TESIS DE DOCTORADO
DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGIA
UNIVERSIDAD DE BRASILIA
INDIOS MUERTOS, NEGROS INVISIBLES. LA IDENTIDAD "SANTIAGUEÑA" EN ARGENTINA.
José Luis Grosso
jlgrosso@usb.edu.co
dacir@telesat.com.co
CAPÍTULO III.
LOS FRAGMENTOS INDIOS.
En 1986 llegué por primera vez a la ciudad de Santiago del Estero. Entonces, recibí varias impresiones. A partir de 1987 comencé a recorrer las localidades de la mesopotamia santiagueña, con ocasión de las fiestas religiosas. Fiestas en contextos rurales, pero de mayorías urbanas: reflujo de las migraciones que han ocurrido a lo largo de todo este siglo a la ciudad de Santiago y a las grandes urbes del Sur: Buenos Aires, Rosario, Córdoba. La primera fiesta a la que fui, la del Señor de los Milagros de Mailín, es la más importante de la región en número de devotos. Fue allí que comencé a ver varias dimensiones en las fiestas religiosas, superpuestas, imbricadas, contaminadas unas con otras, pero diferenciables: la fiesta eclesial, las tradiciones familiares de los "dueños del Santo", los ritos locales, la música y el baile, el reencuentro social, el mercado ferial y el consumo. Varias dimensiones en cada fiesta, que giran en torno de alguna fuente local de poder sagrado, simbolizada en el Santo con sus historias, sus objetos, sus rituales, sus lugares anexos. Allí, lo "indio" reaparecía a cada paso, en fragmentos vinculantes a un pasado redivivo, cargados de hondo sentimiento y efervescencia, de los que brotaba un flujo invisible, embriagador, que reunía a los participantes en la emoción. Pero, fuera de estos momentos intensos, yo no veía dónde localizar visiblemente lo "indio" en lo cotidiano.
Un gran yacimiento arqueológico mesopotámico (Llajta Mauca, al este del Salado) había sido relevado a fines del siglo pasado y en las primeras décadas de éste. En su mayoría se trata de piezas de cerámica de uso funerario o doméstico. Ellas se encuentran en el Museo Arqueológico Provincial, situado en el centro de la ciudad de Santiago. Colecciones privadas y donaciones periódicas de piezas halladas fueron sumadas a lo colectado en Llajta Mauca por Emilio y Duncan Wagner, venidos de Francia en misión científica, el primero arqueólogo y el segundo dibujante. Ellos remontaron el origen de todas las piezas a un lejano pasado: la "Civilización Chaco-Santiagueña", hija directa de la "Civilización Primordial". El Museo Arqueológico era una visita obligada para un recién llegado a Santiago del Estero, y algo que los santiagueños urbanos tienen a mano para mostrar o para señalar cuando, en cualquier ocasión, familiar o académica, sale el tema de lo indígena. Esa serena y distante colección de piezas, clasificadas, catalogadas y exhibidas en el espacio neutro del Museo, poco tenía que ver con el desorden y la sorpresa que en el campo provocaba el frecuente hallazgo de "tinajas de los indios".
A medida que fui recorriendo el territorio mesopotámico me llamó la atención que en toda parte había "cementerios de indios". No había localidad que no tuviese cerca un sitio donde no se hubiera encontrado, desde hace mucho o poco tiempo, trozos de cerámica o urnas enteras. Si contenían huesos o se hallaban dispersos a flor de tierra, se los volvía a enterrar. Después de cada lluvia, los niños, que regresaban de la escuela por distintos senderos del monte, encontraban nuevas piezas, las "levantaban" ("levantar" es el verbo que en el campo se usa para nombrar la acción [1] ) y las llevaban a sus casas. Luego iban los adultos con una pala, para cavar donde sobresalía o se insinuaba la boca de una "tinaja" enterrada. Algunas localidades tenían en sus proximidades grandes extensiones de donde periódicamente extraían piezas, mayores o menores. Toda el área mesopotámica conforma un "museo" paralelo, en bruto, inclasificado, vivo. La gente del lugar convive con las piezas guardadas en las casas y se asombra con las reapariciones periódicas de los "cementerios de indios". También los llaman "entierros de indios", distinguiéndolos de los cementerios actuales, ya que aquéllos no tienen ninguna señal exterior, como las cruces o los monumentos, que indique su presencia.
Pero en todos mis recorridos entre el Salado y el Dulce nunca hallé a nadie que se dijera "indio", ni que siquiera aceptara tener algún vínculo de descendencia con esos "indios" (des)enterrados. Muchos son señalados como tales "descendientes" por quienes, en virtud del tono más claro de su piel, o del color celeste o verde de sus ojos, o porque su familia tradicionalmente se concibe como de ascendencia española, lo comentan en privado. Estos vecinos de la campaña que se auto-diferencian claramente de su entorno son los llamados "Principales". Los Principales frente a los señalados como "descendientes de indios" son la polaridad social extrema de las localidades mesopotámicas.
Los Principales siempre ocupan los cargos institucionales: Comisionado Municipal, directores/as y maestros/as de Escuela, Comisario o Delegado de Policía, familia dueña del Almacén de Ramos Generales. "Principales" es un término muy usado en la documentación colonial capitular para expresar la distinción social. Ellos distribuyen a su alrededor, muchas veces sin verse a sí mismos (su piel oscura, sus rasgos), "descendencias de indios", "devociones paganas", "creencias supersticiosas", ellos asumen el discurso urbano de la "civilización", de la "cultura" y del "progreso". Siempre transmiten, en sus conversaciones, todas las cosas que han hecho en beneficio de la localidad (construir un canal, hacer la plaza, levantar la capilla, ensanchar o pavimentar un camino, donar una imagen religiosa), y lo difícil que es "mover a esta gente, que no aspira, que no quiere más que tomar y divertirse". Tienen contactos estables entre ellos y una red de capital social que se extiende a las capas más altas de las ciudades vecinas (grandes comerciantes, familias de prestigio tradicional, políticos, profesores y maestros). En esa red se cultiva el reconocimiento de los apellidos, el árbol genealógico. Y en toda Comisión, toda festividad oficial y todo liderazgo político, ellos encabezan las listas.
Por otra parte, las señales de "descendencia de indios" son marcadas en ciertos rasgos fenotípicos, dentro de un degradé generalizado y sin saltos (que incluye la mayoría de las veces también a los "Principales", como he señalado), que va de una piel cobriza a un oscuro muy subido. En la mayoría de los casos, estos señalamientos descansan en noticias transmitidas generacionalmente, tratando de preservar el orden de las cosas. Pero nadie auto-reconoce identidad o ascendencia indígena, sino sólo la general "santiagueña". Un señalamiento público de ese tipo es un insulto.
Los años 1995, 1996 y 1997 me dediqué a visitar los cementerios cristianos, en uso, de las localidades mesopotámicas, y hallé formas locales muy singulares de ornamentación de las tumbas. En ellos y de diversos modos, reaparecen las figuras y los diseños de las cerámicas de los "indios", en maderas talladas o en guardas de azulejos. Formas que se suman a la variedad de fragmentos rituales, que afloran aquí y allá en las fiestas de los Santos, y en los que lo "indio" se sigue significando y representando, pero sin tomar la consistencia de un discurso coherente y homogéneo.
a. Cementerios de indios.
En la ciudad de Santiago tuve noticias, a poco tiempo de mi llegada, de que en varias localidades del interior había "túmulos" donde aún se recogían piezas de uso funerario: grandes urnas, de unos 80 ó 90 cm. de diámetro y unos 70 cm. de alto. Pero, con frecuencia, al ser extraídas, éstas se rompían y se volvían un montón de fragmentos y cenizas. En 1988 visité por primera vez un "cementerio de indios", en Silípica. A un costado de la población, a unas cuatro cuadras de la Iglesia, junto a un cauce antiguo del río, hay una gran extensión, de 100 por 600 mts., regada de pequeños fragmentos de cerámica roja, en tal profusión que uno camina sobre ellas. En el extremo sur de este predio, la gente del lugar halló "tinajas" enteras y figuras de animales. Sin embargo, la mayor superficie era de pequeños pedazos de cerámicas sin relieves. Para los lugareños (como luego en todas las otras localidades) se trataba, en su totalidad, de un "cementerio de indios": "Áhi vivían y enterraban los indios, todo es de los indios muertos". "Cementerio de indios" es todo sitio donde aflora cerámica indígena, aunque no se trate estrictamente de cerámica funeraria y aunque por lo tanto no aparezcan huesos.
Los pobladores habían llevado a sus casas muchas piezas, y mostraban sólo algunas. La Escuela tenía también su colección, con la intención de hacer un museo local. La Directora, que era originaria de Silípica pero tenía residencia en la ciudad de Santiago, era quien estaba investigando para darle una clasificación y fundamentación científica a la exposición de la tumultuosa suma de pedazos. Hoy ya están odenadas en una sala de la Escuela, varios vecinos han donado otras piezas; otros las han vendido o regalado a visitantes curiosos, pero algunas son guardadas en un rincón de la casa, y después de cada lluvia, siguen "levantando".
A medida que fui visitando las localidades mesopotámicas, me fueron mostrando piezas que guardaban en las casas: urnas, vasijas, fragmentos coloridos, figuras de animales... Varios las ofrecían a la venta por el dinero que se quisiere dar, otros directamente las regalaban. Pero ciertas piezas eran conservadas desde hacía muchos años, y se iban sumando las que se colectaban periódicamente: "Después que llueve, brotan en todas partes", me aseguraban. Pocos son los Principales que prestan atención a esto, sobre todo lo hacen aquellos que están más vinculados a las escuelas o que, si se enteran de algunas piezas grandes, las desentierran para llevarlas al Museo Arqueológico. Aún en esos casos, su actitud es distante, los mueve un interés cuasi-científico.
Antes de la canalización de los ríos, proceso iniciado en la década de 1950 pero que se completó en la década de 1970, los lugareños recuerdan que, cuando bajaba la inundación, también aparecían grandes áreas que mostraban restos cerámicos a flor de tierra, y que, excavando un poco, se podía sacar hasta piezas enteras. Quienes viven en sus inmediaciones sólo "levantan" las "tinajas" o "tinas", "tejas y botones" (como les llaman), pero si hubiere fragmentos de huesos, se los deja, sin tocarlos, si se trata de calaveras u otras partes de esqueletos humanos, se los cubre con tierra o se los entierra a mayor profundidad. Igualmente, si las urnas contuvieren huesos dentro, se los extrae allí mismo o más tarde en la casa, con sumo cuidado, y se los vuelve a enterrar en el mismo lugar de donde se "levantó".
"Tinajas" o "tinas" se llama en toda el área mesopotámica a las urnas, recipientes, platos, grandes o pequeños, que se encuentran en los "cementerios de indios" y que normalmente es necesario que se realice una excavación para intentar extraerlos enteros, pero casi siempre, al entrar en contacto con el aire, se resquebrajan. "Tejas" es próximo al quichua ticas, que significa "pedacitos de tiestos", término con que se los suele denominar hablando en esa lengua, si no, se usa el general "tinajas". "Tejas" son los fragmentos multiformes, a veces policromados, a veces con figuras animales, que cubren generalmente grandes superficies de terreno y sobre los que inevitablemente se camina. "Botones" son los aros de cerámica que se usaban para hilar la lana destinada a los tejidos, según la referencia dada por los propios lugareños, y que fue, según la documentación, una producción importante en la región desde tiempos prehispánicos.
Los "cementerios de indios" están, en todos los casos, en la proximidad de algún lecho muerto de los ríos. Varios de ellos consisten en largos montículos de hasta 50 mts., que sobresalen del suelo unos 80 cm. ó 1 mt., con su parte superior y sus bordes redondeados, seguramente erosionados por las antiguas crecientes y por las lluvias. Los Hermanos Wagner los llamaron "túmulos" y alguna gente del lugar los llama así o, más comúnmente, "bordos". Aparentemente se trataba de elevaciones en cuya base se sepultaba a los muertos, encima se construían las viviendas y servían de diques para la contención de las aguas durante las crecientes de los ríos, y de retención de las mismas para la pesca y previendo las largas sequías que sucedían con frecuencia a las inundaciones (Wagner y Wagner 1934). Siempre la extensión de tierra en la que se halla cerámicas es más amplia, pero en los "bordos" es donde se "levantan" tinajas grandes (urnas funerarias). Sin embargo, hay terrenos llanos (tal vez muy erosionados y aplanados) en los que se ha encontrado algunas urnas (como en Barrancas, a unos 500 y 800 mts. de la Escuela, hacia Chilca Juliana) o cerámicas en gran cantidad (como es el caso de Silípica).
Durante los años 1995, 1996 y 1997 visité muchos "cementerios de indios" en toda el área mesopotámica. Como ya dije, no hay localidad que no tenga uno, grande o pequeño, en las proximidades, y donde no se haya levantado al menos tres o cuatro tinajas. Nuevas construcciones, nuevos sembradíos y canales, o simplemente nuevas lluvias, ponen a la vista nuevos "cementerios". He elaborado un mapa (Ver Mapa N° 17), destacando los más importantes y sólo algunos de los más pequeños.
Pero nadie reconoce allí a sus antepasados ni relación directa con ellos ni identificación étnica precisa: son "los indios muertos que habían sabío vivir por aquí..." No obstante, los huesos son tratados con respeto y se les otorga un poder sumamente peligroso, que puede enfermar, y en la noche alumbran en medio del monte.
Los "cementerios" o "entierros de indios" que se destacan por su extensión y por la variedad y calidad de cerámicas halladas son: Llajta Mauca, Sabagasta y Tiun Puncu, en una franja Noreste-Sudoeste que cruza, uniendo el Salado con el Dulce. Cada uno de ellos abarca una superficie aproximada de 400 mts. por 2 km. Allí se encuentran en cantidad las formas más elaboradas. Mezcladas en un mismo estrato, aparecen: cerámica roja semipulida y pulida de ambas caras; roja con engobe negro; roja con diseños en negro; y tricolor (Ver Fotos N°1 y 2 ).
Muchas "tinajas" tienen diseños y figuras (en bajo o sobrerrelieve, o estatuillas adosadas) de animales: zorros, guanacos, tigres, palomas o águilas. Pero la figura animal más común, y sobresaliente por la variedad de estilos, que aparece también con mucha frecuencia en las tinajas de los otros cementerios, es la imagen ornito-antropomórfica, llamada "deidad plañidera" por los Hermanos Wagner (y antes que ellos por Adán Quiroga, refiriéndose a imágenes semejantes halladas en la zona diaguita-calchaquí, de quien aquellos autores toman la expresión [2] ). En muchos casos, el diseño de esta ave humanizada o esta figura humana en metamorfosis de ave, de forma acorazonada, tiene unas líneas verticales incisas o dibujadas (4 ó 5) debajo de los ojos, a modo de lágrimas o tal vez de alguna pintura ritual o de guerra. Los Wagner distinguen dos "ramas" u orientaciones culturales de acuerdo a que dichas incisiones parezcan lágrimas ondulantes o barras desafiantes, mostrando un frente de dentadura, a modo de un felino furioso [3] .
