo que incorpora algo más que seres humanos. Los seres interactuantes, es decir, aquellas entidades o actantes con algún grado de agencia y personeidad -entre los que están los seres humanos- que confluyan en prácticas repetidas y compartidas de interacción (ubicadas en la intersección de la figura 2) contribuyen a través de las mismas a la renovación del acervo cultural, a la integración social y a la socialización de sistemas animistas o perspectivistas. Considero que una de estas prácticas corresponde al trazo de diseños en las paredes rocosas, lo que veremos en el próximo capítulo.

Actantes :
Humanos, animales, plantas,
Lugares, cantos, imágenes,
Cosas, aerófonos…



Prácticas de interacción:
Búsqueda del poder espiritual
Prácticas de curación
Obtención del alimento
Ceremonias…

Figura 2: La acción comunicativa en el paisaje relacional

Desde esta perspectiva, podemos entender al paisaje como la materialización recursiva y dinámica de esa ontología indígena compartida y comunicada a través de la práctica cotidiana del habitar. El paisaje puede estar materializado en una forma, en un lugar, en una materia, en una imagen, en un sonido, etc. en la medida en que esa forma, ese lugar, esa materia, esa imagen, ese sonido, formen parte del entramado ontológico compartido. Finalmente, el paisaje se renueva, confirma o modifica continuamente a través de procesos de interpretación, interacción social y socialización. Si consideramos que la cualidad constitutiva del mundo animista o perspectivista no es tanto la intersubjetividad sino la agencividad [Ingold, 2000: 47], entonces ambas dimensiones de comunicabilidad quedan solapadas en un mismo plano, al que concibo como paisaje relacional. 64

Desde este enfoque se intenta abordar al paisaje desde un marco más integrativo en donde las entidades y las formas del paisaje, enlazados a través de prácticas cotidianas de interacción, cumplen un rol activo y dinámico en la integración social y en la identidad de los grupos, y en cuya urdimbre inacabada se va configurando el paisaje.

 

NOTAS

9 De hecho, luego de la caída del Tercer Reich la arqueología alemana, marcada por el racismo, intentó volverse descriptiva, empírica y ateórica.

10 De acuerdo a Insoll [2007], el término identidad todavía no aparece en los diccionarios de principios del siglo xviii (año 1719) consultados por el autor.

11 Para Benedict Anderson, quien analiza la administración de las colonias europeas en América y cómo ésta contribuyó a formar el germen de las naciones americanas, es América más que Europa la pionera en el nacimiento de los nacionalismos [Fernández de Rota, 2005: 58].

12 Para Julian Thomas, el sentido de identidad fomentado por los estados-nación de esta manera, era más moderno que primordial [2004: 104].Por su parte, Anderson describe a la nación moderna como una forma de “comunidad imaginada” [Fernandez de la Rota, 2005].

13 Claro ejemplo de ello es el estado mexicano, el cual ha construido un nacionalismo fuertemente arraigado en el pasado prehispánico.

14 La definición de cultura que da Taylor en 1871 ha sido probablemente la más duradera y difundida: “conjunto complejo que abarca los saberes, las creencias, el arte, las costumbres, el derecho, así como toda disposición o uso adquiridos por el hombre viviendo en sociedad” [Fernández de Rota 2005: 43]. Esta definición de cultura sería válida para toda sociedad humana.

15 La cuestión principal radica en que el enfoque histórico-cultural ha sido capaz de representarse a sí mismo como una metodología a-teórica, es decir como una mera heurística neutral de análisis, que podría ser aplicada como un primer paso en cualquier investigación arqueológica. Sin embargo, en la medida en que se siga aplicando el método clasificatorio y tipológico de la escuela histórico-cultural como una heurística neutral, se seguirá asumiendo implícitamente la existencia en el pasado de normas culturales y de prácticas sociales homogéneas y delimitadas, a imagen y semejanza de los estados-nación modernos [Jones, 2007; Thomas, 2004].

16 Así, una vez que “se inicia la historia del hombre, su historia es ya la historia de la nación y de las naciones. La mente se proyecta en el espacio de la Geografía Universal y en el tiempo histórico a través del molde organizativo de las naciones-estado” [Fernández de Rota, 2005: 9].