Los lugareños llaman a esta imagen "la lechuza" o, pocas veces, "el búho" (Ver Fotos N° 3 y 4 ). A veces aparece dibujada con garras y con las alas abiertas. Otras, sobre todo en los casos de figuras en relieve, su contorno semeja una(s) serpiente(s), como de igual modo unas guardas, que suelen acompañarla. Por eso los Wagner hablan de una imagen "ántropo-ornito-ofídica". La mayoría de las veces tiene un pico prominente y romo; otras, tiene pico-nariz con una boca debajo, casi siempre cerrada, algunas veces abierta y sellada con una barrera de dientes. Sus ojos suelen ser rasgados y totalmente horizontales, con párpados abultados (a modo de los pájaros nocturnos), o también redondos. En todos los casos, la figura se representa al menos del medio cuerpo hacia arriba, y con frecuencia se la realiza de cuerpo entero, cerrando el vértice inferior las dos patas. En los diseños siempre aparece con sus alas abiertas, y suelen verse dos ó cuatro imágenes enfrentadas en la extensión plana, simétricamente, reuniendo en el centro las garras o las cabezas. Pero siempre la forma total semeja un corazón, con la parte superior (cabeza-cuerpo o cabeza-alas) ancha, cerrándose hacia las extremidades inferiores, aparente estilización de las lechuzas o búhos de la zona.
Por su extensión (a ras de tierra), aunque más uniformes en el tipo y decoración de las cerámicas, siguen en importancia los "cementerios de indios" de: Silípica, Brea Pozo Viejo, Garciano y Tunas Paso. Cada uno de ellos cubre una superficie semejante a la de los anteriores. Luego, hay en Sumamao, Barrancas Coloradas, Pitambala y dos en Tuama, con una superficie de unos 200 por 200 mts. De menor extensión, en Chañar Pujio, Barrancas Coloradas, Soconcho, Villa Matará y dos en Manogasta, de 100 por 100 mts. cada uno. Y, finalmente, pequeños "cementerios" donde se han hallado algunas tinajas o tejas (pero que tal vez con excavaciones arqueológicas traerían sorpresas): Villa Atamisqui, tres en Barrancas, dos en Brea Pozo, otro en Tres Jazmines y otro en Cuchi Pozo. (Ver Mapa N° 17) Esta enumeración de "cementerios" no es exhaustiva, es sólo representativa, sin embargo, los más grandes e importantes están aquí referidos.
En los "cementerios de indios" de Sumamao, los dos de Tuama, Chañar Pujio, los dos de Brea Pozo, Tres Jazmines, Cuchi Pozo, Barrancas Coloradas, Pitambala, Garciano,Villa Atamisqui, los tres de Barrancas, Tunas Paso y Villa Matará se encuentra cerámica roja semipulida de ambas caras. En Soconcho se encuentra sólo cerámica roja sin pulir, la más tosca de todas en su terminación. En Silípica, cerámica roja pulida de ambas caras, roja con diseños en negro, y figuras y diseños de animales. En los dos de Manogasta, cerámica roja semipulida de ambas caras y gran cantidad de "botones". En Brea Pozo Viejo, se encuentra cerámica negra incisa en estriados y cuadriculados, roja con engobe negro, y roja pulida de ambas caras.
Aún no se han realizado fechados de carbono para estos yacimientos arqueológicos. Pero ellos me interesan aquí, primariamente, en las representaciones sociales locales. Para la gente son todos "indios", ubicados siempre en una antigüedad histórica que, como máximo, se aproxima a la actualidad unos 300 años. [4]
Los "indios muertos": de la Arqueología al ritual
Aquella función que cumple el Museo Arqueológico en el ámbito urbano de la ciudad de Santiago del Estero y en el imaginario provincial se multiplica en escala, por medio de un tropos metonímico de museificación, en la relación que las Escuelas locales de toda el área mesopotámica establecen con los "cementerios de indios". El Museo Arqueológico, fundado con la impronta interpretativa que hicieran los Wagner, mantiene a gran distancia a los "indios" de la región, asegurando su remotísima presencia, pero sobre todo su remotísima muerte [5] . Los Wagner crearon la "Civilización Chaco-Santiagueña" a comienzos de siglo: civilización única (a pesar de la variedad de técnicas de fabricación y de decoración de las piezas), inmediata descendiente de la "Civilización Primordial". Cumpliendo, en términos provinciales, la misma mitificación de los orígenes "argentinos" del hombre, sustentada por Florentino Ameghino a fines del siglo XIX, dándole insondables fundamentos a la Nación reciente. En ambos casos, fundamentos indígenas suficientemente arcanos como para que posibilitaran el reconocimiento universal y el olvido de la "diferencia" próxima: "indios" primarios, de gloriosa memoria, remotamente muertos. El Museo Arqueológico Provincial coloca a miles de años de distancia aquella inmediatez y ubicuidad amenazantes de los "cementerios de indios" mesopotámicos. Estas tecnologías nacionales de museificación conviven con los cálculos que los campesinos mesopotámicos hacen de la antigüedad de los Pueblos de Indios: 400, como mínimo 300 años, como quien dice: "hace mucho tiempo". Un tiempo más mítico que arqueológico.
Un lugar y una tarea más comprometidos que el Museo tienen las Escuelas locales, que tratan de controlar el saber sobre los "indios muertos", a medida que las cerámicas llegan y circulan en la vecindad sin cesar, tras cada lluvia, y mientras los nuevos huesos generan nuevos vínculos rituales, como mostraré más adelante. El saber escolar y el ritual de alumbrar con velas esos "indios muertos" (sus huesos) libran una batalla en la mesopotamia santiagueña. Las Escuelan museifican, organizando y clasificando las piezas de cerámica en alguna sala, o sobre algún armario, mientras los lugareños se hunden en lo indecible. Pero el saber irradiante de los maestros, con todas las flexibilizaciones, asociaciones y distorsiones que de ellos hacen los lugareños, continúan interviniendo en la construcción del sentido social de los "cementerios de indios" en la mesopotamis santiagueña. Escuchemos dos saberes, el de la madre y su hija: Doña Servanda de Ponce, ca. 55 años, y su hija Gladys, de 10 años, que viven en Soconcho. Apenas a 1 km. de su casa existe un "cementerio de indios". Doña Servanda es originaria de Bandera Bajada, en el extremo sudeste de la Provincia, limítrofe con Santa Fe. Vino hace 33 años, después de haber migrado a Buenos Aires, donde permaneció 4 años y donde conoció a su esposo, originario de Soconcho, también migrante. Entonces decidieron regresar a Santiago. Son campesinos del común, que tienen una historia migratoria, como frecuentemente sucede con los habitantes mesopotámicos. Doña Servanda decía, en 1996, de las cerámicas de tosca terminación que aparecen alrededor de una aguada: "Son tinajas de los indios, porque por aquí nada más que indios vivían. Eran sus casas, pero hay huesos abajo. Toda la indiada se terminó y quedó montoso [6] . La tierra no termina los huesos ni tampoco las tinajas."
Gladys, su hija, en la misma ocasión, me acompañó a conocer el lugar y a "levantar" tinajas. Allí me contó: "Si los argentinos los hubiesen dejado, todavía estarían los indios. [Estos] eran diaguitas." Al preguntarle cómo sabía ella que eran diaguitas (etnia prehispánica bajo dominio incaico, que ocupaba la precordillera, desde Catamarca hasta Salta y Jujuy), dijo que le habían dicho en la Escuela. También sabía estas cosas por conversaciones con su padre. "Las cerámicas de colores [escasas aquí, pero muy comunes en el gran cementerio de Tiun Puncu, a unos 40 km. al sur] eran de los matacos [indios del Chaco]. Pero estos indios [los que vivían en esa aguada] se peleaban por la comida, se vestían con cueros de cabrito o guanaco y ushutas [sandalias de cuero]. En otro país ahora hay indios."
Fue de las contadas ocasiones que escuché diferenciar etnias indígenas en el campo, de boca de lugareños no maestros ni de las familias Principales. Y una versión sintética de la erradicación de lo "indio" en la construcción de la nacionalidad argentina. Pero quiero notar que la distribución de las cerámicas por etnias que hace la niña es inversa a las creencias convencionales "ilustradas" de la región y a la sustentada por los estudios arqueológicos recientes: según estos últimos, las facturas más elaboradas se consideran influidas o pertenecientes a las culturas andinas (en este caso identificada con los "diaguitas", y más precisamente con los diaguitas-calchaquíes, ya que la niña dijo más tarde: "esos que peliaban en los Valles de Tucumán y Catamarca"), en cambio las más burdas se consideran de factura chaqueña (aquí representada por los "matacos").
Tanto la interpretación de Gladys como la inversa de los "ilustrados" locales y de la Arqueología, no son congruentes con la mitificación de los Hermanos Wagner de la "Civilización Chaco-Santiagueña", única y antiquísima. Según la niña, los "indios" fueron expulsados por los "argentinos", es decir, en el siglo pasado: en el resto de la conversación ella distinguía "argentinos" y "españoles": "antes estuvieron los españoles, después vinieron los argentinos", como le enseñaron en la Escuela.
Ambos, diaguitas y matacos, fueron poblaciones aguerridas, sometidas tras cruentas batallas y, algunos de ellos, desplazados a la mesopotamia santiagueña (Hernández 1995; Alen Lascano 1996). Los diaguitas-calchaquíes organizaron una gran rebelión en la segunda mitad del siglo XVII y, tras ser dominados, muchas familias fueron redistribuidas en el territorio virreinal (varias, en la mesopotamia santiagueña). Los "matacos" fueron uno de los grupos con quienes se peleó en la frontera del Salado durante todo el período colonial y republicano, hasta la definitiva Conquista del Chaco a partir de 1882. Gladys junta los "cementerios", los relatos de sus padres y los saberes escolares, y hace su versión de esa historia. Pero en todo caso los "indios" son remitidos a lo salvaje, lo animalizado, que los "argentinos" expulsan: se peleaban entre ellos por la comida y se vestían con cueros de animales. Notemos cómo su madre, por su parte, focaliza la atención sobre los huesos: "hay huesos abajo", "la tierra no termina los huesos ni tampoco las tinajas".
En general, la actitud que se manifiesta ante el visitante respecto de las "tinajas" o "tejas de indios" es de descuido o insignificancia. Así lo testimonia, por ejemplo, Rody Ferreyra, de una de las familias Principales de Brea Pozo. En una entrevista que le hiciera en 1997 afirma: "[Los que levantan tinajas dicen que] son de los indios, pero no le dan demasiada importancia, no? Hay veces que los tienen en la casa, pero si alguien les pide, no es algo que les cueste desprenderse, si alguien les pide, ellos le dan..." En general la actitud de los lugareños es de desinterés frente a los "entierros de indios", según el entrevistado. Sólo recogen las cerámicas para entregarlas a algún viajero ocasional; los huesos serían, según su observación, lo más despreciable, por eso se los deja: en una ocasión, mientras él observaba cómo algunos vecinos desenterraban unas "tinajas" junto a la Escuela de Brea Pozo, "...parecía que hacían una cueva al lado para enterrar lo que no tenía interés, no? Y las cerámicas, solamente en el caso de una grande que tenía muchas formas, así pedacitos chiquitos, no, no tienen importancia, quedan por ahí." Más adelante, el entrevistado vuelve a decir que los que llevan "tinajas" y "tejas" a sus casas "le dan, al que le pida, cualquiera que pasa, y si no lo guardan como tiesto viejo por ahí".
Choca sin duda que se preste atención a las nuevas noticias sobre apariciones de restos indígenas, que se acuda a desenterrar y recoger, que se conserve lo hallado, sólo por si algún interesado pasa o regresa, simplemente para dárselo por lo que le quiera dar o por nada. Es en realidad una actitud claramente contraria al desinterés o al desprecio la que muestra tanta delicadeza en el trato de los huesos, al volver a enterrarlos solemnemente. Y ciertas piezas permanecen en la casa, no se dan, guardadas, y se recela mostrarlas. [7] Esta atención dirigida a los huesos es notable por ejemplo en el "cementerio de indios" de Garciano. "Cuando sopla viento nomás, aparecen tinajas y huesos en el camino", dicen los lugareños de Pitambala. Según contaba Don Héctor Paz, ca. 65 años, de Barrancas Coloradas, ex-Comisario del lugar, es decir, de los Principales, el mismo año 1997: "Para Garciano alumbra mucho. Ha quedáo rodeáo de luces. La luz se ve por todos lados, en distintos caminos." Una presencia envolvente, nocturna, semejante a la sensación que se tiene cuando, en los lugares donde han aparecido "tinajas", se camina buscando alguna señal que brote de aquella vasta red subterránea. "Por aquí es, indica el lugareño, todo esto ha'i de haber", y señala un amplio entorno por donde empieza a caminar ligero, con la mirada puesta en el piso. Según me decían varios vecinos, Garciano es el nuevo nombre del antiguo Pueblo de Indios de Pitambala. Notar que aquí los propios "huesos de indios" son los que "alumbran" (fuegos fatuos), como una presencia fantasmagórica. Este "alumbrar" de los mismos huesos tiene su recíproca simétrica en el gesto ritual de "alumbrar" (poner velas a) los huesos de un "indio muerto", que es lo que debe hacer, periódicamente, quien los ha hallado y vuelto a enterrar. Hay una simbólica de luz/oscuridad que atraviesa la relación con los "indios" y con los "muertos" en la mesopotamia santiagueña, como se desarrollará más adelante. Pero la luz proviene aquí de los "huesos de los indios muertos". Cuando en los cementerios cristianos preguntaba por qué se le encendían velas a los muertos, en general la respuesta era: "para recordarlos, porque ellos nos han criado, y no los vamos a olvidar". La luz mantiene viva la memoria.
Continuaba Don Héctor: "A la noche veía para ese lado una luz que subía y bajaba. Una noche marqué donde bajó y al otro día hallé una urna grande. Enterré los huesos. Después la llevé al Museo de la Provincia. Los changuitos [niños] encuentran [tinajas] y levantan... muuuchas". Pero Don Héctor dice que él no alumbra los huesos hallados. Él es de los Principales de Barrancas Coloradas [8] y ningún Principal, en toda la mesopotamia santiagueña, me ha contado que "alumbre" a algún "indio muerto". Algunos de ellos me hablaron despreciativamente de la forma de enterrar de los "indios": "Tapaban así nomás, ¡del todo indios!" Es decir, ponían los muertos en las "tinajas", les echaban tierra encima y no colocaban ninguna señal indicando el sitio. (Es así como se imaginan ellos aquellos rituales de entierro secundario.) Uno de ellos, de El Candelario, a unos 10 km. al sur de Salavina, me contó cómo los "huesos de indios" eran sometidos a irreverentes juegos con sus hermanos, cuando niños: sacaban las calaveras de las urnas y les tiraban de lejos con la honda o, montados en sus caballos, les pegaban a la carrera con el rebenque hasta destrozarlas. A diferencia de lo que veremos enseguida, él no relaciona algún dolor o algún acontecimiento posterior de su vida con ello.
Frente a esta indiferencia ostentada por los Principales, un vecino de La Mancha, que en un momento se había ofrecido a acompañarme al "cementerio de indios" de Garciano, me dijo: "no, dejálo, dejálo, si quieres yo te vuá dar, pero yo tengo un pariente que fue a hurgar, pero... vienen los chicos cuando han encontráo algo y les digo que dejen en el mismo lugar, que dejen en el mismo lugar les digo... si han encontráo huesos, que dejen en el mismo lugar..." Algo le había pasado a ese pariente, y que no quiso contar, lo que llevó a este lugareño a cambiar de opinión tajantemente y decidió no acompañarme hasta allí. El problema son los huesos, y éstos se manifiestan de un modo especial en Garciano. Los huesos deben ser enterrados en el mismo lugar que se los encuentra, y en algunos casos como éste, si se ven huesos, no se debe "levantar" nada, ni "tinajas" y ni siquiera pequeños fragmentos. Si se los tocara, uno tendría que enterrarlos nuevamente y seguir "alumbrándolos". Pero los niños remueven todo, con mucho descuido. Y eso era lo que habían hecho.
En varias ocasiones escuché historias de dolores de cabeza relacionados con la manipulación de los huesos, que se quitan sólo cuando son nuevamente enterrados y "alumbrados". En Tiun Puncu, en Diciembre de 1997, después de una fuerte lluvia, dos muchachos, hermanos, que viven junto al inmenso "entierro de indios" y que en los días siguientes salían para la "desflorada" en las pampas del Sur, "levantaron" dos urnas, que se partieron al extraerlas. Dentro contenían huesos: una calavera y algunos fragmentos. Los muchachos llevaron las "tinajas" y los huesos a su casa, a pocos pasos de donde aparecieron, y luego dejaron todo contra la cerca de su casa, del lado de afuera, a unos 4 mts. de donde lo habían desenterrado. Entonces, al día siguiente, comenzaron ambos a sentir un fuerte dolor de cabeza. Un vecino de los Principales de Barrancas, con quien fuimos a visitarlos a los pocos días, me dijo de camino (riéndose): "la maldición del indio es... ellos [los lugareños] le llaman la maldición del indio... y habrá de ser, po".
Cuando llegamos, los muchachos ya se habían ido por la mañana a la "desflorada", a Santa Fe. La madre nos contó cómo habían encontrado la boca de las "tinajas" a flor de tierra y habían "levantado". Llevaron a la casa los trozos de cerámica y los huesos, y los dejaron a un lado del patio. Ella los regañó, diciéndoles que "no anduvieran tocando y mostrando [a sus hermanos y amigos]". "El indio los maldijo, continuó, yo les hi dicho que enterraran... que dejaran áhi mismo." Otros vecinos de la casa también los reconvinieron para que los enterraran. Los "huesos de indio" no pueden pasarse de mano en mano y ser mostrados a uno y a otro: deben ser prontamente enterrados otra vez. Esto habla de la invisibilidad que pesa sobre lo "indio", su desaparición de la vista social, pero también de una subterraneidad que fuerza al vínculo, que manifiesta en el silencio ritual una estrecha unión que se niega en las palabras.
Los jóvenes no hicieron caso a su madre y vecinos, y dejaron los trozos de cerámica y los huesos contra la cerca, donde nosotros hallamos, cuando llegamos, sólo las urnas quebradas. Al día siguiente, se sintieron agobiados por un fuerte dolor de cabeza, que "ni las aspirinas le hacían pasar", contaba la madre. Y agregó: "hay veces que da con pesadilla". "A la tarde enterraron los huesos ahicito, donde los habían hallado, y pusieron a alumbrar (es decir, colocaron encima unas velas encendidas)". Y el dolor cesó varias horas después. Eso había sucedido el día anterior. Sobre la tierra removida, había una mancha blanca de la cera derretida de las velas. Los trozos de las tinajas estaban junto al cerco de la casa. Al año, para el Día de Muertos, los dos jóvenes, a partir de entonces, deben alumbrar al "indio muerto": ponerle velas y acompañarlo.
Esta "maldición del indio" por no tratar con respeto sus huesos y por desenterrarlos y dejarlos expuestos no tiene que ver con la comprensión cristiana de la muerte. Ciertamente que el separar los muertos de la intemperie es un ritual universal (Vico 1987; Bataille 1961) y que el terror morboso que despiertan los cementerios y los "espantos" (muertos que se aparecen) atraviesa el imaginario cristiano mesopotámico de la muerte. Pero no procede ni de la catequesis ni de los rituales de muerte cristianos locales este poder que emana de los huesos, peligroso y que fija en una relación ritual de culto a quien los "levanta".
A partir de que alguien halla huesos en estos "cementerios" de la mesopotamia santiagueña, se convierte en deudo del "indio": debe enterrarlo en el mismo lugar, "alumbrarlo" cada año y quitarle la maleza que lo va cubriendo, impedir que se "haga monte", como me decía una mujer en Pitambala. En Barrancas, una vecina me mostró, en Septiembre de 1996, una "tinaja" que conservaba guardada en su casa, de la que no quería desprenderse (Ver Fotos N° 5 y 6 ). La colocó en medio del patio para que la observara bien y le tomara unas fotos. De unos 70 cm. de alto, ancha en su base y de forma cónica, con amplia boca, tenía en sobrerrelieve un rostro humano, con las asas simulando las orejas. El rostro, de idéntico diseño al de la "divinidad plañidera" que los Hermanos Wagner reconocen en la mayoría de las cerámicas de Llajta Mauca y de otras zonas mesopotámicas. Hacía más de un año que uno de sus niños, volviendo de la escuela, después de una gran lluvia, había hallado cerámicas a flor de tierra, a unos 600 mts. de la casa. Su marido fue a ver y notó una circunferencia en la tierra, hundida y húmeda: la "boca de la tinaja" (así se reconocen las tinajas bajo tierra). Cavó y la retiró entera. La llevó a la casa. La mujer extrajo de inmediato cuidadosamente los huesos y los llevó a enterrar al mismo sitio, tapándolos con la misma tierra y encendió encima unas velas. Desde ese momento, ellos recuerdan dónde lo enterraron y, para el Día de Muertos, lo "alumbran". Luego me acompañaron y me mostraron dónde habían enterrado los restos. Ella "limpió" con su mano la superficie, pero no retiró un cuágulo de cera depositado en el medio.
Los huesos hallados y vueltos a enterrar son "alumbrados" cada año para el Día de Muertos por sus nuevos "deudos". En Noviembre de 1996, Doña María Elena de Arce, ca. 75 años, Principales de Pitambala que vivían junto al río y que la inundación de 1983 les llevó todo, me contó que, a un costado de aquel camino donde el viento nomás descubre "tejas" y huesos, yendo a Garciano, antes había una iglesia, sobre una loma. Era, según le habían transmitido a ella, la iglesia del Pueblo de Indios de Pitambala. Junto a ella había un cementerio, por eso aparecen ahí "huesos y tejas". De esto "hace 300 años", según Doña María Elena; y según su esposo, Don Lorenzo Arce, de 85 años de edad, "hace 400 años". En ese sitio, un vecino del común encontró hace unos 10 años los restos de un niño dentro de una urna pequeña, los extrajo y lo volvió a enterrar. "Lo llaman 'el hallazguito' ", me contaba Doña María Elena. Para el Día de Muertos lo alumbran, no sólo quien lo halló, sino varias otras personas del lugar, ya que "es muy milagroso, dicen", agregaba ella, "si quieren hacer promesa, también le prenden velitas". Ella nunca lo ha hecho. Y concluía: "para levantar allí, hay que levantar, pero tener conciencia para levantar... ellos dicen que lo hacen con religión". Una religión ciertamente no cristiana, y de la que Doña María Elena se siente distante.
Con otros vecinos, de los que sí alumbran "el hallazguito", fui hasta el lugar. A un costado del camino, un pequeño reparo construido con cuatro ladrillos y cera derretida, a ras de la tierra, señalaba el entierro. A su alrededor, en un radio de unos 30 mts., "tejas" dispersas. Mis acompañantes me contaban que, para el Día de Muertos, muchos otros vienen a "alumbrarlo". El campesino que lo halló ha migrado, pero ellos lo siguen "alumbrando".
Son los huesos los que resisten la muerte de los indios. Su tenaz permanencia es fuente de asombro. Una mujer de 83 años, de los "principales" de El Candelario, a pocos kilómetros al sur de Salavina, me decía en 1996: "Han quedáo vestigios de indios. Tal vez los que morimos en estas épocas, a pocos años somos cenizas, pero ellos: ¡cuántos años!!" Los "huesos de indios" son, paradójicamente, los que mantienen viva la relación de los lugareños con ellos, ya que, a través de este "entierro terciario", se convierten en sus deudos históricos. La misma muerte de los "indios", su evidencia en los restos que afloran, se vuelve el vínculo poderoso que une a estos deudos distantes, que sin embargo no están dispuestos a reconocerlos a aquellos como antepasados. El gesto ritual va por detrás de la negación verbal. Es la negación histórica de la identidad "india" la que aquí se interna en la paradoja: "indios muertos", desaparecidos, pero muertos íntimos, cultuados. Una presencia en la ausencia silenciosamente sostenida por la materialidad de los huesos y su poder vinculante ritual. Confabulada con el poder azaroso y develador de los ríos, que los traen nuevamente a la superficie, y con la paciente continuación de su "obra" por las lluvias.
Nadie ya es "indio", pero los "indios muertos" convierten a algunos "santiagueños" mesopotámicos de las capas más bajas de la población (y que no son pocos, dada la frecuencia con que aparecen restos humanos) en sus deudos, y establecen con aquellos una oscura relación indecible. Relación dispersa, individualizada, no hay culto social relacionado con los "cementerios de indios", es en general una relación uno-a-uno, de un muerto a un vivo. En algunos casos, sin embargo, como el del "hallazguito" de Garciano, se "alumbra" al muerto como propiedad común, se le hacen promesas y se extiende su culto, a medio camino entre los "indios muertos" y los Santos. Con algunos muertos de los cementerios cristianos ocurre también esta expansión social del culto, y se los llama "muertos con poder", como veremos en el punto siguiente.
En los cementerios cristianos actuales, se distingue "muertos con dueño" y "muertos sin dueño", y esta relación de propiedad se expresa en el gesto ritual de "alumbrarlo" y en el cuidado de la tumba. Los "muertos sin dueño" se evidencian en el abandono de sus monumentos y en que no tienen quién les encienda unas velas. También aquel hallazgo de los huesos en los "cementerios de indios" convierte a quien los encuentra en "dueño del muerto". Ser "dueño" (de un muerto, o de la imagen de un Santo, como veremos más adelante) inscribe en una fuerte relación de reciprocidad con una fuente de poder, peligroso si no se cultiva con él un vínculo de respeto y reconocimiento. Gestos silenciosos, relaciones indecibles: "levantar", "guardar", "enterrar", "alumbrar".
Frente al forastero urbano, interesado en las cerámicas, el lazo que el campesino muestra con la mayoría de ellas es lábil, las minusvalora, las presenta como insignificantes, las da en general al descuido. Sólo algunas conserva en un rincón escondido de su casa. Pero es en la intimidad del trato de los huesos donde el vínculo se ritualiza. Este gesto ritual, "entierro terciario", es lugar de representación de una diferenciación social en la mesopotamia santiagueña: entre aquellos que, amparados en sus fenotipos (algunas veces) y en sus pertenencias familiares tradicionales (sobre todo), se reconocen a sí mismos como los Principales de la zona y ponen distancia ante toda manifestación de lo "indio", y aquellos que afirman que "todos los indios están muertos" pero mantienen oscuros vínculos rituales con ellos. Los "cementerios de indios" son propios de los espacios y poblamientos rurales. En las ciudades mesopotámicas no he oído hablar de que exista alguno en las proximidades. Dada la frecuencia de las migraciones campesinas a las cosechas o a las ciudades, entre quienes quedan en el campo, familiares o vecinos, los "dueños" distribuyen sus muertos y les encargan que cuiden de ellos: que les quiten las malezas a los entierros y las tumbas, y sobre todo que los "alumbren" para el Día de Muertos. No es bueno que un muerto no tenga quien lo "alumbre" para esa fecha. Algunas veces ellos mismos viajan para hacerlo, ya que es una de la fechas importantes del año en que los migrantes regresan a su lugar de origen.
En estos traslados por cambio de residencia o para concurrir a los ciclos laborales, las "tinajas" guardadas permanecen en la casa. Muchos me han mostrado piezas que eran de algún miembro de la familia ausente por estar en las cosechas o porque ya llevaba varios años viviendo fuera.
Estos "cementerios de los indios muertos" y el vínculo de pertenencia establecido con sus huesos conforman una meseta ritual donde afloran, rizomáticamente (Deleuze y Guattari 1990), aquellos "indios" del que los "santiagueños" populares se convierten en sus deudos históricos: multiplicidad que se extiende subterráneamente, imprevisible en sus nuevos lugares de manifestación, presencia invisible que la vuelve aún más envolvente, y que, cuando aflora, fragmentaria, enreda e involucra a quien la encuentra y la "levanta". De los "cementerios de indios" nos trasladamos ahora a los cementerios cristianos en uso.
b. Alumbradas.
En los primeros años de mi residencia en Santiago del Estero, tuve oportunidad de asistir a las "alumbradas", para el Día de Muertos (2 de Noviembre [9] ), en el Cementerio La Piedad de la ciudad capital. Se hacía de día, a pesar de que el ritual, en el campo y en cuantas localidades mesopotámicas las formas de acceso a los cementerios lo permitan, comienza el 1 de Noviembre al atardecer y continúa toda la noche y todo el día siguiente. Así me lo informaba la inmensa mayoría de las personas con las que establecía conversación mientras adornaban las tumbas. Pero en las ciudades mayores (la de Santiago, La Banda, Loreto, Suncho Corral, Añatuya), desde las 7 de la tarde del día 1 hasta las 7 de la mañana del 2, el cementerio se cierra, como en un día más del año. Los municipios impiden de este modo que se pueda alumbrar durante la noche, y marcan así la diferencia civilizadora frente a esa "costumbre bárbara del campo": "si quieren alumbrar, que lo hagan de día", que es cuando los seres urbanos modernos visitan los cementerios. Varias personas del centro de la ciudad, han usado estas palabras para referirse a la necesidad de evitar ese "carnaval en el cementerio".
Toda la sobriedad, la cromática homogéneamente gris o blanca que cubre a los muertos, la diurnidad en el trato con ellos, propia de los rituales de la muerte en la mentalidad urbana moderna, es puesta en entredicho en estas alumbradas. Se da una lucha simbólica en la ritualización de la muerte entre los modos centrales urbanos, reforzados por disposiciones municipales, y los modos populares periféricos. El Cementerio La Piedad está enclavado en uno de los Barrios más pobres de la ciudad: Don Bosco. La liminariedad de la muerte de las urbes modernas, en las que se ha radicalizado el gesto de exclusión y distanciamiento (Reis 1991 p. 76), es invadida en Santiago del Estero por estas formas de celebrar consideradas propias del campo.