17 Dado que su territorio quedó dividido con Estados Unidos, los pápago pueden cruzar la frontera internacional sin visa ni pasaporte y por lo tanto gozar de las mayores ventajas que tienen del lado norteamericano. Esta situación ha generado un interés creciente por “ser pápago”, con lo cual el gobierno de la comunidad asentado en Arizona ha invitado a las familias a construir sus genealogías –a través de estudios de adn-, debiendo poseer como mínimo un cuarto de su sangre. Sin embargo, señala Salas Quintanal, frente a las dificultades que esto acarrea, los sitios sagrados emergen como la posibilidad de crear una identidad colectiva perdida en la historia. Los pápago reconocen tres tipos de sitios sagrados: los entierros, los cerros y montañas, y los sitios que conservan manifestaciones rupestres. El rasgo común de estos lugares es que en ellos pueden establecerse vínculos con los antepasados, y tanto los pápago del lado de Estados Unidos como los del lado mexicano reconocen este hecho [Salas Quintanal, 2004].

18 Dichas críticas implicaron que la arqueología comenzara a posicionar sus debates dentro de las ciencias sociales, más que buscar afinidades con las ciencias naturales [Thomas, 2007].

19 A su vez, es de resaltar que a veces la agencia corresponde a grupos o facciones dentro de una sociedad o incluso a colectividades y no solamente a personas individuales.

20 Lo que lleva a veces a utilizar conceptos tales como “intencionalidad”, “motivación”, “conciencia”, “creatividad”, “estrategia”, etc. que, si bien pueden estar presentes en una acción, no son necesariamente definitorios de una agencia.

21 Posiblemente haya sido este cuestionamiento, íntimamente relacionado con la cuestión del ser, lo que llevó a la introducción del concepto de ontología (onto: ser, logia: estudio de) en arqueología.

22 Este sentido de división entre interior y exterior era enteramente nuevo, y marcó, para muchos autores, la base para el surgimiento de algunos de los discursos característicos de la modernidad, como el psicoanálisis freudiano [Thomas 2004:127-128].

23 El sujeto ya no es aquel que está “bajo” la autoridad del gobernante, sino que constituye la base a partir de la cual se construye el mundo

24 Una de las consecuencias que trae la separación conceptual entre cultura y naturaleza fue la división gradual del trabajo intelectual, formalizada en la distinción que hace Dilthey en el siglo xix entre ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza.

25 En la actualidad, y a la par con el desarrollo de estudios neurológicos, el punto de interés está centrado en la relación mente y cerebro. Mientras la mente está en el cerebro, que es parte del cuerpo, el alma es sustituida por la individualidad como el componente espiritual esencial de cada persona.

26 Este tema será tratado en el apartado sobre Arqueología del Paisaje.

27 En este sentido, la idea de “humanidad” tiende a ser más incluyente en tanto que no se limita a los seres humanos sino que puede incluir a otro tipo de seres o entidades.

28 También las palabras o las esencias espirituales son parte de las sustancias intercambiadas.

29 Al resultado de este proceso Descola le llama Naturalismo, es decir, la idea de una coexistencia entre una naturaleza única y una multiplicidad de culturas, y la presenta como la ontología dominante de Occidente [Descola, 2003].

Título tomado del Proyecto “La Humanidad Compartida. Procesos de Identificación y Diferenciación Ontológica en el México de Ayer y de Hoy” (Papiit no. IN402310), en el cual tengo el gusto de participar.

30 Esta discriminación ontológica, que deja aparte a animales, plantas y alguna vez a los indígenas, los cuales se creía no tenían alma, manifiesta el privilegio que concedemos en la noción de persona a los criterios fundados sobre las expresiones de la “interioridad” humana –lenguaje, subjetividad, afectos, conciencia reflexiva [Descola, 2003: 48].

31 En Bali, por ejemplo, las sustancias de las palmeras son comparables con las diferentes sustancias corporales, esto hace que durante ciertos rituales se depositen cocos rellenos con sustancias humanas como la placenta del recién nacido o las cenizas de la cremación [Fowler, 2004: 109].

32 La auto-objetivación del cuerpo y la falta de control del cuerpo suele ocurrir, para nosotros, en situaciones extremas donde nuestro cuerpo es amenazado: fractura física, dolor, muerte.

33 Cabe destacar que la mitología y ritualidad de los yoreme está plagada de elementos cristianos. Así por ejemplo, es el propio Jesús [considerado como personaje autóctono, héroe cultural equiparable al Hermano Mayor del norte] quien condena a los surem a vivir bajo tierra por haberse ocultado de él, con lo que funda la naturaleza inframundana y ctónia representada por los surem en forma de hormiga, y convirtiéndose así en una humanidad paralela respeto a la cual los yoreme deben mostrar cierta conducta y observar determinados rituales [Olavarría et.al., 2009: 578].