No obstante que los deudos no pueden quedarse toda la noche junto a sus muertos, muchos de ellos van el 1 a últimas horas de la tarde, antes que cierre el cementerio, y les encienden a sus muertos unas cuantas velas (algunos eligen unas bien grandes), "para que queden alumbrando durante la noche". El "velorio" o la "alumbrada", de este modo, se cumple aunque sea en parte, ya que falta la presencia de la familia y los amigos.
Mucha gente de los sectores populares llevan a enterrar a sus muertos al cementerio suburbano de Maco, o al cementerio rural más próximo: el de Vuelta de la Barranca, para evitar pagar los impuestos municipales, pero también porque en esos cementerios "se puede alumbrar toda la noche". El de Maco ha tenido un notable crecimiento en los últimos 10 años, simultáneo con el crecimiento de la ciudad hacia el sur. Desde hace tres años tuvo que extenderse al otro lado de la ruta por falta de espacio y porque los lotes vecinos no han querido vender, siendo el único cementerio mesopotámico partido en dos.
El cementerio de Vuelta de la Barranca está ya en pleno campo, sobre el Camino de la Costa, a unos 15 km. de la ciudad de Santiago. Pero en el diseño y en la cantidad de mausoleos y monumentos de cemento, con veredas de baldosas, sigue una estética urbana. Para la alumbrada del 1 a la noche es el cementerio que congrega mayor cantidad de gente en toda la mesopotamia santiagueña, la enorme mayoría proveniente de la ciudad. (Ver Fotos N° 7 y 8 ) Es un predio de 150 mts. por 100 mts., con un camino central, superpoblado de tumbas a ambos lados. Esa noche se vuelve un paseo, el cementerio rural se urbaniza, es un apéndice de la ciudad: algunos miles de velas encendidas, grandes reflectores, una circulación peatonal como la de las calles comerciales, una conversación incesante, risas, abrazos, reencuentros y presentaciones. Fuera: puestos de venta de comida, de santería, de juegos de azar, de ropa, etc., sobre ambos costados de las tres cuadras de acceso. Esta acumulación festiva hace de esta "alumbrada" un acontecimiento social rural-urbano, semejante a cualquier fiesta de Santo importante del campo. Predios dispuestos para estacionamiento de los vehículos, líneas urbanas de colectivos y taxis particulares que llegan y regresan sin cesar, un dispositivo de control policial, cobro del alquiler de los espacios para instalar los puestos de venta dispuesto por los propietarios de los campos adyacentes, todo esto favorece aquella comparación. Si uno no supiera adónde va y olvidara la fecha, cuando está llegando por el camino le podría parecer que se trata de una de aquellas celebraciones. Lo que hasta ahora no se realiza en esta alumbrada es el baile que caracteriza a toda fiesta de Santo.
En la Capilla de Vuelta de la Barranca se venera la imagen del Señor de la Salud, pero sólo tiene una irradiación local. Es un pectoral "de oro": un Cristo Crucificado asentado sobre una base piramidal de madera. "Salud" conserva el sentido latino de "salvación", pero en lo local se lo entiende primariamente, según conversaciones con los devotos, como gozar de un buen estado físico y anímico, lo cual no deja de ser paradójico que este Cristo agonizante pueda conceder buena salud. Hay una lógica contradictoria operando aquí y que parece extenderse sobre las construcciones rituales y simbólicas de la mesopotamia santiagueña: un moribundo que da salud, un ausente íntimamente presente, muertos que hablan... Según el relato de la síndica actual, es decir, quien tiene a su cuidado la imagen (familiar de la "dueña": Doña Damiana Corvalán, una anciana que tiene más de 100 años y que reside en la ciudad de Santiago), el abuelo de Doña Damiana "la halló al borde de una aguada, brillando. La habían dejado perdida los indios" [10] . Fue "reliquia de familia", y hace unos 10 años la donaron para la Capilla. Su fiesta se celebra el Domingo siguiente de Pascua, pero la novena comienza el Viernes Santo, cuando se le hace su "velorio y entierro", con alumbrada y canto de "alabanzas" [11] . La fiesta grande de Vuelta de la Barranca es la alumbrada del Día de Muertos, pero su fiesta de santo consiste en los mismos rituales. La alumbrada establece una relación entre muertos y Santos, en la que más adelante insistiré. [12]
Los cementerios rurales como el de Vuelta de la Barranca no están rodeados por muros, sino por alambrados, y eso impide que se pueda prohibir su acceso. He conversado con varios familiares que han enterrado sus muertos en este lugar, y me han insistido en que "aquí se puede alumbrar la noche entera si uno quiere". Además, por la mayor flexibilidad en el control de la ocupación de los espacios, pueden poner todos sus muertos juntos, en fosas vecinas, lo que en toda el área mesopotámica se denomina en quichua aillu, "unidad de parentesco", "familia reunida".
Varias familias pasan toda la noche, aunque la fluencia de gente mengua a partir de la 1 de la madrugada, y la mayoría regresa ya a sus casas para volver al día siguiente.
La alumbrada en la ciudad de Santiago.
El Cementerio La Piedad de Santiago del Estero, el día 2, desde las 7 de la mañana se vuelve un barrio más, pero con una concentración de gente tal, que no hay otra ocasión cívica o fiesta religiosa en la ciudad que la iguale en todo el año. La muerte es el topos congregador más relevante. La densidad demográfica, siendo la mayor cantidad de los deudos migrantes del campo, de primera, segunda o tercera generación, se venga de la prohibición municipal. Las cuadras de acceso al cementerio se pueblan de puestos de venta: velas, flores naturales, de papel, de plástico, comida, ropa, santería, juegos de azar... Una congestión de automóviles, colectivos y carros tirados por animales hace difícil el tránsito. Familias en masa, de 20 ó 30 personas, llegan entre risas y conversaciones. Traen sillas, bolsas de comida y bebida, manojos de velas y de flores, y se instalan en torno o encima de las tumbas de los familiares.
Lo primero que se hace al llegar es saludar a los muertos y un breve recuerdo: se toca las tumbas o las cruces, se garabatea una señal de la cruz, se murmuran unas palabras, nombrando el (los) muerto(s), luego unos rezos rápidos y apocopados. Se indica a los niños que saluden al muerto del mismo modo. En toda el área mesopotámica, se realiza en los cementerios una metonimia gestual beso-mano-cruz-muerto: el deudo se besa la mano, con la que toca la cruz, que representa al muerto. Si hay varios muertos enterrados en la misma fosa, eso se indica siempre con el número de cruces correspondientes. Sobre cada una de ellas, la mano deposita el beso. La representación metonímica de cada muerto por su cruz también se expresa de forma evidente cuando se alumbra a los muertos enterrados en otros cementerios: se colocan las velas en la Cruz Mayor, o se clava una cruz en el cementerio donde se está, inscribiendo en ella el nombre del muerto distante. Ya volveré sobre esos tropos gestuales del beso, la mano y la cruz en este contexto de los rituales de muerte.
A continuación se limpia la tierra o el monumento, según el tipo (y nivel social) de la tumba de que se trate. Se colocan en un extremo ladrillos a modo de "casita" para que las velas no se apaguen, se encienden las velas y se colocan las flores en recipientes o atadas a las cruces. La diferenciación social entre los sectores de clase media y los más humildes se expresa en la construcción de las tumbas, pero no en los modos de hacer la alumbrada: las de los primeros están construidas en cemento, mientras que las segundas consisten en un túmulo de tierra con una cruz clavada a ras del suelo.
Se producen reencuentros con "vecinos de muerto", familias que se ven para esta ocasión cada año, comunicándose sus novedades. Se presentan mutuamente nuevos integrantes. Se disponen las sillas en círculo, integrando a los muertos en el ruedo, se habla con naturalidad, se dicen picardías y se cuentan chistes, se ríen, un buen humor general reina entre los vivos en medio de sus muertos. Algún llanto desconsolado se derrama de cuando en cuando, y siempre en el caso de los deudos de muertos recientes. Comienza a circular el mate, el pan; hacia el mediodía se comparte comida y bebida, que se colocan sobre las tumbas, a modo de mesa; se dan paseos por el cementerio para saludar a otros muertos de la familia, a otros familiares que los están visitando, a antiguos vecinos, a amigos. Los niños corretean y juegan, los jóvenes se conocen o se reencuentran, se reúnen, se hacen nuevos amigos, se forman nuevas parejas. Los adultos recuerdan historias familiares, se cuentan mutuamente acerca de sus hijos, de sus nietos. Surgen nuevos contactos, posibilidades laborales en Santiago o en Buenos Aires, intercambian nombres, domicilios y teléfonos.
Todo, mientras las velas alumbran a los muertos: cada deudo coloca con frecuencia una ó dos, siempre tiene que haber al menos una encendida. Por lo general, blancas, pero también algunas verdes, azules, rojas, amarillas, sobre todo en el caso de "angelitos" (niños muertos), y acordes con los colores vivos y contrastantes con que están pintadas sus pequeñas cruces. Las velas deben consumirse totalmente, no deben quedar cabos, para ello se suele montar una sobre otra: a una que se está acabando se le presiona encima una nueva. Se cuida, protegiendo con ladrillos, que el viento no las apague. Se está pendiente de ellas, porque la memoria del muerto y la manifestación de la familiar compañía dependen principalmente de ello (más que de los rezos). Es una metáfora, encendida a medio camino, del estar juntos: un intercambio de luz como ofrenda de los vivos y como presencia del muerto.
La comensalidad es otro signo de la familiaridad [13] . El "viaje" para "visitar" a los muertos, según la expresión más usada en la ciudad y en el campo para hablar de la ida al cementerio en esa fecha, como todo otro viaje, corto o largo, es amojonado con la comida familiar. La comida familiar domestica esos lugares de tránsito. Volveré más adelante a esta metáfora del "viaje", que se refiere también al muerto.
Si ya ha pasado parte de la mañana y algunos muertos de la tumbas cercanas no tienen quién los alumbre, se les coloca alguna vela de cuando en cuando. Cuando pregunté por qué lo hacían, me respondieron: "por comedimiento", "para que el muerto no quede sin alumbrar, a lo mejor su familia no está". Ante una movilidad migratoria tan fluida, es bastante común que un año algunos muertos no tengan a nadie de su familia en la ciudad o que no hayan podido viajar. También muchos me contaban que tenían que ir a alumbrar a los muertos de algún amigo que les había encargado hacerlo ante su imposibilidad de viajar, o que estaban alumbrando también a tales y tales muertos de al lado, porque el "vecino de muerto" les había dejado encargado el año anterior, si es que nadie de la familia podía venir.
Al final del día, las tumbas chorrean lagrimones de cera de todos colores (blanca, azul, roja, verde, amarilla). Poco antes de las 7 de la tarde, se escucha el anuncio que indica que debe desalojarse el cementerio: los familiares recogen sus cosas, se dehacen los círculos, se despiden de sus muertos tocando monumentos y cruces mientras murmuran palabras, y también lo hacen de los "vecinos de muerto" y de los amigos hasta el año siguiente. El cementerio queda desierto, como al final de un baile: flores en alto atiborrando las cruces, guirnaldas multicolores de cera derretida sobre las tumbas, restos de papeles y bolsas desperdigados por el suelo. El "carnaval" de los muertos ha terminado.
La geografía mutante de los cementerios mesopotámicos.
Durante los años 1995, 1996 y 1997 asistí a las alumbradas en distintas localidades de la mesopotamia santiagueña. Se desarrollan desde el 1 de Noviembre por la tarde hasta el 2 por la noche. De uno a otro cementerio se perciben matices en la intensidad de la luz, en el volumen de las voces, en la cantidad de deudos, pero el ritual es el mismo.
Las inundaciones y cambios de curso de los ríos, y el paso del ferrocarril, con sus rectos caminos a campo traviesa, supusieron, como ya hemos visto en el Capítulo I, periódicos traslados poblacionales, junto con sus cementerios. Por ello, impresiona en toda el área mesopotámica la cantidad de cementerios viejos, abandonados el siglo pasado y este siglo. Allí aún algunos vecinos alumbran las pocas tumbas remanentes o los restos de la Cruz Mayor, para el Día de Muertos. Si tenemos en cuenta los "cementerios de indios" con sus "indios muertos con dueño", los cementerios cristianos viejos y los actuales (además de los "carballitos" y los "muertos en el camino" [14] , que pueden encontrarse en cualquier cruce o a la vera de los caminos), la geografía de la muerte es muy amplia y ubicua en toda la mesopotamia santiagueña.
Traslados poblacionales rodeando nuevas estaciones de ferrocarril, con migración de cementerios, son los casos de varios asentamientos surgidos con el ramal Sumampa-Forres del Ferrocarril Central Argentino (actual Mitre) en 1933: Villa Robles pasó a ser Estación Robles, mudándose a unos 15 km. de distancia hacia el este; Estación Brea Pozo abandonó su anterior emplazamiento en lo que hoy se denomina Brea Pozo Viejo, a unos 8 km. hacia el oeste; Villa Atamisqui se trasladó unos 10 km. al oeste y se convirtió en Estación Atamisqui; Estación Chilca Juliana fue un nuevo nucleamiento demográfico, adonde fueron trasladados los muertos de la zona; y Estación Medellín también surgió en aquel momento. El cementerio de Chilca Juliana, debido a inundaciones posteriores, fue nuevamente trasladado a su ubicación actual en 1946. Las cruces más viejas en el actual cementerio y los restos de otras, hechas en madera de quebracho o algarrobo, tienen fechas de las décadas de 1920 y de 1930. Éstas tienen que haber sido sucesivamente removidas y transportadas; ahora descansan incrustadas en los monumentos nuevos, de cemento. Un poco más al Sur, la Estación Medellín, fue creada en 1933, y se le puso el nombre de la primera ciudad fundada por españoles en la región mesopotámica, en 1543, de efímera existencia, y que fuera asentada unos kilómetros al norte de la actual localidad de Soconcho. Las vías de este ferrocarril ya están muertas desde hace unos 10 años, pero algunas de aquellas poblaciones, reducidas, han quedado allí. En cambio La Estación Robles, tras la decadencia de los ferrocarriles, fue despoblada, resurgiendo nuevamente la anterior Villa Robles, con los nuevos desentierros y entierros de sus muertos. De igual modo se repobló Villa Atamisqui, llevándose sus muertos.