34 El alimento que más afinidades presenta con la sangre es el pescado, el cual es prohibido para las personas que están en riesgo de retención de sangre –padres del recién nacido, mujeres menstruantes, asesinos de hechiceros. El ayuno de pescado se combina con el consumo intensivo de eméticos vegetales para purificar el organismo de sustancias de “pescado” y “sangre”, y producir semen. El uso de eméticos está presente en toda situación de transición social o de peligro místico o físico [Viveiros de Castro, 1979].

35 El mismo Latour, en una nota al pie sostiene que el uso de la expresión no- humanos implica un preconcepto antropocéntrico [2008: 107-108]. Ciertamente, no podemos hablar de antropocentrismo en el animismo indígena ya que si una legión de seres diferentes a los humanos son “humanos” entonces nosotros, los humanos, no somos tan especiales. Pero si tal vez podremos hablar de humanidad. Para Viveiros de Castro, si la condición común a humanos y animales es la humanidad y no la animalidad es porque humanidad es el nombre de la forma general de Sujeto [2004: 52]. Recordemos aquí que estamos hablando de humanidad como condición, y no del hombre como especie.

36 Con el termino abducción, Pierce indica la tercera forma de inferencia (después de la deducción y la inducción) la cual admite juicios sintéticos, esto es, admite una extensión científica del conocer desde el campo de lo ya conocido [Ferraris, 2005: 125]. Una abducción es originaria puesto que es el único tipo de argumentación que da origen a una nueva idea [Pierce, 1902 en ibid.: 126].

37 Debemos recordar que con la modernidad, estas propiedades pasaron a ocupar esferas completamente separadas. En ontologías relacionales, en cambio, se trata de propiedades indivisibles y además continuamente variables en su dimensionalidad.

38 Descola [1996] destaca tres tipos de relación: la “maternidad” entre la mujer y las plantas de su huerto, especialmente la mandioca; la “afinidad” entre los hombres y las presas de caza; y la “familiaridad” que guarda relación con los animales domésticos.

39 En otras versiones del mito de origen es la caguama de siete filos la que logra sacar arena del fondo marino con la que el señor del viento forma la tierra [Luque y Robles, 2006: 232, 236].

40 Haaco cama o “casa-aquel que habita” es un término que deriva de Heecot Cama, “desierto-aquel que habita”, y ha sido muchas veces traducido como chamán.

41 De acuerdo a Ingold, nosotros tendemos a distinguir entre lenguaje y música, sin embargo, sostiene el autor, la división entre la materialidad del sonido –su sustancia física- y su representación ideal –su anotación musical- es una construcción moderna [2007: 6, 15].

42 Tortuga Laúd o Dermochelis coriácea.

43 Para Latour “un intermediario es lo que transporta significado o fuerza sin transformación”, mientras que “los mediadores transforman, traducen, distorsionan y modifican el significado o los elementos que se supone que deben transportar”. Para la teoría del actor-red, sostiene el autor, casi no hay intermediarios pero hay una cantidad interminable de mediadores [Latour, 2008: 65].

44 El torote prieto (Bursera microphyllia) jugaba un papel central en cualquier contexto donde estuvieran involucrados los espíritus, ya que el poderoso espíritu de esta planta (Icor), protegería al iniciado de cualquier daño. De acuerdo a la mitología seri, el torote prieto fue la primera planta que existió sobre la tierra [Felger y Moser, 1985].

45 A veces el icocmolca de otro Haaco cama era utilizado también en este proceso [Renteria, 2006: 154].

46 Al respecto, cabe recordar la última frase que canta la pequeña raíz: “El viento nos toca y ronca suavemente”, lo que puede estar refiriendo a esa posibilidad de comunicación que caracteriza a un mundo animado.

47 Recordemos, por ejemplo, la noción de “la naturaleza buena para pensar” de Levi-Strauss en El totemismo en la actualidad.

48 Un claro ejemplo es la definición de cultura de Clifford Geertz como “la imposición de un marco arbitrario de significado simbólico sobre la realidad”.

49 Ya vimos en el apartado anterior numerosos ejemplos al respecto.

50 Las posibilidades lógicas de visibilidad y visibilización se pueden sistematizar a partir de cuatro estrategias principales definidas por Criado Boado [1991, 1993]. Estas son: inhibición (no hay una actitud consciente de visibilización de los resultados y efectos de la acción humana), ocultación (actitud consciente de invisibilización de los resultados y efectos de la acción humana), exhibición (actitud consciente de visibilización de los resultados y efectos de la acción humana dentro del presente social), y monumentalización (actitud consciente de exhibición de los resultados y efectos de la acción humana dentro del presente social y con pretensiones de permanencia).

51 En sus propias palabras, la arqueología del paisaje “es la inclusión de la práctica arqueológica dentro de coordenadas espaciales. A partir de ella se trata de pensar el registro arqueológico y la cultura material desde una matriz espacial y, simultáneamente de convertir al espacio en objeto de la investigación arqueológica [Criado Boado, 1999: 6].

54 Aunque reconoce que diferimos en cuanto a las divisiones de género, edad, clase, etnicidad, cultura y conocimientos [Tilley 2008a: 272].

55 Los cantos con peligro entran al dominio público solo cuando el haaco cama que los originó se haya muerto, ya que el poder de los mismos y por tanto su peligro se han ido [Bowen y Moser, 1970].

56 Obviamente nunca podremos deshacernos completamente de nuestros prejuicios y presupuestos ya que son los que nos hacen Ser-ahí, y no hay otra forma de ser más que Ser-ahí. En este sentido, no existe la “tabla rasa”. Sin embargo, creo que es un ejercicio intelectual que debe hacerse en toda investigación de índole social aunque siempre será un ejercicio “en proceso”.

57 Más allá del probable sentido socio-territorial del entierro de la placenta, debemos recordar que este acto no es ajeno a otros grupos vecinos. Mencionemos a los yaquis, quienes además de enterrar la placenta en el monte, arrojan los dientes de leche hacia el oriente, y guardan el cabello y las uñas para que, cuando la persona muera, su alma pueda volver sobre sus pasos y recoger las partes de su cuerpo. Algo similar ocurre entre los rarámuri, quienes a lo largo de su vida van enterrando los restos que su cuerpo produce para que luego de la muerte puedan ser recogidas por el alma que se mantiene volando. Desafortunadamente, en la bibliografía consultada sobre la etnografía seri no he encontrado datos que me informen acerca de lo que ocurre con las partes del cuerpo luego de la muerte.

58 Los Tepokas o Tepocas eran una de las bandas seris. Sere, refiere a seri.

59 “Cuando una persona se encontraba gravemente enferma, las figuras eran llevadas a una cueva donde los espíritus habitan. Existen muchas cuevas tanto en la tierra firme como en la isla Tiburón que son utilizadas, y en donde en ocasiones el curandero le canta a los santos (icocmolca) por una curación […] Esto los hace realmente fuertes para curar” [Xavier, 1941 en Felger y Moser, 1985: 239].

60 De acuerdo al mito de origen, un grupo de gigantes que iba hacia la sierra que hay entre Desemboque y Puerto Libertad fue alcanzada por la inundación lo que los convirtió en cirios (Fouquieria columnaris). Los más altos eran hombres y los más bajos y anchos eran mujeres embarazadas. En otra versión, quienes se convirtieron en cirios fueron la gente de Tastiota. La inundación los alcanzó cuando ya habían pasado la cresta de la sierra y estaban descendiendo, razón por la cual los cirios están en la cara norte de la sierra [Felger y Moser, 1985: 172].

61 El tercero corresponde a los signos económicos

62 El prefijo “eco” semiotica parece remitirse solo a los seres vivos, lo que es formalmente cierto en tanto que se trata de una aproximación a la ecología humana. Sin embargo, no debemos olvidar que la condición de “ser vivo” para la ontología occidental es mucho más acotada que para otras ontologías indígenas en donde el principio del intercambio e interpretación de signos es aplicable a otros existentes además de a humanos, plantas y animales. Deely [2004] coincide en que “la acción de los signos puede trazarse incluso al reino inorgánico anterior y aparte del advenimiento de los organismos” por lo que los objetos también pueden ser considerados en la teoría del Umwelt.

63 Devaru corresponde a cierta “forma personificada” que depende del contexto. Así, relata una de las informantes que mientras cavaba un pozo “este devaru vino hacia ella”; otra informante comenta que mientras su hermana dormía bajo un árbol “este devaru saltó sobre su regazo”. Las dos informantes devolvieron la piedra devaru a su lugar “para vivir” con las otras piedras aunque éstas eran solo piedras [Bird-David, 1999: 74].

64 El hecho de hablar de un mismo plano no significa que el mundo sea una dimensión indiferenciada sino por el contrario, se trata de un mundo plagado de diferencias las cuales no son sustantivas (una cosa es cultura o es naturaleza, en una ontología dual) sino relacionales (una misma cosa puede ser cultural o natural dependiendo del contexto de la relación).

 

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