Antes de la existencia de aquel ramal ferroviario, a principios de siglo, el cementerio viejo de Barrancas era compartido con Sabagasta, en la otra banda del río, donde están los restos de la capilla vieja y de la Cruz Mayor. El río pasaba unos 4 km. más al oeste, quedando Barrancas sobre la margen opuesta. Hoy Barrancas está ubicada sobre la banda occidental del Dulce, separada de Sabagasta por este río y por lo que en un tiempo fue un pequeño arroyo que se desprendía del Dulce y al que, desde hace unos pocos años, el mayor caudal del río madre se volcó, llamado el Saladillo del Rosario. En la década de 1920, Don Cesáreo Gómez, uno de los Principales de Barrancas, propietario de molinos harineros, construyó su cementerio familiar a unos 800 mts. de su casa, que, a partir de la década del '40, cuando el río se interpuso entre Sabagasta y Barrancas, él lo donó como cementerio de esta localidad.
En Villa Atamisqui, detrás de la actual ermita de la Virgen de Fátima, en el extremo sudoeste del poblado, a 1 km. del actual cementerio, estaba ubicado el cementerio cristiano viejo, que ya en la década de 1930 había sido abandonado. En Salavina, el cementerio viejo aún es alumbrado, en los restos de la Cruz Mayor. Está ubicado sobre el río, en el extremo occidental del poblado. A fines del siglo XIX, la gran inundación tras la cual el Dulce retomó su antiguo cauce volviendo a pasar por Salavina, lo destruyó. Entonces se creó el nuevo, a unas 8 cuadras de distancia hacia el sudoeste. En Tuama, en las primeras décadas de este siglo y hasta la década del '30, el poblado, el cementerio y la capilla quedaban sobre la margen oriental del río, cuando éste se abría a esa altura, casi perpendicularmente, hacia el este. Antes, pasaba aún más al oriente, cuando Tuama junto con otras poblaciones vecinas fueron abandonadas por el río, quedando en medio del monte, donde a unos 2 km. al norte del actual cementerio, quedan los restos de otra capilla y de otro cementerio.
Las inundaciones de principios de siglo (1907, 1913, 1918) anegaron y arrastraron el poblado de Loreto, que estaba a orillas del Dulce, a unos 15 km. al este del actual emplazamiento. Se decidió trasladar entonces definitivamente el poblado y el cementerio a la Villa San Martín, convertida en estación de ferrocarril en 1884, sobre el ramal Frías-ciudad de Santiago. En Villa Matará, sobre el margen oeste del Salado, el cementerio viejo está junto a los cimientos de la inmensa iglesia colonial, que tenía unos 12 x 25 mts. Hace unos 20 años destruyeron la iglesia, que estaba desmoronándose, y llevaron las cruces y los muertos al cementerio nuevo, a unas 3 cuadras al oeste.
Pero también los cementerios actuales se muestran afectados por las más recientes inundaciones: desnivelados, las tumbas semihundidas, cruces chuecas, muy enterradas. Tal es el caso de Chilca Juliana, de Barrancas, de El Curalito (Los Toloza), de Juanillo, a orillas del Dulce. En razón de las inundaciones, se acostumbra enterrar a los difuntos a unos 3 mts. de profundidad. El Salado, a fuerza de diques y canales, ha sido reducido a un hilo totalmente domesticado.
Alumbradas en poblados y áreas rurales.
En todos los cementerios de la región mesopotámica se realizan las alumbradas del Día de Muertos. En las ciudades más importantes, que han rodeado sus cementerios con muros y han puesto altas rejas con candados en las entradas (La Banda, Loreto, Suncho Corral, Añatuya), éstas permanecen cerradas por la noche, al igual que en la ciudad capital. Allí, tampoco es posible hacer la alumbrada "como en el campo", dice la gente que concurre, se la hace sólo durante el día. Una rezadora de Loreto, Doña Filiberta Sosa de Juárez, ca. 70 años, hace sanaciones en nombre de José Matías Villarreal, curandero muerto en 1968, usando su rebenque, que descansa sobre su féretro, en el mausoleo que su familia ha construido en el cementerio. Ella me decía en Noviembre de 1996: "afuera, en el monte y en los pueblos (poblaciones pequeñas), se alumbra de noche, aquí ya no".
Este "afuera" significa un territorio exterior, salvaje, no civilizado. Es un "afuera" doble: por la externalidad de los muertos para las formas de vida modernas, y por la barbarie manifiesta en esas costumbres. "Campo afuera" es una expresión muy común y un gesto peyorativo que se posiciona, relativamente, en la centralidad urbana, y que refiere a las formas tradicionales de vida, consideradas residuales del proceso de transformación general. En una entrevista realizada a Rody Ferreyra, de las familias Principales de Brea Pozo, en 1997, él reconoce que en general las costumbres antiguas "se han ido cambiando por otras cosas" y que, con respecto a creencias y rituales, "se disimula todo lo que se puede... por temor a que se agarre en joda", es decir, se trata de aparentar desconocimiento, se niega saber, por temor a la burla. Y esto, según él, por la expansión de las nuevas tecnologías de la comunicación (sobre todo la radio, la televisión) y porque han migrado a Brea Pozo "gente de afuera para aquí". Con la desaparición de los trenes en la década pasada, los breapoceños se han ido a las grandes ciudades, y a su vez han venido a vivir al poblado habitantes del entorno rural. Este "afuera", sin embargo, muestra una gran resistencia en las alumbradas del Día de Muertos, sólo impedida en su prolongación nocturna a fuerza de muros y rejas en las grandes ciudades. En Brea Pozo, tan sólo un alambrado delimita el cementerio en medio del monte, a unos 5 km. del poblado. Ahí, el 1 y el 2 de Noviembre, el "afuera" rige.
Una separación semejante opera en el caso del quichua. Me decía Simeón Lugones, Oficial Principal de la Comisaría de Villa Atamisqui, en 1996: "Los changos (adolescentes) de Atamisqui o Buenos Aires no hablan quichua. En el campo, afuera, siguen la quichua". Si bien la división no es tan absoluta, como veremos, interesa aquí la operación sociológica de este "afuera" como un ámbito, una lengua, unas creencias y unas costumbres que ligan con lo no-civilizado. He preguntado repetidas veces, en ámbitos rurales y urbanos, por qué se alumbra a los muertos. La respuesta más común ha sido: "es costumbre cristiana". Ciertamente la luz es un símbolo central del cristianismo: Cristo, al resucitar, vence las tinieblas de la muerte; el Cirio Pascual preside todo uso litúrgico de la luz. Pero no era este sentido teológico el que primaba en las respuestas.
Lo "cristiano" más bien aparece como un primer gesto de diferenciación respecto de lo "indio", con más fuerza entre los Principales, pero también en los vecinos del común. Recordemos aquellas palabras despectivas, de una vecina Principal de Pitambala, respecto de los "entierros de indios": "Los indios tapaban así nomás, del todo indios!!" La cruz cristiana es la señal visible de la distancia respecto de los "indios" y la marca de la presencia subterránea de los muertos. Los Principales también alumbran a sus muertos el 1 y el 2 de Noviembre, pero no permanecen en los cementerios mucho tiempo. La "costumbre cristiana" de la alumbrada es para ellos un gesto de recuerdo, pero no para ir a "estar con los muertos y divertirse, faltándoles el respeto", como me decía un Principal de Barrancas.
Los muertos "viven en el cementerio", se los va a visitar y se los recuerda alumbrando. "Ellos han sufrido tanto para criarnos!!...", me decía Olga Torrez, de los vecinos del común de Tuama. El gesto comunicativo principal vivos-muertos es la alumbrada. Se continúa así una relación ritual que comienza con el velorio y el entierro: al "huata velorio", a las nueve de la noche del día del entierro, en que se "ata" o se "cierra" el velorio (huatay en quichua es atar), le sigue el "cabo de año", nuevo velorio al año justo de la muerte, y luego el "primer velorio", que es la primera alumbrada para el Día de Muertos. "Después se va el alma", pero se renueva la visita de ahí en más en cada alumbrada anual. Este es el ciclo completo de los rituales de muerte cristianos, que los Principales también cumplen con sus muertos, pero no comparten el imaginario de que en ese primer año los muertos andan todavía por ahí, merodeando sus antiguos lugares cotidianos.
Después del "cabo de año" y el "primer velorio", los muertos empreden viaje, pero vuelven cada año a sus "casas", a sus tumbas. Ellos "viven en el cementerio". Y en cada regreso esperan que se los alumbre. Si no se lo hace, ellos comienzan a molestar a los vivos. Los muertos, como toda fuente de poder en la comprensión popular local, están signados por la ambigüedad: pueden producir grandes beneficios o volverse sumamente peligrosos, ayudan o "llevan con ellos". La alumbrada es también un gesto de conjuro, para mantener satisfechos y a distancia a los muertos. Los días anteriores al Día de Muertos, en las proximidades de los cementerios los lugareños dicen que escuchan "silbidos". Quien los escucha no debe prestarles atención y mucho menos responderles, porque si lo hace, "el muerto se lo lleva con él" (lo cual indica que morirá a la brevedad). Hay distintos tipos de silbidos, más cortos y más prolongados, más suaves o más penetrantes, pero en general se los distingue a los "finos" como propios de varón y a los "gruesos" como de mujer. Una inversión de género en el mundo de los muertos. Nueva aparición de una lógica de la contradicción que opera en la liminariedad de la muerte (Turner 1970). A veces se los confunde con el canto de algún pájaro (Feld 1982), y eso puede ser terrible, por eso es mejor, en esos días, andar con el oído atento pero no responder ningún silbido.
Pasado el Día de Muertos, los que no han sido alumbrados, recorren silbando insistentemente las inmediaciones de los cementerios por varios días. Me decía Doña Juana Torrez, la madre de Olga, en Diciembre de 1996: "Muchos silbidos ha habido este año en Tuama después del Día de Muertos". Dadas las dificultades económicas en aumento, muy pocos migrantes han podido viajar allí para alumbrar a sus muertos en estos últimos años. El campo y las localidades mesopotámicas se han ido despoblando por las migraciones, pero algún miembro de la familia, cada año visita nuevamente el lugar de origen. Una de las fechas elegidas es el Día de Muertos. Pero si alguien regresa para la fiesta de algún Santo, o para Carnaval, acude en esa ocasión al cementerio para alumbrar a sus muertos. Las nuevas condiciones laborales urbanas ponen dificultades para conseguir permisos o vacaciones para Noviembre. Hasta las décadas del '40, '50, '60, en cambio, en que las migraciones laborales estaban vinculadas a los ciclos de las cosechas, los lugareños volvían de las siembras en Agosto y Septiembre, y permanecían hasta las primeras cosechas en Diciembre.
Impresionan algunas alumbradas en los cementerios de las áreas rurales mesopotámicas: mucha lumbre y pocos deudos, tumbas solitarias con sus velas encendidas. Alumbradas silenciosas, faltan las ruedas familiares, con sus intercambios de conversaciones y comida. Por ejemplo en Atoj Pozo, que tiene sólo algunas casas junto a la iglesia, el puesto policial y el cementerio, el año 1997, en cada tumba había 1, 2 ó 3 personas, familias disminuidas por los flujos migratorios, y en algunos casos, sólo lumbre. Muy escasas eran las tumbas rodeadas por más de 10 personas. Asimismo en la Cruz Mayor, donde se pone velas a los muertos distantes, estaba depositada una cantidad llamativa de éstas y de coronas de flores. Estas flores y las que adornaban las tumbas eran de papel en su totalidad. Todo esto nos habla de una comunidad muy venida a menos en el número de habitantes, con migrantes en situaciones económicas desfavorables, y con poco acceso a las nuevas estéticas funerarias del plástico (que las han introducido precisamente los migrantes en el área mesopotámica). Pero lo notable, sin embargo, era que casi todas las tumbas estaban alumbradas. Incluso una cruz clavada a un costado del cementerio, en su parte exterior, también estaba alumbrada. Pensé que se trataba tal vez de algún "carballito", pero me aclararon: "Noo... se había sabío suicidar!..." A los suicidas no se los puede enterrar dentro del "camposanto", pero sin embargo se los alumbra.
La gente alumbra a los muertos vecinos "sin dueño" porque la mayor cantidad de muertos alumbrados contribuye a la tranquilidad del lugar: no habrá tantos "silbidos" en los días posteriores. A juzgar por la lumbre, cuando uno va llegando a uno de estos cementerios rurales, como el de Atoj Pozo, le da la sensación de que se trata de una concentración de gente y de reuniones familiares equivalentes a las urbanas, pero al ingresar parece un desierto de luces. También a la entrada de los cementerios rurales nunca faltan los puestos de bebida y comida, pero todos recuerdan que antes eran muchos más y el clima distendido se volvía fiesta, y hasta se hacía música y se bailaba.
El imaginario urbano, que señala las alumbradas nocturnas como una costumbre pagana de "campo afuera", ha podido erradicarlas da las grandes ciudades, pero choca con la enorme cantidad de gente que se réune de día en el cementerio. La concentración es muy superior a la de los cementerios rurales en cualquier época. En un espacio imprevisible, en un escenario ritual, tiene lugar lo que la sensibilidad del "centro" rechaza y teme: la aglomeración demográfica, la efervescencia multitudinaria.
c. Ornamentación de las tumbas.
En las localidades y zonas rurales, un gesto municipal acompaña la preparación del Día de Muertos: la limpieza y el blanqueo de cal de los monumentos. El Comisionado Municipal de una localidad me decía: "Así queda mejor, si no vienen y cada uno pinta de un color y esto parece festival... además se aprovecha para quitar muchas cosas viejas que la gente ha ido dejando". Esas "cosas viejas" son cruces antiguas, algunas vueltas un montón de palos, o molduras y tablas de cuando los monumentos se hacían de madera, y que los deudos colocan devotamente encima de los túmulos de tierra o del cemento. Los empleados municipales cumplen la orden de limpiar y revestir de cal la totalidad de las tumbas. Pasada la alumbrada, las ceras de colores de las velas chorrean por todas partes, tejiendo mantas deshilachadas, los ramos y coronas de flores, alzadas sobre las cruces, transforman la sobriedad blanca en un jardín insólito, en un corso sobrepuesto de guirnaldas. La comida y la bebida, la rueda familiar, convierten esa solemnidad estatuaria, intocable, homogeneizadora, en un patio doméstico, en el que se desarrolla la visita. Si uno pasa por los cementerios días antes del 2 de Noviembre, los encuentra blancos, uniformes, territorio neutral de una memoria distante, bajo un manto único de serenidad y limpieza. Si uno regresa días después de la alumbrada, una furia de color ha crecido del suelo, derramándose sobre la cal impotente, salpicada de manchas contrastantes.
Un mismo gesto ritual asocia "indios muertos", muertos y Santos: todos ellos son "alumbrados". A ellos volveremos más adelante. Detengámonos ahora por un momento en las tumbas.
Pasando de la ciudad al campo, los cementerios cristianos ocupan predios menores, delimitados por alambrados, con escasos mausoleos, apenas el camino central y algunos pocos entornos de las tumbas cubiertos con baldosas, abundan los túmulos de tierra con sus cruces a ras del suelo y se ven varios monumentos construidos en madera, llamados "antigüeros". Cada geografía local de la muerte tiene su particularidad: oscuras sedimentaciones locales hacen rizoma en un barroquismo ornamental que va cambiando de formas. El silencio de las tumbas es un escenario donde se representa en figuras, colores y acumulaciones diversas una semántica explosiva, una necrosemia, que derrama sin cesar sentidos transfigurados.
Los cementerios urbanos, desde fines del siglo pasado, tomaron forma de paseo, con su amplio camino central embaldosado, bordeado por mausoleos, árboles y jardines. Un grueso anillo de monumentos de cemento y una extensa periferia de tierra, túmulos y cruces a ras del suelo conforman la moderna "geografía social de los muertos" (Reis 1991). Esta es la distribución en los cementerios La Piedad de la ciudad de Santiago, La Misericordia de La Banda, los de Loreto, Sumampa Viejo, Añatuya, Suncho Corral. Extensiones de las formas urbanas a los márgenes del territorio "civilizado" [15] .
En cambio, en los cementerios del campo, predomina la tierra: no hay caminos embaldosados, muy pocos (si los hay) mausoleos y los monumentos de cemento "conviven" con los de tierra. En todos, urbanos y rurales, hay árboles, pero en los segundos, como en los patios de las viviendas campesinas, hay siempre en medio un algarrobo. "El algarrobo es protector, proteje del rayo, me decía un vecino jornalero de Manogasta, por eso todas las casas tienen en el patio". Estos cementerios perdidos en medio del monte a veces tienen Cruz Mayor y otras no, pero nunca falta un alagarrobo amplio en medio, repartiendo su sombra sobre las tumbas próximas. Marcaré otras particularidades significativas de estos cementerios del campo. En el cementerio de Manogasta, a unos 50 mts. detrás de la capilla de Santa Bárbara, gran cantidad de monumentos, hechos en ladrillo y cemento, o en adobe, tienen la forma de una torre gruesa, cúbica, que termina en bóveda: proliferación de la torre que sostiene la imagen de Santa Bárbara en su mano izquierda, atributo que refiere a su martirio. Algunos están bastante deteriorados por falta de mentenimiento, otros, semihundidos por los ablandamientos del terreno producidos por las inundaciones. A juzgar por las fechas inscritas en las cruces adosadas a estos monumentos, esta estética local se desarrolla en la segunda mitad de nuestro siglo. Las cruces con fechas anteriores están todas ellas clavadas en tierra, junto a túmulos de tierra. El cambio ha coincidido con la erradicación de los "antigüeros" [16] de madera. La mayor cantidad de estas torres funerarias de Santa Bárbara es contemporánea con las disposiciones municipales de la década del '70, que imponen en toda la mesopotamia santiagueña la sustitución de los monumentos fabricados en madera por los de cemento. En este caso, se aceptó la disposición, pero dándole una formación local, multiplicando las torres de la protectora de los lugareños, "abogada del rayo y las tormentas". Algo semejante ha sucedido en los otros cementerios mesopotámicos, y tal vez sea una vieja estrategia la de aceptar, transformándola, la estética oficial de la muerte, como veremos. Los deudos se "hacen el champi".
Las reducidas aristocracias locales de Silípica, Sumamao, Barrancas y Salavina, zonas de importante producción triguera hasta la década de 1930, diferenciaban su condición social en el contexto funerario sustituyendo la mera tierra o la madera por el cemento, el hierro y el mármol: cruces finamente forjadas y cercas de formando un pequeño corral, de aproximadamente 1 mt. de alto, fabricados en hierro, y placas de mármol inscritas, adosadas a los monumentos de cemento, datan desde 1870 hasta 1930. Pero, en general, en los cementerios mesopotámicos, las construcciones de cemento más antiguas son de la década de 1940, y es en la década de 1970 cuando se generalizan, por las políticas municipales de erradicación de la madera en la arquitectura de la muerte [17] , con el aplauso de los Principales y los sectores altos y medios urbanos.
Los "antigüeros" de madera, de unos 70cm. de alto, fueron prohibidos, y los existentes debían ser sustituidos por otros de cemento a la brevedad. (Ver Fotos N° 9 , 10, 11 y 12 ) También los criterios de gusto en el contexto funerario, desarrollados por los migrantes a las grandes ciudades, desde las primeras décadas de este siglo, habían venido variando, y el cemento permitía adosar múltiples placas de estaño, con textos narrativos y fotos, integrar pequeños nichos en la construcción, para alumbrar, en los que se colocaban imágenes de yeso y adornos plásticos que compraban en las urbes y traían para sus muertos. Los cajones de madera se deterioraban rápidamente a la intemperie, muchos muertos ya no tenían "dueño", o sus nietos o bisnietos habían migrado y ya no se ocupaban con frecuencia de su cuidado, desmoronándose las tumbas al paso de 10 años, y convirtiéndose en un montón de palos. De hecho, de los que permanecen en la mayoría de los cementerios, muchos no tienen "dueño" y amenazan con caerse en cualquier momento. Pero lo que sobre todo era desagradaba a la nueva estética urbana de la muerte era la profusión de colores contrastantes con que aquéllos eran pintados y la cantidad de apliques de carpintería que se les colocaba encima. Esto desentonaba con la nueva sobriedad gris o blanca, y el distanciamiento con que debía ser tratada la muerte "civilizada".
Fue así que la arquitectura de la muerte en las zonas campesinas pasó de la madera al cemento. Salvo en ciertos lugares, donde la disposición municipal aún no se hace cumplir con efectividad, y todavía se sigue construyendo "antigüeros". Por ejemplo, en Soconcho, donde la tierra en forma de túmulos, la madera y el cemento conviven. Los antigüeros más deteriorados (abandonados) datan de la década de 1940, lo cual indica que el promedio de vida de los mismos, subsistiendo a la intemperie santiagueña, es de unos 40 ó 50 años. Aunque la pintura periódica ayuda a la mejor conservación y prolonga algunos años más su buen estado. En el caso de las cruces, la durabilidad es mayor, remontándose las más antiguas a la década de 1920. La madera usada para monumentos y cruces, por lo general, es de algarrobo, y en algún caso, de quebracho, maderas duras, de extracción local.
En el cementerio de Soconcho contrastan los monumentos de cemento, blanqueados, con los barrocos cajones de madera pintados de color rojo, amarillo y/o verde, en el caso de los niños, y azul, negro, blanco o verde, y sus combinaciones, en el caso de adultos. Sobre ellos, múltiples apliques tallados en madera: manos, alas, flores, estrellas, corazones, palomas, flechas, cabezas de serpientes, molduras almenadas... Tanto los colores como los apliques están dispuestos en forma simétrica, de corte longitudinal, a modo de los diseños de las mantas textiles [18] . También hay antigüeros caídos o restos de ellos. Como noté anteriormente en general, los restos de antigüeros devenidos un montón de palos o figuras sueltas son colocados sobre los nuevos monumentos de cemento: acopio de fragmentos sedimentados, en el contexto de la muerte, semejan capas geológicas de las transfiguraciones simbólicas, pero en una heterogeneidad de tiempos conviventes, así como las cerámicas en los "cementerios de indios", aparecen todas mezcladas en su variedad, sin poderse distinguir estratos arqueológicos diferenciados. Es como si el río lo hubiese revuelto, arrastrado y vuelto a sedimentar todo.
El antigüero o el monumento de cemento se erige encima del túmulo de tierra, que es lo primero que se construye al enterrar al difunto. En Soconcho, están los túmulos, los antigüeros y los monumentos de cemento, unos junto a otros. Esta arqueología de la muerte es uno de los lugares privilegiados de manifestación fantasmal, fragmentaria y distorsionada, de las identidades muertas en el santiagueño. Así como después de las lluvias surgen del suelo las cerámicas de los "indios muertos", en los cementerios cristianos resurgen de la muerte cromáticas e icónicas que reiteran o derivan aquellas expresiones simbólicas. Silenciosamente, de los "cementerios de indios" a los cementerios cristianos hay una oscura continuidad transformadora, saltos de "meseta" (Deleuze y Guattari 1990), tropos en la materia modelada. Aquellos "indios muertos" afloran en las cruces, los antigüeros y los monumentos de cemento de las nuevas arquitecturas funerarias: la muerte se vuelve el escenario de representación de la necrosemia de los "indios muertos". Cementerios ubicuos y yuxtapuestos, que conforman mesetas rituales en la continuidad de las alumbradas, formas de entierro distintas y ornamentaciones semejantes. Arqueología plana, de capas simultáneas, como tortuoso circuito de una memoria, que niega con la muerte y por la muerte le sube un remolino semiótico.
Me interesa enfatizar que esta red necrosémica se ramifica a través de mediaciones rituales. Prácticas sociales que se desarrollan en el contexto de modos de representar no-lingüísticos, ligados a una corporalidad escénica y a una materialidad simbólica, no explícitas, tal vez nunca enunciadas, pero no por ello menos operantes. En la iconografía, los colores y las cruces, en las alumbradas, por detrás de la coacción y la persuasión oficiales a la sobriedad y austeridad, más allá de la reforma de las costumbres como des-carnavalización de la muerte, se filtra, proliferando, una estética transfigurada de las tradiciones locales subalternas.
La iconografía funeraria de la "lechuza"
Las urnas funerarias de los "indios muertos", cuyos fragmentos o piezas completas con frecuencia son halladas, presentan una profusa variedad de motivos y figuras en su decoración. La más común, como ya dije, es la figura ornito-antropomórfica: la "lechuza" llorona, que se estiliza, en relieves y diseños planos, tomando formas acorazonadas, de triángulo invertido, con su ancha cabeza como base, continuada en sus alas, desplegadas o no, y con el vértice en sus garras (Ver Fotos N° 2 , 3 y 4 , en páginas siguientes a 6 y 7 ). Además aparecen, acompañándola en una misma pieza o dispuestas en forma indepediente, figuras de jaguares (en quichua uturungo), pumas y zorros, manos y patas de tres dedos, guardas escalonadas y grecas, cabezas triangulares de serpientes, pájaros, alas, ojos (Wagner y Wagner 1934). La cromática de esas cerámicas va del rojo homogéneo (rojo terracota u ocre, o rojo violáceo, o púrpura), al negro sobre rojo, o sobre blanco, o sobre amarillo, hasta la cerámica tricolor: negro y rojo sobre fondo blanco.
En la ornamentación de los antigüeros, contrastan pinturas de colores primarios: negro, blanco, verde, rojo, azul, amarillo, y proliferan apliques y molduras. Entre los apliques, el que más se reitera es el de las manos-alas: en cada lateral del antigüero, se adosan pares de alas o de manos, como así también, aunque con menos frecuencia, en otros sitios. Es una costumbre ritual campesina que algún deudo se embadurne con pintura las manos y las aplique con fuerza, una a cada lado del propio cajón de quien se va a enterrar. Las manos se metamorfosean en alas (Ver Diseño ), y la geometría simétrica con que están diseñados el cajón y el antigüero los convierte en pájaros. Aves estilizadas en general, y "lechuzas" en particular, aparecen entre los apliques de los antigüeros (Ver Diseño N° 4 ).
La simetría en la disposición de los colores y las guardas se mantiene en los nuevos monumentos de cemento (Ver Foto N°13 ). Las cruces, en varias ocasiones, se han vuelto flechas-plumas-alas, y han cobrado la apariencia de aves en pleno vuelo (Ver más adelante Diseño N° 8 ). Otras veces, en el centro de las cruces se aplican corazones (Ver Foto N° 14 ), lo cual deriva la estilización de la "lechuza" de las cerámicas "indias", resignificando en lo local la catequesis del Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen Dolorosa y la icónica massmediática del amor o el cariño. Los ángeles están ausentes en estas iconografías saturadas de pájaros y "lechuzas". Salvo en el cementerio de Sotelos, a unos 50 km. al oeste de la ciudad de Santiago, sobre el Dulce, donde, ya muy deterioradas, se hallan unas tallas en relieve, sobre madera, adosadas a las cruces. En esta de la Foto N° 15 (ver detalle , tomada en 1973, cuya ampliación vemos debajo, dos ángeles u hombres-pájaro forman la silueta acorazonada de la "lechuza", en estilizaciones semejantes a algunas que hemos visto en la Foto N° 4 . La talla es de 1942, y en ella se manifiesta un sincretismo de símbolos del volar.
¿Qué hace una "lechuza" en un cementerio cristiano? Ciertamente no es original la metaforización de la muerte como "viaje", y como viaje aéreo, vuelo. Pero la idea se ve reforzada localmente por la omnipresencia de la simetría, de las alas y de las aves en la ornamentación de las tumbas. Y cobra una expresividad cuasi-étnica en las "lechuzas" acorazonadas que surgen de la tierra en dos contextos de muerte: los "entierros de indios" y los cementerios cristianos.
En las alumbradas del Día de Muertos en los cementerios cristianos, ya hemos visto cómo la muerte se metaforiza en un viaje, que tiene sus tiempos y lugares de reencuentro periódicos, en los cuales vivos y muertos vuelven a estar juntos. Es la metáfora occidental cristiana de la muerte como tránsito. La gente, en la ciudad y en el campo, dice que la noche del 1 de Noviembre hay que ir a "visitar" a los muertos, que "viven en el cementerio". Viaje nocturno que en el campo aún es posible realizar: la muerte, lo nocturno y el viaje parecen conformar un nudo simbólico local.
La pampa lechuza o lechuza de la pampa es la variedad más común de la región. Es aquella a la que, quienes encuentran la imagen de la "lechuza" en algún "cementerio de indios", se refieren. Todos a los que he preguntado me han dicho: "es la lechucita de aquí, esa que hace nido en las cuevas". Es un ave nocturna que tiene su cueva bajo tierra, que ha sido abandonada por otros animales. Ella se alimenta de estas presas terrestres que se refugian en madrigueras subterráneas. Su grito disonante se escucha cuando alguien anda en las proximidades de su cueva. Pampa en quichua significa superficie abierta, llanura, y también enterramiento. Es también el nombre de un pelaje del ganado vacuno o caballar que tiene todo el cuerpo oscuro y la cara blanca, que mirada de frente semeja una calavera. Pampay en quichua es tapar, sepultar; pampana es el cementerio. Toda llanura es, no tanto una superficie lisa, como un terreno que oculta algo, un gran manto de tierra. Pampa lechuza puede ser traducido también como "lechuza del cementerio": de hecho, un cementerio abandonado o mal cuidado se vuelve en poco tiempo habitat de alimañas, por tanto lugar visitado y también habitado por lechuzas, que ocupan las cuevas de sus presas.
La figura ornito-antropomórfica, la "lechuza" de los "indios muertos", ave nocturna que levanta su vuelo desde lo subterráneo, se muestra como una encrucijada de metáforas, que liga noche - muerte - vuelo - ver en la oscuridad.
Otras arquitecturas e iconografías funerarias
El cemento permite sólidas construcciones, más anchas, más altas, con diversos niveles: es decir, superficies más extensas y mayores alturas a decorar. Las pinturas cobran grandes áreas. En ellas se adosan a su vez baldosas y azulejos de múltiples y contrastantes colores, jugando con matices inéditos en esta cromática de la muerte y formando figuras, armando guardas o creando estampados, posibles por las nuevas tecnologías en la producción de mosaicos, azulejos y cerámicas. Los colores primarios juegan con el beige, el celeste, el verde manzana, el rosa, el gris moteado de azul, el turquesa, el crema... Guardas azules o rojas se dibujan sobre fondos amarillos o lilas. Aquellas estéticas de la decoración urbana usadas para cocinas o baños, aquí ganan la luz plena, la total intemperie, imponiendo sobre el cemento gris o blanco una profusión de colores sin igual, que crea una escenografía carnavalesca cuando se mira varias tumbas en perspectiva, al entrar a los cementerios. Muy lejos de la muerte "civilizada" promovida por los Municipios, sobria y silenciosa.
En Atamisqui queda un solo antigüero, del año 1966, pintado de color negro, con dos pares de alas blancas sobre los laterales y molduras almenadas, de cresta recta o de tres picos, con intervalos, adosadas sobre la superficie superior del cajón (Ver Diseño N° 1 ). La aspiración municipal de urbanización y "civilización" de la muerte se expresa en este caso de modo elocuente: en el predio lateral del cementerio se proyecta construir un "Parque de Paz", al estilo de esos extensos paseos y jardines, llanura en la que no destaca geografía mortuoria alguna, que se adecuan a la nueva sensibilidad de las capas sociales más altas en ciudades como Santiago y La Banda, desde fines de la década de 1980.
En los cementerios de Juanillo, de Los Toloza ("El Curalito") y de Barrancas abundan los encatrados de madera a ras del suelo, en forma de rombo invertido, con una cruz clavada en la cabecera (Ver Diseño N° 2, 1 ). Un pequeño encatrado dentro de otro mayor indica niños enterrados con sus madres, que han muerto en el parto o de muy pocos años (Ver Diseño N° 2, 2 ). En "El Curalito" de Los Toloza, hay encatrados que comparten "medianera", tanto en el caso de adultos como de niños (Ver Diseño N° 2, 3 ), y se trata de parejas o de hermanos. En Barrancas, encatrados encimados indican que en la misma fosa hay dos muertos (familiares) enterrados uno sobre el otro o que uno de ellos, reducido a huesos, ha sido colocado dentro del cajón del que se enterró después.
En el cementerio de Brea Pozo, que era de las familias Ibarra, Santillán y Durán, dueños de estancias del Paraje que se denominaba Santa Elena, donado cuando Brea Pozo se trasladó a orillas del Ferrocarril, llama la atención la cantidad de placas con extensos textos que se depositan sobre los monumentos. Muchas de ellas son recordatorios del primero, del cuarto, del séptimo aniversarios. Hay una relación, que volveré a señalar en la fiesta del Señor de Mailín, entre migrancia y narración: la distancia agudiza el sentimiento de "añoranza", que comúnmente se expresa en una necesidad de hablar, de recordar, de contar historias, de cantar. Aquí, en este escenario de muerte, los textos recuerdan, agradecen, prometen cosas a sus muertos. Es paradójico este correo con los muertos, que también partieron en una migración cíclica, y que regresan cada año para el Día de Muertos. La vida, como la muerte, están atadas a la tierra que sin embargo hace todo arraigo, toda permanencia, imposibles. Esta "añoranza", complejo de sentimientos considerado como su núcleo identitario por los "santiagueños", nos coloca otra vez frente a esta lógica de la contradicción, de quien se siente atado a una ecología amenazante, recordada con mucha frecuencia en la distancia, y en la que es imposible quedarse. Es la agonía constante del migrante, que se va para volver y que vuelve para irse. Un circuito de seducción socio-ecológico, sin fin, y de larga duración.
La aceleración de las circulaciones, favorecida por los ferrocarriles, y el mayor contacto con las grandes ciudades: Santiago, Buenos Aires, Córdoba, alteró los criterios de gusto funerarios. Se ve en Brea Pozo, como en otros cementerios de las zonas próximas a las estaciones de trenes, una profusión de placas y crucifijos de aleaciones metálicas, pequeñas imágenes de Santos en yeso, candelabros y flores plásticas.
En general, en todos los cementerios, urbanos y rurales, hay cruces clavadas en tierra o si no amontonadas en la parte más elevada de los monumentos de cemento, formando bosque. Las nuevas fosas de tierra o de cemento, dentro de un control y racionalización municipales del uso del espacio, disponen los muertos unos sobre otros. Todos los predios de los cementerios tienen nuevas demarcaciones (alambrados) que no se remontan a más de 20 años. En muchos casos, han quedado fuera del nuevo perímetro antiguas cruces, y de vez en cuando, de esos entornos, surgen algunos huesos. Reducir los límites del cementerio y superponer los muertos de una misma familia fue una sola cosa. Los aillus, ese entierro de muertos de una misma familia en un espacio continuo, extendido, tomó, a partir de entonces, una disposición en profundidad, colocando a los muertos uno encima de otro. Lugares vacíos u ocupados por "muertos sin dueño", hace mucho tiempo abandonados, fueron utilizados de acuerdo al nuevo criterio de económico de las prácticas funerarias. La extensión dispersa de cruces, los archipiélagos de tumbas, la disposición libre, sin caminos, todo ello encontró un nuevo orden dentro de las nuevas coordenadas cartesianas. El amontonamiento y la dispersión anteriores fueron rediseñadas por los nuevos caminos, a modo de calles, urbanismo de la muerte.
La horizontalidad de cruces se resumió en un monumento de cemento que alberga tres, cinco, siete muertos superpuestos. Pero no desapareció la metonimia que singularizaba un muerto / una cruz, aquella que veíamos en acción cuando se llega a la tumba y se deposita el beso sobre cada cruz, a modo de saludo a cada muerto. Por ello ahora, a gran altura, en la cima del monumento de cemento, vemos un monte de cruces, una por muerto (Ver Foto N° 14 ). Tropos metonímico, anti-sinecdóquico: no basta una cruz para representarlos a todos. No se trata tanto de la simbólica cristiana de la cruz, gran sinecdóque identificatoria, protagónicamente operante en la Conquista, la Colonia y la Nación. Se trata de un signo que manifiesta a cada muerto.
Una estrategia de aceptación y perversión, de uso dentro del horizonte simbólico y ritual propio, es la que hace su juego en esta apropiación de la cruz y del monumento de cemento, pero para una multiplicación fervorosa de la relación particular con cada muerto. Esta relación particularizada, esta propiedad sobre cada muerto, es lo que se expresa con ese diferenciador primario en la geografía social de la muerte: hay "muertos con dueño" y "muertos sin dueño". Los "dueños de muerto" establecen con él una íntima relación ritual, de reciprocidad asimétrica. Relación ritual que se vuelve más honda y más diferenciada cuando se establece con un "indio muerto" que se ha vuelto a enterrar, propia de los sectores más bajos de la población y que nunca involucra a Principales de la campaña.
Sostengo que en esta expresión: ser "dueño de muerto", se produce una metaforización de la situación social mayoritaria de esclavitud, de servidumbre o de trabajo, en los siglos anteriores, en la mesopotamia santiagueña. Tanto "indios" de Pueblos de Indios, como "negros" esclavos, tuvieron esa experiencia de pertenencia total, durante la Colonia. Los Indios de los Pueblos podían estar bajo Encomendero o pertenecer directamente a la Corona, bajo la vigilancia del Cabildo. Si bien, según las Leyes de Indias, los Naturales no podían ser esclavizados y mantenían sus autoridades propias (Caciques, Alcaldes, Mandones, Fiscales), de hecho Encomenderos, Encargados nombrados por el Cabildo y Curas disponían de ellos según su conveniencia, ya sea en los obrajes textiles, en las cosechas, en los trabajos públicos o en prestaciones personales (González Rodríguez 1984). Esclavitud y Encomienda o Tributo no eran lo mismo, pero en todos los casos había un gran poder de disposición del otro, legitimado, correspondido por una dependencia total. Algo semejante ocurría en las relaciones de peonazgo en chacras y estancias. En el siglo XVIII, tal como presenté en el Capítulo I, tuvieron creciente desarrollo las estancias y chacras particulares, usando mano de obra libre. Esta mano de obra estaba constituida por "negros" libres, "indios" también libres o que andaban por fuera de sus Pueblos, y sobre todo por una abundante inter-etnicidad "chola" o "zamba", que conformaban aquella mayoría que el Censo Borbónico de 1778 denomina "Negros, Zambos y Mulatos Libres". La experiencia de estos "dueños" era general.
En el siglo XIX, a pesar de las promesas independentistas, y de las luchas y expectativas, primó en la mesopotamia santiagueña una relación de servidumbre asalariada (Alen Lascano 1996). El disciplinamiento laboral a que fueron sometidas las mayorías campesinas durante la organización nacional, en la segunda mitad del siglo XIX, es prueba de ello [19] . La reconversión al trabajo de la mano de obra libre y de quienes habían pasado los últimos años luchando en las montoneras federales le fue confiada, sugestivamente, en Santiago del Estero, a la Policía Provincial. El Reglamento Policial de 1864 ordenaba a este cuerpo vigilar la obligatoriedad del trabajo y castigar la vagancia. Todo el que no tuviera propiedad, profesión o industria estaba obligado a conchabarse a jornal o servicio doméstico. A todos los que así no lo hicieran, se los consideraba "vagos y mal entretenidos". Entonces se los detenía y se los mandaba a conchabar. Las mujeres debían emplearse en el servicio doméstico. Ningún peón, jornalero o sirviente podía obtener nuevo trabajo sin presentar una papeleta firmada por su anterior patrón. De este modo los grandes propietarios santiagueños garantizaban para sí mano de obra servil y cautiva (Alen Lascano 1996 p. 417).
La Ley de Relaciones Laborales de 1887 decía respecto de las obligaciones y derechos de los patrones: "El patrón es un magistrado doméstico revestido de autoridad policial para velar por el orden de su casa, haciendo que peones y sirvientes le presten obediencia y respeto y cumplan puntualmente sus deberes" (p. 417). La explotación forestal, de 1875 a 1940, que ocupó decenas de miles de hacheros, aserradores y carboneros santiagueños, se organizó en obrajes sin control oficial alguno, en los que las condiciones laborales y de vivienda eran sumamente precarias, y en vez de salarios se entregaban bonos por valores insuficientes, canjeables por comida y ropa en la misma Proveeduría del obraje, que fiaba el resto, produciendo endeudamientos forzosos e impagables, destinados a retener la mano de obra cautiva. Si el obrajero se iba, era perseguido por los ayudantes de los capataces o por las fuerzas policiales, y devuelto a su "patrón" para que pagara la deuda con trabajo (Alen Lascano 1996 p. 575-589). Esta experiencia generalizada prolonga y extrema la relación existencial-laboral secular de tener "dueño" en la mesopotamia santiagueña.
En 1929, el Gobernador de la Provincia, Santiago Maradona, impulsó una reforma de las Leyes de Contratación Laboral que favorecía aún más la relación de servidumbre en los obrajes forestales y aserraderos; en aquel momento había 160 obrajes y 72 aserraderos mecánicos en la Provincia (Alen Lascano 1996 p. 545-551).
Una total pertenencia a su "dueño" es también el signo de esta relación con muertos de la familia, con algún "indio muerto" hallado y, como veremos en el próximo Capítulo, con el Santo que ha sido recibido de los padres o abuelos. El muerto cristiano y el "indio muerto" le son hondamente propios a su "dueño". Una relación secularmente impuesta en la vida social, en el campo existencial y en el laboral, ha sido derivada por un tropos metafórico a la experiencia de la muerte, generando un lugar imprevisto, en el que el socialmente poseído y dependiente se convierte en "dueño".
Ángeles, lechuzas y otros pájaros
En Pitambala, antiguo Pueblo de Indios de comienzos del siglo XIX, los encatrados de madera, a ras del suelo, suelen tener tapa. Otras tumbas de niños tienen varios niveles, formados con planchas de madera superpuestas, a modo de una pirámide chata (Ver Diseño N° 3, 1 ), pintadas de color rojo o azul. Otra, también de un niño, consiste en una plancha de madera con apliques (Ver Diseño N° 3, 2 ). La simetría axial de las alas se multiplica por doquier. No olvidemos que a los niños muertos se les llama "angelitos" en toda el área mesopotámica, y que se los distingue con el tamaño de las cruces, los colores vivos con que se las pinta a éstas y a los monumentos, con las velas pequeñas y también de colores con que se los alumbra. No hay ángeles en la iconografía funeraria, pero sí en el complejo ritual total. Antes, hasta la década de 1930, se realizaba un reza-baile cuando moría un niño, que duraba varios días: el llamado "velorio del angelito", en el que el centro de la fiesta funeraria estaba constituido por el niño muerto, disfrazado de ángel. Ya no existen estos bailes fúnebres (la lógica de la contradicción otra vez), pero se los distingue en la arquitectura, los colores y la alumbrada a los niños muertos, a quienes se continúa denominando "angelitos". Los Principales recuerdan con horror aquellas "aberraciones paganas", que paseaban al niño muerto a veces por semanas, de casa en casa, de baile en baile.
En este mismo escenario de la muerte y las aves, cuando estuve en 1997 en el cementerio de Pitambala, había tres molduras de madera tiradas en el suelo, de unos 50 cm. de largo y 20 cm de ancho, y un lugareño que me acompañaba me dijo que eran restos de antigüeros (Ver Diseño N° 8 ). Le pregunté de qué imagen se trataba y me dijo: "la lechuza, po". Se recorta ante nosotros la famosa "lechuza", que hace unos 50 años custodiara estos antigüeros de Pitambala. La imagen de madera iba clavada al lateral derecho del antiagüero, dispuesta en forma vertical y sobresaliendo, como la mano de la Foto N° 8 , adosada a la cabecera.
Pasando Barrancas Coloradas, en el camino a Mailín, está el cementerio de Pozo Mositoj. Varios monumentos tienen muchas placas con texto, pero con la característica de que están adosadas a la "espalda" de los mismos, o que tal vez han invertido el frente (Ver Diseño N° 5 ). Son de 1975, 1982, 1983... En las formas de las placas, se reitera el contorno acorazonado. En Caloj, más adelante, cerámicas y azulejos diseñan ajedrezados en celeste y lila, en blanco, lila y azul, en crema, azul y celeste, estampados de flores color ladrillo o verde musgo sobre crema, contrastes de naranja, verde, marrón, azul, negro. Las fechas: 1939, 1941, 1956, 1965. Hay tres antigüeros: uno de 1963 muy bien conservado, pero todos despintados. Tienen apliques de flechas o cabezas de serpiente, rectas y curvadas, colocados en ambos extremos del cajón, y de guardas eslabonadas longitudinales (Ver Diseños N° 6, 1-4 ). También estrellas y alas. Varias cruces en tierra tienen puntas de rayos, con el mismo diseño de las alas (Ver Diseños N° 6, 5 ).
A orillas del Salado, el cementerio de Villa Matará, antiguo poblamiento que hasta comienzos del siglo XIX fuera, como hemos visto, el Pueblo de Indios demográficamente más importante, se destaca por los tallados de las cruces de madera clavadas en tierra y los corrales, también de madera, con múltiples tallados y apliques, ambos en gran cantidad, con fechas que atraviesan casi todo el siglo: 1917, 1919, 1940, 1950, 1970, 1975, 1982, 1993 (Ver Diseños N° 7 , 8 , 9 y 10 ). Las cruces se vuelven aquí árboles, con extensión de ramas sobre los troncos principales (Diseño N° 7 ), o también flechas-plumas o flechas-alas, que las convierten en pájaros ascendentes o descendentes ( Ver Diseño N° 8 ). Los corrales, con su simetría almenada y las esquinas coronadas, dan aspecto de fortalezas a los túmulos, prodigando las formas triangulares, redondeadas y de crestas, y combinándolas de modo inédito (Ver Diseños N° 9 y 10 ). Tal vez esto guarde relación con que, como hemos visto en el Capítulo I, esta población fuera línea de frontera contra los indios del Chaco, y la costa del Salado fuera asentamiento de fortines de defensa, desde el siglo XVI hasta fines del siglo XIX.
También en el cementerio de Villa Matará hay cruces de hierro, de 1918, 1925, algunas de ellas ricamente elaboradas, en las que la cruz arboriza en nuevos brotes o acoge en sus ramas aves asentadas (Ver Diseño N° 11 ). Y un gran corazón de hierro atado al centro de una cruz tiene la siguiente inscripción: "Ricardo Catán [20] Fcio. el 8 de Julio del año Libertador Gral. José de San Martín 1950. Ejecito (sic) argentino. Edad 20 años. Tus hermanos te dedican este recuerdo". Se trata de un joven que murió mientras prestaba el servicio militar en una fecha y un período político de encendido nacionalismo (peronista). Ya vimos cómo el corazón, núcleo catequético del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen Dolorosa e ícono mediático contemporáneo del amor y el cariño, se inscribe a su vez dentro de las formas tradicionales mesopotámicas de la estética funeraria: la "lechuza" acorazonada. Poco más al sur de Matará se encuentra el gran yacimiento de Llajta Mauca, de donde los Hermanos Wagner extrajeron a principios de siglo una inmensa cantidad de piezas, en las que reaparece la "lechuza" una y otra vez.
En Matará, al otro lado del río Salado, población más reciente que la anterior, trasladada a fines del siglo pasado debido al paso del ferrocarril Añatuya-Suncho Corral, hay cruces modeladas de igual forma que las de Villa Matará, con fechas de 1950, 1953, 1960.
Unos 70 km. al norte de Matará, sobre la costa oriental del Salado, se encuentra otro de los grandes cementerios urbanos de la mesopotamia santiagueña: Suncho Corral. La ciudad fue desde principios de siglo lugar de asentamiento de numerosos inmigrantes árabes, sirios y libaneses, llamados "turcos" por los lugareños. Por lo general dedicados al comercio, urbano y rural, y, algunos, propietarios de obrajes de explotación forestal. Los apellidos en el cementerio son elocuentes de ese origen, y los monumentos y mausoleos lo son del progreso económico. Las elaboradas formas árabes se expresan en el tallado de cruces incorporadas a monumentos de cemento o clavadas en tierra, de la década del '40 y del '50. Pero llama la atención que muchos apellidos de estos difuntos no sean "turcos", sino españoles, o indígenas: Catán, Chejolán, Ilán, Aylán, ya registrados en los Padrones de Pueblos de Indios de la zona de principios del siglo XIX. Estas cruces, talladas en madera, y algunas de ellas pintadas en contraste de negro y blanco, van de diseños más sobrios (Ver Diseño N° 12, 1 ) a un barroquismo extremo, que parece tomar la cruz como un pretexto para simbólicas desatadas (Ver Diseños N° 12, 2 y 13 ). Esto se hace más notable cuando la cruz no está pintada en constraste de blanco y negro, marcando este último el contorno esquelético del signo cristiano. La abarrotada secuencia de figuras da una apariencia fantasmal, da movimiento y da vida, a aquel sello de la muerte. La simetría entonces queda presa en el detalle, casi en la filigrana, impidiendo las formas más simples y reiteradas, propias de las cruces y las molduras de los cementerios anteriores. Más que de árboles o de alas y pájaros se trata aquí de rabias transgresoras de las rectas perpendiculares: las líneas y los ángulos se ramifican en protuberancias, los vacíos se llenan, superpoblados, formas curvas se intercalan con líneas quebradas. Un nuevo curso figurativo entró en las estéticas locales de la muerte, y operó análogamente a aquél que procede de los "indios muertos" y se extiende como un rizoma por toda la mesopotamia santiagueña.
[1] En quichua, pállay: juntar, recoger, recolectar, alzar del suelo y llevar consigo, es la acción de "levantar" o "recoger del suelo" lo disperso.
[2] En verdad, los Wagner, que estaban en contra del "cuscocentrismo" y la prevalencia de lo andino en los estudios arqueológicos, afirmaban que esas piezas a las que hace referencia Quiroga son muy posteriores a las de la "Civilización Chaco-Santiagueña", como vestigios o supervivencias de ésta última en el paso del tiempo (Wagner y Wagner 1934).
[3] Los Hermanos Wagner se inclinan por la primera interpretación en la mayoría de los casos, estableciendo una relación entre la lluvia ("lágrimas del cielo") y el llanto, entre rituales de fertilidad y ritos funerarios. Ciertos diseños del contorno del cuerpo de esta imagen y las guardas que suelen acompañarla son interpretadas como serpientes. La relación entre serpiente-lágrimas es derivada por ellos a la de rayo o relámpago - lluvia. Se apoyan en que en el contexto mesopotámico, amenazado por inundaciones y sequías consecutivas, la civilización primera habrá intentado tener algún tipo de control ritual sobre el régimen de las aguas, el cual estaba directamente vinculado a la fertilidad del suelo y la reproducción humana. Los muertos, al ser enterrados en la parte inferior de los túmulos, participarían en las técnicas culturales del uso del agua (Wagner y Wagner 1934).
[4] Si se lograra fechar estos yacimientos arqueológicos, y dado que están en las proximidades de antiguos cauces abandonados por los ríos, se podría reconstruir la hidrología histórica de la región. Además permitiría abrir, en un espectro histórico más amplio, aquella mitificación de los Hermanos Wagner de que se trataría de una única civilización, descendiente inmediata de la "Civilización Primordial", en un remotísimo pasado, que habría compartido el mismo tronco común con los griegos de Micenas y de Creta, los egipcios, los mayas y los Indios Pueblo de Arizona (Wagner y Wagner 1934 p. 70).
[5] Fue fundado en 1917 bajo el nombre de "Museo Arcaico", con la donación que hiciera Alejandro Gancedo, estudioso de la historia y la vida social y económica de la mesopotamia santiagueña, de 3.000 piezas de su colección particular. Luego, en la siguiente década se lo llamó Museo Arqueológico de la Provincia, al incorporar las decenas de miles de piezas relevadas por los Hermanos Wagner en Llajta Mauca, a orillas del Salado. Y quedó bajo la dirección de Emilio Wagner.
[6] "Quedó montoso", es decir, se volvió "monte" otra vez.
[7] Las casas de campo normalmente tienen una ó dos piezas, que sólo se usan para dormir. El día se desarrolla afuera, bajo el alero (galería cubierta que se forma por la extensión del techo sobre la pared donde está la puerta, hecha de paja y asentada en horcones de quebracho o algarrobo) y en el amplio patio que la rodea, en el que siempre hay un algarrobo que da buena sombra: ahí se cocina, se come, se duerme la siesta, se toma mate. La pieza es el ámbito de lo privado en el campo, todos los otros espacios domésticos son atravesados por las visitas. Se guardan ciertas "tinajas" o fragmentos en la pieza, por un lado, porque no se está dispuesto a darlas o venderlas, y por otro, porque se sabe que el Museo tiene derecho a reclamarlas, y todo foráneo que viene de la ciudad puede estar relacionado con esa institución.
Las casas de los Principales, otro diferenciador social, son en cambio siempre de cemento, e incluyen en sus espacios interiores los dormitorios, la cocina y el comedor. Si tienen alero, es también de cemento.
[8] Nació en Colonia Mercedes, Departamento Silípica, pero vino a Barrancas en 1950 como Comisario de Policía. Cuando él llegó, los viejitos de 80 ó 90 años decían no haber conocido "indios" por allí, según su testimonio.
[9] El Día de Muertos, 2 de Noviembre, fue instituido en la tradición cristiana en el siglo XI (Turner 1970 p.182).
[10] Otro relato de una vecina de Doña Damiana en Santiago, también originaria de Vuelta de la Barranca, dice que un pariente de Doña Damiana, originario de Santa Rosa, paraje vecino distante unos 10 km. de esa localidad, que había sido levado para la Guerra del Paraguay (ca. 1865), la halló en el campo de batalla. "Le pidió que lo vuelva a la casa y huyó con él (con el Crucifijo), andando de noche a caballo y escondiéndose en el monte de día."
[11] "Alabanzas" son los cantos que los/as rezadores/as ofician durante los velorios y entierros de difuntos, de Santos, y durante la alumbrada del Día de Muertos. Son cantos transmitidos generacionalmente, escritos en unas "Libretas" que cada rezador/a inaugura, transcribiendo los que aprendió o escuchó cantar infinitas veces a otro/a mayor, generalmente un familiar. Hay algunos pocos que han incorporado cantos aprendidos en los oficios contemporáneos de la Iglesia Católica. Pero en general son cantos transmitidos generacionalmente. Rezadores/as quedan pocos, pero toda localidad cuenta aún con alguno en sus proximidades. Doña Damiana era rezadora de Vuelta de la Barranca, pero ha dejado, por su edad avanzada, ya que quien cumple este oficio ritual debe viajar hasta donde se desarrolle el velorio de los muertos, por caminos de tierra, eventualmente cruzando el río.
[12] También en Vuelta de la Barranca se celebra el "Nacimiento" de la Virgen de los Remedios, el 24 de Diciembre por la noche, a la que asisten, como en el caso del Señor de la Salud, sólo devotos locales.
[13] La comensalidad junto a los difuntos es una práctica extendida en el cristianismo popular latinoamericano y en otras religiones de geografías más lejanas. En México, por ejemplo, se prepara la comida preferida del muerto para su aniversario o para el Día de Muertos y se le ofrece ritualmente en una mesa-altar dispuesta en la casa o sobre la tumba. Allí se acerca el difunto para comer, y luego la familia reunida la consume (Sandoval Forero 1994). Pero también entre los Tinglit de Alaska, en Taiwan, en China y entre los chinos migrantes en New York, se realizan comidas rituales con los muertos (Nemes Fried & Fried 1980).
[14] "Carballitos", o "Caraballos", o "Cruces de Caraballa", son pequeñas cruces antiguas, relocalizadas. Quien encuentra una abandonada (lo cual se reconoce porque no tiene manchas de cera o las que tiene evidencian que hace ya mucho no es alumbrada), establece un vínculo con ella y con el muerto desconocido que señala, de quien se vuelve imprevistamente "dueño", aunque sólo a través de la cruz. Se la lleva a las proximidades de su casa, la coloca en el camino y la comienza a alumbrar. Las mujeres que desean hacerle algún pedido, "le hacen luto". Y se consigue así algunos beneficios: lluvia, se encuentra napas de agua, se consigue buen trabajo. En Manogasta, por ejemplo, hay una, a cuadra y media del cementerio, a un costado del camino, que es de Alcibíades Suárez, cuya familia es las Principales del lugar. Él la encontró en un molino abandonado y la trasladó. "Es cruz antigua", me decía su madre, "es del agua": hace llover o hallar en el subsuelo alguna napa de agua buena, "hay que ponérselo luto unos dos o tres meses". Se la alumbra para el Día de Muertos, pero también en cualquier época del año, por promesa.
"Muertos en el camino" son cruces que señalan el lugar accidental y fulminante de la muerte de alguien, fuera de su casa. Son muy comunes, y siempre son alumbradas por sus familiares y vecinos para el Día de Muertos. Se suele decir también en este caso: "se lo pone un carballito", indicando que se coloca una de estas cruces justo en el lugar donde el familiar expiró.
El nombre "Carballito" proviene del apodo con que se conocía en Tucumán a un anciano mendigo, de apellido Carballo, muy popular, que vivía junto al Río Salí (que al entrar en la Provincia de Santiago del Estero toma el nombre de Río Dulce), y que a comienzos de siglo fue salvajemente asesinado, siendo atado a un árbol y torturado. Se puso en el lugar una cruz y se transformó en un centro de culto popular (Canal Feijóo 1950; Di Lullo 1943). La devoción se extendió luego, o mejor dicho lo que se extendió fue el nombre: "Carballito", porque, a quienes he preguntado, nadie recuerda esa historia, sino que cuentan una semejante a la de Alcibíades, o relata el suceso del familiar que murió en ese preciso lugar marcado.
[15] En el caso de la ciudad de Santiago, el Cementerio La Piedad está junto al basurero municipal y a uno de los barrios periféricos más pobres y más grandes: Don Bosco.
[16] Se denominan "antigüeros" en toda la mesopotamia santiagueña a los monumentos funerarios construidos en madera, a modo de grandes cajones, sobre los que se aplican gran cantidad de molduras, también fabricadas en madera, y que son pintados de varios colores contrastantes (blanco y negro o azul, rojo y amarillo, verde y naranja). Eran de uso general hasta fines de la década de 1970.
Simultáneas a las políticas provinciales de erradicación de ranchos de adobe y paja, según la concepción urbana de la vivienda y los principios higiénicos de Salud Pública, principalmente contra el Mal de Chagas.
[18] En las fotografías de mantas coloniales y de los siglos XIX y XX que Bernardo Canal Feijóo adjunta en su obra "Burla, credo, culpa en la creación anónima" (Canal Feijóo 1950), aparecen muchos de estos motivos, distribuidos de modo semejante. Los textiles, principal producción santiagueña colonial, todavía importante en el siglo XIX, comenzó a declinar con la llegada del ferrocarril (que introdujo textiles importados mucho más baratos), como ya señalé en el Capítulo I. Hoy, las mujeres teleras están reducidas al área del Dulce, en el entorno de Villa Atamisqui y de Brea Pozo, y sólo hacen algunos trabajos "por encargo".
[19] El cambio que José Hernández operó de la Primera a la Segunda Parte del "Martín Fierro", entre 1872 y 1879, "de disidente a preceptor de gauchos" es congruente con estas políticas de laborización (Shumway 1993 p. 309-316). El mismo Hernández, en el Prefacio de la "Vuelta de Martín Fierro" de 1879, propone que su libro sea tomado como "un manual práctico escrito para gauchos sobre cómo volverse buenos ciudadanos, productivos y dóciles" (citado en p. 309). Hace su aparición el ideologema del "gaucho honrado".
[20] Catán es un apellido indígena muy común, registrado en los Pueblos de Indios de la zona en los Padrones de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.
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